jueves, 30 de diciembre de 2021

Mis cuentos pendientes de 2021 (II)

Mis cuentos pendientes de 2021 (II)

Vamos directamente a ello, que hay ganas de la cuenta atrás y el fin de año lector. Sin campanadas pero puede que con algún brindis.

Por motivos variados, recomiendo, de entre mis lecturas de este año:

Magia para lectores, de Kelly Link. Este libro lo escojo porque es una absoluta locura. Una maravilla sin límites narrativos. Quienes disfruten con las historias más locas de Neil Gaiman disfrutarán con esta autora. Está sonando mucho últimamente una novela de Laura Fernández, que no he leído, pero cuyos resúmenes y exégesis me han llevado a pensar en este. Y a sospechar que este debe superarlo. Estupendo.

Creadores de hits: Cómo triunfar en la era de la distracción, de Derek Thompson. No es un libro redondo, le falla la forma, a veces hay que esforzarse para no abandonarlo. Pero la idea central es muy potente y me tiene muy preocupado, qué está pasando con nuestra atención, qué están (y estamos) haciendo con ella, cómo se compra y se vende. Y relacionarlo con la incapacidad de que lo que llamamos viral sea realmente universal y duradero, como sí lo era la creación de hace apenas unas décadas.


La ola que lee, de César Aira. Apuntes de lectura de César Aira. Críticas y reseñas publicadas por aquí y allá, reunidas. Una joyita. Y un libro para pensar en por qué Aira es Aira y qué narrativa se hace en Argentina y por qué en España no hay un Aira ni se hacen demasiados libros realmente notables. Este es uno de esos libros que se celebran en España, pero que aquí serían imposibles. Porque un autor bien instalado, premiado (incluso aspirante al Nobel) le atiza a popes de la narrativa argentina cuando juzga que sus libros fallan (y lo hace razonadamente; Aira es histriónico, sí, pero también justo). Y sigue escribiendo sus extraños libritos. Aquí seguimos entretenidos con que Chirbes (muerto hace seis años) dijo algo malo de Pérez Reverte en un cuaderno personal, y dejando crípticos mensajes en redes sociales para que quien pueda entienda qué autor con novela muy esperada ha publicado un verdadero truño. Por si acaso, para no tener que ser el que pise la mierda y tenga que limpiarse la suela del zapato, yo ya no las leo.

Interesantes, recomendados, y a tener en cuenta: El ritmo perdido, de Santiago Auserón. Así se hacen las películas, de Sidney Lumet. Ensayos: Interpretaciones y pronósticos, de Lewis Mumford. Vacas, cerdos, guerras y brujas, de Marvin Harris. Montaigne y Castellio contra Calvino, de Stefan Zweig. Los terranautas, de T. C. Boyle. El colgajo, de Philippe Lançon.


Llegamos, que va tocando, a los diez libros del año (que como pasa últimamente vienen con alguno más escondido a modo de huevo de pascua). Sin dar demasiados detalles, y del 10 al 1 (un orden bastante arbitrario y que podría cambiar si rehiciera la lista en unos días, pero para eso hacemos las listas, para no volver a mirarlas y extrañarnos si lo hacemos):

10. Todos los besos del mundo, de Félix Romeo. Qué pena que no tengamos en nuestras letras a otro Félix Romeo. Que se muriera tan joven y se rompiera el molde. Este año he podido leer estos cuentos, una colección publicada por Xordica con detalle y amor donde se reúnen los cuentos que fue publicando por aquí y por allá. Me he encontrado con un libro precioso, lleno de hallazgos y puñaladas imprevistas (quienes lo conocían dicen que era muy besucón, de ahí el título, callan que también debía ser amigo de puñales), que es la marca de escritura de Romeo en Dibujos animados y en sus mejores textos, algunos de los cuales están en este volumen. Y también he visto cuentos que se salen del canon y apuntan hacia el observador / ensayista que fue y al que leímos en Por qué escribo (también disponible en Xordica).

9. Propiedad privada, de Lionel Shriver y Esto es placer, de Mary Gaitskill. Cada vez resulta más complicado que un libro pueda sorprenderme por su calidad como artefacto, por sus juegos técnicos o estructurales. Es uno de los problemas de leer mucho, que acabas por saberte todos los trucos. Estos dos libros me han sorprendido. Propiedad privada es probablemente, en esos aspectos técnicos, el mejor libro de cuentos que he leído este año. Me parecía muy complicado hacer una colección de cuentos con cohesión y sentido como conjunto y en el que los cuentos sean, a nivel individual, valiosos, y hacerlo con referencia a un mismo concepto, y uno en principio tan poco atractivo como el de la propiedad privada. Pero sale muy bien del desafío que ella misma se ha puesto. Solo la novela corta inicial justifica la existencia y lectura del libro. Esto es placer, de Mary Gaitskill, es un libro atrevidísimo, a nivel literario y político. Gaitskill huye de los malos que son muy malos y de los dibujos con lápices blancos y negros y traza la historia de un editor ya maduro al que un día, después de muchos años, alguien acusa de acoso. Una vieja amiga, que ha trabajado con él y lo conoce, querrá entender qué ha pasado. Y se dará cuenta de que a veces corremos demasiado a la hora de quemar a alguien, aunque lo conozcamos bien, en la hoguera. El libro es una trepidante sucesión de capítulos escritos por él y por ella, y salvando las muchas distancias me recordó a la película Historia de un matrimonio, de Noah Baumbach, por su desarrollo y peso. Merece la pena buscarlo, leerlo, y pensarlo durante días.

8. Sale el espectro, de Philip Roth. Creo que ya no me queda ningún libro de Roth que pueda entrar en mi canon personal de sus obras. Este faltaba entre mis lecturas y fue un reencuentro feliz. Con lo mejor de Roth. Aquí en una versión si se quiere modesta de su potencial, pero llena de sus virtudes clásicas. Una capacidad de análisis portentosa. Un gran sentido narrativo. Unos personajes que ni son perfectos ni se acercan, y hacia los que no siente la obligación de tener piedad. Una gran novela.

7. Poeta chileno, de Alejandro Zambra. Tenía, sin tener muy claro por qué, serias reservas con Alejandro Zambra. Creo que alguna vez intenté leer uno de esos pequeños artefactos que le fue publicando Anagrama y salí de allí, si no espantado, en un ánimo cercano al espanto. Este año leí No leer, que me pareció ingenioso. Y después de más de un año de acercarme a la estantería de la Z en la biblioteca y volver sin el libro, acabé por coger Poeta chileno. Y me alegro de haberlo hecho. Es un libro divertido, lleno de literatura y de vida, y de esos personajes que circulan perdidos por ambos. Los poetas chilenos de Zambra son evidentes homenajes a esos personajes de Bolaño que eran poetas y eran chilenos, pero ni son tan románticos ni están tan desesperados. Son poetas chilenos menores, síntoma de unos tiempos menores, con menos ideales y más cinismo. El libro de Zambra quizá sea, a su vez, una obra menor de Bolaño. Un apunte al pie de página de las grandes obras de este. Lo cual es lógico porque no todos podemos ser Bolaño, solo Bolaño podía, y porque Bolaño hablaba de poetas en una dictadura donde se jugaban la vida y Zambra habla de poetas en la post – dictadura y en la post – post – dictadura donde solo se juegan, y no siempre, la dignidad. A veces nada más que el amor propio. Pero cómo duele el amor propio. Qué buen libro. Y qué preocupante que vayan dos años que entre las mejores lecturas haya homenajes evidentes a Bolaño que no alcanzan su mejor nivel pero que nos lo recuerdan claramente. No sé si hablará de mi degeneración como lector quedarme prendado del Vivir debajo de Gustavo Faverón el año pasado y de Zambra y su Poeta chileno en este.

