domingo, 29 de diciembre de 2019

Mis cuentos pendientes de 2019


Mis cuentos pendientes de 2019

Cerramos el año. Otro año. Otro año más de libros, lecturas y comentarios sobre esas lecturas. No sé cómo me he organizado, pero tengo registradas 126 lecturas de libros este año. Cuando la sensación subjetiva es que tengo menos tiempo que nunca para leer, esa cifra me ha descolocado para comenzar a hacer este balance. Quizá he leído libros más cortos (aunque no lo creo), quizá es que he registrado más relecturas, y siempre avanzas más rápido por los terrenos conocidos. Quizá he sido más generoso apuntando en mis lecturas lecturas que han sido parciales, esos ratos, esas ciento cincuenta páginas de una novela con la que sientes que ya sabes lo que necesitas saber antes de descartar el libro. 

Como en los últimos años, he ido leyendo más ensayo, y trato de leer de vez en cuando algo de novela gráfica, porque aunque no acuden a mi mente como un formato prioritario, luego siempre las disfruto. He leído, además de puro ensayo, bastantes obras de narrativa de no – ficción y he desarrollado una afición hasta ahora desconocida a leer Diarios de manera casi compulsiva en el segundo semestre del año, encontrando en algunas de sus páginas una forma más auténtica y depurada de comunicación y creación literaria.

Sin darme cuenta al haber ido haciéndolos, identifico algunos ciclos de lectura con ejes temáticos o estilísticos al repensar ahora en las lecturas, y aparte de los que vaya a listar en esta entrada, me encuentro con bastantes lecturas de algunos autores de los que no había tomado conciencia de estar haciendo ese recorrido. Cuatro novelas del británico Graham Greene en primavera, cuatro de la japonesa Yoko Ogawa a finales del verano, por ejemplo.

Hacía años, probablemente muchos, que no pasaban 12 meses y no leía ningún libro de Stephen King, Emmanuel Carrère, Don DeLillo o Haruki Murakami. Ha pasado este 2019. He mantenido, entre mis habituales, lecturas y relecturas de Etgar Keret, Roberto Bolaño, Kafka y Mario Levrero.
A finales de 2018 no quise lanzarme a la tarea de hacer una lista de 10 libros con un orden en concreto, como si fuera este pequeño blog uno de esos anticuados suplementos culturales. Pero este año me apetece más esa lista de recomendaciones que hacer recomendaciones parciales y temáticas, que al final son igual de arbitrarias que las otras.

Son 10 libros, con algunas trampas (como agrupar lecturas) y después unas cuantas recomendaciones más, a modo de extra.
Empezamos

1. Oficio + La maleta + Los nuestros, de Serguéi Dovlátov (Fulgencio Pimentel)
2019 ha sido el año de Dovlátov para mí. Sospechaba que seguiría leyendo al ruso desde mis primeras aproximaciones, y de hecho ya nombré Retiro y La extranjera en 2018 como lecturas destacadas. Pensaba que iba a gustarme más, pero no pensaba, hasta que caí en las páginas de Oficio, que iba a alcanzar ese nivel de éxtasis e identificación que creo que no sentía desde que me caí, como Obélix en la marmita de poción mágica, en La novela luminosa de Levrero en 2013. Dovlátov ha ensanchado un poco más mi canon de imprescindibles, porque ahí he situado la ya nombrada Oficio y La maleta. En tiempos en los que se cuestiona a la autoficción y hay algunos críticos que la consideran poco menos que una opción para vagos que no tienen ganas de pensar en otras tramas, estos dos libros nos recuerdan que la diferencia entre una gran obra y una menor no está en el género y la forma, y que la gran literatura, casi toda, bebe en gran medida de la experiencia personal del autor, que la transforma en tramas más o menos cercanas o reconocibles, pero nunca ajenas a lo que conoce y ha vivido.

2. Cuentos, de John Cheever (Mondadori)
En un mundo triste y en gran medida en derrumbe, con trabajos precarios, relaciones que se rompen continuamente, calles agresivas, muchos gritos y discursos que promueven el odio desde la política y muchos medios de comunicación, los cuentos de John Cheever nunca pasarán de moda. Mientras exista la soledad, mientras la conozcamos, mientras mantengamos la mínima empatía para detectar los problemas y las dificultades por las que están pasando otras personas, los cuentos de Cheever serán a la vez diagnóstico y medicina. Los pequeños dramas, los secretos, la melancolía, serán siempre su territorio. Esa mirada acuosa es ideal para mecernos en una lectura en un buen sillón, junto al calor del hogar, mientras ahí fuera hace mucho frío y el viento y la lluvia rugen y nos recuerdan que todo es tan endeble que no deberíamos darlo nunca por seguro.

3. Como una moto: la vida galopante de John Belushi, de Bob Woodward (Papel de liar) + La noche de la pistola, de David Carr (Libros del KO)
Agrupo estos dos libros porque los dos hablan, en el fondo, de un mismo impulso. El de meterse la vida en vena o por la nariz, el de evadirse de la realidad con la ayuda de las drogas y llegar a perder cualquier referencia más allá de quién te ha pasado la última dosis y a quién le vas a pedir la siguiente. Los dos libros me han parecido perturbadores porque no son libros moralistas ni tratan de convencernos de nada. También porque ambos usan las drogas en las que cayeron sus protagonistas como símbolos de muchas más cosas. Porque cualquiera puede verse reflejado en sus excesos, en sus adicciones, aunque no sean las mismas que las suyas. Porque quizá todos estamos más cerca de lo que queremos reconocer de caer por ciertas pendientes en la búsqueda de un poco más de felicidad. La trayectoria de Belushi apuntaba a tragedia y nadie hizo un esfuerzo real por evitar lo que podía pasar. Y pasó. El libro de Carr es además de impactante, muy interesante por su forma, pues el autor se lanza a aplicar su experiencia como autor de reportajes a investigar su propio pasado en los años 80. Su caída en las drogas, los trabajos que iba perdiendo, la familia a la que destrozaba, las hijas a las que irresponsablemente trajeron al mundo dos adictos al crack. Y vemos la salida de todo aquel mundo gracias a la disciplina y el sueño de la escritura. Y aprendemos cómo es posible contar dos historias como esas sin caer en la moralina.

4. Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson (Minúscula)
Esta novela corta, situada entre el terror psicológico y el costumbrismo, es una absoluta maravilla. Me impactó su historia, y me dejó francamente impresionado su perfección, su estructura imposible de mejorar, su lenguaje siempre bien medido, su voz narradora tan poco fiable como encantadora e irresistible. Creo que es uno de esos libros que puedes leer una y otra vez sin dejar de verte sorprendido, por más que sepas dónde están los giros y cuáles son las sorpresas que la trama te va a ir deparando. Hablaba en la reseña que hice del libro que era un ejemplo perfecto para trabajar en las escuelas de escritura creativa. Creo que recomendaría cambiar algunos meses de talleres de escritura por una lectura atenta y en profundidad de este libro.

5. Cuentos completos, de Mario Levrero (Mondadori)
La colección completa de todos los cuentos de Levrero llegó después de muchos años de esperarlos. Los cuentos de Levrero nos permiten asomarnos a la parte más imaginativa y surrealista de su producción, en general imaginativa y surrealista. Quienes ya conocemos y amamos a Levrero encontramos aquí más motivos para hacerlo. Quienes no lo conozcan pueden encontrar aquí un acceso divertido y fácil a su obra. La libertad absoluta, la búsqueda de lo lúdico, la reescritura de géneros literarios más trillados. La búsqueda de la verdad literaria, esa que está a veces en lo más disparatado, y hacerlo siempre sin renunciar nunca al estilo, aunque muchas veces sea un estilo contrario al ortodoxo, pero un estilo propio, lleno de marcas personales, que se relaciona con la literatura de kioskos, con el psicoanálisis, con lo detectivesco, con el absurdo de la existencia y las obligaciones que la sociedad nos impone. Leer a Levrero es un acto de rebeldía. Igual que escribir fue siempre uno de supervivencia para él.

6. Illska. La maldad, de Eirikur Örn Norddahl (Hoja de Lata)
Esta novela, que la editorial (en otro gran acierto de esta pequeña editorial gijonesa) presenta como la gran novela sobre el auge de la ultraderecha en Europa, me pareció mucho más que esa supuesta novela política. Es una novela política, quizá también, pero es una novela que trata sobre todo de la era de desarraigo y precariedad, también emocional, en la que nos ha tocado vivir. En ese mundo de relaciones frágiles y escasos valores duraderos, la ultraderecha, como movimiento que apela al pasado y a unas comunidades fuertes que ya no existen (ni volverán a hacerlo, y que quizá nunca lo hicieron), tiene su oportunidad. En Islandia, un pequeño país, muestra quizá poco válida pero perturbadora de cómo las comunidades se pueden ver afectadas por la amenaza externa, seguimos una historia de amor y odio entre tres personajes que vendrían a ocupar el lugar del nazi con labia, la estudiosa de los movimientos ultras que es descendiente de supervivientes del Holocausto y un pringado normal, no tan normal pero sí muy pringado, que irán avanzando por la oscura noche de los tiempos.

7. Salón de los pasos perdidos, Diarios de Andrés Trapiello (Pre - Textos)
Hace algunos años que llevo oyendo (leyendo) a alguna gente hablar muy bien de estos diarios de Andrés Trapiello, que van apareciendo bajo el título colectivo de Salón de los pasos perdidos. No pensaba que fuera a encontrar ningún interés en estos escritos, y pensaba que no empatizaría demasiado con la persona de Andrés Trapiello, a quien conocía como personaje (más o menos) público y con el que pensaba que no tendría demasiado en común. He confirmado que no tengo mucho que ver con él en cuanto a las características que lo sitúan como personaje público, aunque sí me he reconocido en muchas de sus interioridades. Pese a todas las reticencias, al terminar el año y mirar atrás, veo que he pasado muchas noches (sobre todo han sido libros que he leído por las noches, antes de dormir) de estos últimos meses leyendo páginas y más páginas de los diarios de Trapiello. He leído, concretamente, Locuras sin fundamento (editado en 1992, que narra el año de 1988), El tejado de vidrio (editado en 1994, que narra el año de 1989), Las nubes por dentro (1995, 1990), Los caballeros del punto fijo (1996, 1991), Las cosas más extrañas (1997, 1992), y La cosa en sí (2006, 2000). Hay páginas brillantes que se van alternando con momentos bastante inanes, y cierta cantidad de comentarios y ambientes un tanto rancios. Con todo, la finura del observador, la ironía para describir algunos males (que se reconocen desde una distancia de ya casi treinta años y se ven hoy en día aumentados y agravados), la verdadera vocación literaria, los sinsabores del escritor de fondo, y la prosa y la sintaxis, tan bien ajustadas, hacen que sean libros que valen mucho la pena. Al menos un poco, al menos durante un rato. Los juegos metaliterarios y las reflexiones del Trapiello diarista sobre las correcciones que el Trapiello escritor hará son muy valiosas. Aunque en el último que leí, del año 2000, ya se le ve demasiado pendiente de la reacción que despertarán sus comentarios cuando finalmente sean editados (todos han sido editados por Pre – Textos en una apuesta constante y valiente, por el tipo de libro del que se trata).

8. El giro de Italia, de Dino Buzzatti (Gallo Nero)
No hace falta que te guste el ciclismo para disfrutar de este libro. Deben interesarte, eso sí, la ambición, el drama, la tragedia, las reacciones humanas ante la victoria y ante la derrota, las trapacerías, indignarse por el servilismo de quienes acuden a aplaudir al ganador y por cómo le retiran, casi los mismos, el saludo a quienes empiezan a decaer. El Giro que Buzzati narró para Il Corriere della sera fue el del gran duelo Coppi – Bartali, que contó con la épica de un enfrentamiento entre héroes atenienses y troyanos. Lleno de simbolismos, en una Italia de posguerra, ciclotímica, que fingía haber olvidado su pasado fascista y buscaba nuevos talentos jóvenes con los que impresionar al mundo, el Giro no defraudó y cumplió con las expectativas, coronando a un nuevo rey. No hace falta que el ciclismo te interese, igual que no hace falta haber subido jamás a una montaña para disfrutar de Los indómitos de la montaña (también de Buzzati, también en Gallo Nero). La excelente prosa y el ritmo aventurero del que dota a sus historias, y la emoción que sabe darles, son universales, y quien las lea sabrá apreciarlo.

