lunes, 22 de abril de 2019

Algunas ideas para el Día del Libro 2019


Algunas ideas para el Día del Libro 2019:

Junto con las recomendaciones veraniegas y el balance de final de año, la entrada del Día del Libro es de las que repito cada año. Sigo participando, año tras año, en algo tan absurdo como las celebraciones del Día (y la Noche) del Libro, y lo hago con la ilusión de un niño más pequeño en la noche de los Reyes Magos. Iré a ver alguna conferencia, pasaré por librerías, aprovecharé para comprarme algún libro con descuento y haré regalos. Pensando en mis propios deseos y en ideas para regalar a otras personas, acabo encontrándome con una lista de libros que pueden ser buenas ideas, que quizá en alguien despierten las ganas de leer alguno de los títulos o sirvan a su vez como inspiración para regalar un libro.


Narrativa negra / negrísima: Aunque intenten colarnos la novela negra como una hermana cualquiera de la novela de misterio y de detectives, y en el fondo como otra forma más de entretenimiento (siendo el entretenimiento el hermano blando e inofensivo de la literatura y el arte), la novela negra de verdad, la buena, siempre ha mirado en los peores charcos, y los grandes herederos de esa novela con vocación social siguen haciéndolo. Me permito recomendar a mis dos autores preferidos en ese aspecto, y sus obras maestras: El Red Riding Quartet, de David Peace (Alba Editorial): Siempre hablo con admiración y maravilla del Cuarteto de Red Riding (1974, 1977, 1980 y 1983), una saga brillante y oscura de novela negra (negrísima), de David Peace. La leí a finales de 2012 y vive desde entonces en mi memoria. Llevo años recomendándola en esta clase de entradas y este año he pensado que me la regalaré a mí mismo, con la intención de releerla en verano. Es prosa de primera con una trama que provoca arcadas en algunas páginas, de tan oscuro que pinta el mundo.

L. A. Confidencial y / o La Dalia Negra, de James Ellroy: Ellroy es uno de los antecesores más claros de lo que hace Peace. Los dos escriben de un modo excelente y crudo sobre asesinatos, compatibilizan de un modo impactante la parte más detestable de la sociedad y la psique humana con la prosa más artística, y lo mezclan con retratos costumbristas de épocas llenas de conflictos (el fin del mundo industrial británico en el caso de Peace, los suburbios de Hollywood y el anverso del sueño americano en el caso de Ellroy). No me gustan tanto el Ellroy más reciente, demasiado perro furioso para mi gusto, pero el reencuentro con todo su Cuarteto de Los Ángeles es una alegría, y la mejor manera de empezar su lectura creo que sería con estas dos novelas, ambas llevadas al cine, en una versión excelente (L. A. Confidential) y otra muy discutible (La Dalia Negra).

Narrativa contemporánea: Si lo que queremos es comprender mejor el mundo en el que vivimos, o recrearnos en sus conflictos, debemos acudir siempre a las estanterías de literatura contemporánea, pero no a las del los bestsellers, sino a las de aquellos libros que en las formas literarias que sean, explican y a la vez cuestionan nuestra sociedad. Propongo buscar un ejemplar de No, mamá, no, de Verity Bargate (Alba) si queremos ver un retrato que ha cumplido los cuarenta años de lo que significa y significó ser madre y sentirse descolocada, y cómo salir (o no) de la sensación de desamparo y extrañeza. O Canción dulce, de Leila Slimani (Cabaret Voltaire) si lo que queremos es no dormir durante un par de semanas si somos padres y dejamos a nuestros hijos algunas horas de la semana en las manos de una niñera encantadora, perfecta, que lo hace todo bien, pero, que nunca se sabe, ¿verdad?. Y por terminar con la contemporaneidad y la maternidad / paternidad y el miedo a todo lo que puede pasar y hacer que lo que tenemos se rompa, La casa de los lamentos, de la australiana Helen Garner (Libros del KO), es una maravilla a la vez que una bestialidad. Retrata, en la forma de una novela de no – ficción, uno de esos casos, que resumidos sin más, suenan a telefilm, y demuestran una vez más, que lo importante de la literatura no está (casi nunca) en qué se cuenta sino en la forma que se le puede llegar a dar y el conflicto que puede nacer y el desasosiego que puede generar en el lector.

En este caso, un padre recién separado va con sus tres hijos en el coche, pierde el control, se caen a un río y los tres niños mueren, solo él sobrevive. Hay serias sospechas sobre su versión de lo sucedido, y casi nadie quiere creele. ¿Ha sido un asesinato? ¿Hay crimen más horrible? En esta misma línea contemporánea y de mirar a los claroscuros, recomiendo un par de Novelas gráficas: Piruetas, de Tillie Walden (Norma Editorial), y Niño prodigio, de Michael Kupperman (Blackie Books).



