miércoles, 25 de septiembre de 2019

Cuentos completos, de Mario Levrero


Cuentos completos, de Mario Levrero (Mondadori)

Para mi último cumpleaños, en agosto, me regalaron los Cuentos completos de Mario Levrero. Llevaba años, y no exagero, esperando esta edición, de la que Ignacio Echevarría llevaba años comentando que estaba preparada en Mondadori pero nunca acababa de salir. Ha sido el verano de 2019, ya quince años después de la muerte de Levrero, cuando por fin ha llegado a nuestro mercado. Me alegro. Y creo que cualquiera que llegue hasta estos cuentos, sabiendo quien es Levrero de antes o descubriéndolo sobre la marcha, se alegrará. Los levreristas, que somos objetivamente pocos pero muy convencidos en esa fe y proselitistas, tenemos un nuevo libro que recomendar, que regalar, con el que invadir las conciencias de quienes no han experimentado aún el mágico momento de abrir ciertos pasajes de la obra de Mario Levrero. Desde mi conversión en 2013, he regalado muchos ejemplares de La novela luminosa y El discurso vacío, y de cada uno de ellos ha nacido un levrerista más, y en los casos en que no ha sido así, es solo porque no han leído todavía el libro, pero lo leerán y se harán seguidores de su obra.

Dejo la ironía del primer párrafo, para que no se me pueda confundir con un iluminado. Desconfío en general de quienes han visto la luz, salvo que no pretendan iluminarme con ella, y se limiten a contarme que se la encontraron, que refulgía y metieron la mano dentro. Levrero, como Philip K. Dick, creía realmente en lo sobrenatural, en lo paranormal (a la que dedicó parte de su vida de superviviente profesional, escribiendo en revistas de esa temática y escribiendo incluso un Manual de parapsicología a finales de los setenta) y en las señales que el más allá le enviaba a uno, a las puertas de la muerte. Por eso se puso a escribir La novela luminosa, para relatar su visita a esas luces y puertas antes de someterse a una delicada operación en la década de los ochenta.

Hasta ahora, yendo a los cuentos, había podido leer únicamente el primer libro de relatos de Levrero: La máquina de pensar en Gladys, de 1970, en una reedición montevideana de 2010 (Irrupciones Grupo Editor) que compré (a precio de caviar, aunque por suerte son cuentos – caviar) en una Feria del Libro de hace unos años. Me había encontrado algunas ediciones más en La Central pero me las había prohibido a mí mismo por esos precios, y porque ya había oído hablar de la futura edición de sus cuentos completos y la esperaba.

Hay muchos criterios para editar los Cuentos completos de un autor. Hay ediciones de Cuentos completos que realmente no son tales, sino los cuentos completos que han sobrevivido a un cierto filtrado del autor u otros, y son por lo tanto los cuentos relativamente completos de un autor, o sus cuentos completos autorizados. Pasa con las ediciones de Cheever o de Fogwill, por ejemplo. Otros optan por hacer una antología en lugar de una edición realmente (o fingidamente) completa, como Tobias Wolff. Por último, en el caso de quienes sí pretenden entregar al lector una edición verdaderamente completa de los cuentos de un autor, surge también la duda de cómo hacerlo, entregándose a un orden cronológico (sea de pura escritura o de edición), o jugando a una cierta reescritura y buscando afinidades temáticas y bloques en los que presentar los cientos de relatos al lector. Creo que lo más honesto, o quizá no honesto pero sí lo más valioso para el lector que quiere empaparse de la cuentística de un autor, lo que incluye ver caminos, errores, crecimiento, rectificaciones, es ofrecer los cuentos tal cual, en orden de escritura. Así son por ejemplo los Cuentos completos de J. G. Ballard, así son también estos Cuentos completos de Mario Levrero.

Los más de sesenta cuentos de Mario Levrero que encontramos aquí recogen seis libros de cuentos y unos pocos textos sueltos, y se nos presentan en el orden en el que fueron publicados. Los libros son: La máquina de pensar en Gladys (1970), Todo el tiempo (1982), Aguas salobres (1983), Espacios libres (1987), El portero y el otro (1992) y Los carros de fuego (2003). Se incluyen otros textos no recogidos en ediciones unitarias, Tres aproximaciones ligeramente erróneas al problema de la Nueva Lógica y Ya que estamos, que se intercalan entre Aguas salobres y Espacios libres respetando los años de su publicación en revistas. Levrero, como cualquiera, guardaba textos en los cajones, por lo que el orden cronológico nunca deja de ser relativo, ya que un texto escrito por primera vez en 1967 y descartado puede ser rescatado en 1989, vuelto a trabajar, reescrito, y aparece al fin en un libro en 1992. Pero esos detalles, para el lector llamemos estudioso de Levrero son interesantes y completan su visión.

La narrativa de Levrero tiene tres grandes fases, que quien ha leído sus novelas puede ver claramente y puede valorar de manera distinta (conozco lectores que adoran a Levrero en igual medida y prefieren una u otra vertiente de su escritura). La primera fase, la puramente kafkiana, está muy bien representada por su Trilogía involuntaria (La ciudad, El lugar y El país). Son novelas esencialmente imitativas del modelo de Kafka, especialmente de El Castillo. En mi caso esas fueron las primeras obras de Levrero que leí, y aunque me gustaron, y lo hicieron, y me siguen gustando, no pasan para mí de ser buenas imitaciones (entiéndase por favor que hablo de imitaciones con un valor artístico propio) de Kafka, pero ni siquiera centrándome en las lecturas que he hecho de relatos con puntos absurdos en esa línea de evidente inspiración kafkiana me resultan los mejores que he leído. Levrero nunca ha abandonado las enseñanzas de Kafka, sus escritos nunca se han alejado ni de la línea de absurdo que se abre en él, ni ha dejado de lamentarse por el peso del mundo y la culpa que tan bien dibujó el checo en sus novelas, de quien Levrero se muestra un discípulo casi insuperable en la última parte (autobiográfica, más o menos) de su producción.

