jueves, 31 de marzo de 2016

Cuentos pendientes de marzo

Mis lecturas de marzo:

Llego a las últimas horas del mes con una lista de buenas lecturas preparada. He releído con mucho gusto obras de Bolaño y de Levrero. He leído bastantes relatos, y todos de un buen nivel. He leído también una de las pocas obras de DeLillo que me quedaban por leer, un curioso libro sobre la llegada del campo a la ciudad en la Yugoslavia de Tito, y una de las que probablemente debieran estar entre las mejores novelas españolas del año, Todos los miedos.

Todos los miedos, de Miguel Ángel González, Ed. Siruela: Miguel Angel González ganó con Todos los miedos el último Premio de Novela Café Gijón. Dentro de los premios que valoro, y que en general son pocos, está sin duda este Café Gijón del que ya habían salido dos de las para mí mejores novelas españolas de la última década, Concierto del No – Mundo de A. G. Porta y Los asesinos lentos de Rafael Balanzá. Quizá no sea demasiado atrevido subir a esa misma lista de novelas españolas destacadas de la última década Todos los miedos. Miguel Ángel González parece un recién llegado, pero sólo lo es para el público de las grandes editoriales. La verdad es que lleva al menos diez años escribiendo y acumulando premios y experiencia por ello. Se le nota esa cantera en campos de tierra, como diría Bolaño, todos esos años marcando goles en 2ª B se detectan en su llegada a la Primera División de los narradores. Aún siendo un concepto del que desconfío profundamente, diría que en esta novela se detecta autenticidad. Leo el libro y leo a un narrador nato, a alguien incapaz de no estar inventando la realidad según transita por ella, y que lleva años haciéndolo, y seguirá haciéndolo, independientemente de que la fortuna lo premie con reconocimientos o lo ignore.
Todos los miedos es una novela en la que nos encontramos con dos historias que no aparecen entremezcladas, que podría haber sido una tentación comprensible por parte del autor, pues habría ayudado a que los puristas de lo que es una novela o lo que no lo es la hubieran asimilado con más facilidad. Son independientes, y así se nos presentan. Primero leemos una (¿Quién teme al lobo feroz?) y luego leemos la otra (Lo que sé del olvido). Son independientes pero sin duda orbitan en un mismo Sistema Solar. Cada una de esas historias se va escribiendo a base de pequeños fragmentos que muy acertadamente van dibujándolas. Todos los miedos, quien lo lea lo notará, es un título muy bien elegido. ¿Miedos a qué? A que le hagan daños a quienes más queremos, a no poder recuperarnos de un duro golpe, a vernos solos, a morirnos, a pensar que nadie nos recordará.
Miguel Ángel González nos presenta en la primera historia la destrucción de una familia. Una madre es raptada, maltratada y violada en unos larguísimos días de secuestro. Su marido y su hijo, el narrador de esta historia, tratarán de aguantar. Y cuando ella vuelve, deben estar ahí para levantarla. Aunque todos, ella la primera, saben que la vida no volverá a ser la misma. Porque ella nunca podrá volver a confiar en la humanidad ni volverá a caminar por las calles como si no fueran una selva. Ni ellos podrán olvidar los días que pasaron, ni la madre a la que se llevaron y a la que no les devolvieron del todo. No sabemos en ningún momento quiénes son los que la secuestran. Y ese es uno de los elementos que más contribuyen al terror existencial que nos produce la narración. No parece haber motivos especiales para hacer algo así. El autor apunta a la simple maldad. Una maldad estúpida e indiscriminada, que sabemos que existe.
La segunda narración es la de un hombre condenado a muerte por una terrible enfermedad. Alguien que parece joven y a quien vemos acercarse a esos últimos días en completa soledad. Mira hacia atrás y ve un paisaje desolado lleno de errores, malentendidos y más soledad. Un narrador que está pasando su última noche en el mundo en compañía de nosotros, los lectores, mientras busca un poco de compañía.
Puestos a elegir, y dentro del alto nivel del libro, me ha sugerido e inquietado mucho más la primera de las narraciones. El estilo de todo el libro va haciéndose poético a base de laconismo. Sugiere más que cuenta, y somos los lectores los que acabamos de dibujar la acción. Los epígrafes del libro son de Raymond Carver y Charles Bukowski, sin duda dos referencias claras para el autor. Con esas influencias y ese estilo, la obra final suena al Ray Loriga de los noventa (y para mí Loriga tiene dos o tres libros muy valiosos), y también me ha recordado, con ese raro lirismo que acaba produciendo, a dos libros de Félix Romeo, Discothèque y Dibujos animados, que leí hace mucho. Miguel Ángel González oxigena en algunos momentos dos historias de una alta carga emocional con apuntes que en principio no están relacionados con la trama, pues son anécdotas sobre escritores, personajes públicos (me parece brillante la introducción de la novela, antes de la llegada de las dos historias, que ya nos va situando en el mundo narrativo al que vamos entrando), películas. No esconde sus referencias, y se agradece, yo personalmente no me fio de los escritores de treinta años o aún menos que dicen haberlo aprendido todo de Delibes o Carmen Laforet o Pérez Galdós. Miguel Ángel González enseña claramente cuáles son sus referentes y desde ellos construye una obra personal, compleja, desasosegante y muy recomendable.


