jueves, 25 de octubre de 2018

Estabulario, de Sergi Puertas


Estabulario, de Sergi Puertas (Impedimenta)

Un amigo me regaló este libro a principios de verano y me dijo: A ti, que te gusta Ballard, te gustará. Lo dejé en una estantería y no encontré el momento de cogerlo hasta finales de agosto. No vi solo a Ballard, aunque estaba su sombra. Pero sí, tenía razón, me gustó. Mucho. Como cuentista, y antes que como cuentista (o a la vez o en paralelo, porque en la lectura y escritura de cuentos es muy difícil distinguir al huevo de su gallina, y cuanto más lees más quieres escribir, y cuanto más metido estás en la escritura de relatos más lectura necesitas para ampliar horizontes y darte cuenta de todo lo que te falta por aprender) como lector, acabas valorando por encima de otras características la personalidad y la originalidad.

No sé (aunque lo sospecho) si los talleres literarios, su proliferación, los intercambios entre profesores y alumnos, los alumnos que acaban siendo profesores, los profesores que venden sus libros a sus propios alumnos, una cierta endogamia y circuitos cerrados, no tienen mucho que ver con la proliferación en la última década de libros de cuentos que utilizan recurrentemente ciertos trucos y artefactos, combinan las mismas estructuras, nos demuestran una y otra vez que sus autores se han estudiado bien la lección y han sacado provecho de los cursos de escritura creativa y han logrado, en definitiva, libros correctos y planos.

Frente a eso, un libro como Estabulario es una gozada. Los seis cuentos que Sergi Puertas nos ofrece en esta colección son extremos, a ratos desequilibrados, aceleran, frenan, son muy personales, dan un poco de miedo y un poco de asco. En algunas páginas nos impresiona y descoloca, mientras que en otras se repite o trata de forzar algunos giros que no le quedan redondos. Hasta en algún cuento ha llegado a aburrirme. Pero, ¿y qué? Gracias por este libro vivo y escrito con pasión. Una verdadera apuesta de autor.

¿Hay Ballard aquí? Con Ballard empieza a pasar como con todos los grandes autores, es difícil saber cuándo su influencia es directa o simplemente está en el aire (como lo está, por ejemplo, la de Kafka, la de Philip K. Dick, la de Sigmund Freud; da igual no haberlos leído directamente, pesa su influencia). Quienes dicen que este libro suena a Ballard supongo que se refieren a esos futuros cercanos y distópicos, a llevar al extremo más desagradable la realidad a base de pequeñas variaciones. Veo, sin embargo, más que a Ballard a su versión domesticada, la serie Black Mirror, al fondo de Estabulario. Y aparte de Ballard también está presente (aunque se diga menos) Don DeLillo. Porque el futuro no se entiende sin Ballard ni DeLillo. El futuro que ellos dibujaron para que se parezca cada vez más a nuestro presente. Y nosotros nos estamos empeñando en parecernos cada vez más a lo que ellos imaginaron.

Me gusta más Estabulario cuando se acerca más a Ballard y menos cuando se queda en un buen guión para un buen capítulo de Black Mirror (una serie que por cierto, hay que ver cómo ha bajado de nivel en sus dos últimas temporadas). Me gusta mucho Estabulario en cualquier caso. Cualquiera de sus seis cuentos me parece digno de mención, de especial atención y de lectura. Todos consiguen removerme durante la mayoría de sus páginas, haciéndome sentir incómodo. Sergi Puertas tiene una capacidad muy difícil (algo que está en la órbita de Philip K. Dick, de A. G. Porta y de Roberto Bolaño, autores con los que quizá se relacione menos en cuanto a estilo pero en los que se hermana aquí) de ejercer, que es la de escribir ciencia – ficción, que más o menos suene a tal y un verdadero aficionado (y yo no lo soy, a mí me gustan las obras que se separan del género como tal) al género pueda reconocer y asumir, y hacerlo desde la precariedad. Precariedad vital, emocional y laboral. Las tres patas sobre las que deben apoyar el taburete las generaciones a las que les ha pillado la crisis que empezó (o explotó) en 2008. Una combinación peligrosa que conduce a la inmadurez y la falta de compromisos, a la combustión de las ilusiones prometidas. Los personajes del libro de Puertas, entre visiones retrofuturistas, son comerciales que deben cerrar con urgencia una venta para que no los echen, son trabajadores temporales que han hipotecado su tiempo y su dignidad, están gordos, no entienden su entorno, son adictos, tienen familiares enfermos que dependen económica y afectivamente de ellos. Están entrampados en el presente y sin futuro.