6. El llano en llamas, de Juan Rulfo. Hay relecturas que he dejado aparte, porque eran relecturas conscientes, de libros que conozco a fondo y en los que siempre encuentro sorpresas, sí, pero tampoco grandes sorpresas. Al menos no de las que te cambian como lector. Lo de El llano en llamas, de Rulfo, ha sido otro tema. Leí a Rulfo en el pasado, sí, porque a Rulfo hay que leerlo, pero me he dado cuenta de que no había leído de verdad a Juan Rulfo. El llano en llamas es un mundo en miniatura, desolado y en el que parece que falta el aire a cada rato. Cada uno de los relatos es una piececita delicada y precisa, pero no son para nada juegos. No hay comodidad aquí. Hay dolor. Hay literatura que mancha. Mierda. Dolor. Miedo. Poco margen para el cariño. Y una escritura muy particular, que he visto esta vez muy emparentada con Kafka y con Salinger. Nada menos.

5. Contemplaciones, de Zadie Smith y Diario del año de la peste, de Daniel Defoe. Seguimos (aunque los efectos sean, y crucemos los dedos para que todo vaya a mejor, menos graves y urgentes) en medio de una pandemia. La peste de nuestro tiempo. Y eso ha condicionado, como a tanta gente se lo habrá condicionado, mis ánimos lectores. Y mis intereses en algunas épocas. Diario del año de la peste, de Defoe, es un referente clásico sobre este tema (y el referente, por ejemplo, de La peste de Camus). Pese a su apariencia de relato testimonial y a que la distancia histórica nos haga pensar que es tal testimonio, la verdad es que es una novela. Y una de las buenas. Que me hizo retorcerme de angustia y valorar lo poco que hemos avanzado cuando se trata de combatir ciertos males, que nos superan por peligrosos y desconocidos, y a la hora de buscar culpables y pensar que la virtud, cómo no, está de nuestro lado. Contemplaciones, de Zadie Smith, sí es un testimonio en directo. Son unos ensayitos breves, escritos a vuelapluma durante el confinamiento. Smith estaba en Nueva York, donde da clases, y va comentando temas que todos reconocemos, la falta de intimidad en una casa siempre llena de gente, cómo la falta de rutina nos puede afectar, lo agradecidos y asustados que estábamos al volver a la calle, la incomprensión ante la situación, el miedo que todo genera. Y lo hace viendo un poco más de lo que podíamos ver cuando el mundo eran esos metros cuadrados en los que vivimos habitualmente y en los que nos vimos forzados a pasar muchas más horas seguidas de lo que nunca nos hubiéramos imaginado.

4. El largo adiós, de Raymond Chandler. Todos, para bien y para mal, somos un poco hijos de Billy Wilder y de Raymond Chandler. No sé si esto es cierto, pero me gustaría creer que sí. Ya había leído, claro, esta novela. Leí todo lo de Chandler como a los dieciocho años, y no saboreé, ni mucho menos, todos los matices (ahumados, complejos, amaderados) de esta obra maestra. No de la novela negra, no del género policíaco. Sino simplemente una obra maestra, sin más apellidos.

3. Macarras interseculares: Una historia de Madrid a través de sus mitos callejeros, de Iñaki Domínguez. Este es un libro realmente sorprendente. Iñaki Domínguez logra aquí una historia apasionante sobre los macarras madrileños, a lo largo de sus décadas y barrios, de su esplendor y su gloria. Y sale de ese tema, que por limitado hubiera podido interesarme muy poco, y dibuja con gracia y precisión una sociedad que ha cambiado al compás de sus macarras, o en paralelo a ellos. Y cuesta mucho no verse reflejado en la decadencia callejera. Y cuesta mucho no pasear durante semanas, después de leer el libro, fijándose en detalles que pasaban antes inadvertidos, y que ahora hablan. 

2. Clics contra la humanidad, de James Williams. Williams, que trabajó en Google, y que es un hombre de una inteligencia superior, se dio cuenta en algún momento de que estaba convirtiéndose en un mutante. O quizá en un ciborg. Notó cómo su atención se dispersaba, pero no se trataba de que se dejara llevar por los estímulos inmediatos y se distrajera, se trataba de que todo a su alrededor era distracción y ese ruido continuo estaba cambiando su manera de estar en el mundo. De sentirlo y de relacionarse con él. Creo que a muchos nos resultará familiar la sensación. Él se mudó a Oxford, estudió filosofía, se doctoró y pensó mucho sobre el tema. Y la lectura de los ejemplos e imágenes que da James Williams, siempre muy finos, puede hacerte plantearte qué estamos haciendo con nuestro tiempo y nuestro cerebro. Muy recomendado. Muy importante. Tanto como silenciar las notificaciones de las aplicaciones, al menos.

1. La edad del desconsuelo, de Jane Smiley y Personajes desesperados, de Paula Fox. No sé con cuál de las dos quedarme, así que lo dejamos en un ex – aequo. Son dos novelas perfectas, concentradas, que tratan de momentos en la vida en los que parece que no sucede nada y lo que sucede es realmente importante. Puede, en algunos casos, que todo a tu alrededor se esté rompiendo y no te estés dando ni cuenta. Puede que tengas que replantearte qué estás haciendo con tu vida y qué vas a hacer con lo que queda de ella (que esperemos que sea mucho). Escrituras depuradas, poéticas, salingerianas. Historias que se desdoblan en subtramas que siempre suman. Libros perfectos. Lecturas de esas que se pueden repetir muchas veces.

 

Al modo de las tomas falsas al final de una película, hablaré de algunas decepciones: Yoga, de Emmanuel Carrère. Esta me la esperaba y podría decir que casi me merezco que no me gustara. El Carrère más ensimismado y con menos que contar de toda su producción. Ese. Para compensar, debo decir que leí con gusto a mediados de año la novela Fuera de juego, una de las que escribió al principio de su carrera. Siempre he dicho, y mantengo, que el Carrère novelista de ficción no era para nada un mal novelista. El bigote me parece un libro excelente. Y esta novela, que no inventa nada, es realmente sólida y me dio buenos momentos de lectura.

Me decepcionó también Segunda casa, de Rachel Cusk. Nunca ha llegado a enamorarme la trilogía anterior de Cusk, aunque le reconozco importantes valores literarios. Despojos sí fue un libro que me afectó y cuya lectura es de las que te hacen sangre. En esta novela, que continúa algunas de las líneas de la trilogía (no a nivel de trama ni de personajes, pero sí de mundo), no ha conseguido un libro redondo.