Historias del otro lugar, de José María Merino, Ed. DeBolsillo: Este libro recoge prácticamente la obra breve completa de José María Merino. Son en total 66 relatos que habían aparecido previamente en forma de 5 libros de relatos, y algunos que habían aparecido de manera suelta. Este libro supone, en su edición, una actualización de Cincuenta cuentos y una fábula, aparecido en 1.997. Estos relatos de José María Merino son los que más se ajustan a la idea clásica de relato, tanto en extensión como en temática y forma, pues sus microrrelatos han ido apareciendo en paralelo en los últimos años en Páginas de Espuma. Los relatos de José María Merino se acercan casi siempre a esa línea fantástica que sale de ver las pequeñas variaciones de la realidad y analizar la extrañeza de esas misma realidad. Merino, leído, sabe a Cortázar, aunque es más clásico que el argentino, sabe a un Cortázar menos arriesgado, sabe a Bioy Casares, sabe casi a Poe y Hoffman. José María Merino maneja unos pocos temas clásicos en el relato breve de corte fantástico, de modo que al recogerse aquí distintos libros hay relatos muy parecidos, pues en casi todas sus colecciones hay una historia de dobles, una historia de fantasmas, alguna de locura, pequeñas leyendas, temas que va variando poco pero con encanto. Si en los institutos españoles se estudiara relato breve, podrían utilizarse los cuentos de José María Merino, pues son relatos bien trabajados, muy bien escritos, con dominio técnico, que se pasean por los motivos clásicos del relato, en los que se detectan muchas y profundas lecturas de los maestros. No creo que ningún lector conocedor del mundo del relato breve tenga en la memoria marcados a fuego los relatos de José María Merino, pues quizá les falta siempre un detalle que los particularice, que se atreva a hacerlos volar en un lugar destacado. Pero sin duda ese mismo lector los leerá con gusto, con agrado, reconociendo en ellos a alguien que conoce, trabaja y respeta perfectamente la tradición del género. 