Lo que hizo Levrero, después de sus inicios, fue derivar durante décadas la mayor parte de su producción narrativa por esa línea absurda, pero con una intención más lúdica, creando un mundo surreal de intenciones a veces cómicas, en el que muchas veces usa como modelos de escritura novelas de detectives, sobre cuya percha va colgando historias absurdas (algunas de las cuales, como Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo o La banda del ciempiés se me hicieron muy cuesta arriba cuando las leí). En sus cuentos, no se apoya tanto en este elemento detectivesco y nos da algunos relatos magníficos en los que el mundo fantástico y absurdo que nos ofrece es una maravilla (algo que hace también con buen resultado en las novelas Fauna y Desplazamientos, pero no con la brillantez de muchos de estos cuentos; es más fácil, debemos pensar, sostener un mundo absurdo y que no llegue a cansarnos en un cuento que en toda una novela). 

La máquina de pensar en Gladys tiene sus mejores puntos en este absurdo, con cuentos como La calle de los mendigos, Historia sin retorno nº 2 y Ese líquido verde. El absurdo crece y se vuelve pesadillesco en Gelatina. Y en este libro maneja estupendamente otros dos recursos: los cuentos de casas con alguna clase de encantamiento (pero no se piense en fantasmas, más bien en casas ilógicas llenas de trampillas y secretos), con dos cuentos estupendos: La casa abandonada y El sótano, y una especie de prosa poética minimalista que es la que mueve La máquina de pensar en Gladys (el cuento), que abre y cierra la colección, con el cuento y su versión alternativa (La máquina de pensar en Gladys (negativo)), apenas distinta. Son dos ejercicios de minimalismo, en los que acompañamos a un narrador en el momento previo a irse a la cama, revisando que todo en su casa está en orden, dejando abierta una pequeña rendija por la que intuimos que lo extraordinario se cuela en lo rutinario.

La máquina de pensar en Gladys, y me refiero ahora a la colección, es un libro compacto y lleno de sentidos, muy bien escrito, que domina registros muy variados sin dejar de ser coherente. Es sorprendente su redondez (y casi diría sabiduría) para ser el primer libro de cuentos de un autor, un autor que empezó a escribir como por casualidad y probando. Todo el tiempo (1982) reúne tres relatos y ocupa casi cien páginas. Aquí no hay minimalismo, son relatos que se extienden, que podrían estar más podados pero a los que, con la forma que tienen, no se les advierten tiempos muertos. Lo fantástico prima pero no es el mismo tipo de fantástico de La máquina de pensar en Gladys. Aquí hay menos imaginación surrealista y absurda y un acercamiento más canónico (“canónico”, en manos de Levrero) a algo parecido a la ciencia – ficción en el caso de La cinta de Moebius y Todo el tiempo. El primer cuento, por contra, aunque entra en rupturas de la realidad más o menos esperable, es un ejercicio de memoria y dolor, un salvaje cuento del oeste con el desamor y el desgarro como temas. Alice Springs (El circo, el demonio, las mujeres y yo) nos muestra a un Levrero enamorado y un Levrero desenamorado, en una historia que pone en marcha la marcha a Australia (a la ciudad de Alice Springs) de una amiga que acabaría siendo su mujer y madre de su hijo Nicolás, quien firma uno de los dos prólogos y el epílogo. Es un cuento buenísimo, que me ha entusiasmado desde el principio y que me parece, con toda la antología ya digerida, de los mejores textos de Levrero, un cuento que he encontrado emparentado con dos novelas cortas de Levrero, en las que lo fantástico toma forma onírica pero no llegan a las cotas del absurdo que en ocasiones hacía sus textos desmesurados. Me refiero a Desplazamientos (escrita más o menos en la misma época) y El alma de Gardel (de 1996).