Ensayos o crónicas: Me pillan ahora mismo leyendo estos dos libros. Uno es una maravilla, El escritor y el mundo, de V. S. Naipaul (Debate). Se trata de una maravilla exigente, desbordante, llena de ironía, originalidad en la mirada, sarcasmo, y un desapego respecto a lo que está retratando que convierte sus crónicas en miradas muy originales y ricas sobre lo retratado, que va desde la India o América del Sur a una convención republicana en Dallas o el mundillo literario británico. La dulce ciencia, de A. J. Liebling (Capitán Swing) es un libro menor, una recolección de ensayitos sobre el boxeo y crónicas de combates célebres. Mi interés en el boxeo es pequeño, o menos que pequeño, pero el libro es uno de esos que consigue mantenerte atrapado alrededor de un tema ajeno, y eso, es magia. Retrata el fin de un imperio, de un modo de ver el mundo, de una afición, y siempre es interesante seguir la historia de los derrumbes pasados.


Clásicos que podrían ser buenas ideas: Desde luego Moby Dick, de Herman Melville, siempre será un buen regalo, y hay ediciones baratas muy cómodas de leer (las de Alianza, por ejemplo). Llevo un tiempo leyendo muchas críticas a la novela, que si le sobran páginas, que si se demora demasiado con la descripción de las ballenas, la vida de los pescadores, etc. Sigue siendo una maravilla, y siempre encontraremos quien no la haya leído y pueda sorprenderse con ella. Para sorprendernos con la plácida belleza de los cuentos bien hechos, una buena idea serían los Cuentos de San Petersburgo, de Nikolái Gógol (Cátedra), que contienen al menos tres obras maestras del género (El capote, La nariz, Avenida Nevski). Mi interés personal (esas lecturas y recomendaciones que te llevan a otras lecturas y recomendaciones) me han llevado en las últimas semanas a querer estrenarme con Balzac, y no sé si lanzarme a por La piel de zapa (Alianza) o Las ilusiones perdidas (DeBolsillo).


Philip Roth, I. B. Singer y algo más: El año pasado murió Philip Roth y aunque no sabría muy bien cuál es mi libro preferido o cuál recomendar a alguien para empezar a leer su obra, creo que no sería una mala idea para nadie interesado en una literatura de primera calidad, profundamente humana (también con todos los aspectos negativos de la especie humana, por lo tanto) pero accesible a casi cualquier lector probar suerte con Pastoral americana, Me casé con un comunista, La mancha humana o la trilogía de Zuckerman encadenado. Mi último buen momento con Roth fue con Némesis, que también podría gustar a mucha gente. A modo de regalo propondría los Cuentos de Isaac Bashevis Singer (Lumen), que son una verdadera maravilla y seguramente su obra mayor, pero tampoco está nada mal y es también una experiencia lectora enriquecedora su novela Sombras sobre el Hudson. Su hermano, Israel Yehoshua Singer, no es tan conocido (entre otras cosas porque no ganó el Nobel), pero tiene también un par de novelones – sagas familiares que se leen muy bien y con mucho gusto, recomiendo especialmente La familia Karnowsky (Acantilado).


Apuesta a ciegas. Si alguien aún no los ha leído: Solo puedo recomendarle que corra inmediatamente a una librería y aproveche el descuento para hacerse con La novela luminosa, de Mario Levrero o Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño. Háganse el favor. Yo, que los tengo leídos y releídos, me he topado con la prosa hipnótica de Thomas Pynchon, a quien había evitado hasta ahora. Empecé con Al límite, que parece de las fáciles, pero me hizo pensar que quería subir la apuesta y me haré con El arcoiris de gravedad (Tusquets) o Mason y Dixon (Tusquets) en alguna edición de bolsillo que llevar en el metro en las próximas semanas. También animo a quien esté leyendo estas líneas a lanzarse a por algún libro de Dovlátov, mi gran apuesta de lo que va de 2019, valgan por ejemplo El oficio o La maleta (ambos en Fulgencio Pimentel), y espero que pronto lleguen a editar La zona. Y aunque es amigo y presenté en noviembre su libro, e intento que no parezca que el blog se alimenta de relaciones personales, sí animo a quien nunca lo haya leído a darle una lectura a Miguel Ángel González y probar con Todos los miedos (Siruela) o Cariño (Alianza).


Libros infantiles: Babar, todas las historias, de Jean de Brunhoff (Blackie Books).
¿De qué color es un beso? o La montaña de libros más alta del mundo, de Rocío Bonilla.
Soy un artista, de Marta Altés.
De vuelta a casa, Perdido y encontrado o Cómo atrapar una estrella, de Oliver Jeffers.
Inventario ilustrado de animales, Inventario ilustrado de insectos, Inventario ilustrado de aves, Inventario ilustrado de animales con cola, etc.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas, esta semana y todas las del año.

