domingo, 29 de octubre de 2017

Volver al cuento II: Gracias por la compañía, de Lorrie Moore

Volver al cuento II: Gracias por la compañía, de Lorrie Moore (Ed. Seix Barral)

Hablaba en la última entrada de la satisfactoria y necesaria sensación de volver al cuento, de redescubrir ese género mágico que utiliza las herramientas narrativas desde la óptica y el aliento de un poeta. Esta descripción es, obviamente, reduccionista, y deja fuera a cualquier autor que no se ajuste a ella, pero si se mira bien se verá que son mayoría los buenos cuentistas que tienen algo de ello. Desde luego Lorrie Moore. Hablaba también de los viejos amigos y en cierto modo, Lorrie Moore lo es, y descubrir este último libro suyo ha sido una alegría inesperada.

Nos llenamos la boca, los cuentistas y las editoriales, los expertos y los críticos, de la buena salud del cuento. Cuando el cuento es un niño enfermizo y enclenque, que cuenta con apenas un millar de potenciales lectores repartidos por todo el país. Pongo un ejemplo, Lorrie Moore sacó este libro a finales de 2015 y yo, que estoy pendiente de las novedades del mercado, ni me enteré. Casi nadie se enteró, porque si se consulta en Google, hay 4, 5, no muchas más reseñas del momento. Y eso que es Lorrie Moore.

¿Y quién es Lorrie Moore? Para mí, sobre todas las cosas, la autora de Pájaros de América. Para mí esa es una de las colecciones de relatos más perfectas, conseguidas, delicadas a la vez que hirientes, que he leído y releído nunca. Pájaros de América era su anterior libro de relatos y entre ambos habían pasado 16 años. 16 años de silencio y trabajo fino para volver con una colección de 200 páginas y 8 relatos, desde luego una muestra de que los cuentos están trabajados, pulidos, bien pensados. Seguramente también la prueba de que muchos cuentos han quedado abortados por el camino en ese tiempo.

Para mi libro Desórdenes elegí un epígrafe de Lorrie Moore, uno que dice:
Por lo general, la gente no era mapas de carretera. La gente no era ni jeroglíficos ni libros. No era historias. Una persona era una colección de accidentes. Una persona era un montón infinito de rocas con cosas creciendo por debajo.
Lorrie Moore continúa escarbando bajo las capas visibles de las personas “normales”, buscando su alma, convencida de que la teoría del iceberg que tanto se cita en la construcción de relatos no es más que una máscara de la teoría del iceberg que nos esconde a todos.

Empiezo diciendo que para el lector enamorado de Pájaros de América que soy Gracias por la compañía no me ha parecido un libro tan redondo. Este es un libro sobresaliente pero aquel era una matrícula de honor indiscutible. Aquel era el libro de alguien que llegaba a la cuarentena preocupada por la sociedad y su entorno y con ganas de poner el dedo en la llaga, y este es un libro con el espíritu un poco más cansado. Pasan los protagonistas, como la autora, de los cincuenta, se acercan a los sesenta y hay divorcios, hartazgos, hipotecas, casas y propiedades que no han traído precisamente la felicidad, hijos distanciados, negocios fracasados, muertos.

Si obvio mis ideas sobre Lorrie Moore debo decir que Gracias por la compañía es un libro excelente, que se inicia con un divorciado que ha decidido no quitarse la alianza en un gesto absurdo de abrazo al pasado. Los personajes de Lorrie Moore en general, y en este cuento y este libro en particular, buscan algo a lo que aferrarse, por absurdo o extraño que suene. Este mismo divorciado acabará haciendo que su día a día gire, y en cierto modo se recupere, alrededor de la invasión americana de Irak en 2003. Por cierto, los cuentos no es que se ordenen cronológicamente, pero dan la sensación de ir avanzando por esa década que en un futuro se estudiará como determinante en algunos cambios, la que va del atentado de las Torres Gemelas a lo peor de la crisis económica. Un tonto (y por ponerlo en tercera persona no acabo de excluirme del grupo, uno de los más numerosos de la humanidad) con ínfulas diría que los personajes buscan algo más de la vida, algo que los deje satisfechos, si acaso por un tiempo, el momento de la sensación verdadera del que hablaba Peter Handke.