Los textos intermedios de Aguas salobres (1983) y los que no estaban recogidos en colecciones y ya nombré al principio me parecen interesantes, pero no redondos. Son interesantes para encontrar algunos caminos que Levrero estaba probando pero que no dominaba, que aparecerán más adelante en su narrativa pero aún no acababa de tener claros. Espacios libres (1987) me parece, junto a La máquina de pensar en Gladys, el otro gran libro recogido aquí. Casi doscientas páginas y 18 relatos, de muy variada confección. Levrero es un escritor de obsesiones, y aparecen en esta colección cuentos de personajes perdidos en alguna clase de trampa lógica (El laberinto), casas de las que no hay manera de escapar (Nuestro iglú en el Ártico), cuentos de dobles (El factor identidad), algún circo o feria ambulante (Feria ambulante). Una de sus principales obsesiones, de las que pueblan sus sueños y sus cuentos más parecidos a sueños (que son bastantes, cuentos en los que una escena sucede a otra sin cambio lógico) es el sexo. En las novelas y cuentos de Levrero aparece con frecuencia la mujer que hace perder la cabeza al protagonista y desencadena una serie de acontecimientos que se convierten en la trama que estamos leyendo. Esas mujeres, que en algunos casos tienen apuntes de mujer fatal de cine negro clásico, pero en muchos otros no, suelen ser exuberantes, hacen que pierda toda mesura el protagonista y se pone a perseguirlas de un modo obsesivo. Leídos algunos de estos cuentos (muchos tienen detalles, otros se basan casi por completo en la obsesión por una mujer) en 2019 llevan a pensar en que esas escenas de sexo, muchas veces forzado, tendrían pocas opciones de que se las hubieran publicado hoy. Y cuentos como Apuntes de un voyeur melancólico podrían haberle dado problemas. En este libro tenemos hasta una fábula de animales, Los ratones felices, en la que asoma un tema que también inquietó siempre a Levrero y que lo mantendrá siempre emparentado con Kafka, el miedo a la autoridad ajena, esa que no hemos elegido y que está en condiciones de mandarnos y condicionar nuestra vida. Levrero siempre entendió las obligaciones (laborales, familiares, sociales) como un obstáculo para su arte, y cualquier lector de La novela luminosa sabe cuánto le perturbaban esas invasiones de su ocio que los aspectos prácticos de la vida suponían. Aquí también están presentes esas ideas, que van de Dios (una especie de Dios nos habla en Irrupciones) a los jefes de la oficina o aquellos familiares que nos roban el tiempo. Capítulo XXX es un relato muy potente, denso y perfectamente dosificado que podría estar en una antología de relatos de terror de corte lovecraftiano (o bueno, de inspiración lovecraftiana). En Espacios libres hay hasta cuentos decididamente vanguardistas, aunque hay que dejar claro que la escritura de Levrero siempre (o con mucha frecuencia) tiene algo vanguardista, de interrupción de la realidad, discontinuidad del sueño, escritura automática, pero aquí me refiero a relatos posmodernos y experimentales como Ejercicios de natación en primera persona del singular y La nutria es un animal del crepúsculo (collage). Espacios libres, el cuento que da título, es de los más comedidos de toda la colección, y también uno muy divertido y bastante redondo. Una pequeña historia de búsqueda de una mujer, en la que se suceden malentendidos y secuencias de una historia detectivesca.

En El portero y el otro (1992) hay cuentos que repiten temas e ideas, y destaco la finura de Interminables tardes de verano, las parodias detectivescas de El inspector y Una confusión en la serie negra o un nuevo ejercicio de collage (me imagino de hecho a Levrero recomponiendo párrafos escritos y desechados para componer un nuevo texto, muy sugerente) que dibuja esos malentendidos del día a día, Confusiones cotidianas. Los más interesantes, de todas maneras, entre los textos, me parecen Entrevista imaginaria a Mario Levrero, una especie de manifiesto como escritor de Levrero que escribe en forma de una entrevista que él mismo realiza a Mario Levrero, el escritor, y dos textos de mediados de los ochenta en los que se empieza a ver esa escritura autobiográfica que centraría sus últimos años, que irrumpe en su obra de ficción parcialmente en El alma de Gardel y Dejen todo en mis manos y que se hace manifiesta y central en El discurso vacío y La novela luminosa. Esos textos son Apuntes bonaerenses, que tiene además la curiosidad de presentar, veinte años antes, una especie de adelanto del capítulo de las palomas de La novela luminosa y Diario de un canalla, que yo ya había leído como segunda parte de Burdeos, 1972, y en el que un Levrero con una vida y un trabajo estable, quizá por primera vez en su vida, se lamenta de esa estabilidad y las traiciones a las que ha sometido a su arte para mantener una vida más estable. También son muy divertidos los Cuentos cansados, que he estado leyendo a mis hijos por la noche este último mes y se han convertido ya en textos tan clásicos para ellos como algunos de los Cuentos por teléfono de Gianni Rodari.

Los carros de fuego (2003) recoge cinco relatos finales, que no destacan dentro del conjunto de su faceta cuentística, quizá con la excepción del propio Los carros de fuego. Aún no abandonaría el libro después de cerrar el último cuento, pues las notas finales del hijo de Levrero, en las que relaciona algunos cuentos con momentos de la vida del hijo y la relación con su padre, me parecen tiernos y muy significativos de la vida y obra de un autor, Levrero, que nunca gozó de un reconocimiento masivo, que de hecho estuvo muy lejos de tenerlo, y que como nos cuenta su hijo solo disponía a veces de un único ejemplar de sus propios libros y solo se los podía prestar a él de uno en uno, y hasta que no le devolvía una de las novelas o colecciones de cuentos no podía llevarse el siguiente.

Un libro que ha tardado años en llegar a España pero que al fin ha llegado y que creo que es una obra imprescindible para los levreristas, seamos quienes seamos, y que puede ser un buen acercamiento, siempre original y divertido, para quien nunca se haya sentado a ver pasar la vida, con sus pasos, sus desvelos, sus presiones y molestias, al lado de Mario Levrero.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E


lunes, 16 de septiembre de 2019

Las chicas, de Emma Cline


Las chicas, de Emma Cline (Anagrama)

Este verano, el de Érase una vez en Hollywood de Tarantino y la segunda temporada de Mindhunter de David Fincher, se han cumplido 50 años de la terrible matanza que cometieron Charles Manson y su llamada familia. No es casualidad, por lo tanto, que ambas obras fueran estrenadas este pasado mes de agosto. Aparte de otras muchas virtudes (y unos cuantos defectos), salí del cine contento tras ver la película de Tarantino al ver que aunque fuera en esa ficción, la luminosa Sharon Tate a la que interpreta Margot Robbie se salvaba gracias a la inesperada actuación de dos secundarios de la industria del cine. La historia real, como bien se sabe, no da pie ni a una pequeña sonrisa.