Hablaba en el párrafo anterior de retrofuturismo porque el futuro de Estabulario es un futuro que ya conocemos, que hemos visto y leído en muchos libros. Tenemos a Ballard y tenemos a Stanislaw Lem (al que veo un claro homenaje en el robot de cocina del último cuento, Estabulario). Tenemos mucha televisión, mucha más de la que hoy en día ya damos por sentada que la gente ve. Tenemos publicidad para satisfacer nuestros deseos y hacernos tener nuevas ansias. Hay personas que no quieren salir de su casa. Hay flujos de tiempo circulares, idas y vueltas al espacio, bucles, fantasmas, robots. Miedo. Pero sobre todo hay fragilidad. ¿Es acaso la fragilidad la más humana de las características? Me atrevería a decir que esa es una de las tesis de Sergi Puertas.

Creo que es mejor no desvelar demasiado sobre la trama concreta de los relatos. Son seis y algunos de ellos no se entienden hasta que no se han terminado de leer (y de algunos me imagino que mi interpretación será distinta a la de otros, al menos en muchos aspectos) y se piensan un poco. Sergi Puertas debió pasarlo bien apretándole las tuercas a sus personajes y a las situaciones, como un niño cruel que monta robots a partir de tuercas y mecanismos. El estilo está inflamado y es incendiario. Las historias llegan a ser hasta desagradables. Pero el voyeur enfermizo y el lector de paladar fino, cualquiera de los dos, no podrán soltar el libro. Obesidad Mórbida Modular me descolocó mucho. Me hizo darme cuenta de que estaba entrando en un libro diferente. Manos libres, el segundo, y quizá el que menos me ha gustado de todos ellos, me hizo sospechar que el libro se me cayera de las manos (cosa que me pasa a veces con libros de cuentos, el primero me impresiona y luego todo va bajando), pero Pegar como texto sin formato, el tercero, me hizo ver que estaba equivocado. Torremolinos, el cuarto, es el relato más parecido a una trama (de las lineales) de Black Mirror. Quizá es el menos sorprendente de todo el libro, pero funciona a la perfección. Nuestra canción, al contrario, une muy bien fondo y forma, haciendo que una serie de notas en apariencia dispersas acaben sonando ante el lector como una estructura que va y viene al estribillo, al modo de los temas pop. Estabulario, por último, es, este sí, el más realmente ballardiano de los relatos del libro, y logra el siempre difícil objetivo de terminar en alto. Y lo hace con nota.

Retomo mi idea inicial. Me he alegrado mucho de encontrarme con este libro de Sergi Puertas. Le agradezco su fuerte apuesta, que destaca mucho en el mar del conformismo que es la literatura española. Y espero con curiosidad cuáles puedan ser sus siguientes libros para seguir leyéndolo.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

lunes, 15 de octubre de 2018

El simple arte de escribir, de Raymond Chandler


El simple arte de escribir, de Raymond Chandler (Emece)

Desconfío, supongo, de los libros que enseñan a escribir tanto, al menos, como de los cursos de escritura. Y supongo, también, que uno es, como todo ser humano, contradictorio e incoherente. Nunca he ido a uno de esos cursos pero sí he leído algunos de esos libros. Los que nacen de profesores de talleres no me han interesado y nunca los he terminado, pero sí han sabido interesarme los de aquellos que son, ellos mismos, buenos escritores. También se aprende, sin más, de los diarios o memorias de esos escritores, pues para cierto nivel de autores la literatura y la vida son lo mismo. Quienes aún me escuchan cuando hablo de libros y de escritura, saben que Mientras escribo, de Stephen King, me parece un muy buen libro, honesto, divertido y útil.