En lo técnico y narrativo, Moore suele empezar las historias en un punto intermedio del arco temporal que va a abarcar y mediante flash – backs va completando la información que juzga relevante entregarle al lector, mientras el día a día de esos personajes va pasando. Los temas que utiliza son los que han ido centrando la literatura realista desde siempre, las relaciones amor – odio de parejas, amigos, padres e hijos. La prosa es limpia, la atención al detalle siempre sugerente, y el título nos hace preguntarnos (a mí al menos) si debemos dar las gracias por la compañía de quienes nos soportan. Y la postura de estos relatos es que sí, pero a la vez que no, porque la compañía es necesaria y se agradece, pero también pesa y molesta y en ocasiones nos hace desear la soledad, y como bien se ve en estas historias ni siquiera es necesario en algunos casos que las personas cambien, solamente con las circunstancias es suficiente.

Lorrie Moore, que en Pájaros de América nos dejaba un escalofriante relato como Gente así es la única que hay por aquí: farfullar canónico en oncología pediátrica, no rehuye escarbar en la basura de la sociedad líquida y posmoderna ni mirar de frente a la enfermedad ni a la muerte, ni literal ni figuradamente. Lo típico y recurrente es recomendar alguno de los relatos de la colección en particular (que tiene 8 en total). Aunque tengo mis preferidos (Muda, el primero, y Enemigos, el cuarto) y también el que me parece más flojo (el que da título a la colección y la cierra, Gracias por la compañía), recomiendo leer el libro en el orden en que la autora nos lo presenta, pues la intrahistoria implícita va apareciendo ahí. El libro está lleno de un realismo irónico, a ratos patético, a ratos tierno, casi siempre irónico. No sé por qué Lorrie Moore no está mejor situada en el canon del relato breve norteamericano (aunque se la suele citar, claro), pues yo la situaría, por su sutileza, en un primer puesto compartido con Tobias Wolff, y por encima, en mi criterio lector, de un Raymond Carver que se ha quedado un poco viejo y acartonado de tanto usarlo y un Richard Ford que se ha demostrado mejor novelista que cuentista (la novela que leí de Lorrie Moore en algún momento de esos años entre Pájaros de América y Gracias por la compañía, Al pie de la escalera, me convenció de que su caso es el contrario, una cuentista excelente y una novelista mediana). Lorrie Moore es una aguda observadora digna de heredar el hipotético trono de Alice Munro, si aquella alguna vez deja de escribir libros tan buenos como siguen siendo los suyos y el puesto queda vacante.

Seguiremos leyendo a los viejos conocidos y tratando de volver a dejarnos sorprender.

Felices lecturas


Sr. E

lunes, 23 de octubre de 2017

Volver al cuento I: Aliméntame, de Roman Simic

Volver al cuento I: Aliméntame, de Roman Simic (Ed. Baile del Sol)

Hay épocas en las que se nos pasan incluso meses sin ver a nuestros amigos. A esos amigos de verdad, pocos, escogidos, decantados por el tiempo. Y no por ello dejan de ser nuestros amigos. A veces me pasa algo parecido con algunos autores, o incluso con todo un género (el relato corto) y una manera de entender la literatura y hasta diría que la vida (la del cuentista). En los últimos meses, después de más de un año trabajando en una novela larga, estoy dedicado, como escritor, al cuento. Por apetencia y por la beca de la Fundación Antonio Ródenas García – Nieto, que también impulsa y hasta cierto punto dirige el enfoque creativo de estos meses de trabajo. En ocasiones estás escribiendo novela y te apetece leer de todo menos novela, ahora yo estaba escribiendo cuento y me apetecía leer cuentos mientras tanto, pero cuentos que ya conocía y a autores que ya he leído y releído mil veces (aprovecho para apuntar un valor del relato: por mucho que nos guste una novela, el número de veces que podremos releerla a lo largo de una vida es necesariamente limitada, y ciertos cuentos podríamos releerlos casi a diario), más pendiente de los recursos técnicos o de buscar soluciones narrativas a mis propios problemas que de simplemente leer y disfrutar. Esos pocos autores o esos pocos libros o incluso esos pocos relatos escogidos que forman lo que los psicólogos llamarían mi zona de confort, por la que mis ojos se deslizan sin esfuerzo, y que me permite detenerme solamente en aquellos detalles en los que quiero detenerme.