Las chicas, de Emma Cline, mira a aquellas chicas que se unieron a Manson a finales de los sesenta y lo siguieron hasta el abismo, pero un poco más allá mira en general a cualquier chica a mitad de la adolescencia que se siente incomprendida, sola, distinta y con ganas de experimentar. Lo que aquella California sesentera les daba fue un marco y una oportunidad, pero las inquietudes ya estaban. Y siguen estando. Creo que esa es la gran virtud de la novela, la universalidad de los sentimientos de curiosidad y fragilidad que se combinan en la protagonista adolescente, Evie, y lo bien que lo cuenta.

La novela se mueve entre dos tiempos, el presente, en el que Evie es una mujer de mediana edad que pasa unos días en casa de un viejo amigo, y aquel año 1969 en el que Evie tiene catorce años y una situación en casa que no le gusta demasiado, sola con su madre, que después de haber sido abandonada por el padre de Evie trata de recolocarse en la vida, está conociendo a otros hombres, dejándose llevar por cualquier moda, obsesionada por cuidarse, seguramente por primera vez en la vida, después de haberse dedicado antes a su marido y a su hija. Evie no se siente cómoda con esa madre, con los novios que trae (un desfile de quieroynopuedos de camisas demasiado ajustadas que la miran y juzgan en una sucesión de cenas que son de las más logradas del libro, en las que sientes como propio el desagrado de Evie). Tiene una amiga íntima, su amiga de siempre, de la que siente que se está distanciando desde hace un tiempo. Su amiga es demasiado perfecta y Evie empieza a ver que no quiere seguir cierto camino de perfección para las chicas.

Evie empieza a fijarse en otra clase de chicas, en otra clase de perfección. En una perfección luminosa, despreocupada, carnal. Paseando por el parque Evie ve al principio a un grupo de chicas de pelo larguísimo y aura resplandeciente. Van andando como si fueran las reinas del mundo, las protagonistas de una película realmente interesante, no como la vida de todas las chicas a las que Evie ha conocido hasta entonces. Una de ellas, en la que primero se ha fijado, se saca un pecho y lo saca al sol, y las demás se ríen. Evie queda impactada con la imagen. Las volverá a ver cogiendo comida de los contenedores, tan contentas, y se encontrará otra vez con la chica que primero le llamó la atención, Suzanne, en un supermercado, donde les comprará algo para su grupo (aunque Evie les dirá que lo ha robado). Cuando vuelvan a encontrarse, se irá con ellas hasta la granja en la que viven, muchas de esas chicas, jóvenes, jovencísimas, libres, todas bellas a los ojos de Evie, con un tal Russell, trasunto de Charles Manson, una especie de músico de personalidad magnética y mirada penetrante, capaz de ver la debilidad en el interior de las chicas. Será la primera visita de Evie a aquel grupo, Russell tendrá relaciones sexuales con ella por primera vez, y volverá a casa sintiendo que su vida ha cambiado.

Desde entonces vivirá cada vez más con el grupo de las chicas, y se dará cuenta de que la distancia con su madre ya era tan grande que podía pasar días y noches fuera sin que ella la eche en falta. Evie se va implicando más en la complicada y turbia atmósfera de ese grupo, que se convertirá en el centro de su mundo aunque ella siempre mantendrá cierta lucidez, nunca dejará de extrañarse por ciertos pasos que las demás dan sin cuestionárselos, aunque ella, en general, pese a que se los cuestione, también los da.

Evie habla en algún momento, desde el futuro de la Evie de catorce años, desde nuestro presente, de una superviviente de una catástrofe. Del estado de shock y de lo difícil que es mantener la lucidez bajo ciertas condiciones ambientales. Al principio de la novela el hijo de su amigo, un veinteañero, y su novia, al conocerla, le preguntan si ella fue la chica que estuvo en la secta. Y después le dicen que en internet no sale su nombre. Ni en los libros. Y eso dibuja su lugar, una chica que se quedó en un lateral contemplando, dentro pero sin caer del todo dentro de los mandatos de Russell.

Este Russell, por cierto, aparece como un manipulador, que busca a chicas débiles e inseguras. Un depredador sexual, también, pero por lo que se puede leer a poco que se eche un ojo a todo lo publicado sobre Manson, la novela de Emma Cline, que tampoco pretende ser un documento histórico, que es una historia con evidentes paralelismos pero nada más, nos ahorra los detalles más escabrosos, y no termina de enseñar las monstruosidades que Manson y sus chicas hicieron, y cómo llegaron a ese punto. Me gusta que la novela no se convierta en ningún momento en un libro sobre este sosias de Manson, que Evie y las chicas, que para eso le dan título, nunca dejen de ser las protagonistas.

Cuando se publicó Las chicas en 2016 desconfié del libro, lo reconozco, y por eso he tardado tres años en leerlo. Vino envuelto en todas las exageraciones de libro de la temporada, el libro más esperado del año, una nueva autora que nos va a sorprender, etcétera. No entiendo los mecanismos comerciales e industriales del mundo editorial con detalle, no sé qué hace que se precontraten dos años antes de que el libro como tal exista decenas de traducciones, se compren los derechos cinematográficos, cuando se trata de la primera novela de una autora de veinticinco años. Seguiré desconfiando de esos éxitos precocinados. Las chicas es, pese a que sí tiene algunos rasgos de libro precocinado, una novela de fórmula, un buen libro. Una historia ágil, bien escrita, que emociona en algunas páginas, pero que tampoco es una maravilla.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

domingo, 8 de septiembre de 2019

Vuelta al cole, vuelta al blog (II)


Vuelta al cole, vuelta al blog (II)

Enlazo con la anterior entrada, y continúo con la narrativa, aunque sea en formato gráfico.
Cómic
Los combates cotidianos, de Manu Larcenet: He terminado esta serie de cómics, de la que leí las dos primeras entregas a finales de 2018. Ahora he leído la tercera y la cuarta entrega. La serie de Larcenet es una de estas obras que no cuentan nada en particular, que simplemente nos muestran la vida, que nos dejan asomarnos por una historia costumbrista que comienza en un estado cercano a la depresión y acaba dándonos algo de esperanza. Marco, el protagonista de estos cómics, es un fotógrafo de guerra que desmotivado decide dejar temporalmente su trabajo e irse a vivir al campo. Allí irá asentándose, conociendo a la que será su pareja, tomando conciencia de algunas cuestiones importantes de la vida y de su pasado, comprendiendo mejor a sus padres, teniendo una hija y dándose cuenta de lo difícil que es dar el paso de hijo a padre, y las incoherencias a las que suele llevarnos.