Sr. E

viernes, 12 de abril de 2019

Una semana en la nieve, de Emmanuel Carrère


Una semana en la nieve, y algo de pasada sobre El bigote, de Emmanuel Carrère (Anagrama)

Este es un breve comentario sobre dos novelas, y una pregunta abierta sobre el escritor que era y podía haber sido y el que ha acabado siendo Emmanuel Carrère. Lo haré desde la certeza de que aquel que podíamos haber sido y no hemos sido (en cualquier ámbito, no solo como escritor) siempre tiene más posibilidades que el que la realidad ha traído. Carrère es uno de los autores europeos actuales más indiscutibles, por buscarles algún adjetivo. Está en el top 10 de autores cuyos nuevos libros significan algo, en cuanto a expectativas entre los lectores, editores, la prensa y otros escritores. Eso, que está muy bien, no quiere decir nada sobre la calidad de sus libros, y quizá abre más reflexión sobre qué papel ocupan y cuánto importan (cuán poco) los escritores en la Europa contemporánea. ¿Qué porcentaje de la sociedad real conoce a Emmanuel Carrère y sabría nombrar dos libros que haya escrito? Todos podemos participar en el divertido juego de dar un número por debajo del 10% y acertar. Pero no se trata de eso.

No sé muy bien de qué se trata exactamente, quizá solo de leer y disfrutar leyendo. He leído bastante a Carrère y me gusta. No está entre mis indiscutibles pero me parece un autor sólido, lo he comentado aquí siempre que he reseñado alguno de sus libros, y siempre estaré pendiente de lo que vaya publicando. Aunque parece que no tiene prisa por volver a hacerlo. Él dice (de un modo que resulta tan teatral que hace sospechar que sea mentira) que se ha quedado sin ideas. Menuda mañana la de ese escritor que se levanta y no tiene una nueva idea a la que agarrarse, a modo de tablón de salvamento. No es desacertado el título de su libro de escritos periodísticos, sacado a modo de libro entre ediciones nuevas: Conviene tener un sitio a donde ir.

La historia de la fama de Carrère viene esencialmente de 1999, cuando publicó El adversario, una novela de no – ficción en la estela (con bastantes comillas) de la célebre A sangre fría, en la que recogía el monstruoso (y a priori inexplicable) crimen de Jean Claude Romand. Desde entonces Carrère, como autor, está asociado a ese título y a esa clase de libros, a unas novelas de no – ficción que se acercan en ciertas páginas mucho a la autoficción y que van de temas de un interés muy personales del autor (Limónov, El Reino) a otros muy cercanos directamente a su vida y su entorno más cercano (De vidas ajenas, Una novela rusa). Pero, ¿qué era como escritor Carrère antes de 1999? Hasta el éxito de El adversario, a los 42 años, Carrère era un escritor de cierto éxito (había ganado el premio Femina por Una semana en la nieve, por ejemplo), pero no tanto como luego lo fue, un discreto novelista y autor de ensayos. A medio camino entre ambos ha encontrado su sitio, que muchas veces es lo que buscan los escritores. Pero quizá ha dejado detrás otros caminos que fueron posibles y ya no lo son. Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, la biografía (novelada en gran medida) de Philip K. Dick, publicada en 1993, aparcada cogiendo polvo en bibliotecas públicas en la vieja edición de Minotauro y hace poco recuperada por Anagrama, era un buen libro, y tiene muchos puntos en común con libros muy posteriores como El Reino (con el que digamos que comparte ventana temporal). He leído en las últimas semanas (releído realmente, repasado para pensarlas mejor) dos novelas de su primera etapa en la narrativa, como autor puro de ficción: El bigote, de la que hablaré poco, y Una semana en la nieve, de la que hablaré un poco más.

El bigote es una novela que nace con aspecto de relato kafkiano y evoluciona como lo haría un relato kafkiano, es por lo tanto una novela (casi novela corta) de tono y corte kafkiano pero es una muy buena novela kafkiana, y no todos esos ejercicios de imitación de Kafka sacan tan buen resultado. Imaginemos a un hombre gris, aburrido, ese marido insulso y ese compañero de oficina al que conocemos desde hace diez años y que no nos ha dado ni una sorpresa ni esperamos que vaya a hacerlo en los próximos treinta. El protagonista, uno de esos, lleva toda la vida con bigote, y decide, para sorprender a todos en su entorno, quitárselo. Lo hace como un niño travieso que piensa: ¡ya verás qué sorpresa se llevan todos! Y parece que nadie se da ni cuenta. Esa es la primera impresión, y nos enfrenta a la deshumanización, esas historias de gente que no mira al vecino, incluso matrimonios que llevan años durmiendo de espaldas. Pero luego irá derivando hacia una de las opciones narrativas más atractivas, el entorno enrarecido que empieza a decirle: ¿qué bigote? Nunca has llevado bigote. ¿Será que se ha vuelto loco? Vale la pena leerla.