Este me ha dolido particularmente. Llegué a Parte de mí, de Marta Sanz, con muchas ganas. Esperaba algo parecido a Clavícula, que me gustó mucho. Pensaba que me encontraría con otro libro entre crudo, difícil y con el efecto fresco de la escritura en directo. Novela o no, que es lo de menos, Clavícula me gustó cuando lo leí y me gustó cuando lo releí, precisamente durante el confinamiento del que nos habla este Parte de mí, que recoge las anotaciones que la autora hizo durante el año 2020 en sus redes sociales. Con esa materia no debía esperar mucho, me dijo alguien a quien le comenté que el libro me había decepcionado. No es eso que solemos llamar obra menor, pues las hay muy valiosas. Es algo con escaso interés y poco que mostrar. Y creo que ni la autora ni la editorial necesitaban algo así. 

Y cierro estas decepciones con Lo que quiero decir, de Joan Didion. No pude leer El año del pensamiento mágico, ya lo siento, porque era incapaz de entrar en esa historia. Todo me parecía melodramático y un poco sobreactuado, y a la vez de una frivolidad inadecuada. Pero sigo escuchando hablar de las maravillas de la prosa de Didion. Y este volumen venía a ser (así nos lo ofrecieron) una selección de sus mejores páginas. Y hay buenas páginas, sí, buenas observaciones, alguna ocurrencia y dosis de intimismo pop. Pero no creo ni que estas sean las mejores páginas de una autora ni que si lo fueran justificaran el altar en el que está subida.

Y ya sí terminamos, que va tocando.

Seguiremos leyendo.

Felices lecturas

Sr. E


jueves, 23 de diciembre de 2021

Mis cuentos pendientes de 2021 (I)

Mis cuentos pendientes de 2021 (I) 

Me da bastante vértigo plantearme que se acaba un año como 2021. Vértigo por cómo ha sido el año y vértigo por ver cómo siguen avanzando los calendarios y recuerdo cosas de 1989 o de 1992 como si fueran de ayer y ya son de hace varias glaciaciones. Todos nos hacemos mayores y ese sentimiento lo ha tenido, tiene o tendrá todo el mundo, ya lo sé. Pero cuando es mío me afecta más, como es lógico. 2021 ha sido el segundo año de pandemia, y el segundo año de lecturas de pandemia.

¿Qué tendrá que ver? No debería tener que ver, pero noto que estos casi dos años han afectado a mi manera de leer. Así como los meses de encierro iniciales afectaron a mi capacidad de concentración y seguimiento de los libros, la vuelta a las bibliotecas y a la lectura con cierta lucidez me han llevado a querer leer libros que sé que me van a aportar algo especial.

Eso no quita que siga pendiente de las novedades, o que no le eche un ojo a según qué prestigiosos autores contemporáneos, pero intento concentrarme en valores seguros, o en aquellos que no conozco pero creo que pueden aportarme más.

También cuenta, y está relacionado con lo de seguir cumpliendo años, que cada vez uno entiende mejor los funcionamientos del mercado editorial y comprende cuánta verdad (muy poca) hay en esas llamadas a la excelencia que hacen que ciertos libros sean lo mejor del mes, incluso del año, y nadie (ni quien los encumbró) los recuerde pasado un nuevo año. O que haya quien encadena obras maestras, una detrás de otra, sin relajo ni descenso en la calidad de su producción. No buenos libros, no buenas novelas, sino puras obras maestras. De esas de las que Thomas Mann escribió quizá tres, Dostoievski tal vez cuatro.

Esta última entrada del año (en un año en el que ha habido tan pocas entradas) me vale para ir haciendo revisión de los libros que he ido leyendo durante el libro. Han quedado anotados 130 libros, a tres por semana. Algunas lecturas solo fueron parciales, por supuesto, libros de los que sentí que ya había leído suficiente y que terminé en ocasiones en diagonal. Anoto relecturas, que tampoco siempre son totales. Pero vamos, lo importante no es lo numérico.

Algunos de esos libros anotados ya había olvidado que los había leído. Otros, al revés, sentía que los había leído hacía más tiempo, de tanto como he pensado sobre ellos.

Es gratuito, siempre, intentar seleccionar diez libros y resumir en ellos lo mejor que uno ha leído. Pero también está bien ayudar a la memoria a filtrar.

Me han gustado mucho otros libros, y empiezo de hecho hablando de ellos.

Luego llegaremos a esa lista de diez.

Hay de todo. O eso me parece. Y está bien que sea así.

Lo que no hay es ningún llamamiento a que estos sean los mejores libros del año, porque salvo excepciones no son de este año. Ni pretendo imponer un criterio de lo mejor. Son los libros que mejores momentos de lectura me han dado.


Empiezo hablando de relecturas: Cada vez las programo con más frecuencia y siento que me aportan más. Hace cosa de un año releí Doktor Faustus, que había leído con veinte años (si no menos) y me di cuenta de todo lo que el libro me decía ahora y no me había dicho entonces, habiéndome gustado ya mucho. Este año abordé algunas relecturas importantes y que me llevaron a momentos estelares de mi año lector, como fue la lectura completa de todos los cuentos de Roberto Bolaño. Leo sus cuentos, (algunos) con gran frecuencia, forma parte de mi dieta básica de lectura cuando escribo, (en la que entran Cortázar, Bolaño, Kafka, Keret, poquitos más). Pero no me había puesto a leer todos sus cuentos, desde el primero de Llamadas telefónicas hasta el último de El secreto del mal. Y en verano lo hice. Con un volumen de bolsillo ideal para viajar con él, me di el gusto de volver a todos los cuentos de Bolaño, un autor que aunque va a quedar como novelista, era esencialmente un cuentista. Le recomiendo la experiencia y el viaje a cualquier lector interesado.

Como recomiendo otras relecturas del año, que también fueron acompañando mi verano. Una fue la que quizá es mi novela preferida, una de las novelas largas y decimonónicas por excelencia (aunque no sea precisamente canónica), Moby Dick, de Herman Melville.

Otra fue una novela bastante breve, que creía recordar con cierta frecuencia pero de cuya perfección (absoluta) no era ya tan consciente. Hablo de Desgracia, de J. M. Coetzee. En mi recuerdo esta era su mejor obra, aquella novela en la que su escritura, siempre afilada, siempre precisa, se desarrollaba sobre una historia bien desarrollada, que no fuera una mera estructura sobre la que exponer una manera de escribir, que es la sensación que otras de sus novelas me han dado. Confirmo que es su mejor obra. Subo la apuesta y después de la relectura digo que es una de las mejores novelas de esta época.