Érase una vez en Francia, de Fabien Nury y Silvain Vallée: No sé cómo esta historia aún no ha llegado a las salas de cine. El mismo dibujo y los encuadres parecen muchas veces un storyboard ya preparado. Me imagino que al menos hasta el despacho de algunos productores ya habrá llegado, y no tardará en ser película, o serie. Lo que no tengo claro es si será una película francesa o americana. La historia de Joseph Joanovici da para seis cómics y daría para un peliculón. En España se ha editado en volúmenes con dos historias en cada uno, y en mi biblioteca solo he podido conseguir de momento los dos primeros volúmenes, así que me queda el tercio final. La historia nos lleva a la Francia ocupada, pero antes nos pasea por las penurias de la Europa de entreguerras, y después va hasta las conciencias limpias de quienes nunca quisieron reconocer ninguna mancha en la Guerra. Nos lleva de unos secretos a otros y nos enseña una importante colección de personajes con doble moral.

También he aprovechado visitas a la sala infantil de la biblioteca con mis hijos (y habría que hablar mucho sobre por qué estos cómics están siempre en la sala infantil) para releer un par de entregas de Tintín (Objetivo: la luna y Aterrizaje en la luna) y empezar la serie Bone, de Jeff Smith.

Ensayos fáciles de identificar como tales

La invención de la naturaleza, El nuevo mundo de Alexander Von Humboldt, de Andrea Wulf: Con estas biografías – ensayos tan completos uno acaba con la sensación de si no se está dando una importancia casi capital a un personaje (Von Humboldt), del que apenas se tenía constancia de su nombre, pero la escritura, tan apasionante, nos convence de que debía ser culpa nuestra, de nuestra inmensa ignorancia, no saber más de este gran personaje, humanista, viajero incansable, curioso impenitente, precursor de Charles Darwin, buen amigo y fuerte influencia en Goethe. Merece la pena dejarse llevar por la pasión de Humboldt por la naturaleza y el saber y el de su biógrafa por contarlo.

La vista desde las últimas filas, de Neil Gaiman: Gaiman me gusta mucho como narrador. Tiene libros muy divertidos (y este verano he visto la serie basada en su novela Buenos presagios, que me ha parecido que capta muy bien ese espíritu lúdico e irreverente del libro) y otros que trascienden el mero entretenimiento. Este libro, que no conocía y encontré por casualidad en la biblioteca, reúne pequeños textos de revistas, ensayos y discursos de Gaiman, en los que habla sobre la lectura, la escritura, escritores a los que conoce y otros a los que admira sin conocerlos (Gaiman es un lector entusiasta, de esos que intenta convencerte de las virtudes de lo que a él le gusta leer), sobre viajar con la imaginación, la libertad, y principalmente, al final, sobre hacer las cosas con pasión.

Biografías, memorias, diarios:
J. D. Salinger: una vida oculta, de Kenneth Slawenski. No soy un loco de Salinger pero sí he leído toda su obra publicada (lo cual no es difícil), y releo con cierta frecuencia algunos de sus cuentos y sobre todo las novelas cortas de Seymour: una introducción y Levantad, carpinteros, la viga del tejado. La figura de Salinger y los muchos rumores sobre su retiro y su silencio han dado para muchos libros y miles de leyendas entre lo urbano y lo esotérico. La biografía de Slawenski me gustó porque apenas da páginas a todas las habladurías y se concentra en la escritura de Salinger, y en el camino que fue recorriendo desde que decidió que sería escritor hasta que The New Yorker lo puso en su lista de escritores fijos y cómo el éxito de El guardián entre el centeno lo cambió todo, llevándolo a una dimensión que nunca llegó a asimilar. Es una biografía relativamente amable del escritor, pero ni mucho menos una hagiografía, y despertó en mí las ganas de releer ciertos textos bajo nuevos ángulos.

Ya viviste lo tuyo, de Anthony Burgess: La segunda parte (la primera es El pequeño Wilson y el gran Dios) de las memorias de Burgess comienza cuando a este le diagnostican un tumor cerebral y le dan menos de un año de vida. Burgess, que no había tenido ningún éxito como escritor hasta entonces (y que solo conocerá el éxito masivo cuando Kubrick haga la adaptación de La naranja mecánica, un éxito lleno de malentendidos), decide que escribirá muchos libros muy deprisa para dejarle como herencia los derechos de autor de esos libros a la que se convertirá en su viuda. De esa premisa un poco absurda nace un libro que muestra una vida que siempre es un poco absurda, la del escritor profesional, que cuanto más triunfa menos tiempo tiene para escribir. El diagnóstico de Burgess estaba equivocado y vivió treinta años más escribiendo a un ritmo tremendo, el que aprendió a llevar cuando pensó que se le acababa el tiempo, y vemos a un autor culto, inteligente, sarcástico, bebedor, que no esconde sus miserias.

