miércoles, 25 de septiembre de 2019

Cuentos completos, de Mario Levrero


Cuentos completos, de Mario Levrero (Mondadori)

Para mi último cumpleaños, en agosto, me regalaron los Cuentos completos de Mario Levrero. Llevaba años, y no exagero, esperando esta edición, de la que Ignacio Echevarría llevaba años comentando que estaba preparada en Mondadori pero nunca acababa de salir. Ha sido el verano de 2019, ya quince años después de la muerte de Levrero, cuando por fin ha llegado a nuestro mercado. Me alegro. Y creo que cualquiera que llegue hasta estos cuentos, sabiendo quien es Levrero de antes o descubriéndolo sobre la marcha, se alegrará. Los levreristas, que somos objetivamente pocos pero muy convencidos en esa fe y proselitistas, tenemos un nuevo libro que recomendar, que regalar, con el que invadir las conciencias de quienes no han experimentado aún el mágico momento de abrir ciertos pasajes de la obra de Mario Levrero. Desde mi conversión en 2013, he regalado muchos ejemplares de La novela luminosa y El discurso vacío, y de cada uno de ellos ha nacido un levrerista más, y en los casos en que no ha sido así, es solo porque no han leído todavía el libro, pero lo leerán y se harán seguidores de su obra.

Dejo la ironía del primer párrafo, para que no se me pueda confundir con un iluminado. Desconfío en general de quienes han visto la luz, salvo que no pretendan iluminarme con ella, y se limiten a contarme que se la encontraron, que refulgía y metieron la mano dentro. Levrero, como Philip K. Dick, creía realmente en lo sobrenatural, en lo paranormal (a la que dedicó parte de su vida de superviviente profesional, escribiendo en revistas de esa temática y escribiendo incluso un Manual de parapsicología a finales de los setenta) y en las señales que el más allá le enviaba a uno, a las puertas de la muerte. Por eso se puso a escribir La novela luminosa, para relatar su visita a esas luces y puertas antes de someterse a una delicada operación en la década de los ochenta.

Hasta ahora, yendo a los cuentos, había podido leer únicamente el primer libro de relatos de Levrero: La máquina de pensar en Gladys, de 1970, en una reedición montevideana de 2010 (Irrupciones Grupo Editor) que compré (a precio de caviar, aunque por suerte son cuentos – caviar) en una Feria del Libro de hace unos años. Me había encontrado algunas ediciones más en La Central pero me las había prohibido a mí mismo por esos precios, y porque ya había oído hablar de la futura edición de sus cuentos completos y la esperaba.

Hay muchos criterios para editar los Cuentos completos de un autor. Hay ediciones de Cuentos completos que realmente no son tales, sino los cuentos completos que han sobrevivido a un cierto filtrado del autor u otros, y son por lo tanto los cuentos relativamente completos de un autor, o sus cuentos completos autorizados. Pasa con las ediciones de Cheever o de Fogwill, por ejemplo. Otros optan por hacer una antología en lugar de una edición realmente (o fingidamente) completa, como Tobias Wolff. Por último, en el caso de quienes sí pretenden entregar al lector una edición verdaderamente completa de los cuentos de un autor, surge también la duda de cómo hacerlo, entregándose a un orden cronológico (sea de pura escritura o de edición), o jugando a una cierta reescritura y buscando afinidades temáticas y bloques en los que presentar los cientos de relatos al lector. Creo que lo más honesto, o quizá no honesto pero sí lo más valioso para el lector que quiere empaparse de la cuentística de un autor, lo que incluye ver caminos, errores, crecimiento, rectificaciones, es ofrecer los cuentos tal cual, en orden de escritura. Así son por ejemplo los Cuentos completos de J. G. Ballard, así son también estos Cuentos completos de Mario Levrero.