Diría algo parecido de El simple arte de escribir, de Raymond Chandler. El mes pasado releí un par de historias de Marlowe durante mis viajes mañaneros en metro, y en una visita a la biblioteca me traje, de entre sus obras, esta recopilación de sus cartas (más del 90% del material son cartas, a colegas, editores, revistas, lectores, profesores). Es un libro con sus más y sus menos, en el que se detecta un cierto tono de suficiencia del autor (pero Chandler tal vez estuviera en condiciones de permitirse algún grado de suficiencia). Hay pocos consejos como tales, pero sí mucha prensa rosa entre escritores, mucha hipocresía, y reflexiones lúcidas, sobre el oficio solitario, sobre los editores y los lectores, sobre las historias que unos escriben, cuánto se desvían de lo que pretendían escribir, y a quiénes pueden llegar.

Y yo no molesto más, me aparto y os dejo con algunas cosas de Chandler:

No obstante, por fallida que sea su filosofía, el credo realista que domina nuestra literatura no se debe tanto a las malas teorías como al mal arte. Para ser un idealista, uno debe tener una visión y un ideal; para ser un realista, solo un ojo mecánico y laborioso. De todas las formas del arte, el realismo es la más fácil de practicar, porque de todas las formas mentales la mente chata es la más común. La persona menos imaginativa y menos educada del mundo puede describir chatamente una escena chata, como el peor constructor puede producir una casa fea.


Nunca he tenido mucho respeto por la capacidad de agentes, editores, productores teatrales o cinematográficos para saber qué querrá el público. Los antecedentes están contra ellos.



Considero esta frase como una vergüenza para la prosa inglesa. No dice nada y lo dice sonoramente, estereotipadamente y sin sintaxis.


Hasta Hemingway me desilusionó. He estado releyendo mucho de él. Habría dicho que ahí había un tipo que escribía como era, y habría tenido razón, pero no del modo en que quería decirlo. El noventa por ciento es la más condenada autoimitación. En realidad nunca escribió más que una historia. Todo el resto es lo mismo en diferentes lugares, o con diferentes partes. Llega un momento en la vida en que las rimas escritas en las paredes de los baños de las estaciones ya no son obscenas, sino horriblemente aburridas.


Los editores y otros deberían dejar de preocuparse por la pérdida de clientela que pueda causarles la televisión. El tipo que puede soportar un trío de anuncios de desodorantes para mirar a Flashgun Casey y tragarse los elogios a cervezas o a planes usurarios de crédito para poder ver a un par de boxeadores de cuarta frotándose las narices contra las cuerdas no es alguien que vaya a perder tiempo leyendo libros.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

lunes, 8 de octubre de 2018

En el corazón del corazón del país, de William H. Gass


En el corazón del corazón del país, de William H. Gass (Ed. La Navaja Suiza)

Mi único contacto con William H. Gass había sido como prologuista de mi edición (de la editorial Sexto Piso) de Los reconocimientos, de William Gaddis. Ambos, Gaddis y Gass (de hecho Gass bromeaba en el prólogo de Los reconocimientos con que lo habían confundido con Gaddis más de una vez) son dos de los autores más conocidos y nombrados del posmodernismo estadounidense, maestros de Foster Wallace, por ejemplo. No he leído las novelas de Gass (que en algunos casos no han sido traducidas al español, y en otros apenas lo han sido, y hace mucho tiempo), así que no puedo establecer la comparativa con las de Gaddis. En la medida en que su labor como cuentista sea representativa de su narrativa en general, el autor de En el corazón del corazón del país es un narrador más cercano a lo clásico, desde luego (aunque, por supuesto, hay peros).