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La ley del deseo, de Andrej Blatnik, Ed. Baile del Sol: Este es el segundo libro que he leído de la colección Deleste de Baile del Sol. Es una colección especializada en literatura balcánica. Blatnik es esloveno, y bajo este almodovariano título se presenta una colección de relatos originalmente publicados a principios de la década de los 2.000. La narrativa de Blatnik no es exótica, y bebe claramente de sus modelos norteamericanos. El elemento decisivo de la trama del primer relato, metaliterario como la mayoría de ellos, es un encuentro entre un hombre y una mujer alrededor de un libro de relatos de Raymond Carver. Carver es sin duda la presencia dominante en el horizonte de Blatnik, quien aunque escribe de ese modo lacónico y minimalista que suele relacionarse automáticamente con Carver, introduce elementos más propios del posmodernismo (juegos narrador – autor, desdoblamientos, reflexión sobre la historia desde dentro de la misma) en la que se ven también las lecturas de otros autores, particularmente me ha recordado algunas historias de Lorrie Moore y David Foster Wallace. La Guerra de los Balcanes no es un gran tema en el libro, aunque su presencia es a veces un telón de fondo claro, y Blatnik nos muestra que la soledad y la incomunicación, también en Ljubliana, en tiempos de guerra y en tiempos de paz, son algunos de los grandes enemigos del ser humano contemporáneo. Destaco especialmente los relatos De qué hablamos nosotros dos, el relato que explota a partir de De qué hablamos cuando hablamos de amor, de Carver, del que hablaba, que va hilando las vidas de dos solitarios, Más cerca, la historia de un hombre que parece que va continuamente de un lado a otro, pero siempre lejos de su mujer, con la que las cosas no van bien, y de su hijo, al que siempre está echando de menos, rehén de una guerra fría entre sus padres, y dos historias más breves, Cuando el hijo de Marta volvió, en el que la guerra se hace más presente, pero como una presencia fantasmal, lejana, de la que se vuelve como se vuelve directamente de la muerte, y El testigo principal, casi un microrrelato, de poco más de dos páginas (en un libro en que los hay del orden de las cuarenta) que reflexiona sobre lo difícil que es renunciar a ser igual a todos y mantener las diferencias.


Fascinación, de Don DeLillo, Ed. Austral: Ya hablé aquí largo y tendido de mi fascinación (valga el juego fácil con este título concreto) por la obra de Don DeLillo.
Fascinación es la última novela de DeLillo a la que he llegado, y una de los pocos libros dentro de su obra que me quedaban por leer. Fascinación es una novela extraña, pero en general las novelas de DeLillo lo son. Como en muchas de sus historias, parece que nos metemos dentro de una historia propia del pulp y la serie B. Se entremezclan las escenas tópicas de novelas de espías y novelas negras. Nos movemos en los márgenes de la ley, entre agentes de inteligencia que se infiltran en cualquier clase de movimiento contestatario, vemos cómo es la vuelta a la realidad americana de quienes fueron a la guerra de Vietnam, conocemos a empresarios de éxito con secretos inconfesables, y vemos cómo todo se va mezclando. El título original de la novela es Running dog, el nombre de una revista de investigación con una gran carga política que parece estar a punto de destapar un escándalo. La novela, como la mayor parte de las historias de DeLillo, se construye a partir de un mcguffin que le permite al autor enseñar la realidad oculta del mundo que creemos conocer, los recovecos del poder, las fuerzas que nos manipulan y los constantes conflictos en los que nos meten. En este caso esa trama se arma a partir de la búsqueda desesperada por parte de algunos de los personajes de una supuesta y mitificada película pornográfica relacionada con Adolf Hitler. Cuando leí la contraportada por primera vez, en la librería, creo que pensé algo así como: “¡nazis y pornografía, debe ser un buen libro, sólo le faltan los extraterrestres y los dinosaurios para ser la mejor novela de la historia!”. Y la verdad es que es una buena novela. Los libros de DeLillo, a falta de extraterrestres y dinosaurios, sí funcionan por acumulación de elementos, como un buen cocido. La prosa tiene el mismo toque hipnótico que el autor iría perfeccionando con los libros, pues sin llegar a ser una de sus grandes novelas, y no llegando quizá ni a ser un DeLillo de segundo nivel, sino uno de sus libros de tercera fila, eso sigue dejándolo en un lugar muy destacado dentro de la narrativa del último medio siglo. El libro tardó muchos años en traducirse y publicarse en España, lo que quizá da una pista sobre el olfato de los editores (aunque hay que reconocer que ahora mismo casi toda su obra está en Seix Barral y llegando a ediciones de bolsillo a través de Austral). No es su mejor novela, y desde luego no es la mejor para empezar a leerla, pero es un libro interesante para quien ya lo haya leído antes, en el que se viaja poseído por esa manera tan particular de escribir, y del que se vuelve otra vez más con la convicción de que no nos enteramos ni de la mitad de lo que de verdad ocurre, y que el Bien y el Mal, no nos engañemos, desaparecieron hace mucho como conceptos puros, y viven en un continuo mestizaje.