Las cosas más extrañas (Salón de los pasos perdidos, 6), de Andrés Trapiello: Trapiello me ha resultado siempre un personaje literario como de otra época, como si fuera (y no lo conozco de nada, y hasta hace unos meses apenas había leído nada suyo, era una imagen formada a partir de verlo en alguna fotografía, haber oído alguna declaración) un escritor un poco antiguo, comprometido con lo suyo y solo con lo suyo, enroscado sobre su escritorio con sus cuadernos, más un contemporáneo de los Torrente Ballester o Delibes que un contemporáneo nuestro. He ido leyendo en los últimos años, en muchos sitios, elogios de sus diarios, de su Salón de los pasos perdidos, por ejemplo a Alberto Olmos, que es un entusiasta de los mismos. Hace unos meses leí El tejado de vidrio, el tercer tomo de esta serie, y me gustó y sorprendió muy favorablemente. Sirven los diarios de Trapiello, lo primero, para darse cuenta de cuánto ha cambiado la sociedad española en los últimos veinticinco años, y a la vez para ver lo poco que ha cambiado. Lo mucho que ha cambiado en lo aparente y circunstancial y lo poco que lo ha hecho en lo esencial, por así decir. Este sexto volumen, el segundo que leo, me ha dado muy buenos ratos de lectura antes de dormir durante el mes de agosto. El trabajo de prosa de Trapiello es muy bueno y desmiente la idea de un diario como una serie de anotaciones al vuelo, se nota que hay escritura, reescritura, pensamiento, sobre todo cuando algún diario ya hace referencia a la recepción de otro pasado, lo que ya sucede en este, dando lugar a una metalectura muy interesante. La figura de Trapiello que se va viendo aquí, con lo que de personaje tiene uno cuando es uno mismo el que escribe sobre sí, confirma parte de las ideas que podía tener uno, como lector, de Trapiello, antes de leerlo, un bibliófilo antiguo, un lector de clásicos, un señor que seguramente lee en un sillón orejero hasta el anochecer, que solo visita librerías de viejo (algo que de hecho confirma continuamente en sus diarios, con sus continuas visitas al Rastro, al que ha dedicado recientemente todo un libro), un tanto redicho y que vive en ese juego de decir que no le importa tener más o menos reconocimiento, lo que es probablemente una manera como otra de estar pendiente de ello. Para algunos de sus devotos lectores uno de los atractivos es reconocer en esas X., Y., P. que pueblan sus páginas a escritores amigos de Trapiello, enemigos de Trapiello, en cada momento lo que corresponda. Liberado como me encuentro de ese juego, siguen siendo una lectura muy entretenida, que como muchas obras nacidas sin mayor ambición quizá dibujan mejor su época que otras que nacieron con la vocación de hacerlo. Y tienen el encanto que tiene muchas veces la vida, un encanto tibio, modesto, en voz baja, pues como repite mucho una idea de estos diarios, si nos pasaran cosas realmente interesantes no estaríamos escribiendo diarios, si escribimos diarios es porque parece que no nos pasa nada destacable.

Lo que sea esto:

La noche de la pistola, de David Carr: Cuando David Carr tenía entre veinte y treinta años trabajaba como periodista, sobre todo de sucesos, iba de un problema en otro y sobre todo bebía y se drogaba con dedicación casi exclusiva. Una noche, después de ser despedido del periódico tras una de esas disyuntivas del tipo: o cambias de hábitos o dejas el trabajo, se recuerda siendo encañonado con una pistola por su mejor amigo (nada menos), para que abandone su casa. Cuando muchos años después, rehabilitado, con éxito profesional y una vida bastante ordenada, se pone a recordar esa noche, los testimonios parecen afirmar que fue él quien amenazó a su amigo con la pistola si no lo dejaba entrar en su casa, y Carr se da cuenta de que ni siquiera sabía que tuviera una pistola, algo que todos los testigos confirman que sí. Reflexionando sobre el gran vacío que tiene en la memoria sobre esos años de exceso, Carr empieza a investigarse a sí mismo y logra un libro estupendo (pero muy duro, claro, con muchas drogas, muchas muertes, muchos disparates, vidas destrozadas, cárcel y niñas pequeñas) que mezcla la autoficción con la no – ficción y la investigación periodística.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

domingo, 1 de septiembre de 2019

Vuelta al cole, vuelta al blog (I)


Vuelta al cole, vuelta al blog (I)

Todos los veranos son largos (más largos cuando uno trabaja como profesor, y ya pueden empezar las rondas de críticas populistas al gremio en este punto) y la lectura es una de las mejores maneras de llenarlos. Llevo una vida, la que tengo desde que aprendí a leer, llenando los veranos con libros. Libros que hacen que el tiempo pase a veces más rápido, a veces más lento, que lo vuelven casi siempre más completo.

Como cada año, había planeado ciertas lecturas y ciertos proyectos de escritura para el verano. He acabado arrancando dos proyectos nuevos de escritura, ninguno de los cuales es el que tenía planeado, y he seguido con laxitud mis propios planes de lectura, esos que inocentemente apuntaba aquí
No me inquieto, por supuesto, me gusta que unos libros me abran las puertas de otros, me gusta pasear sin rumbo por los pasillos de las bibliotecas, asomarme a sus mesas de novedades, leer reseñas y dejarme influir. Ya tenemos demasiados caminos estrechos y vías marcadas en la vida, seguimos demasiadas dietas como para convertir la lectura en otra actividad atlética, estresante o neutra y equilibrada.