9. Con rabia, de Lorenza Mazzetti (Periférica)
Si Merricat es una narradora de cuyo encanto es imposible escapar durante todo el libro de Siempre hemos vivido en el castillo, la Penny de Con rabia, con su descaro, su frescura, su espontaneidad y su sentido crítico, no se queda atrás. Con rabia es sin embargo lo contrario a una novela corta perfectamente medida, pues despliega una voz de primeras notas, como recién escritas, siempre cercanas a la conversación y al diario. Aunque ese tipo de voz, como las muy medidas y ajustadas, son muy difíciles de escribir. Este retrato adolescente de una vida aburrida en una ciudad señorial y burguesa, como es Florencia, encantará a cualquier adulto que no se haya olvidado de esos años determinantes que nos enseñan a movernos por la vida.

10. El salto de papá, de Martín Sivak (Seix Barral)
Martín Sivak abre las puertas del armario de la memoria familiar. Su papá, Jorge Sivak, banquero y comunista (extraña combinación, sí, pero cierta y duradera en su vida), se suicidó cuando Martín tenía quince años, saltando de palito desde las oficinas de su empresa, que había entrado en bancarrota. El libro comienza ahí, con ese salto, y más que comprenderlo, y menos justificarlo, trata de perdonarlo. Martín Sivak trata de descubrir algo en el pasado de su padre y la familia, en el secuestro y asesinato de su hermano, del que nunca se recuperó, en los problemas económicos del país, en las malas decisiones, en los viajes, en las reuniones familiares y en las creencias a las que nunca renunció. No descubre nada, no se siente capaz de explicar nada, pero mientras va reconstruyendo una Argentina que va pasando por los años 80 de una dificultad a otra, va cerrando las heridas de una vida marcada por el suicidio de su padre. La prosa es sencilla, directa, casi cruda, y perturba esta historia de silencios, problemas, ideales rotos y una gran tragedia.

Bonus: Érase una vez en Francia, de Fabien Nury (Norma)
Esta serie de novelas gráficas, seis historias en tres volúmenes, es la historia de Joseph Joanovici, y daría (y en algún momento dará) para un peliculón (o gran serie). Está basada en hechos reales. La historia nos lleva a la Francia ocupada, pero antes nos pasea por las penurias de la Europa de entreguerras, nos lleva a conocer a un chatarrero rumano que poco a poco va armando un gran emporio, a relacionarse con unos y otros, buenos y malos, y a convertirse en una especie de doble agente entre los franceses y los nazis, un colaboracionista que también salvó a muchos judíos. La historia nos enfrenta después con las conciencias limpias de quienes nunca quisieron reconocer ninguna mancha en la Guerra. Y llevándonos de unos secretos a otros nos lleva a conocer a una importante colección de personajes con doble moral. El guión es estupendo, y los dibujos, expresivos y llenos de vida, parecen el storyboard de un clásico contemporáneo del cine negro.

Más libros: Del 11 al 20, sin mayor explicación (aunque muchos han salido reseñados)
11. Los peligros de fumar en la cama, de Mariana Enríquez (Anagrama)
12. Paciente X: El caso clínico de Ryunosuke Akutagawa, de David Peace (Armaenia Editorial)
13. Stop – time, de Frank Conroy (Libros del Asteroide)
14. La vista desde la última fila, de Neil Gaiman (Malpaso)

15. J. D. Salinger: una vida oculta, de Kenneth Slawenski (Galaxia Gutenberg)

16. El escritor y el mundo, de V. S. Naipaul (Debate)
17. El pozo: Novelas breves 1 y Tan triste como ella: Novelas breves 2, de Juan Carlos Onetti (DeBolsillo)

18. El desapego es una forma de querernos, de Selva Almada (Mondadori)

19. Las mañanas del café Rostand, de Ismail Kadaré (Alianza)

20. El caso Maurizius, de Jakob Wassermann (Acantilado)

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

lunes, 23 de diciembre de 2019

Pedigrí, de Georges Simenon vs. Un pedigrí, de Patrick Modiano, junto con Las mañanas del café Rostand, de Ismail Kadaré


Pedigrí, de Georges Simenon (Acatilado) vs. Un pedigrí, de Patrick Modiano (Anagrama), acompañados ambos por Las mañanas del Café Rostand, de Ismail Kadaré (Alianza)

Hay un tipo de autor que gana los Premios Nobel (Modiano), uno que siempre aspirará aunque probablemente muera sin ganarlo (Kadaré) y otro tipo de escritor al que nadie se ha planteado nunca en serio (quizá como boutade) dárselo (Simenon). Esa diferencia no habla a favor ni en contra de la obra de ninguno de ellos, ni tiene por qué hablar a favor o en contra de los Premios Nobel, añadiría. Es algo que sencillamente es así. Los lectores lo sabemos, y puede importarnos más o menos (o nada) a la hora de leer. No creo, y empiezo provocador, que quien haya leído un número suficiente de libros de Kadaré, Modiano y Simenon sitúe a Modiano en el primer lugar de sus afectos. Según días, yo no tengo del todo claro si Kadaré estaría por encima de Simenon o sería al revés, pero sé que Modiano vendría después de los dos, a cierta distancia.

Y eso queda dicho antes de añadir que Modiano tiene claras virtudes como narrador, el manejo de la memoria, la sutilidad escribiendo, y el dominio absoluto de una época, un lugar y sus recursos. Hasta se podría decir que Modiano es el dueño de un cierto tipo de libros parisinos, de posguerra y con una fuerte carga autobiográfica. Y siempre es un mérito haber sido el creador de algo. Suponiendo que realmente hubiera dos tipos de escritores, los que viajan de libro en libro moviéndose con las mismas formas y obsesiones, y quienes cambian de tema y adaptan la forma entre una obra y la siguiente, sin duda Modiano estaría en el primero de los grupos. En el fondo, como Kadaré y Simenon, aunque estos pueda parecer, en una primera fase de lectura, o desde una cierta distancia, que se mueven más.