El tiempo de las cabras, de Luan Starova, Ed. Libros del Asteroide: Luan Starova nació en Albania aunque desde muy joven vivió en Macedonia. Conoció desde su infancia la Yugoslavia de Tito, y en ella se enmarca esta obra, que parte de una anécdota aparentemente anodina pero cargada de significados. Los campesinos llegan a la ciudad, porque la sociedad perfecta comunista hermanaría por fin a los habitantes del campo con los proletarios de la ciudad, y la realidad entra en conflicto con los ideales. Los campesinos que van llegando a los arrabales de la capital van trayendo sus costumbres, sus familias, y por supuesto, también, a sus cabras, con las que habían vivido en cercanía y alimentándose de ellas durante generaciones. No conciben la vida sin cabras, y no entienden las pegas que las autoridades parecen ponerle a ese desembarco con animales. Así que como si nada hubiera cambiado para ellos por la llegada del comunismo y por el tránsito a la ciudad, empiezan a construirles establos y siguen viviendo de las cabras, como siempre hicieron. Los habitantes originales de la ciudad, al principio desprecian a esos paletos recién llegados, pero poco a poco irán aceptando su llegada, sus modos y sus ideas, quizá no tan alejadas de los ideales de solidaridad y hermandad entre pueblos que el régimen de Tito promovía. Es una novela costumbrista, agradable, simpática, de lectura cómoda y confortable, que nos permite conocer un tiempo y un lugar interesantes.


Relecturas

La literatura nazi en América, de Roberto Bolaño, Ed. Anagrama: Siempre me ha parecido que los dos grandes referentes de Bolaño a la hora de escribir fueron Vargas Llosa (de quien hay rastros en la manera de estructurar sus novelas, aunque fuera una influencia que Bolaño no tendía a reconocer, pese a que sí reconocía su admiración por las grandes novelas del peruano, de quien lamentaba la evolución que había seguido, y por suerte nunca llegó a verlo con Isabel Preysler, convertido en un personaje de la prensa rosa) y Borges, a quien siempre consideró y declaró el gran autor latinoamericano. Si hay un libro decididamente borgeano en la obra de Bolaño es sin duda éste, un volumen en el que Bolaño inventa las biografías y bibliografías de decenas de autores de ideas nazis o seudonazis (aunque por la propia cronología de su obra algunos de ellos murieron antes de la existencia de los propios nazis) al modo de la Historia universal de la infamia. Los escritores que inventa Bolaño tienen vidas plagadas de detalles propios de perdedores, pues estos nazis y criptonazis, son, sobre todo, escritores mediocres, con aspiraciones de grandeza, a los que nadie hace demasiado caso, a los que todos, en este mundo del libro, parecen haber olvidado, lo que hace más necesaria (y completa aún más la poética de los perdedores, con otro perdedor haciendo de antólogo de fracasados) la labor de recuperación del autor.