El primer relato de esta colección tiene casi cien páginas, lo que la acerca a la novela corta, aunque sus características (yendo a los cánones clásicos) la mantienen en mayor medida en el relato que en la novela corta. Se trata de El chico de los Pedersen, un texto que Richard Ford incluyó en su Antología del cuento norteamericano (Galaxia Gutenberg – Círculo de Lectores, 2002). Es, con cierta diferencia, el mejor texto del libro, y su inclusión en esa antología está más que justificada, pues se trata de un relato que bien podría valer por un curso entero de narrativa y escritura creativa. Dividido en tres partes y narrado desde la perspectiva de un adolescente atemorizado por la realidad de su propia casa, nos cuenta una pequeña historia de terror doméstico. Digo terror porque es la principal sensación que produce en el lector, terror, agobio, angustia. Terror al modo que encontré hace unos meses en los cuentos de Shirley Jackson. Sin ningún elemento sobrenatural, no, pero con algo que podemos llamar una presencia que no se retira. La del entorno violento en el que se mueven estos personajes, al borde de la tormenta, personalizado en el padre del chico que nos cuenta la historia. Un borracho violento que se porta como un dios arbitrario repartiendo castigos y alguna que otra recompensa. Alguien que odia profundamente la vida, la suya y por extensión la de los demás. Un tipo con el que la convivencia y la comunicación son imposibles y que odia a sus vecinos, los Pedersen. Hay muchas teorías que relacionan el terror con el color blanco (un terror filosófico que puede seguirse desde Moby Dick, que está en La narración de Arthur Gordon Pym, un terror que emparenta la nieve con el espacio vacío en el que no se transmiten sonidos). El chico de los Pedersen es un relato con una presencia continua de la nieve y por lo tanto del frío y por extensión del terror. El chico de los Pedersen, ese chico, aparece en la casa del narrador, al borde de la congelación, casi helado, sin que se sepa muy bien en ningún momento de dónde llega, cómo ha llegado hasta allí. Ese chico de los Pedersen, al que intentan socorrer, parece estar muerto. Y los esfuerzos de quienes le ayudan, por lo tanto, condenados a la inutilidad.

El primer y mayor de los esfuerzos, el que crea la sensación de inevitabilidad y de miedo a lo cotidiano en el lector es el de ir a despertar al padre, borracho, para pedirle whisky. El chico de los Pedersen, sobre la mesa de la cocina, como una pierna de cordero mal descongelada para alguna comilona navideña, agoniza, y el padre no colaborará fácilmente. La corporeidad de ese chico, la manera en la que lo manipulan, los golpes que le dan involuntariamente y que les hacen temer que la cosa pueda empeorar (pero, ¿realmente puede empeorar? ¿acaso está vivo?) van generando uno de los grandes malestares del texto, o al menos me lo han provocado a mí. Y mientras su cuerpo espera alguna ayuda concreta, mientras no saben muy bien qué hacer con él, van surgiendo las preguntas. ¿De dónde viene? ¿Por qué? ¿Cómo se le ocurrió salir de casa cuando se avecinaba esa tormenta? ¿Acaso huía de algo mucho peor que la nieve?

Y esa sospecha final los hace recorrer el camino inverso, ser ellos los que salen en la nieve rumbo al encuentro con la verdad, como exploradores en tierra ignota. Buscan encontrarse con la verdad o con algo que se parezca ligeramente a la verdad, aunque lo más verdadero con lo que se van a ir encontrando es con sus rencillas y odios, con sus limitaciones, y con cierta esperanza, la del hijo viendo que en el fondo su padre, alcohólico, violento, odioso, no es más que un infeliz, y que quizá más que miedo debería tenerle piedad. El chico de los Pedersen, en su lectura, me ha ido remitiendo por el lado obvio a Faulkner y Cormac McCarthy, pero también a un chejovismo trabado con el realismo sucio e incluso con los ecos del terror clásico.