Un pedigrí, de Modiano, son unas memorias de infancia y juventud en las que el autor se coloca aún más en el papel de narrador de lo que hace en los otros libros suyos que he leído (Una juventud, Los bulevares periféricos, El café de la juventud perdida). Modiano explica y se explica a través de la historia de sus padres, personajes extraños, que nunca acabaron de encontrar su hueco en el mundo y con ello hicieron que Modiano nunca tuviera una referencia fuerte en la que apoyarse (ni contra la que rebelarse, llegado el momento). Y lo hace en unos años en los que cada pequeña historia se entremezclaba aún con la Guerra Mundial recién terminada, con historias de la ocupación y con míticas valentías y miserables cobardías. Un pedigrí trabaja desde la idea (siempre un tanto afectada, aunque en muchos casos tenga algo de cierto) de que la literatura salvó al autor y protagonista. Un pedigrí, que ni mucho menos es un mal libro, se me queda corto si lo comparo con la impresión que guardo de la lectura de W o el recuerdo de la infancia, de Georges Pèrec, un autor al que Modiano creo que imita tomando formas casi opuestas (por incoherente que parezca), ya que también sentí que Los bulevares periféricos era como una versión reducida (y menor, y bastante peor) de Las cosas: una historia de los años sesenta y La vida: instrucciones de uso. Pero está claro que en Un pedigrí, Modiano, con el título elegido, más que con Pèrec, está dialogando con las memorias de Georges Simenon, tituladas, precisamente Pedigrí.

Pedigrí es un libro extraño en la narrativa de Simenon. Simenon, conocido en gran medida por su serie de novelas del inspector Maigret, uno de los grandes investigadores del alma humana del siglo XX, y más allá, por sus novelas negras – grises, en las que disecciona con habilidad de entomólogo las miserias y problemas de la clase media de provincias, y en las que no faltan referencias notables a los males del siglo XX (como por ejemplo en El tren, una novela sobre los campos de concentración) ni los experimentos casi existencialistas (La huida, un libro escrito a la sombra de Kafka y Camus y al que remite directamente El bigote, de Carrère). Pedigrí, de 1939, es una novela que Simenon aprovecha para escribir sus memorias de infancia y juventud bajo el nombre de otro niño y otro adolescente, al que trasvasa sus vivencias, las de su familia, sus inseguridades y heridas. Simenon le da al libro un tono íntimo que no es el habitual en sus novelas, en las que el dibujo psicológico de los personajes, siempre muy acertado, se hace desde fuera e incluso diría que con cierta frialdad. Tiene páginas magistrales y se cierra dejando paso a la continuación de esas memorias, una continuación que nunca escribió de manera directa, aunque Simenon sí escribió otros dos libros íntimos, tomando en esos casos la primera persona y su nombre propio, fue en Carta a mi madre y Memorias íntimas, libros que ahora mismo son imposibles de encontrar y que espero que en algún momento Acantilado (que ha decidido asumir a Simenon como lo que es, un autor de primera, un novelista fundamental del siglo XX, y ha ido reeditando algunos de sus libros) edite.

Pedigrí, desde el título, nos lleva a la idea de los antecesores como seres determinantes, la posición de los padres como precursores de la personalidad de un niño y a largo plazo del adulto en el que se convertirá. Los problemas de la infancia siempre son difíciles de superar, y muchos se quedan ahí, marcándonos. En este libro podríamos decir que los principales son el sentimiento de soledad, la incomprensión entre el niño y sus padres, y la inseguridad que ello le va provocando.

Con las inseguridades, aislamientos e incomprensiones ha trabajado siempre mucho (y bien) Ismail Kadaré, tanto con las inseguridades e incomprensiones propias del artista y el escritor como con las históricas, comunitarias y nacionales de su Albania natal. Kadaré es en sí mismo una literatura nacional, la albanesa, en una medida mucho mayor que la que se me ocurre para ningún otro autor – país. Tanto es así que en este libro, el último que de momento se ha publicado en España, Las mañanas del café Rostand, incluso lo llevan como parte de una pequeña comitiva al Vaticano a reunirse con cardenales para hablar de los problemas de su país. Las mañanas del café Rostand es un conjunto de textos memorialísticos, vivenciales, relacionados en mayor o menor medida con París, ciudad en la que Kadaré vive, yendo y viniendo a Tirana (en función de las circunstancias del país, sobre todo) desde hace décadas.

El primero de esos textos es el que le da título al libro, y nos habla de ese café, uno de esos clásicos cafés de París para escritores y periodistas, del que Kadaré se hace habitual desde que llega (después de múltiples peripecias literario – burocráticas) a París. Nos va mostrando las miserias y excentricidades habituales de esta clase de establecimientos.

Las mañanas del café Rostand, en general, es un libro de recuerdos de un escritor ya mayor, que recuerda los grupos de jóvenes poetas albaneses a los que frecuentaba en su juventud, que habla de su experiencia en el Instituto Gorki de Moscú (experiencia iniciática en su vida, a la que dedicó el estupendo libro El ocaso de los dioses de la estepa). Es un libro de paseos, en el que el autor, desde una edad avanzada, mira con ironía las cuestiones referentes al éxito (o al fracaso) literario, a la perdurabilidad de la obra de uno, a la trascendencia, y que se lee también con un ritmo reposado, de mesa de café de aires intelectuales y paseos por bulevares y jardines.

Fue en uno de esos paseos leídos cuando se me ocurrió volver a leer a Modiano. Kadaré cuenta que se cruzaba con él por los Jardines de Luxemburgo con frecuencia, y que los dos se reconocían pero fingían no conocerse, y que él, Kadaré, alguna vez pensó en saludarlo, y estaba decidido a hacerlo cuando apareció la noticia de que Modiano era por primera vez candidato al Nobel, condición en la que Kadaré llevaba ya décadas. Pensó que estaría bien felicitarlo y hacerle ver, por otra parte, que lo normal era no pasar nunca de esa condición. Esa conversación no llega, pero empiezan a saludarse con un gesto. Y unos meses después Modiano gana el Nobel y cuando Kadaré quiere encontrárselo para felicitarlo, se da cuenta de que ha desaparecido, y no regresa a sus paseos hasta meses después, cuando todo ha quedado atrás. Es un momento de narración muy bonito, muy representativo de este libro y de la siempre detallista escritura de Kadaré, que te transporta a donde quiere en cada página. Y es a la vez un ejemplo perfecto de una relación entre dos escritores en la que “el perdedor” no se muestra envidioso ante la suerte del vencedor, y una muestra de literatura en la que se nota que Kadaré sabe, como quien le lee, que él es mejor escritor, y que esa estirpe de grandes escritores que nunca ganaron el Nobel quizá sea la suya.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

martes, 17 de diciembre de 2019

Cuentos, de John Cheever


Cuentos, de John Cheever (Mondadori)

Me regalaron este libro a principios de año y ha sido, desde entonces, una lectura más o menos continua. Ya había leído muchas veces los cuentos de Cheever, aunque visto ahora, con mi nueva perspectiva, había leído muchas veces algunos cuentos de Cheever, los incluidos en la antología La geometría del amor, de Emecé, prologada por Rodrigo Fresán (quien también prologa este volumen, en su condición de máximo experto y exégeta de la obra de Cheever).