Los más de sesenta cuentos de Mario Levrero que encontramos aquí recogen seis libros de cuentos y unos pocos textos sueltos, y se nos presentan en el orden en el que fueron publicados. Los libros son: La máquina de pensar en Gladys (1970), Todo el tiempo (1982), Aguas salobres (1983), Espacios libres (1987), El portero y el otro (1992) y Los carros de fuego (2003). Se incluyen otros textos no recogidos en ediciones unitarias, Tres aproximaciones ligeramente erróneas al problema de la Nueva Lógica y Ya que estamos, que se intercalan entre Aguas salobres y Espacios libres respetando los años de su publicación en revistas. Levrero, como cualquiera, guardaba textos en los cajones, por lo que el orden cronológico nunca deja de ser relativo, ya que un texto escrito por primera vez en 1967 y descartado puede ser rescatado en 1989, vuelto a trabajar, reescrito, y aparece al fin en un libro en 1992. Pero esos detalles, para el lector llamemos estudioso de Levrero son interesantes y completan su visión.

La narrativa de Levrero tiene tres grandes fases, que quien ha leído sus novelas puede ver claramente y puede valorar de manera distinta (conozco lectores que adoran a Levrero en igual medida y prefieren una u otra vertiente de su escritura). La primera fase, la puramente kafkiana, está muy bien representada por su Trilogía involuntaria (La ciudad, El lugar y El país). Son novelas esencialmente imitativas del modelo de Kafka, especialmente de El Castillo. En mi caso esas fueron las primeras obras de Levrero que leí, y aunque me gustaron, y lo hicieron, y me siguen gustando, no pasan para mí de ser buenas imitaciones (entiéndase por favor que hablo de imitaciones con un valor artístico propio) de Kafka, pero ni siquiera centrándome en las lecturas que he hecho de relatos con puntos absurdos en esa línea de evidente inspiración kafkiana me resultan los mejores que he leído. Levrero nunca ha abandonado las enseñanzas de Kafka, sus escritos nunca se han alejado ni de la línea de absurdo que se abre en él, ni ha dejado de lamentarse por el peso del mundo y la culpa que tan bien dibujó el checo en sus novelas, de quien Levrero se muestra un discípulo casi insuperable en la última parte (autobiográfica, más o menos) de su producción.

Lo que hizo Levrero, después de sus inicios, fue derivar durante décadas la mayor parte de su producción narrativa por esa línea absurda, pero con una intención más lúdica, creando un mundo surreal de intenciones a veces cómicas, en el que muchas veces usa como modelos de escritura novelas de detectives, sobre cuya percha va colgando historias absurdas (algunas de las cuales, como Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo o La banda del ciempiés se me hicieron muy cuesta arriba cuando las leí). En sus cuentos, no se apoya tanto en este elemento detectivesco y nos da algunos relatos magníficos en los que el mundo fantástico y absurdo que nos ofrece es una maravilla (algo que hace también con buen resultado en las novelas Fauna y Desplazamientos, pero no con la brillantez de muchos de estos cuentos; es más fácil, debemos pensar, sostener un mundo absurdo y que no llegue a cansarnos en un cuento que en toda una novela). 

La máquina de pensar en Gladys tiene sus mejores puntos en este absurdo, con cuentos como La calle de los mendigos, Historia sin retorno nº 2 y Ese líquido verde. El absurdo crece y se vuelve pesadillesco en Gelatina. Y en este libro maneja estupendamente otros dos recursos: los cuentos de casas con alguna clase de encantamiento (pero no se piense en fantasmas, más bien en casas ilógicas llenas de trampillas y secretos), con dos cuentos estupendos: La casa abandonada y El sótano, y una especie de prosa poética minimalista que es la que mueve La máquina de pensar en Gladys (el cuento), que abre y cierra la colección, con el cuento y su versión alternativa (La máquina de pensar en Gladys (negativo)), apenas distinta. Son dos ejercicios de minimalismo, en los que acompañamos a un narrador en el momento previo a irse a la cama, revisando que todo en su casa está en orden, dejando abierta una pequeña rendija por la que intuimos que lo extraordinario se cuela en lo rutinario.