La mejor manera de salir de esa zona de confort siempre es con brusquedad, con una patada que desequilibre la silla en la que estás y te arroje al suelo. Me han tumbado dos autores que han vuelto a recolocarme como lector. El primero del que voy a hablar es Roman Simic. Tenía desde hace un par de meses en casa su libro Aliméntame, y no lo había abierto. Y es uno de esos libros que te recibe con un buen puñetazo. Es un libro violento, también poético, también tierno, también lleno de recovecos y detalles que vale la pena degustar como lector, pero no por ello menos violento.

En cualquier caso, hace tiempo ya, en tu calle había un perro callejero, y un niño escribió sobre él: Croacia; otro lo ahorcó por eso, y empezó la guerra, por el perro y los niños. En otoño de 1991 yo venía de alistarme en un cuartel del Ejército Popular Yugoslavo al sur de Serbia, tú alargabas a la fuerza tus vacaciones de verano en una isla del Adriático y tu padre desaparecía en Vukovar. Y dices desaparecía como si fuese algo durativo, y explicas que entonces, hasta cierto punto, aún existía.

Simic trabaja en el equilibrio de tiempos verbales entre pasados continuos y presentes estancados, y creo que ese párrafo lo representa muy bien. Roman Simic es un autor más o menos situado en el star system (un término muy lejano al mundo del cuento, lo sé; hablaba hace un par de meses con un amigo de quién podía ser, para nosotros, el Messi del relato breve, y acabamos coincidiendo en que muy probablemente lo fuera Etgar Keret; pues bien, no tiene problemas para llegar a los aeropuertos y que los fans lo acosen, en demasiadas bibliotecas públicas ni siquiera tienen ninguno de sus libros) del relato breve europeo actual. Nacido en Croacia a principios de los 70, Simic ha dirigido un festival europeo de relato. Ha ganado los mejores premios de narrativa en Croacia, está traducido en Alemania y como destacan en la solapa, incluso en Serbia (destacable por las tensiones que siguen existiendo).

Baile del Sol sigue aumentando su catálogo balcánico, alimentando su valiosa colección DelEste. Y yo sigo cayendo rendido a los pies de cualquiera que trate de explicarme un poco más esa guerra absurda e innecesaria (y sí, ya sé que todas lo son, claro, pero esta más, esta es una guerra post – caída del Muro, una guerra nacionalista en los albores de la globalización, la guerra de los poetas que a falta de un mayor talento le cantaban a su pueblo y la guerra que nació del patriotismo deportivo, una salvajada alimentada desde dentro y desde fuera como si todos pensaran: no serán capaces, y oh, vaya, sorpresa, fueron capaces) que fue la de Yugoslavia. Roman Simic era un niño o era un adolescente o era un joven al que alistaron, o se alistó, en aquella década de los 90. Pudo ser todo eso y juega a esas múltiples recreaciones. Roman Simic nos mete en la piel de todos esos posibles yugoslavos y nos deja sudar dentro de esa colección de trajes humanos. Pero también vemos que la gente, incluso en la guerra, es gente. Y los adolescentes son adolescentes que se mueren de deseo por su vecina, o se acuerdan de algo, y hay quien siempre saca provecho de cualquier situación. Y luego se acaba la guerra y a quien más y a quien menos se le queda cara de posguerra. Y hay que seguir viviendo. O sobreviviendo.

Abro un tema de debate: ¿estarán en Croacia, en Eslovenia, en Serbia, en Bosnia tan cansados de las historias que parece que brotan en sus múltiples ópticas y versiones sobre la guerra de Yugoslavia en los 90 como lo estamos aquí de las novelas y películas ambientadas en la Guerra Civil española? ¿O les faltan otros 40 o 50 años para llegar a ese punto de hartazgo? No lo sé, sinceramente, por motivos tan obvios como que no conozco los países ni su prensa, ni siquiera un poco de sus idiomas, no puedo acceder a esa información. Pero como lector, creo que no. O creo al menos que no tienen por qué estarlo. Todos los libros que he leído en los que este conflicto es parte importante de lo narrado, aunque a veces no lo sea todo, me transmiten la sensación de viveza, de complejidad, de trabajo narrativo bien hecho, de autenticidad. En los libros que Baile del Sol ha ido sacando en DelEste (el gran David Albahari, pero no solo), pero también en Manual de exilio y Los bosnios, de Velibor Coliç (Periférica), en Esquirlas, de Ismet Prsic (Blackie Books), en los libros de Miljenko Jergovic (Siruela), me encuentro con narradores que dicen: éramos todos unos hijos de puta. Y a la vez éramos todos unos idiotas a los que manipularon. Y se señala a los instigadores, y se reparten cartas de la baraja de la culpa, pero no se exime a nadie, y desde luego nunca se exime al nosotros, sea cual sea en cada caso. Las historias de la Guerra Civil son siempre tan maniqueas, los personajes tan acartonados, los escenarios tan copiados, los malos tan malos y los buenos tan idealistas y buenos, que no sé, cuando empieza la película o la novela ya sé por dónde va a ir siempre. Y lo digo desde el convencimiento personal de que hubo unos que fueron los malos que dieron un Golpe de Estado contra un gobierno democrático y legal.