Allí están muchos de los cuentos más reconocidos de John Cheever, y a ellos he ido acudiendo con regularidad desde hace al menos una década. Es uno de los libros más manoseados que tengo, y este ha venido en cierto modo a sustituirlo. La lectura, cuento a cuento, de este libro, ha hecho de 2019 un nuevo año Cheever para mí. Y me ha permitido tomar un nuevo ángulo de lectura y sentir que mi relación con él cambiaba, se hacía más profunda, se estrechaba. Si John Cheever ya era uno de mis escritores de relatos preferidos, ahora lo es más (mucho más). Nunca había entendido del todo la experiencia que Richard Ford relata en el prólogo a mis Cuentos escogidos de Chéjov, la de quien había leído unos cuentos y años después descubre en una relectura distintos planos de profundidad. Me ha pasado algo así. Debo decir que la (re)lectura detallada en el último trimestre de sus diarios, y parte de sus cartas (también editadas por Mondadori) me ha permitido ir viviendo casi en tiempo real, como si fuera además de uno de sus lectores uno de sus editores o confidentes, la lectura de estos cuentos, que están tan vivos que pese a los decorados tan propios de los años cincuenta y sesenta, parecen novedades.

Cuando pensamos en los relatos de Cheever pensamos en melancolía, epifanías, tristeza familiar, secretos y silencio. Y todo eso está en los relatos de Cheever, pero creo que si nos limitamos a leerlo desde ese marco mental nos estaremos perdiendo mucho, igual que si compramos sin cuestionarla una etiqueta como la de el Chéjov de los suburbios. Creo que Cheever es un escritor bastante mejor que Chéjov, y que no se enfade nadie, porque creo sobre todo que son dos escritores que hacen una labor diferente. Chéjov es el retrato realista, sin más (ni menos). Pero me parece muy dudosa la idea de realidad en las historias de Cheever. La realidad de Cheever siempre está deformada, es siempre una realidad muy poco objetiva. Sus relatos son y no son realistas. Suceden en entornos realistas, los conflictos que se ponen en marcha son casi siempre realistas (un enfado en una fiesta, la pérdida de un trabajo, una infidelidad, una deuda que hay que pagar, la muerte de un familiar), pero la resolución emocional y literaria que toma el cuento, que toma Cheever, casi nunca es canónica ni previsible. Sus famosas epifanías son verdaderas caídas del caballo, verdaderos momentos en los que parece que un personaje pierde el contacto con la realidad y sus modos más aburridos y decide tomar soluciones poco prácticas, que muchas veces pasan por no tomar ninguna.

Cheever es maestro en dibujar todo un contexto (social, geográfico, emocional) en dos párrafos. A veces se apresura y condensa demasiado esa información, pero su prosa siempre es luminosa y precisa. Cheever admiraba a Scott Fiztgerald y sus relatos tienen esa perfección estructural de El gran Gatsby. Creo que no hay un relato más cheeveriano, más magníficamente cheeveriano y en general mejor que El nadador, que probablemente hasta quienes no hayan leído conocerán. Ned Merrill, un hombre abandonado por su familia, alcoholizado y que lo ha perdido todo, decide emprender, desde la resaca de la mañana del domingo, el retorno a casa nadando de piscina en piscina a través de su condado. El dibujo social de esas casas con piscina que llegan a formar un mar ya daría para una tesis, y ese hombre decrépito que va haciendo el ridículo de casa en casa, ignorando bajo el agua las habladurías de todos, sintiéndose un titán en plena forma hasta que no tiene más remedio que enfrentarse a la cruda realidad, que termina por derrotarle, ese nadador es uno de los grandes personajes del siglo XX, y convenientemente leído, de lo que llevamos de XXI.

Los relatos de Cheever son una experiencia literaria y humana profundamente emocionante, y no creo que tenga sentido hacer una pequeña sinopsis de más de sesenta relatos, ni de los más destacados. Solo aprovecharé la cercanía de las vacaciones navideñas para hacer un regalo a quienes lean este blog. Les propondría que se regalaran, durante los días libres que tengan, una pequeña selección de relatos básicos de Cheever, relatos que les permitan acercarse a la esencia del alma humana, al derrumbe de tantas ideas humanistas y a la individualidad competitiva que nos devora a todos.

Les propondría, a esos lectores, que se regalaran la lectura de cinco cuentos, todos clásicos en el canon de Cheever, todos de ese puñado de obras que sí le hacían sentirse orgulloso (cuando en general siempre fue un hombre inseguro, lleno de complejos, un escritor que en sus diarios se muestra envidioso de Saul Bellow, de J. D. Salinger, de Norman Mailer, un hombre que incluso cuando recibe alabanzas desconfía, y que siempre quiso escribir una gran novela, y solo la logró a través de sus cuentos, por más que con El escándalo de los Wapshot consiguiera premios y pensara que iba a confirmarse como novelista). Pongo en esa lista de regalos navideños, sin ningún orden en particular: El nadador, El ladrón de Shady Hill, Simplemente dime quién fue, La muerte de Justina y Tiempo de divorcio.

Y quien los lea sentirá que Papá Noel ha acertado.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

miércoles, 11 de diciembre de 2019

Con rabia, de Lorenza Mazzetti


Con rabia, de Lorenza Mazzetti (Periférica)

Qué alegría te dan esos libros que aparecen sin estar esperándolos, pero que sientes casi en cuanto los coges que estaban ahí para ti. Esos libros que se convierten en especiales y a los que llegas sin saber muy bien por qué, a veces por un detalle, en este caso porque alguien en mi biblioteca habitual lo había colocado en un stand especial cerca de la entrada y la portada, con esa foto de una chica mirando con un gesto intermedio entre el asombro y el desprecio, me hizo quedarme.