La máquina de pensar en Gladys, y me refiero ahora a la colección, es un libro compacto y lleno de sentidos, muy bien escrito, que domina registros muy variados sin dejar de ser coherente. Es sorprendente su redondez (y casi diría sabiduría) para ser el primer libro de cuentos de un autor, un autor que empezó a escribir como por casualidad y probando. Todo el tiempo (1982) reúne tres relatos y ocupa casi cien páginas. Aquí no hay minimalismo, son relatos que se extienden, que podrían estar más podados pero a los que, con la forma que tienen, no se les advierten tiempos muertos. Lo fantástico prima pero no es el mismo tipo de fantástico de La máquina de pensar en Gladys. Aquí hay menos imaginación surrealista y absurda y un acercamiento más canónico (“canónico”, en manos de Levrero) a algo parecido a la ciencia – ficción en el caso de La cinta de Moebius y Todo el tiempo. El primer cuento, por contra, aunque entra en rupturas de la realidad más o menos esperable, es un ejercicio de memoria y dolor, un salvaje cuento del oeste con el desamor y el desgarro como temas. Alice Springs (El circo, el demonio, las mujeres y yo) nos muestra a un Levrero enamorado y un Levrero desenamorado, en una historia que pone en marcha la marcha a Australia (a la ciudad de Alice Springs) de una amiga que acabaría siendo su mujer y madre de su hijo Nicolás, quien firma uno de los dos prólogos y el epílogo. Es un cuento buenísimo, que me ha entusiasmado desde el principio y que me parece, con toda la antología ya digerida, de los mejores textos de Levrero, un cuento que he encontrado emparentado con dos novelas cortas de Levrero, en las que lo fantástico toma forma onírica pero no llegan a las cotas del absurdo que en ocasiones hacía sus textos desmesurados. Me refiero a Desplazamientos (escrita más o menos en la misma época) y El alma de Gardel (de 1996).

Los textos intermedios de Aguas salobres (1983) y los que no estaban recogidos en colecciones y ya nombré al principio me parecen interesantes, pero no redondos. Son interesantes para encontrar algunos caminos que Levrero estaba probando pero que no dominaba, que aparecerán más adelante en su narrativa pero aún no acababa de tener claros. Espacios libres (1987) me parece, junto a La máquina de pensar en Gladys, el otro gran libro recogido aquí. Casi doscientas páginas y 18 relatos, de muy variada confección. Levrero es un escritor de obsesiones, y aparecen en esta colección cuentos de personajes perdidos en alguna clase de trampa lógica (El laberinto), casas de las que no hay manera de escapar (Nuestro iglú en el Ártico), cuentos de dobles (El factor identidad), algún circo o feria ambulante (Feria ambulante). Una de sus principales obsesiones, de las que pueblan sus sueños y sus cuentos más parecidos a sueños (que son bastantes, cuentos en los que una escena sucede a otra sin cambio lógico) es el sexo. En las novelas y cuentos de Levrero aparece con frecuencia la mujer que hace perder la cabeza al protagonista y desencadena una serie de acontecimientos que se convierten en la trama que estamos leyendo. Esas mujeres, que en algunos casos tienen apuntes de mujer fatal de cine negro clásico, pero en muchos otros no, suelen ser exuberantes, hacen que pierda toda mesura el protagonista y se pone a perseguirlas de un modo obsesivo. Leídos algunos de estos cuentos (muchos tienen detalles, otros se basan casi por completo en la obsesión por una mujer) en 2019 llevan a pensar en que esas escenas de sexo, muchas veces forzado, tendrían pocas opciones de que se las hubieran publicado hoy. Y cuentos como Apuntes de un voyeur melancólico podrían haberle dado problemas. En este libro tenemos hasta una fábula de animales, Los ratones felices, en la que asoma un tema que también inquietó siempre a Levrero y que lo mantendrá siempre emparentado con Kafka, el miedo a la autoridad ajena, esa que no hemos elegido y que está en condiciones de mandarnos y condicionar nuestra vida. Levrero siempre entendió las obligaciones (laborales, familiares, sociales) como un obstáculo para su arte, y cualquier lector de La novela luminosa sabe cuánto le perturbaban esas invasiones de su ocio que los aspectos prácticos de la vida suponían. Aquí también están presentes esas ideas, que van de Dios (una especie de Dios nos habla en Irrupciones) a los jefes de la oficina o aquellos familiares que nos roban el tiempo. Capítulo XXX es un relato muy potente, denso y perfectamente dosificado que podría estar en una antología de relatos de terror de corte lovecraftiano (o bueno, de inspiración lovecraftiana). En Espacios libres hay hasta cuentos decididamente vanguardistas, aunque hay que dejar claro que la escritura de Levrero siempre (o con mucha frecuencia) tiene algo vanguardista, de interrupción de la realidad, discontinuidad del sueño, escritura automática, pero aquí me refiero a relatos posmodernos y experimentales como Ejercicios de natación en primera persona del singular y La nutria es un animal del crepúsculo (collage). Espacios libres, el cuento que da título, es de los más comedidos de toda la colección, y también uno muy divertido y bastante redondo. Una pequeña historia de búsqueda de una mujer, en la que se suceden malentendidos y secuencias de una historia detectivesca.