He leído libros decepcionantes este verano, y también muy buenos libros. También esa clase de lecturas que ni te acaban de convencer ni atrapar, que quizá incluso podrías decir que no te han gustado, pero que te hacen repensarlas y dialogar con ellas, te convencen de que insistirás con el autor, tratando de entender por qué no has acabado de entrar en la obra.

He leído mucha narrativa, bastante ensayo, algunos cómics y ciertos libros de esos que son difíciles de clasificar. Resumo y destaco, y me valen como resumen del verano y espero que a alguien como lista de recomendaciones para la vuelta al cole los siguientes:

Relatos
Cuentos completos, de Mario Levrero: Me pilla el final del verano aún con los Cuentos completos de Mario Levrero en marcha, así que primero los terminaré y después tendrán su reseña propia. Adelanto, aunque no es sorpresa, que me están resultando apasionantes. Por varios motivos, el primero, porque en su composición, en su prólogo y su epílogo, dibujan a un Levrero entregado a su arte (¿?, quizá él rechazaría esa palabra), decidido a enfrentarse al sentido práctico del mundo, dispuesto a quemarlo todo por escribir un cuento más. Uno de los suyos, de los extraños, de los más extraños, lo que fuera salvo convertirse en lo que denominó (en ese texto ya editado y ahora recuperado, titulado Diario de un canalla, uno de sus primeros escritos en la línea de El discurso vacío y La novela luminosa, un texto semilla poderoso en el que ya aparecen la obsesión caligráfica y la operación que le hizo enfrentarse con la muerte, los puntos de partida de ambos textos) un canalla. Me fascina la imagen que de su padre dibuja su hijo Nicolás al final del libro, la de un escritor sin apenas reconocimiento, un creador que no tenía ni copias de sus propios libros para regalarle a su hijo cuando iba a pasar los veranos con él. Pero me fascinan mucho más los textos extraños, a veces simbólicos y a veces simplemente absurdos que forman los cuentos de Levrero, esa colección de disparates, malas ideas, imágenes poderosas y mala suerte. La manera en que lo fantástico rompe las puertas del cuarto de lo real y provoca destrozos. Los cuentos de Levrero pueden ser un buen punto de comienzo para quien quiera conocer cierta parte de su obra (la alocada, fantástica, en la que apenas asoma la reflexica, autoconsciente) y es sin duda un destino estupendo para quienes ya lo conozcan y quieran más.

Para seguir con cuentos, ya hablé de Los peligros de fumar en la cama, de Mariana Enríquez, que vuelvo a recomendar.

Novelas
La mujer helada, de Annie Ernaux: Este es uno de esos libros de los que decía que no me han gustado, estrictamente hablando, porque el modo de escribir de la autora, alejado de lo que está contando, frío, a ratos casi objetivista, no me ha hecho entrar en la historia, me ha mantenido siempre detrás de una barrera desde la que se me permitía asomarme. Pero por otro lado su contención y el peculiar uso del lenguaje, con una composición casi carente de ritmo, una escritura quirúrgica que no busca la música sino la transparencia, y el enfoque con el que se enfrenta a esta remembranza / ajuste de cuentas con las mujeres de su infancia, me han hecho querer leer más libros de la autora.

El desierto y su semilla, de Jorge Barón Biza: Es este un libro terrible, de dibujo oscuro y prosa plástica, en la línea de las obras de Ernesto Sabato, que remite a El túnel pero empeorando todo, volviéndolo todo más cercano y terrible, haciendo uso de esa maldición que siempre se invoca cuando una historia empieza diciendo que se basa en hechos reales. Aquí, Barón Biza, hijo, recrea el ataque brutal que su padre, también Barón Biza, también escritor, hizo a su madre a principios de los sesenta, rociándola con ácido, y el lento peregrinar de esa madre desfigurada con ese hijo que mira continuamente al abismo por clínicas y reconstrucciones. El desierto y su semilla, novela difícil de olvidar para quien entre en ella (con lo bueno y lo malo de esa frase hecha), fue la obra tardía de un novelista que estuvo preparándose toda su vida para contar esa historia horrible por escrito, y que poco después de hacerlo, vacío ya, se arrojó por la ventana de un edificio.

Vampiro, de Hanns Heinz Ewers: Valdemar tiene un fondo casi ilimitado de literatura gótica. El verano pasado disfruté mucho con El escarabajo, de Richard Marsh, una novela que en su tiempo compitió en popularidad con Drácula, y hoy prácticamente olvidada. Igual de olvidada, y emparentada con Drácula por motivos obvios, El vampiro, de Ewers, es una novela que mezcla la idea del vampiro con el derrumbe histórico de Europa a principios del siglo XX, trazando un dibujo de derrotas que va de un continente a otro entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Ewers escribe una novela expresionista, y en ella no habla de nada sobrenatural, pero relaciona esa pestilencia ideológica que permitió que Alemania cayera en el nazismo con la presencia constante de manipuladores inmortales que van asumiendo una y otra forma, uno y otro discurso, dando como tesis de fondo que el mal nunca descansa, jamás se agota.