El libro no es una colección de relatos de los tiempos de la guerra. Ese es un sesgo lector mío. Yo veo algo que viene de la península balcánica y pienso en Karadzic y Mladic, y en aquellos geniales deportistas que estuvieron alimentando odios, al menos no frenándolos, en aquellos Boban, Divac y tantos más irresponsables. La sombra de la guerra está, pero no es la única. Hay década de los 2.000 y hay crisis, económica, social, existencial, no pasan en Croacia cosas muy distintas a las de cualquier otro lugar de Europa. Hay parejas que se hacen y se deshacen, hay enfermos, hay falta de expectativas laborales, hay hijos, sueños, desilusiones, pensamientos sobre la creación artística, hay precariedad croata. Destaco la cuchillada inicial de Zorros, y destaco la historia de amor desesperado de Esas chicas. Destaco también la crudeza con la que se abre la puerta trasera de la paternidad y la maternidad en Dos niños, un tema muy poco tratado en la narrativa contemporánea, y mucho menos por un autor que sea hombre, disfruto con el juego cruel y desmemoriado de Aliméntame y la figura del poeta loco de ecos bíblicos en Así habló Mayakovski.

No me gusta nada el título elegido para la colección, pero el autor manda, y el traductor (a lo que he colegido gracias a los traductores online) se ha limitado a respetarlo. No obstante, le doy la razón en que necesitamos quien nos alimente. Me inquieta esa mano casi zombi que nos saluda desde la portada. Uno de los instintos que siempre necesitan alimento es el del niño que fuimos al que le gustaba que le contaran cuentos antes de apagar la luz y tener que dormir. Ahora los cuentos nos los cuentan señores nacidos en un país que ya no existe y debemos leerlos nosotros mismos, pero parte de esa sensación se recupera cada vez. Decía John Cheever que un cuento es lo que te cuentas a ti mismo cuando estás en la sala de espera del dentista, en ese momento de tensión y angustia casi máximo, solo comparable (y perdón por la frivolidad que esta comparación supone) al corredor de la muerte. Es una alegría que de vez en cuando autores tan buenos y tan crudos, tan terriblemente sinceros, bellos y crueles, te lo recuerden.

Seguiremos leyendo, no solo cuentos.

Felices lecturas


Sr. E

martes, 17 de octubre de 2017

Dos libros extraños

Dos libros extraños: Breve manual del perfecto aventurero, de Pierre Mac Orlan (Jus Ediciones) y Teoría del ascensor, de Sergio Chejfec (Jeckyll & Jill)

Hay escritores raros (hay incluso una corriente de la literatura uruguaya a la que la crítica, con la comodidad de las etiquetas, ha calificado como los raros, y siendo cierto que son autores raros es bastante discutible calificarlos de corriente) que tratan de escribir libros más o menos normalizados. Hay autores normalizados que de vez en cuando escriben un libro raro, disonante en su trayectoria, aunque a veces de una valía incalculable. Y luego hay autores raros que escriben, o eso parece, siempre, libros raros. Creo que me he encontrado con dos de ellos.

No soy un gran conocedor de la obra de Sergio Chejfec (este es el tercero de sus libros que leo) y mucho menos de la de Mac Orlan (con quien me estreno), pero parecen dos tipos raros. El anterior libro de Chejfec editado era una reflexión sobre la escritura como acto físico, desde los manuscritos hasta las ultimísimas pantallas inteligentes (Últimas noticias de la escritura, Jeckyll & Jill), un libro fácilmente relacionable con El discurso vacío, de Levrero, aunque con un afán enciclopédico y casi pedagógico, frente al vacío real al que se abocaba Levrero escribiendo a mano un cuaderno que luego sería mecanografiado para su difusión en forma de libro.