Ha sido también relectura, pero sobre todo ha sido un gustazo: Leer los Relatos Cortos completos (en dos volúmenes) de Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle. En mi formación inicial como lector estuvo muy presente Sherlock Holmes. A mis nueve y diez años fui un enamorado de Sherlock Holmes que de vez en cuando se metía en novelas de Julio Verne (y que nunca se alejaba demasiado de todo tipo de cómics). Durante algunos años más seguí leyendo a Sherlock Holmes y en algún momento de mi primera adolescencia leí también sus novelas. Digamos, con todo, que podía hacer veinte años que no leía sus relatos. Y me compré, en un impulso melancólico, estos dos volúmenes con todos ellos. Y volví a leer con la inocencia perdida (perdón por el exceso lírico y cursi), sin analizar, sin detectar los trucos (evidentes, repetitivos), dejándome llevar a ese mundo. A veces damos por sabidos a algunos autores y algunas obras por sobreexposición, y vale la pena leerlos (o volver a hacerlo). Si alguien muy lector no los ha leído, creo que los disfrutará. Si alguien no lee demasiado y quiere algo así como un entretenimiento inteligente, que tampoco lo dude.

Me han gustado, pero reconozco que no entiendo todo el ruido alrededor. Aquí traigo libros que se leen bien, que aportan buenos momentos literarios o algunas reflexiones interesantes, pero que no entiendo que despierten pasiones (ni a favor ni en contra). Libros a los que si les pusiera una nota les pondría un bien alto, todo lo más un notable bajo. Panza de burro, de Andrea Abreu, Feria, de Ana Iris Simón y La uruguaya, de Pedro Mairal (este además ha sido en la segunda lectura, recuperó nota aquí sin maravillarme, cuando lo leí por primera vez le puse mentalmente un insuficiente). Entiendo que es muy posible que el problema sea mío. Pero como son mis lecturas, se quedan con mis sensaciones.

Siempre son escritores soberbios, aunque estas no han sido sus mejores obras: Ambos libros podrían estar entre las diez mejores lecturas del año, sin duda. Pero son autores de los que espero tanto que me he llevado una pequeña decepción, porque ninguno ha hecho su mejor libro. Quedan, con todo, totalmente recomendados, libros y sobre todo autores. Tokio Redux, de David Peace y Avería en los confines de la galaxia, de Etgar Keret. Quede dicho también, porque algo significa, que el libro del mejor cuentista vivo del mundo (Keret, cualquiera que lo haya leído lo confirmará) saliera casi en silencio en España, y que a los pocos meses fuera prácticamente imposible encontrar copias en ninguna librería.

No vamos a caer aquí en el halago excesivo a los amigos: Y únicamente por eso no quiero meterlo entre las diez mejores lecturas del año. Pero si ha habido un libro en España este año que hubiera merecido mucho más éxito y mejor acogida (habiéndola tenido buena), ha sido Un nublao de tiniebla y pedernal, de Miguel Ángel González. En un momento en el que se nos quieren vender como valores literarios máximos la autenticidad y la memoria, no hay un libro más auténtico, más emotivo y más lleno de verdad (de la literaria, que es la que importa; la otra, la de cada día, es cosa del autor, y como su libro dice al final, además, si os contara exactamente lo que pasó quizá no me creeríais). Ya le gritaba Jack Nicholson a Tom Cruise en Algunos hombres buenos aquello de: ¿Quieres la verdad? Tú no puedes soportar la verdad. Un homenaje loco a un clan que no debe ser menos loco, capitaneado por un abuelo que siempre supo hacer magia sin haber sido mago.

Apuntes interesantes de autores noveles: Hay cierta coincidencia generacional con estos dos libros y eso empaña un poco la objetividad con la que los he leído (no me dedico a juzgar libros, así que no pretendo ser objetivo, solo lo advierto). En el caso de Videoclub, de Aarón Sáez, la coincidencia es además geográfica y la dificultad doble. Ha escrito un muy buen libro, ligero, simpático, que es a la vez (y es admirable que logre el doble objetivo, que no sé si lo era como tal) una refutación y un elogio de la nostalgia. Tiene un muy bien logrado punto costumbrista millenial, aunque a veces las digresiones se vayan a puntos de fuga de los que no vuelven. En la historia que nos cuenta vemos que la nostalgia es un lastre pero también un refugio. Y no nos quiere dar ninguna lección, solo contar una historia, que es para lo que se escriben las novelas. Y eso también se agradece. Los nombres propios, de Marta Jiménez Serrano, ha tenido mucho éxito comercial, y lo merece, porque es una excelente primera novela. Hay una voz propia, poderosa, y una historia bastante corriente, la de una chica que crece, y la cuenta a través de un recurso muy original, la amiga invisible de esta chica, que no la abandonó en la infancia, cuando estas suelen desaparecer. Es una novela divertida, es fresca. Está muy bien. A ambos libros, debo decirlo también, les he notado demasiado el andamiaje de taller de narrativa (sin siquiera saber si se han escrito al amparo de esos talleres, pero mi sensación ha sido esa). Se nota que son novelas iniciales y que han seguido patrones de construcción más o menos fiables y probados, y en futuras entregas tendrán que ir retirando las ayudas y construir algo totalmente propio.


No ha sido mi año de mayor amor hacia la narrativa de ficción, pero si me preguntáis por una novela que sea perfecta, os diría esta: Todos los hermosos caballos, de Cormac McCarthy. Me mantenía sin haberme estrenado con este autor americano. Una novela con ese título, debo decirlo, me hacía temer lo peor. Pero es un verdadero novelón. Una maravilla. Un prodigio narrativo, además, perfectamente equilibrada. Hablaba de Desgracia, de J. M. Coetzee, como novela perfecta. Esta no lo es menos. Después ya he leído En la frontera, continuación espiritual, y Ciudades de la llanura espera su momento.


Un poco de diarios: Me he ido convirtiendo, en estos últimos años, en un lector muy volcado en los diarios, memorias, dietarios y otras formas de la memoria personal. Aparte de seguir explorando a mis clásicos (capitaneados por Trapiello), me he acercado al primer volumen de los diarios de André Gide, que no me ha llevado a ningún éxtasis. Los diarios que más me han dicho este año han sido sin duda Lo que fue presente, de Héctor Abad Faciolince, de quien aún no he podido leer El olvido que seremos. En este cuaderno, Abad Faciolince, un niñato enviado a estudiar a Italia, va evolucionando, entre las trampas de la vida y los castigos (el asesinato de su padre aparece ya aquí). Valoro especialmente, además de ciertas reflexiones sobre la trascendencia en la creación o el amor y el deseo, lo crudo y poco compasivo que es consigo mismo, que creo que es algo que todo aquel que se expone hace, antes o después. Son excelentes también los apuntes de Ya sentarás cabeza, de Ignacio Peyró. De Peyró me separan cuatro años, muchos litros de whisky (yo solo soy, y muy moderadamente, bebedor de bourbon), los puros, las creencias religiosas y muchos restaurantes que le envidio. Nos separan las fincas y el modo en que hemos desperdiciado los veranos. Pero he sentido leyendo el libro que todo eso son cuestiones secundarias, que su visión trasciende todo lo circunstancial y apunta a verdades mucho más importantes. Que es de lo que tratan los buenos libros. Aunque use esa parte circunstancial a veces como frívolo atrezzo, y nos haga reír en algunas páginas, que lo hace.