La hija de Jezabel, de Wilkie Collins: En la misma categoría de novelas de misterio decimonónicas (aunque esta es más una novela de detectives, sin serlo, que una novela fantástica, pues aquí no hay más fantasía que una concepción cercana a la brujería de la química primitiva, aunque es cierto que aquella química de principios del XIX era algo alejado de lo que hoy es esa ciencia) está esta. De Collins leí hace muchos años La piedra lunar y La dama de blanco, estas dos sí novelas de misterio detectivesco, de hecho para algunos críticos los primeros modelos de esa clase de novela, y he vuelto a leerlo con esta historia de amores folletinescos, envenenamientos, locos, clases sociales separadas por abismos, empresas familiares, secretos científicos y malas intenciones. Se lee con gusto e interés aunque es cierto que es previsible (casi demasiado, uno está esperando que la respuesta no sea la obvia y siempre es la obvia), pero está escrita con buen estilo, mucho ritmo (un ritmo que se mantiene bastante joven pese a los más de 150 años de la novela) y los trucos que estos novelistas victorianos utilizaban a final de cada capítulo para llamar la atención del lector (es una novela cuya primera vida fue en entregas con los periódicos, y querían asegurarse que alguien quisiera comprar la siguiente entrega), pese a lo baratos que resultan (al nivel de una serie como Cómo defender a un asesino, por compararla con más o menos actual y que peca de poca delicadeza a la hora de lanzar el anzuelo), funcionan.

Las hermanas Lacroix, de Georges Simenon: Es esta una de las novelas llamadas duras de Simenon. Una historia de podredumbre, asfixia en un clima pequeño, encierro en una familia llena de secretos, dobles intenciones, silencio, maldad. Un novelón de apenas 150 páginas que puede leerse en una tarde y que quizá sea una gran idea cogerla en una biblioteca y llevársela a un parque (o a una playa, ahora que se vacían considerablemente, quien pueda coger ahora las vacaciones y disfrutar de ellas) y merendársela en una tarde, antes de que acorten definitivamente. Se sigue incidiendo poco, me parece, en el gran autor que fue Simenon, autor de unas cuatrocientas novelas (más o menos oficialmente reconocidas) con un nivel medio siempre más que aceptable. Aprovecho también para recomendar una miniserie de episodios independientes con casos del comisario Maigret que vi este verano. Está protagonizada por Rowan Atkinson (sí, Mr. Bean).

Novelas negras discutibles, fáciles, entretenidas, placeres culpables: Una con una trama bien construida y una escritura bastante discutible, otra con una ambientación y un tono más duros y una escritura más sólida pero una trama más previsible, casi tópica. Las dos son de la colección Roja y Negra, que fundó, aunque no sé si sigue dirigiendo Rodrigo Fresán, a la que sigo mirando de cuando en cuando, siendo cierto que no ha repetido los niveles de excelencia de sus primeros títulos, aquella legendaria trilogía de Jake Arnott, el Sospechosos de David Thomson o la primera edición de El poder del perro de Don Winslow. Son Y tú, ¿qué clase de madre eres? (con un título bastante confuso, la verdad, aunque toma sentido en la trama), de Paula Daly, una novela muy oscura en entorno doméstico, que me ha recordado (aunque le falta mucha de su fuerza) las historias de Gillian Flynn, y Sirenas, de Joseph Knox, uno de esos retratos crudos y líricos de la noche en la ciudad, donde todos los gatos son pardos y la sangre de una víctima se confunde con la de la siguiente.

Relecturas:
Moby Dick, de Herman Melville. No ha sido una relectura completa, pero sí han sido más de doscientas páginas iniciales y algunos saltos hacia delante, y ha sido sobre todo un reencuentro plenamente satisfactorio con uno de mis libros preferidos, uno de esos ejemplos verdaderos de novela total, en los que cada idea apunta a muchas más, cada tema, por cerrado que parezca, se abre al mundo al completo, y nosotros, lectores limitados, tratamos de atrapar todos los sentidos que tememos que se nos estén escapando.

Rascacielos, de J. G. Ballard: No soy en realidad un gran experto en la obra de Ballard, aunque sí soy un entusiasta de aquellos libros que sí he leído. Sus cuentos (sus Cuentos completos, una mole que ocupa medio estante ella sola) me acompañan de cerca, y las novelas que he leído, que no han sido ni todas ni la mayoría, me han dejado huella. Una que leí hace años en una vieja edición y de la que luego vi una película interesante (aunque no buena), y que Alianza reeditó hace unos meses, es Rascacielos. Como casi todas las novelas setenteras (como la mayor parte de su obra posterior a los setenta, salvo la memorialística) de Ballard, dibuja una distopía cercana, en la que el principal problema es el egoísmo humano, el peligro y la sensación de que el aislamiento salvará a unos elegidos de la ira de los demás. Rasacielos dibuja a mediados de los setenta una nueva sociedad de clases, casi de castas, representadas físicamente por la planta en la que se pueden permitir en este futurista edificio. Y lo hace con la expresividad y la violencia poética con la que Ballard solía enfrentarse a los fantasmas.

Pre – lecturas
Caliento para la primera semana de trabajo. Compré en mi último viaje vacacional una novela, de esas clásicas, poderosas, inmensas, de las que dibujan el mundo que narran y la historia de la literatura. La cartuja de Parma, de Stendahl, de la que ya he leído algunas páginas, será mi primera lectura nueva del curso. Y de mi última visita veraniega a la biblioteca he vuelto con otro clásico, este del siglo XX y más cercano al culto, Trampa 22, de Joseph Heller. Y Las chicas, de Emma Cline, una novela que no es clásica pero que generó mucho revuelo (parecía uno de estos éxitos prefabricados, con autora novel a la que se estaba esperando para subirla a un pedestal, con mil traducciones contratadas en la Feria de Frankfurt antes de que el libro como tal existiese, etc.) y que me he decidido a leer ahora, habiendo dejado pasar un tiempo que me aleje del ruido inicial y me valga de colchón.

Y como me estoy extendiendo y esto se está haciendo muy largo, y así no habrá quien pueda ni quiera leerlo, seguiré en la próxima entrada.

Felices lecturas

Sr. E