En cuanto empecé a leerlo me di cuenta de que la foto de la portada no podría estar mejor elegida. La mujer que mira desde la portada del libro está mirando, me imaginé de inmediato, a un hombre que o bien le ha dicho algo inadecuado por la calle o bien está haciendo alguna estupidez. La mirad que ella le lanza (y tuve claro instintivamente que se la lanzaba a un él) dice algo claro y directo, dice:gilipollas. En cuanto empecé a leer el libro vi claro que la narradora era así, tenía claras las ideas. Y desde que entré en su voz me di cuenta, por último, de que se trataba de uno de esos libros de los que quieres hablar a todo el mundo. Uno de esos libros que quieres leer a todas horas para ir avanzando por sus páginas a la vez que te sientes preocupado porque cada vez te quedan menos páginas por delante.

Penny, la narradora, es una adolescente inteligente, llena de frescura, lúcida en medio de la grisura, que hace pensar casi inmediatamente en el Holden Caulfield de Salinger, aunque también en la Cécile de Buenos días, tristeza. Comparte con una cierta perspectiva feminista, que suena preocupantemente contemporánea en muchos aspectos, aunque muestra que el mundo ha evolucionado en otros, y con el otro un desprecio indisimulado por el mundo que los adultos le proponen. Penny, que vive con su hermana Baby, prácticamente la única persona a la que aprecia de verdad (como le pasa a Holden con su hermana Phoebe), va al colegio sin ganas, hace las tareas sin ganas, siente que le esconden mucha información sobre el deseo y el sexo, y piensa continuamente en el absurdo y el vacío de la existencia, casi como una existencialista (de hecho habla de sus lecturas de Kafka y Camus durante las páginas del libro). Y Pennny tiene además una razón de peso (de enorme peso) para sentir que el mundo es un lugar hostil y frío, y la vida a veces una experiencia absurda. A sus tíos, con los que vivían como si fueran sus padres adoptivos ya que eran huérfanas, entraron a buscarlos unos soldados nazis y los mataron.

Esto, para darle mayor dureza a la historia, es lo que le pasó a Lorenza Mazzetti y a su hermana gemela, Paola. Los nazis mataron a tiros a sus tíos, en represalia por la huida de Albert Einstein a Estados Unidos, ya que su tío era primo de Einstein. Por lo que se nos cuenta en la solapa del libro, y como es lógico, este fue un acontecimiento al que Mazzetti volvió repetidamente en su literatura (no tan extensa, además de escritora es pintora, fotógrafa y directora de cine), señaladamente en el libro El cielo se cae.

Con rabia, de 1963, se mantiene fresco y lleno de vida, y su narradora ha envejecido mucho menos que el Holden Caulfield de Salinger (al que no sé si no convendría actualizarle la traducción, porque muchos de los modismos que usa, traducidos por expresiones juveniles de hace 60 años, suenan viejunos). Y la voz de su narradora enamora. Y como no pretendo más que invitar a cuantas más personas mejor a su lectura, os dejo con ella.


¿Qué será eso que llaman adolescencia? Jóvenes vagando por la nada entre frías maquinarias, café y engranajes. Con las mismas máquinas con las que nos machacan, nos llaman adolescentes, mientras ellos, los adultos, han hecho todo lo demás, han hecho la guerra, la han ganado, la han perdido, han creado los mitos, los han destruido, han vuelto a crear otros, deciden, hacen, se apresuran, ponen en marcha los motores, viran, frenan, parten, gritan, creen, comen, se comen, se mueven, se reúnen, se casan, se detienen sólo un momento, ajustan la velocidad, dan discursos, se marchan, frenan. 

Debo vivir intensamente, y cada minuto que pasa me da la sensación de estar perdiendo el tiempo y consumiéndome en un ansia estéril hasta que aparezca mi verdadero hombre.

Para ser sincera, a veces me parece que la humanidad tiene rostros horribles; preferiría salir a la calle con gafas oscuras. Y, además, están sus gestos, sus vestimentas, sus calzados, los lacitos de sus zapatos… Todo eso me deprime profundamente.
Baby dice que soy insoportable y que no me gusta nunca nadie. Pero no es verdad. Para empezar, me gusta mucho Baby.

Luego me he acordado de que el lobo era yo, y de que el tío está muerto, y no sólo él, sino también Annie, Marie, Katchen, Aly, el viejo San Bernardo que a mí me recordaba tanto a un lobo, y entonces he pensado que incluso los peores sueños eran mejores que la realidad.

Los soldados entraron por la puerta abierta. Dios es un vacío donde retumban sus botas militares.

Baby y yo, si continuamos tragándonos todo lo que nos dan, espaguetis y latín, idioteces y mentiras, caeremos irremediablemente en ese letargo también. Por eso Hamlet se preguntaba: ¿Ser o no ser?, que quería decir idiotizarse o no.

Alucino con estos escritores – críticos, que en vez de tener su propia opinión sobre Dante te citan a un fulano que ha escrito un libro sobre otro fulano, el cual a su vez ha escrito un ensayo sobre Dante.

Mis compañeras son todas burguesas. Anillo de compromiso lo primero. Las detesto.
Siempre están frente al espejo, peinándose. Se casarán con uno de esos cretinos que todo el día están hablando de coches y motores y cuando ya tengan un coche querrán un frigorífico y después del frigorífico quién sabe cuántas cosas más.

Estaba hablando con un muchacho hundido en un sillón, que aseguraba no avergonzarse de ser fascista y que nadie, sino el Duce, había arreglado las autopistas y los puentes. Entonces, el tal Roberto dijo que lo único que quería era un coche de carreras y que a él no le importaba un pimiento nada de nada, solo le interesaba divertirse y ganar dinero, y me ha agarrado por un brazo para zarandearme en una danza extraña.

Y no hay esperanza para mí si no voy a un psiquiatra para que me reinserte en la sociedad. ¿En qué sociedad? En la suya, naturalmente, con su calma presuntuosa de ¡indiferente – democrático – burgués – católico – intelectual! Superado el fascismo, se extendió el mito de ser normales, de vivir relajados, de disfrutar, de conseguir un coche … ¡la filosofía de la Coca – Cola!