Continuaremos en unos días. 

Seguimos leyendo

Saludos cuentistas

Sr. E

jueves, 25 de noviembre de 2021

De la obsesión a la adicción, algunos libros más

La adicción al final del camino de la obsesión


El kalsarikänni (de ahí la imagen) es la costumbre finesa de quedarse en casa solo o en compañía de convivientes (como cuando estábamos confinados) bebiendo tranquilamente y en ropa interior. La bebida se va acompañando de algo de música y de lectura mientras la cabeza y la lucidez lo aguantan. 

Podríamos hablar de la romantización del alcoholismo, quizá, pero aquí solo hablamos, por lo general, de libros. 

Comentaba en la última entrada que quizá la obsesión, relacionada con la pulsión creadora, pudiera derivar al final en una adicción, quizá también la adicción por la escritura, por la composición musical, por la pintura, por cualquier creación que se nos ocurra. 

Me interesan, por lo general, los libros que hablan de obsesiones, como decía en esa entrada, y me interesan aún más (he leído una gran cantidad de ellos en los últimos años) los libros que hablan de la adicción. 

He ido descubriendo, según los leía, que me interesan más aquellos libros que penetran en la mente del adicto y nos hacen conectar con ella, esos libros que son humanos y que comprendemos, y en los que no nos encontramos con nadie soltando su moralina de ex - adicto y contándonos que en realidad todos, aunque no lo sepamos, somos como él era, antes de salir de ahí y convertirse en alguien mejor que los demás. 

Todo mi apoyo, solo faltaba, a quien salga de una adicción. Pero no sé si podemos soportar muchos más discursos de pureza que nos vengan desde un pedestal en el que se ha situado a sí mismo quien consumía un tóxico y decidió dejar de hacerlo, pero tal vez echando en falta los superpoderes que las drogas le daban, lo cambió por la superioridad moral.

Eso sucede, en gran medida, con La última copa, de Daniel Schreiber (Libros del Asteroide). El libro funciona, de eso no hay dudas, pero funciona mucho mejor cuando no lanza cifras que suenan bastante arbitrarias sobre alcoholismo en Alemania y Europa Occidental en general o nos repite las bondades de haber dejado de beber y nos comenta, de pasada, que tal vez no nos hayamos dado cuenta de que todo consumo es siempre problemático. 

Resultan mucho más honrados dos libros como La huella de los días, de Leslie Jamison (Anagrama) y Lagunas, de Sarah Hepola (Pepitas de calabaza), que tratan al lector como alguien más adulto y que desde su libertad tendrá que decidir qué quiere beber y cuándo. 

Tal vez eso hace que empaticemos más con sus narradoras y protagonistas, que se han metido en problemas serios (pero muy serios, y muy turbios) por la costumbre en la que convirtieron acabar cada noche borrachas. El libro de Hepola, sobre todo, es bastante duro, y subraya dos aspectos importantes. Uno, la cantidad de tiempo y recuerdos que se pierden cuando se bebe (las Lagunas a las que apela el título). Otro, que el alcohólico (la alcohólica) no acaba de tener claro la imagen que da a los demás. 


Puede (y tiende a hacerlo) creer que sus amigos, familiares, allegados, lo están viendo como alguien ingenioso, divertido, liberado, y puede que no sea esa exactamente la imagen que quienes tratan con la persona con problemas de consumo se hacen de ella. 

Tal vez no todo sea glamour y conversaciones chispeantes como esa persona cree. Seguramente hay mucho lugar común sobre escritores que escribían borrachos que han ayudado a perpetuar ciertas maneras de ver el asunto. 

Hace algunos años hablamos aquí de este libro, que abordaba los problemas con la bebida de algunos escritores (aunque su título en español hiciera pensar que era un análisis general de un problema general)

http://cuentospendientessre.blogspot.com/2019/03/el-viaje-echo-spring-por-que-beben-los.html

Aunque si hablamos de lagunas y dos versiones de la historia, de olvidos y pérdida, ningún libro que yo haya leído se acerca a La noche de la pistola, de David Carr (Libros del KO), en el que este periodista se pone a investigar, como si fuera un trabajo del periódico, qué fue lo que pasó en los años ochenta con él, cuando estaba enganchado a las drogas. Un libro que quema tanto como fascina.

Lo dejaremos por aquí por unos días

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E
 

miércoles, 17 de noviembre de 2021

Obsesión y escritura, algunas ideas y algunos libros

 

Obsesión y escritura


Es conocida, por cualquiera que frecuente los diarios y memorias de literatos, así como por quienes tengan una mínima pulsión creadora (y no digamos por quienes conviven con ellos) la relación más que directa entre creación y cierto grado de obsesión.

Obsesión con un tema en particular, con un proyecto concreto, o con la creación como tal, dependiendo del caso.

La obsesión, estaremos de acuerdo, empuja la creatividad, aunque a veces también pueda suponer un freno.

No quiero, con todo, hablar de la obsesión del creador, así en general, sino de algunos libros que nacen de la obsesión no solo literaria sino vital, de su autor con un tema concreto.

Libros que consiguen, muchas veces, atraparme. Y que me encanta que me atrapen. Porque a veces consiguen llevarme hacia esas obsesiones, y muchas otras veces no, pero veo como lector cómo trascienden la obsesión particular de quien escribe y se convierten en algo general.

La literatura que nos llega es siempre algo así. El mundo de un individuo que logra apelar al mundo de todos. O de muchos.

Podría empezar diciendo que Moby Dick, quizá mi novela preferida, y una obra maestra de las que no se discuten (miento a sabiendas, se discute mucho más que otros clásicos, del XIX y otros siglos, que son mucho más discutibles), es la historia de una obsesión. La de Ahab con Moby Dick.

¿No es Los miserables la historia de dos obsesiones? ¿Y Los demonios de Dostoievski? ¿Acaso todos nuestros autores preferidos no están obsesionados con ciertos temas y dinámicas? Pienso, al preguntar esto, en Kafka, en Bolaño, en Foster Wallace, en Cartarescu o en DeLillo, y en todos veo sus obsesiones.

Pero no quiero irme tan lejos. Ni tampoco a la ficción.

Quiero hablar de algunos libros que he leído últimamente y que hablan de la obsesión de algunas personas con temas que me resultan ajenos. Y que siguen resultándome ajenos después de la lectura, pero que me resultaron apasionantes, o los viví como tales, durante algunos cientos de páginas.

Los últimos balleneros, de Doug Bock Clark (Libros del Asteroide) narra los tres años que este periodista y escritor pasó infiltrado (quizá no tanto, pero a su lado) con la última tribu de balleneros del mundo, los lamarelanos. Para ello aprendió su lengua y vivió según sus costumbres y códigos, acompañándolos en sus expediciones, como los marineros que salían desde Nantuckett o Candás en el siglo XIX. Este pequeño pueblo indonesio es el último cuya economía se sustenta básicamente en la caza de este mamífero gigante. El libro está escrito con técnicas narrativas, y podríamos llamarlo novela de no – ficción. Resulta emocionante, y da mucho que pensar, sobre mundos que se extinguen y formas de resistencia, un choque entre la contemporaneidad y un mundo arcaico. Y mucho más accesible que el libro de antropología que podía haber salido con este material primario.