Una semana en la nieve es una novela en tiempo cerrado (esa semana) que se mueve entre el relato de formación, el horror y el costumbrismo. Me ha gustado mucho en esta relectura, más que El bigote, que me parece un buen libro que se lee bien pero sin más (ni menos). Una semana en la nieve es lo que va a pasar Nicolás con sus compañeros de clase. Nicolás es un niño todavía, apenas empieza a vislumbrar de qué irá la adolescencia, como sus compañeros, y no es el chico más popular de la clase. Llegó a su nueva ciudad hace poco más de un año sin que nadie le explicara por qué exactamente tuvieron que mudarse de repente. No tiene grandes amigos, casi no tiene amigos, de hecho, ni destacados enemigos. Quizá la etiqueta más adecuada para Nicolás sea la de pringado. Y se mea encima muchas noches. Tantas que cuando su madre habló con la maestra antes de la excursión a la nieve, esta le recomendó que le pusiera en la bolsa del equipaje sábanas de recambio y una funda plástica para el colchón.

El último día, una vez embalado todo en las cajas que tenían que venir a buscar los de la mudanza cuando ellos se hubieran marchado, Nicolas se sentó en medio de su cuarto vacío y lloró como se llora cuando se tienen siete años y ocurre algo horrible que uno no comprende. Su madre quiso abrazarlo para consolarlo, no cesaba de repetir: <<Nicolas, Nicolas>>, y él sabía que le ocultaba algo, que no podía fiarse de ella. Su madre también se echó a llorar, pero como no le decía la verdad, ni siquiera podían llorar juntos.

La novela nace en uno de esos momentos que son los que más temen los niños inadaptados, esas decisiones se diría que caprichosas de sus padres que no hacen más que ponerles el foco encima para que los demás vuelvan a reparar en él y en su falta de integración. Después de un reciente accidente de autobús, su padre no quiere que viaje en bus y decide llevarlo en su propio coche. El niño se resigna, y llega a la nieve un día después que los demás. Para colmo, su padre se va con su bolsa de viaje en el maletero, y estamos a mediados de los 90, no hay móviles y el padre, viajante, no vuelve para casa, y no saben dónde localizarlo. Pronto los monitores y la maestra deciden comprarle lo necesario y que la semana arranque.

La semana arranca extraña y se irá volviendo peor. Pero, a modo de consuelo, el chico malo del grupo, aquel al que temía, decide tomarlo bajo su protección, o algo así, porque nunca se sabe con él. También le cae en gracia al monitor de esquí. Con un malestar ilocalizado, pierde días de nieve y piensa. Va mostrando rastros de su vida pasada, de su familia, de su padre, de la relación entre ambos y con su hermano, de su caja de los secretos, de su madre y cómo se mueve por casa y por la vida. Fantasea Nicolás, que se ve como un personaje de Los cinco cuando la policía empieza a buscar por la zona a un chico de aproximadamente su edad que ha desaparecido.

Nicolas, sin despegar los ojos del plato, se comió las patatas gratinadas que había preparado el cocinero para que repusieran fuerzas los excursionistas. Al final, Patrick propuso que para darle las gracias gritaran:<<¡Hip, hip, hurra!>>, tres veces, y Nicolas gritó tres veces con los demás:<<¡Hip, hip, hurra!>>

¿Quién puede hacer algo así? ¿Quién puede ser ese monstruo? ¿Qué entienden realmente los niños de la monstruosidad? ¿Y los adultos, acaso entienden más profundamente el horror? ¿Quién es capaz de reconocer en el vecino a un verdadero ogro? ¿Y en la convivencia diaria? ¿Qué hay al día siguiente de descubrir lo peor? ¿Empieza la vida después del fin? Sin querer entrar en los detalles más concretos y escabrosos de la trama, en ese desenlace de los de helar la sonrisa, diré solamente que no me extraña que esta novela la escribiera Carrère durante los años en los que estaba pensando en Jean Claude Romand y se documentaba y trataba de entenderlo. El peor de los monstruos es el que se toma el café en la barra de nuestro bar, no hay duda. Ese.

Cambiarían otra vez de ciudad, cambiarían quizá de apellido, con la esperanza de burlar el silencio y la vergüenza que los acompañarían a partir de ahora, pero eso ya no tendría nada que ver con él; él se callaría, se callaría siempre.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E