Dejen todo en mis manos, de Mario Levrero (primera novela corta del volumen Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo y otras novelas), Ed. DeBolsillo: Los estudiosos de la obra de Levrero, entre los que muy probablemente y de modo humilde me encuentro, aunque sea de una manera caótica y desordenada (claro que no puedo imaginarme otra manera de ser experto en Levrero) suelen localizar un cambio decisivo en la obra de Levrero a partir de las novelas breves El alma de Gardel y especialmente en Dejen todos en mis manos. En estas dos novelas cortas, Levrero empieza a introducir elementos autorreflexivos intercalados en su narración, que hasta entonces había sido más lúdica (teniendo claro que el sentido lúdico de Levrero muchas veces es absurdo y pesimista, kafkiano). El protagonista de Dejen todo en mis manos es un trasunto del propio Levrero, un autor uruguayo que lamenta su mala suerte y la falta de comprensión de críticos, editores y público, a quien uno de esos mismos editores, después de rechazar su nuevo libro, le encarga un trabajo. Tiene que localiza al autor o autora de una novela (ésta sí una obra maestra indiscutible, no como las suyas) que llegó hasta allí sin señas. El protagonista debe llegar (penosamente, como siempre que un personaje de Levrero debe dejar su casa y viajar, sin duda uno de sus demonios constantes) hasta una ciudad perdida en mitad de la nada, y al modo de un detective clásico, investigar la verdadera identidad de quien hizo llegar esa novela a la editorial. Como siempre en sus narraciones, distintas situaciones humorísticas en la línea absurdo – existencialista irán haciendo que lo que parecía un simple encargo vaya complicándose hasta casi desesperar al protagonista, quien tendrá que reflexionar sobre el propio sentido (y la falta de sentido en muchas ocasiones) de la vida.

Os deseo felices lecturas en abril

Iremos comentándolas

Sr. E

jueves, 17 de marzo de 2016

Una lista de diez cuentistas, y una larga explicación



Diez cuentistas

Estuve releyendo estos días algunos de esos divertidos decálogos de escritores que dan consejos sobre cómo escribir cuentos (“no olviden la frase, justamente célebre: dos más dos son cuatro, pero ¿y si fueran cinco?”, decía Onetti), o más en general, sobre cómo escribir. Llegué al famoso punto de las reglas de Bolaño que dice: Hay que leer a Quiroga, hay que leer a Felisberto Hernández y hay que leer a Borges. Hay que leer a Rulfo, a Monterroso, a García Márquez. Un cuentista que tenga un poco de aprecio por su obra no leerá jamás a Cela ni a Umbral. Sí que leerá a Cortázar y a Bioy Casares, pero en modo alguno a Cela y a Umbral”. Seguido de aquel que remata: “Lo repito una vez más por si no ha quedado claro: a Cela y a Umbral, ni en pintura”.


He intentado, inspirado en esa frase, hacer una lista con mis diez relatos preferidos, pero la lista se iba desviando en ramificaciones descontroladas (cuento que es un relato maestro técnicamente; cuento con el que aprendes a que la coherencia de la voz narrativa deje de parecerte algo tan fundamental, cuento menor pero que no puedes evitar releer,  cuento que envidias profundamente no haber escrito tú, etc.). Seguiré intentando filtrar alguna vez esa lista hasta que dé un número al menos parecido a diez (creo que al final el sentimiento más honesto es la envidia, y si acabara llegando a esa lista, sería la de los diez relatos que más envidia me producen como autor). Pero de momento me siento incapaz. He intentado el más modesto proyecto de listar mis diez autores de relatos preferidos, supongo que también porque se acerca el día del padre y la persona sólo tiene un padre, pero el cuentista es hijo de todo aquel al que roba ideas, y aún este proyecto, en su modestia, se me ha ido un poco de las manos. Porque sé cosas como que: Raymond Carver fue muy importante en mi primer impulso hacia el cuento, aunque haga años que me interesa poco. Otro tanto podría decir de Salinger. Nunca me marcó Bukowski. Me gusta más William Saroyan como cronista de los pequeños fracasos que nacen en la adolescencia que todos ellos.