Años salvajes, de William Finnegan (Libros del Asteroide) habla de la obsesión (casi locura) del escritor William Finnegan (autor del New Yorker) por cabalgar las olas a lomos de su tabla de surf. Finnegan era un adolescente californiano al que el surf ya le gustaba bastante que se trasladó con su familia a Hawai a mediados de los años sesenta. Allí, donde el surf es religión, su pasión creció hasta los niveles en los que se ha movido durante toda la vida. Siempre ha sentido admiración por quien fuera capaz de cabalgar olas gigantes y quien supiera hacerlo con elegancia. Y nunca ha tenido dudas al respecto de si merecía la pena viajar a un lugar en el que se pudieran encontrar buenas olas e intentar dominarlas él mismo. Es un libro en el que la biografía y la memoria se van mezclando con el surf, y comprendemos que cualquier afición, cualquier obsesión, puede ser una escapatoria cuando las cosas no van bien, y que ese punto de agarre es vital para que las vidas no derrapen del todo. Me encantan las vidas marcadas y casi condicionadas por una pasión, aunque esta no le impidió ser uno de los mejores periodistas de investigación de América. Pero fue, en uno de esos gestos de lo que se llama justicia poética, este libro, su libro sobre el surf en su vida, el que le hizo ganar el Pullitzer.

Me han venido a la cabeza, leyendo estos, libros sobre obsesiones personales, como Del boxeo, de Joyce Carol Oates (DeBolsillo), o El giro de Italia o Los indómitos de la montaña, de Dino Buzzati. Del boxeo me pueden interesar algunas imágenes, y el ciclismo me gusta (pero ni mucho menos tanto como me gusta el ciclismo que describe el libro de Buzzati), pero desde luego la escalada no puede quedar más lejos de lo que me interesa en la vida, y ahí, a su lado, me tuvo durante todo el libro el escritor italiano.

http://cuentospendientessre.blogspot.com/2019/06/el-giro-de-italia-de-dino-buzzati.html 

También he pensado en esos cómics de Harvey Pekar en los que describe el mundo enfermizo pero tan necesario para la salvación de sus protagonistas de los coleccionistas de discos de jazz.

He recordado, incluso, un texto bastante diferente. No es el objeto de un libro como Misterio y maneras, de Flannery O´Connor, hablar de obsesiones, pero el primer texto, sobre su afición a la cría de pavos reales, y lo importante y satisfactorio que eso fue durante toda su infancia (con algunos triunfos destacados), se puede leer, sin problema como uno de esos textos obsesivos.

Partiendo de la obsesión me ha dado por pensar en la adicción como el siguiente paso. Los libros sobre ese mal son otros de esos intereses temáticos que tengo como lector. Y quizá vuelva en unos días para hablar sobre eso.

Mientras tanto, seguiremos leyendo.

Felices lecturas.

Sr. E

sábado, 2 de octubre de 2021

Un nublao de tiniebla y pedernal, de Miguel Ángel González

Un nublao de tiniebla y pedernal, de Miguel Ángel González


Vuelvo por unos instantes al blog, para compartir algunas notas de lectura que tomé cuando leí (hace ya unos meses, antes de acudir a la presentación de su libro) la novela Un nublao de tiniebla y pedernal, de Miguel Ángel González. 








Siempre me han parecido desdeñables, cuando no vomitivas, las críticas que tratan de vestir de objetividad los halagos a un amigo. Estoy seguro de que a Miguel Ángel González también. Lo cual no quita que leamos el libro de un amigo y este sea halagable, y lo conveniente sea tratarlo así. Es el caso, y eso hacemos.

No es fácil describir Un nublao de tiniebla y pedernal. Y me imagino que eso haría que las editoriales tuvieran dudas sobre si debían publicarlo o no, y que las librerías estén dudando aún si situarlo en los estantes de ficción o de no – ficción. Creo que si uno no es muy rígido en sus prejuicios, este libro es una novela, y cuánto hay de ficción y cuánto de no – ficción en lo que en ella nos cuentan es algo secundario. A mí no me importa demasiado saber si lo que me cuentan en una novela que quiere tener aires de realidad es cierto o no. Lo importante, y no sé qué hacemos discutiendo eso después de Aristóteles, es que sea verosímil. Que esté lleno de vida. Y este es un libro lleno de vida. ¿Qué es este libro? Diría que Un nublao de tiniebla y pedernal es un viaje por la memoria y las tabernas, por los tragos y las penas, por los sueños y las decepciones. Una copla, al cabo, y de ahí el acierto de titularlo así.

Conocí a Miguel Ángel González en una entrega de premios, hace diez años, donde él había conseguido un primer premio de poesía y yo el segundo premio en el de narrativa. Es bien conocido lo que los que nos llevamos los segundos premios pensamos de quienes se llevan los primeros. Bolaño hizo literatura y en algún momento fortuna con esas envidias.

Miguel Ángel González fue a esa entrega de premios acompañado de sus abuelos, y ante una organizadora algo extrañada, le dijo que si no aprovechaba para presumir delante de ellos en ese premio que era en Madrid… cuándo iba a encontrar mejor situación. Leyó, lo recuerdo, un poema sobre una chica guapa, pero tampoco tan guapa, con unas piernas muy largas, pero tampoco tan largas, que moría absurdamente asfixiada con un chicle. Me gustó el poema, sí, porque era como un tango triste, como una copla desnortada, y porque pensé que en mi clase hubo una chica cuya madre murió asfixiada por una gominola que se le pegó al paladar y le impidió seguir respirando.

Quizá solo escribamos los que fuimos niños a los que esas desgracias les pillaban cerca. O quizá no. Con los años nos fuimos tratando más y nos hicimos amigos.

Y he vuelto a pensar en esa entrega de premios y esa chica del poema, con tan mala suerte que sus piernas no eran tan bonitas como se merecía, porque esas, la mala suerte, la desgracia, y una cierta mirada fatalista a la vez que bienhumorada sobre la vida, siguen siendo las claves de la escritura de Miguel Ángel González.

Si buscáramos el aplauso fácil o la palmadita en la espalda, diríamos que ya era un autor con un mundo propio entonces. Y diríamos, para redondear la faena, que no es fácil tener ese mundo propio tan claro desde tan pronto.

Vuelvo también a ese acto de entrega de premios por los abuelos de Miguel Ángel. Un nublao de tiniebla y pedernal se abre con un glosario de personajes, al modo de las obras de teatro o las ediciones críticas de Cien años de soledad. No sé si era necesario. Entre los cientos de personajes que entran y salen de la obra, como si se subieran a escena, hicieran su parte y esperaran el aplauso antes de retirarse, hay uno que sirve de alambre central sobre el que construir la trama, el abuelo. Y hay un narrador, identificable en la medida que cada uno quiera con el autor, que va dando paso y entrada a cada uno de los demás.