El chico de los Pedersen ya es prácticamente un libro que merece lectura individual. Después del subidón literario que produce terminarlo, seguir con el libro se me hizo difícil, porque los relatos posteriores me parecieron mucho más planos, ramplones y poco interesantes. Lo achacaba, decía, a la comparación con El chico de los Pedersen, con el que siempre perderán. La señora Ruin, el segundo, una mirada satírica sobre las señoras correctas de los pueblos y las ciudades de provincias, no me dijo nada. Carámbanos, el siguiente, es quizá incluso más flojo. Repito que tal vez sean dos buenos relatos, pero leídos el día siguiente a El chico de los Pedersen, se me antojaron inanes. En Carámbanos nos encontramos con un vendedor atrapado (espiritualmente pero en un sentido que acaba revelándose también físico). Estuve a punto de dejar ahí el libro. Con el primer relato ya me había compensado la lectura. Pero pensé (y bien) que si el relato que daba título a la colección era el último, por algo sería.

Antes de llegar a ese último relato está El orden de los insectos. Este sí es un buen cuento. Uno de esos de asco e incomodidad, que se apoya en uno de los clásicos de la literatura, la invasión de seres que no han sido invitados, esos insectos que se adueñan de todo y nos producen asco. Algunas de las mejores páginas de la literatura han partido de ahí (de Casa tomada de Cortázar a La metamorfosis de Kafka). Un ama de casa va virando (al modo de una verdadera transformación, casi de una epifanía) del asco y el malestar inicial a una especie de fascinación, entre el morbo y el verdadero interés (casi diría afecto) por esos habitantes de su casa. El cuento se lee con un gesto de extrañeza en la cara (¿pero qué más le pedimos a un buen relato?) y es realmente bueno. Me hizo recuperar la fe en el libro y llegar con ganas al último relato.

En el corazón del corazón del país (que es un título que me encanta, que me parece muy difícil de superar) se recrea en la realidad del Medio Oeste, que es donde Gass sitúa esta pequeña historia escrita de América (me refiero en general al libro, todo él situado en pequeñas ciudades entre lo rural y lo urbano, en un paisaje medio, en ninguna parte, en lo que se podría llamar con tópica condescendencia el corazón del país) y allí nos mete en una especie de cuaderno de notas de un escritor que vive allí. Aislado, mirando por la ventana, filtrando el frío en sus páginas, nos asomamos a su corazón, que es un órgano que late de manera comunitaria (muchas de las entradas de ese texto entre el diario y la libreta de notas de un autor están escritas en la primera persona del plural). El texto va juntando textitos encabezados por un pequeño título. No están estrictamente relacionados pero van formando, poco a poco, algo en nuestra cabeza. Ese fragmentarismo en el corazón del país nos abre, poco a poco, la puerta al corazón de ese mismo corazón. El frío se va volviendo calidez, nos identificamos (porque ese lugar que no es ninguna parte es tan normal que podría ser el lugar en el que vive cualquiera) con los personajes que pasean por esas notas y acabamos sintiéndonos habitantes de esa misma realidad, y con el libro de cuentos en otro de sus máximos.

Aunque la diferencia de nivel entre tres de los relatos (El chico de los Pedersen, El orden de los insectos y En el corazón del corazón del país) y los otros dos sea casi un precipicio, la lectura del libro en su conjunto está más que justificada. Así como quizá esté justificada la carrera de un escritor si simplemente es capaz de escribir tres relatos de esa altura. Como también puede estar justificada la traducción de algunas de sus novelas premiadas (al menos esas), para que podamos juzgarlas.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E