Paso al ataque, me paro en mitad de la calle, no, no me apartaré del coche que viene, ellos frenan, me atraviesan, hablan, tienen prisa, ellos hacen, hablan, sobre todo hablan, tienen sus opiniones, y lo que es peor: enseñan.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr E

jueves, 5 de diciembre de 2019

Paciente X, de David Peace


Paciente X: El caso clínico de Ryünosuke Akutagawa, de David Peace (Armaenia Editorial)

No conocía a Ryünosuke Akutagawa (y aunque aparece citado en una lista de los autores top japoneses del siglo XX, al nivel de los Mishima, Kawabata, Tanizaki, Kenzaburo Oé o Kobo Abe, la falta de libros en España me hace sospechar que no es tan conocido como ellos en nuestro país). Llegué a este libro siguiendo el nombre de David Peace, y lo hice por casualidad, después de encontrarme casualmente con una nota de prensa sobre la aparición del libro en una pequeña editorial (que supongo bastante reciente). Aunque David Peace es para mí uno de los mejores escritores contemporáneos, no acaba de tener éxito en nuestro país, y su obra (inmensa en calidad, y este es otro ejemplo) va pasando por distintas editoriales, y sigue sin conseguir el éxito que merecería.

Si David Peace ha escrito el libro, yo quiero leerlo, sea una serie de novelas negras atormentadas (Cuarteto de Red Riding), una crónica politizada de las huelgas mineras y la definitiva derrota de la clase obrera (GB84), sus novelas negro – históricas sobre el Japón posterior a la Segunda Guerra Mundial (Trilogía de Tokio), o hasta un libro sobre un equipo de fútbol y sus años gloriosos (The Damned United). Digo, siempre que puedo, que no creo que haya, entre los más reconocidos, un escritor mejor que James Ellroy. Y añado, también siempre, desde la primera vez que me encontré con su obra, que David Peace es aún mejor. Así que si David Peace ha escrito un libro sobre un escritor japonés del que no sé nada, quiero leerlo.

Y así, me compré en cuanto pude (porque no es la clase de libro que puedes esperar que llegue a las bibliotecas públicas) este libro y me puse a leerlo. Paciente X es una novela que se compone a base de relatos, hasta un total de 12, donde a veces la voz narradora reposa en el propio Akutagawa, otras veces en otros escritores, otras en testigos más o menos cercanos de sus últimos meses de vida. En esas voces que entran y salen, que van de lo poético a lo crudo, vamos acompañando a Akugatawa desde que era un niño que escapaba de los problemas de casa (el mayor, y el que más le agobió siempre, la locura de su madre, un trastorno que temía que heredaría) cruzando el río para leer todos (literalmente) los libros de la biblioteca más cercana hasta que empieza a estar devorado por los síntomas de esa locura (un insomnio crónico, unas alucinaciones crecientes, un estado nervioso deplorable). Vemos a Akutagawa acompañado de otros escritores con los que guardaba una relación cercana (Junichiro Tanizaki y Yasunari Kawabata, especialmente), aunque algunas de ellas se fueron enfriando.

La transcripción de algunos fragmentos y la recreación de otros de sus diarios y escritos sobre la escritura permiten hacerse una idea muy cercana de cómo se veía a sí mismo y cómo fue construyéndose como escritor, combinando tradiciones japonesas y escritores occidentales a los que se sentía muy cercano. También vemos, y el trabajo de narradores de Peace es fascinante por sutil, profundo y sangrante, su creciente obsesión por la figura de Cristo y de los kappas, unos pequeños demonios (o dioses, según la interpretación) acuáticos japoneses, bromistas pero también crueles, letales incluso, a quienes Akutagawa acabó por dar carta de naturaleza en su vida y a los que dedicó sus últimos textos, de los que habla hacia el final del libro con el médico a quien ha convencido para que visite a un amigo suyo, también escritor, que está delicado de los nervios y de quien teme que pueda suicidarse.

Quien finalmente se suicidó fue Akutagawa, a los treinta y cinco años, y el libro lo va anunciando, juega a ir administrando la tensión del inevitable desenlace. Y nos hace empatizar, al menos a quienes escribimos y leemos con espíritu samurái, con las desventuras de este escritor japonés. Peace vive desde hace más de 25 años en Tokio, conoce la ciudad, le ha dedicado una trilogía a su historia de postguerra (el tercer volumen está al salir en España, tengo entendido) y aquí se nota que está escribiendo desde la admiración y un conocimiento muy profundo de la obra de Akutagawa.

Algunas de las historias sobre las que se va armando el libro tienen entidad más que suficiente para valorarlas de manera individual, y aunque el libro es realmente una novela y crece por acumulación, y la lectura debe hacerse en el orden en el que está, que es en el que vamos entrando en las tribulaciones de Ryünosuke Akutagawa y vamos comprendiéndolo en la medida en que lo vamos a comprender, no deja de ser cierto que varias de ellas podrían leerse de manera independiente, y aunque carecerían de parte del contexto, se podrían apreciar como estupendos relatos. De hecho Peace había publicado anteriormente algunos de los textos en revistas o libros colectivos, y de cara a una próxima relectura me he dejado señalados Un cuento contado dos veces, Después del desastre, antes del desastre, San Kappa y Los espectros de Cristo, todos dotados de una espiritualidad especial y una sensibilidad literaria de primera.

Un libro para descubrir a Peace, en el caso de quien aún no lo haya hecho (aunque todo libro de Peace es una gran oportunidad para hacerlo), y también un libro para ponerse sobre la pista de uno de los nombres básicos de la literatura japonesa, y quizá desde ese nombre ir saltando a otros.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

sábado, 30 de noviembre de 2019

Los nuestros, de Serguéi Dovlátov


Los nuestros, de Serguéi Dovlátov (Fulgencio Pimentel)

En la editorial Fulgencio Pimentel han seguido este otoño publicando las obras de Dovlátov. Podría decir sin exagerar demasiado que este autor ruso ha sido mi gran descubrimiento de 2019, aunque ya había leído antes algo suyo. Y sin ninguna exageración también puedo decir que la labor editorial de este sello está siendo impecable con la obra del ruso. Espero cada nueva entrega ya con la devoción del fan entregado, y me gustaría (por si alguien de la editorial lee estas palabras y quiere tomar nota) que el siguiente libro fuese La zona.

La peripecia editorial de Dovlátov había sido hasta estas nuevas reediciones inconstante y variada. Si uno busca viejos ejemplares en bibliotecas, se da cuenta de que aparecieron, cuando lo hicieron, en editoriales pequeñas, que sacaron uno o dos libros y al no obtener con ellos ni ventas ni prestigio, renunciaron. Ya lo he contado, pero el primer libro de Dovlátov que leí, La extranjera, lo rescaté de un expurgo en una biblioteca municipal. Estaba ahí ya descatalogado, dejando pasar las horas hasta que un monstruo triturador se lo llevara por delante, o hasta que alguien lo rescatara.