Un nublao de tiniebla y pedernal es un libro bonito, a su manera muy bonito, aunque en él pasen cosas feas, porque es un homenaje a quienes no tuvieron vidas fáciles y a quienes fueron acumulando desgracias como quien colecciona sellos o agujeros en las suelas del zapato.

El clan, lleno de ramificaciones y que se va ampliando con fichajes más que interesantes, nómada, formado por culos de mal asiento, parece compartir el gen de la mala suerte. Las referencias a la misma durante la novela no son para nada casuales. Y la moraleja siempre es que cuando la buena suerte está funcionando hay que desconfiar, porque no durará. Y la segunda moraleja, aún más importante, es que nunca conviene pensar que las malas rachas están al acabar. Porque no se acaban nunca.

Hay palmas, coplas, copas, excursiones sin sentido, costumbrismo pop, apariciones estelares de Tony Manero y Camarón, de Zidane y Las Grecas, hay unos años ochenta y noventa en un barrio muy distinto a los barrios de hoy, hay deudas, y chistes y miradas infantiles, y enfermedades y muerte. Cuando parece que alguien va a morirse no se muere, pero la muerte está esperando a cobrarse la revancha en cualquier esquina. Como la vida misma.

Y se repiten otras de las claves de la escritura de Miguel Ángel González. La más importante, una trascendencia que no agobia, pero que no se pierde nunca de vista. La idea de que la vida es un suspiro y está, encima, llena de trampas. La sensación de que podemos identificarnos con aquellas palabras de Woody Allen en Annie Hall. Hay un viejo chiste: dos mujeres mayores están en un hotel de alta montaña y una comenta, "¡Vaya, aquí la comida es realmente terrible!", y contesta la otra: "¡Y además las raciones son muy pequeñas!". Pues básicamente así es como me parece la vida, llena de soledad, histeria, sufrimiento, tristeza y, sin embargo, se acaba demasiado deprisa.

En Todos los miedos (2015), el protagonista de la segunda de esas dos terribles historias, pensaba ante el pronóstico de muerte inminente, que ya no iba a aprender a tocar la guitarra.

Esa filosofía, de superviviente al que tienen acorralado, sigue estando en este libro.

Si las historias que se van engarzando en Un nublao de tiniebla y pedernal no nos dieran los respiros de la sonrisa, serían agobiantes. Pero por mal que terminen nunca se ahogan en la pena. El humor negro (como el pelo y los dientes del marido de la hermana del narrador) siempre causa más efecto cuando apunta hacia el espejo, y eso es lo que no falta aquí.

La sensación que queda después de leer las poco más de ciento cincuenta páginas del libro es la de que se nos han escapado detalles, que no recordamos los nombres concretos, ni quién decía qué o a quién le pasaba tal historia terrible. La sensación es la de haber estado durante cuatro horas en una taberna de Carabanchel, sin gentrificación ni filtros de instagram, pequeña y mal ventilada, pero con raciones generosas y con mucha grasa que vaya absorbiendo el alcohol, escuchando a un amigo hablar entre cervezas, unas cañas que vacía a la velocidad del rayo, porque esa es, al cabo, la característica que define al clan, la incapacidad para tomarse las bebidas sin ansia, sin apurarlas de un trago, y sin entender del todo algunas de las historias que nos estaba contando, porque se mezclaban con las apuestas de las partidas de cartas de otras mesas y con nuestros propios recuerdos.

Si queremos retener más detalles, lo mejor será volver a leer el libro. Pero ese no nos parecerá un problema.

Antes de Un nublao de tiniebla y pedernal leí Duelo, de Eduardo Halfon, que también es un libro de muerte y abuelos, de apuestas perdidas y de mentirosos. Creo que son dos libros más parecidos de lo que puede parecer a priori. El de Halfon es más grave, más serio, más lleno de fatalidad. El de Miguel Ángel González es el de quien sabe que la fatalidad es inevitable, pero que mientras tanto bien vale la pena armar el tablao y que a la bruma de las cervezas y los envites se sumen un par de coplas más. Para que quede muy claro. En el de Halfon sale mucho el Holocausto. Y en el de González, un mago argentino al que le falta una mano. Hay que ser, me imagino, endiabladamente bueno para ser un gran ilusionista con una mano menos. Como hay que ser un muy buen mentiroso para creerte tus propias mentiras y empezar a vivir en ellas.

Pero parece que si eres suficientemente bueno como mentiroso, un día alguien intentará juntar todas tus mentiras y escribir con ellas un libro. Y eso es quizá, también y en definitiva, Un nublao de tiniebla y pedernal. Un homenaje al viejo arte de narrar, que es otra manera de decir mentir que se inventó en una reunión entre copas de vino.


Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

martes, 30 de marzo de 2021

Declaración trimestral: enero - marzo 2021

Declaración trimestral


Confieso que no echo de menos hacer una reseña semanal, ni estar pendiente de qué contar de los libros que voy leyendo, pero sí echo de menos asomarme de vez en cuando por aquí y hablar de algunas lecturas que creo que pueden resultar interesates. Puede que la manera de no alejarme del todo del blog ni tener una obligación sea una aparición trimestral, como las entregas de notas de los colegios o los pagos de impuestos en ciertos sectores.

El primer trimestre de 2021, donde la anormalidad sigue vigente, ha sido una buena época de lecturas. Reviso mi cuaderno de anotaciones y veo bastantes libros que me han dejado sensaciones muy positivas.

La idea es comentar algunos de ellos, y que le puedan servir a quien visite esta entrada como recomendaciones.

 

Relatos

¿Quién te crees que eres?, de Alice Munro. La editorial no la presenta como tal, pero el libro, aunque aspire a ser una novela, es una colección de relatos enlazados. No creo que tenga importancia, más allá de que en muchos artículos se presente como la única novela de Alice Munro. Da igual cuál sea el género al que se adscriba, es un muy buen libro.

 

Novelas bastante breves

Son libros que tienen en común, entre otras cosas, que son bastante breves, y que, además por su interés se leen en un par de ratos.

Esto es placer, de Mary Gaitskill. Este es un librito muy corto que cuenta un mismo caso desde dos perspectivas, la de un hombre y una mujer. Es un libro polémico que toma un papel delicado en la era del metoo. La diferencia entre placer y dolor es a veces muy fina, dice la autora en algún momento, y sobre eso investiga en sus páginas. Hay un caso de denuncia por acoso contra un veterano editor, y vamos leyendo, de manera alternada, la visión del denunciado y la de una vieja amiga que no acaba de comprender la situación.

Querido Miguel, de Natalia Ginzburg. Es una novela corta, escrita a modo de cartas, en la que vemos cómo una madre, dirigiéndose a su hijo Miguel, nos muestra cómo una vida, la suya, pero también la de su ex – marido, la de otros familiares, y en general la de una ciudad de provincias, se ha ido derrumbando, sin un motivo claro, simplemente porque el óxido ha ido haciendo su labor de desgaste.