Pierre Mac Orlan (que en realidad no se llamaba así) parece que fue de todo en la vida, y también bohemio y escritor. Tan escritor como que según informa la editorial en la solapa, fue autor de 130 libros. Este es de 1920, es prácticamente un cuadernillo, se lee en una hora de concentración, y se digiere durante semanas. Si no desconfiara de términos como un librito delicioso, diría que Breve manual del perfecto aventurero es un librito delicioso. Es un juego, un entretenimiento de aire pedagógico que evalúa, ensalza y desmonta la literatura de aventuras. Mac Orlan escribió este libro cuando parecía que el amor de la literatura por las aventuras, grandes, pequeñas, medianas, del siglo XIX se desvanecía definitivamente. Tenía razón en que el amor por aquella literatura de los Jack London, Robert Louis Stevenson, Julio Verne, estaba en decaimiento, y lo sigue estando, pese a meritorios intentos de escribir buenas novelas de aventuras. Como buen libro provocador, empieza diciéndonos que la aventura, como tal, no existe, solo está en el ánimo del aventurero, y esa es la esencia del libro. Mac Orlan escribe un manual de uso para quienes quieran escribir una aventura sin moverse de su escritorio. Los aventureros sedentarios, de los que aprenderemos y en lo que podemos aspirar a convertirnos con esta lectura, son sus protagonistas. Nos enseñan sus secretos, sus recetas. El tono es irónico y parece una obra digna del adjetivo borgiano.

Hay algo de heroico en escribir libros enciclopédicos sobre saberes inútiles en pleno siglo XXI, con internet en el bolsillo del pantalón de cada lector, con el smartphone a punto de integrarse en nuestro mismo organismo. Chejfec tiene algo de sabio loco. Teoría del ascensor, pese a que anuncia en su título una teoría (la del ascensor), nos hace terminar sus páginas sin poder contestar a la pregunta de: ¿en qué consiste esa teoría? ¿Es el resumen de ideas de Chejfec sobre la escritura? Es al menos un resumen de ideas de Chejfec sobre la escritura. Lo que Chejfec escribe, si hay que buscarle un nombre, es un ensayo narrativo. Aporta información, la pone sobre la mesa, desarrolla algunos puntos de pensamiento ajenos, busca conexiones, extrae algunas conclusiones, y eso es a lo que se dedica un ensayo. Pero a la vez nunca llega a una conclusión, y todo está escrito con la pasión de la narrativa. Chejfec nos está contando una historia, la suya. Para él lo apasionante es mirar y leer, y contagia esa pasión. No es extraño que en la contraportada Vila – Matas alabe el libro y al autor, pues en cierto modo Chejfec es un claro heredero de esos libros que Vila – Matas escribió en los ochenta y en los noventa, especialmente libros adictivos y llenos de erudita nada como Historia abreviada de la literatura portátil y Bartleby y compañía. Para mí, como lector, esas son las obras cumbre de Vila – Matas y en los últimos años se ha ido imitando y amanerando en la imitación y yo personalmente he perdido interés en lo que va publicando. Chejfec es sangre nueva para esos libros y para quienes somos sus potenciales lectores. Habita un incierto punto medio en el desierto que en las letras argentinas separa a Ricardo Piglia de César Aira. Todo lo que escribe Chejfec parece estar escrito muy en serio, como si los libros fueran el único asunto de vida o muerte, algo que lo acerca a Piglia. Escribe y reflexiona sobre lo que acaba de escribir, y esa es la respiración de Teoría del ascensor, aunque muchas veces reflexione sobre lo que ha escrito (o dicho o filmado o fotografiado) otro. Pero todo tiene un poso irónico, un no – es – para – tanto – solo – son – libros – e – ideas, sin la exageración de un César Aira que parece empeñado en superar los mil libros publicados y que presume de no corregir lo que escribe porque total, solo son libros.

Chejfec es una experiencia y Mac Orlan es desde luego otra. Son dos libros que en su aparente fragilidad esconden una gran densidad.

Seguiremos leyendo libros raros, y libros no tan raros. Seguiremos leyendo y comentándolo.

Felices lecturas


Sr. E