El año pasado ya leí Retiro, en las ediciones de Fulgencio Pimentel, y confirmé que Dovlátov iba a ser alguien importante en esta etapa lectora de mi vida. Las lecturas a principios de año de Oficio y La maleta lo confirmaron y como contaba, me convirtieron en uno de esos fans irredentos que esperan cualquier novedad relacionada con su obsesión, su nueva obsesión. Y tampoco es que me pase el día pendiente de si salen nuevas traducciones de Dovlátov, pero este otoño, de paseo por librerías, vi que había llegado Los nuestros y rápidamente lo cogí y lo traje a casa.

Los nuestros, como La maleta, como tantas páginas de Dovlátov, es autoficción, de esa que ahora se cuestiona y critica tanto. Pero claro, no critiquemos lo colectivo y leamos a los autores. Y Dovlátov es un escritor de primera. Y como en La maleta, lo que Dovlátov hace en Los nuestros es escribir su autobiografía, o parte de la misma, de modo indirecto. En La maleta recurría a los objetos que definían su vida, los que le acompañarían en una modesta maleta de exiliado que abandonaba finalmente Leningrado y se marchaba a los Estados Unidos, y a través de esos objetos nos contaba lo que realmente le interesaba contarnos, su vida. Aquí recurre a parientes, amigos y seres cercanos, y a través de sus andanzas (o pensamientos, porque algunos se mueven más bien poco, hay algún aventurero en este libro de Dovlátov, pero hay más imprudentes sedentarios que aventureros, abundan en la estirpe de Dovlátov los bocazas capaces de buscarse la ruina sin apenas poner el pie en el portal, un rasgo que comparte con orgullo el escritor) dibuja su vida, su personalidad y hace un retrato colectivo de un momento concreto de la URSS.

El libro, aunque no alcanza el nivel (aunque lo releeré, porque no sé si la culpa será de que no estaba yo tan predispuesto al nirvana lector como con Oficio o La maleta) de otras obras que he ido leyendo de Dovlátov, es estupendo. Y Dovlátov brilla entre la mediocridad de novedades que se acumulan. Es un oasis para un lector como yo. Un lector que ya espera nuevas entregas (y vuelve a recomendar a la editorial que pase por La zona, los cuadernos de la época que Dovlátov pasó como guardia en un campo de concentración soviético) y seguirá atento a los nuevos rescates del autor ruso. Mientras tanto, releeré pronto este, y quizá también Oficio y La maleta.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

martes, 26 de noviembre de 2019

La Odisea ilsutrada, de Miguel Brieva y Carmen Estrada


La Odisea ilustrada, adaptación de Miguel Brieva y Carmen Estrada (Malpaso)

No vamos a descubrir el Mediterráneo y decir que La Odisea (como La ilíada o como Las mil y una noches) es un libro, no solo fundacional de nuestra tradición cultural y de la Literatura, así contada, con mayúsculas, sino además un libro que cuenta una historia que permanece con el mismo poder de seducción y entretenimiento que siempre ha tenido.

No pretendemos descubrir el Mediterráneo, pero sí está muy bien que recordemos que este clásico, como otros, es un libro que habría que leer más. Quizá respetarlo menos y leerlo más sería una buena recomendación.

La Odisea, como saben todos los que no la han leído, narra las vicisitudes de Odiseo (o Ulises) en su regreso a Ítaca, su reino, tras el fin de la Guerra de Troya. Odiseo consumirá la misma cantidad de tiempo en regresar que el que empleó en la propia guerra. Quizá porque la verdadera guerra a la que se debe enfrentar es la de la vuelta al hogar.

A mi hijo, de 6 años, le flipan las aventuras de Odiseo, y las de la Guerra de Troya y las de Jasón y sus argonautas. Es cierto que ningunas de estas le gustan más que las de los trabajos de Heracles, que son sin duda sus aventuras preferidas entre las de la mitología. Pero las leemos recurrentemente, en un par de ediciones para niños que tenemos en casa y que son parte del menú habitual de nuestras lecturas de antes de dormir.

Cito a mi hijo de 6 años y su fascinación por La Odisea y otras leyendas épicas como ejemplo de que son historias tremendamente atractivas, que se siguen con interés natural, que nos inquietan y nos hacen desear saber cómo seguirán.

No deberíamos dejar que esa fascinación se perdiera, y deberíamos ejercitarla, leyendo estas leyendas y otras. La edición de La Odisea ilustrada por Miguel Brieva, con textos de Carmen Estrada, es un libro muy útil en ese camino. No es una traducción de La Odisea al uso, y no lo pretende. Asume, como proyecto, que hay lectores que van a recurrir a la fuente clásica y otros que no lo harán, y a los que será más fácil acercarse desde otros planteamientos. Y eso es lo que se hace aquí con un texto simplificado y muy ágil, que se lee con fruición y se disfruta. No es La Odisea, pero es una versión de La Odisea muy divertida, muy bien trabajada y con la que uno conecta con Homero a través de dos médiums, una del lenguaje y otro que le presta apoyo gráfico a la historia.

Al margen del tema lingüístico, los dibujos de Brieva sacan el poema épico de su apariencia tradicional y lo envuelven en un aspecto gráfico lleno de referentes al cómic americano (sin caer en la estirpe de los superhéroes, porque no necesita Odiseo que lo tomen por un Batman cualquiera). Dotan al libro de un valor artístico muy importante y hacen que sea un objeto que vale la pena tener para releer de cuando en cuando. Además del lenguaje, el texto también adapta la estructura, acercándola más a la que un lector contemporáneo sin especiales intereses en las Humanidades y las Letras Clásicas pueda tener, asumiendo que el lector se sentirá más cómodo en la novela moderna y en la lectura de novelas gráficas e incluso en el visionado de series de televisión, y dándole un libro que se adapta a esos ritmos y expectativas.

Creo que sería un libro muy aprovechable en una asignatura de Cultura Clásica de instituto, y una buena idea también para cualquier lector adulto que nunca haya encontrado el momento de enfrentarse a uno de los clásicos fundacionales de la Literatura, uno de esos pocos libros de los que se puede decir realmente que salen todos los demás. Una muy buena opción de lectura y disfrute.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E