La edad del desconsuelo, de Jane Smiley. Es posible que a todos nos haya de llegar esta edad del desconsuelo, un momento indefinido entre los treinta y los cincuenta años en el que parece que las emociones se hacen más grises, la vida se vuelve rutina y lo que nos daba la vida empieza a parecer lo mismo que nos la está robando. Puede acabarse el amor, y pueden acumularse los derrumbes. Un matrimonio de dentistas, Dana y Dave, con una buena posición económica y tres hijas, se dan cuenta, en un instante, de que quizá la vida que llevan no es tan feliz, o que esa no era la felicidad. Empiezan a re – evaluarlo todo, y a sospechar de su pareja. La escritura es finísima y siempre en la frontera entre la realidad y la lírica, y la lectura es deliciosa.

Personajes desesperados, de Paula Fox. La lectura del libro anterior me hizo acordarme de este, que había leído hace quince años, si no alguno más. Fui a la biblioteca a buscarlo y lo releí. La experiencia no podía haber sido mejor. En esta historia que transcurre en un fin de semana, nos encontramos con un matrimonio, los Bentwood, Otto y Sophie, burgueses entrando en la cuarentena en un Nueva York enfermo. A Sophie, el viernes por la noche, le muerde un gato callejero al que venía alimentando. La herida empieza a hincharse y ante la sospecha de que pueda ser rabia, y también ante la resistencia a ir al médico, va haciendo una valoración completa de su relación, del tipo de vida que tienen, y del tipo de vida que tienen todos los que viven como ellos.

El trabajo de los ojos, de Mercedes Halfon. Este librito es un pequeño ensayo novelizado, con un fuerte componente de eso que se llama literatura testimonial. Mercedes Halfon es una periodista y escritora argentina, que desde pequeña ha sufrido estrabismo. Utiliza esa circunstancia para reflexionar sobre los cánones, la mirada, un término siempre tan literario, el enfoque, y dónde se sitúa cada persona en función de problemas como los de visión. Halfon va mezclando recuerdos con apuntes casi técnicos, historia de la vista, y la influencia de esta en manifestaciones artísticas de todo tipo.

 

Clásicos

Corremos el riesgo, al final, de considerar clásico a todo lo que haya llegado al mundo antes que nosotros. Reconociendo lo poco definido que es llamar clásico a un libro, y no llamárselo a tantos otros, llevo los últimos años intentando completar mis carencias lectoras en cuanto a los clásicos.

Me han interesado especialmente dos novelas cortas de Thomas Wolfe, Hermana muerte y El viejo Rivers, que son dos buenos ejemplos de escritura económica, realismo poético y el siempre difícil arte de la novela corta, esas historias concentradas en poco más de ochenta páginas que construyen un mundo totalmente completo.

La escritura de Wolfe me recuerda a la de Henry James, de quien he leído últimamente Lo que Maisie sabía, la historia de una niña a la que sus padres usan como motivo de discordia, en una guerra posterior al divorcio, en la que estos no paran de lanzarse puñales, y donde decenas de personajes van poniendo su granito de arena en uno u otro lado del campo de batalla.


Algunas novelas negras

He combinado relecturas de clásicos (fue una maravilla volver a leer al completo El largo adiós, de Raymond Chandler), con la primera lectura de otras obras que no había leído antes.

¿Acaso no matan a los caballos?, de Horace McCoy, me pareció un libro ligero, quizá menor pero muy bien hilado, y un ejercicio de sabiduría narrativa que podría estudiarse en cualquiera del millón de cursos de escritura creativa en marcha.

La muerte de Belle y El hijo del relojero son otro par más de buenos ejemplos de por qué siempre es buena idea volver a leer a Simenon, en cuyos libros siempre encontraremos historias amargas y buena escritura.

Maderos, de Ken Bruen, me gustó mucho, y me hizo pensar que había encontrado a un nuevo autor al que seguir, aunque las siguientes novelas del autor que cogí de la biblioteca me disuadieron de tal idea.

 

Diarios o similares

Lo que fue presente, de Héctor Abad Faciolince. Este autor es sobre todo conocido por su libro El olvido que seremos, que aún no he leído, un libro en el que reconstruye el asesinato de su padre en Colombia. Lo que fue presente recoge sus diarios de los años ochenta, en los que comienza siendo un frívolo estudiante colombiano en Italia, sin preocupaciones, que se casa y es padre sin dejar de ser un adolescente inmaduro, y se ve sorprendido por el asesinato de su padre, por la vuelta a Colombia, por la mancha que la violencia deja sobre todos, por la imposibilidad de volver a tener una vida completa después de algo así, por la sensación de que hay muchos (demasiados) que quieren seguir como si no hubiera pasado nada.

Contemplaciones, de Zadie Smith. Es un libro con seis ensayos breves, anotaciones que Smith fue escribiendo durante los meses de confinamiento, que pasó en Nueva York. Se va fijando en las pequeñas cosas, en las comodidades, las incomodidades, los repartidores, la falta de intimidad cuando todo el mundo está en casa siempre, y también va haciendo recuento de las grandes desgracias que nos cayeron encima casi de golpe. No había leído nada de Zadie Smith, y me pareció una escritora muy aguda, una observadora fina y elegante, y de hecho después de este libro quise saber cómo era su escritura de ficción y leí su novela más conocida, Dientes blancos, que ha sido quizá la mejor novela de ficción larga (pasa de las quinientas páginas) que he leído en lo que va de año.

El colgajo, de Philippe Lançon. Lançon era periodista cultural. Iba al teatro, escribía reseñas, publicaba en distintas revistas y periódicos. Uno de los medios en los que escribía era la revista satírica Charlie Hebdo, en cuya redacción estaba Lançon una mañana de enero de 2015 cuando unos terroristas la asaltaron. Muchos de sus compañeros murieron, y a Lançon le dispararon en la cabeza, dejándole con vida pero sin mandíbula. El colgajo, que es el nombre que una de sus cirujanos le da a la reconstrucción que le hacen, da título a esta memoria de vuelta a la vida en la que acompañamos a Lançon entre camas de hospital, quirófanos y visitas de familiares y fantasmas de su vieja vida y temores de la nueva.

 

Otro tipo de libro

Macarras interseculares: Una historia de Madrid a través de sus mitos callejeros, de Iñaki Domínguez. Llevo quince años viviendo en Madrid, y como tantos de los que vivimos en Madrid, no nací aquí. Madrid es una ciudad ambivalente, acogedora y dura, en el fondo como toda gran ciudad, donde vienen a parar millones de personas de distintos orígenes. Iñaki Domínguez analiza la composición de las ciudades, y cómo una de las formas de vida plenamente urbanas que surgen para sobrevivir entre sus calles es la del macarra. El libro sirve como guía sociológica de Madrid en los últimos cincuenta años, y siguiendo las bravuconadas y desventuras de distintas bandas callejeras por diferentes barrios y distritos, no deja de dar sorpresas. Muy diferente a cualquier otra clase de libro y muy recomendado.

 

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E