En El portero y el otro (1992) hay cuentos que repiten temas e ideas, y destaco la finura de Interminables tardes de verano, las parodias detectivescas de El inspector y Una confusión en la serie negra o un nuevo ejercicio de collage (me imagino de hecho a Levrero recomponiendo párrafos escritos y desechados para componer un nuevo texto, muy sugerente) que dibuja esos malentendidos del día a día, Confusiones cotidianas. Los más interesantes, de todas maneras, entre los textos, me parecen Entrevista imaginaria a Mario Levrero, una especie de manifiesto como escritor de Levrero que escribe en forma de una entrevista que él mismo realiza a Mario Levrero, el escritor, y dos textos de mediados de los ochenta en los que se empieza a ver esa escritura autobiográfica que centraría sus últimos años, que irrumpe en su obra de ficción parcialmente en El alma de Gardel y Dejen todo en mis manos y que se hace manifiesta y central en El discurso vacío y La novela luminosa. Esos textos son Apuntes bonaerenses, que tiene además la curiosidad de presentar, veinte años antes, una especie de adelanto del capítulo de las palomas de La novela luminosa y Diario de un canalla, que yo ya había leído como segunda parte de Burdeos, 1972, y en el que un Levrero con una vida y un trabajo estable, quizá por primera vez en su vida, se lamenta de esa estabilidad y las traiciones a las que ha sometido a su arte para mantener una vida más estable. También son muy divertidos los Cuentos cansados, que he estado leyendo a mis hijos por la noche este último mes y se han convertido ya en textos tan clásicos para ellos como algunos de los Cuentos por teléfono de Gianni Rodari.

Los carros de fuego (2003) recoge cinco relatos finales, que no destacan dentro del conjunto de su faceta cuentística, quizá con la excepción del propio Los carros de fuego. Aún no abandonaría el libro después de cerrar el último cuento, pues las notas finales del hijo de Levrero, en las que relaciona algunos cuentos con momentos de la vida del hijo y la relación con su padre, me parecen tiernos y muy significativos de la vida y obra de un autor, Levrero, que nunca gozó de un reconocimiento masivo, que de hecho estuvo muy lejos de tenerlo, y que como nos cuenta su hijo solo disponía a veces de un único ejemplar de sus propios libros y solo se los podía prestar a él de uno en uno, y hasta que no le devolvía una de las novelas o colecciones de cuentos no podía llevarse el siguiente.

Un libro que ha tardado años en llegar a España pero que al fin ha llegado y que creo que es una obra imprescindible para los levreristas, seamos quienes seamos, y que puede ser un buen acercamiento, siempre original y divertido, para quien nunca se haya sentado a ver pasar la vida, con sus pasos, sus desvelos, sus presiones y molestias, al lado de Mario Levrero.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E


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