También sé que hay escritores de los que admiro libros de relatos magníficos pero de los que no he leído otro, a veces porque no han escrito otro, y en tales circunstancias no me parece justo enfrentarlos a autores de los que he leído todos sus libros de relatos y esos libros de relatos suman muchos cuentos y muchísimas páginas. Por ejemplo adoro Pájaros de América de Lorrie Moore, Trescientos días de sol de Ismael Grasa, La máquina de pensar en Gladys de Mario Levrero, Crímenes triviales de Rafael Balanzá, Quisiera tener la voz de Leonard Cohen para pedirte que te marcharas de Óscar Sipán, Gritar de Ricardo Menéndez Salmón, No es fácil ser verde de Sara Mesa  o El ángel esmeralda de Don DeLillo. He intentado dejar fuera a escritores canónicos que me interesan, pero no tienen un lugar destacado en mis referencias cuando me siento a escribir, aunque he sentido la tentación de incluirlos por una cierta sensación de deber, sabiendo que los he leído y volveré a leerlos, particularmente pienso en Chéjov. Quizá también en Poe.

Luego hay autores que tienen relatos que podrían tener cabida entre mis diez relatos preferidos, si alguna vez llegara a decidirme por ellos, como Fogwill, Onetti, Dino Buzzatti, Saul Bellow, Richard Matheson, Neil Gaiman, Stephen King o Joe Hill pero cuyos relatos, así en general, no siempre me convencen. Hay otros autores de los que he leído, si no sus cuentos completos sí sus cuentos reunidos y cuasi completos, con gran satisfacción, como Carson McCullers, Flannery O´Connor, Gabriel García Márquez o últimamente Bernard Malamud, pero a los que será el tiempo, y quizá las veces que ese tiempo me pida releerlos, el que pueda llegar a situar entre mis diez autores de referencia a la hora de abordar un cuento. 

Luego están esos autores que nos llevan a la pregunta de: ¿escriben relatos? Porque algo así son Vidas de santos y La velocidad de las cosas de Rodrigo Fresán, o Diarios de las estrellas de Stanislaw Lem, pero creo que no están escritos con la intención de que sean libros de relatos, entendidos estos como algo más o menos reconocible y más o menos clásicos. Hace años que no he vuelto a leer los relatos de Paul Bowles pero sé que me marcaron. Me gusta el Vila – Matas cuentista y Exploradores del abismo es uno de mis libros de cabecera, pero me siento cada vez más alejado de su obra en general. Algunos relatos de Sauce ciego, mujer dormida, de Murakami, me absorben. Quim Monzó me hace gracia en ocasiones y en otras me parece insufrible. Sergi Pàmies tiene libros excelentes, pero otros parecen imitaciones de sí mismo. Suele gustarme todo lo que leo de Cristina Fernández Cubas. Adoro al Bioy Casares fantástico, pero el más realista me deja frío. No soporto a Hemingway y sus icebergs. Más que Chéjov, que nunca ha pasado de dejarme un tanto frío, me impresionó, como cuentista, dentro de los rusos, Caballería roja de Isaak Babel. 

Quiero decir, con todo esto, y como defensa última, que mi lista de diez autores es discutible como toda lista, y es una lista que si la escribiera mañana incluiría a alguno de esos autores recién nombrados a cambio de excluir a otros (tengo la sensación de que los cánones, hasta los más personales, se forman a velocidad geológica, y el único autor al que he llegado por primera vez en los últimos dos años es Ballard, y de algún modo siento que en un futuro es posible que Malamud esté ahí dentro, pero no hoy), pero quiero que quede claro que es la lista de alguien que ha leído mucho relato en los últimos doce – quince años de su vida, aunque también me quede mucho por leer, y para quien el relato es muy importante y el cuento casi un modo de vida. 

Mis cuentistas preferidos, de los que recomiendo lectura constante, sin ningún orden particular, porque sólo faltaba eso, ordenarlos del primero al décimo, son, muy probablemente, a estas horas de este día:

John Cheever
Roberto Bolaño
Tobias Wolff
Augusto Monterroso
Julio Cortázar
Franz Kafka
Etgar Keret
Borges
J. G. Ballard
David Foster Wallace