viernes, 30 de diciembre de 2016

Mis cuentos pendientes de 2016

Mis cuentos pendientes de 2016: Una lista de 10 lecturas con bonus track


En 2016 he anotado 97 libros leídos en mi registro. Esos son libros leídos completos y apuntados, pero sé que hay algunos más que no he apuntado, porque hay semanas que lo voy dejando pasar y cuando las semanas se convierten en meses la memoria ya ha hecho una cierta labor de erosión y no llega a todo. Generalmente esos libros no habrán sido obras maestras, pues los he eliminado de mi memoria en escasos días, así que tampoco lloraremos por su pérdida.

97 libros completos y apuntes de comienzo de lectura de otras dos decenas. Libros que empezaron bien y se cayeron. Libros que no me interesaron al principio pero a los que decidí dar otras cincuenta páginas de oportunidad y acabaron igualmente en divorcio. Nunca he sido de esos que dicen: “termino cualquier libro que empiezo”. Me parece una frase absurda. Con todo lo que hay para leer, ¿por qué elegir algo que no nos esté llenando, o al menos entreteniendo? Algunos de esos primeros escarceos nos dejan en el contestador de la mente el mensaje de que se trata de libros a los que habrá que acercarse en un momento más óptimo por los motivos que sea. Pero otros ya nos han dejado suficientemente claro que 80 páginas fueron demasiadas. No daremos nombres. Yo también leo libros malos y hasta muy malos. No los termino pero leo demasiado de ellos como para saber que son malos. Pero igual que a mis amigos no les recomiendo los libros horribles con los que me cruzo, sino los que me interesan, trato de comentar solo los que me han gustado. Es divertido tirar por tierra el trabajo de otros, pero salvo que considere que está hecho con la intención de tomarnos el pelo a los lectores, prefiero no hacerlo.

Me centraré en esos 97 libros. El objetivo de toda lista ridícula de lecturas del año es dejar un top ten. Pasar de 97 a 10. Me sobran 87 libros que en general me habrán gustado. La memoria funciona y dicta sus propias preferencias. Hay libros sobre los que en su momento no anoté ninguna maravilla pero que han seguido activados en mi cabeza y supongo que ahora están por delante de otros que me hicieron pasar un rato de lectura a primera vista apasionante pero que ahora, con la perspectiva de los meses, se ha quedado bastante aplanado.

Supongo que por cuestiones de la edad y la vida, empiezo a plantearme a qué autores a los que aún no he leído acercarme, o si centrarme mejor en completar las obras que me faltan de los que sí sé que siempre me dicen algo. No sé si ir por fin a por ese clásico postergado. O releer algunas obras. Veo que me lanzo con menos ganas sobre las novedades. A eso también ha ayudado que las bibliotecas son cada vez menos receptoras de novedades. En cualquier caso, cuando una novela sale, salvo que sea de un autor del que sé que seguro voy a querer leerla, dejo pasar 2 o 3 o 6 meses después de las alabanzas iniciales antes de buscarla. La experiencia ayuda a filtrar las operaciones de lanzamiento de los libros interesantes, y la verdad es que los propagandistas también lo ponen fácil.

Hay, en cualquier caso, 30 autores anotados a los que he leído por primera vez. Algunos me han interesado lo suficiente como para plantearme leer sus siguientes libros (Marta Caparrós, Lara Moreno), otros me han entusiasmado y formarán parte de mi dieta habitual en los próximos años (Cartarescu, Rita Indiana), otros han sido convenientemente olvidados.

He leído más ensayo o más libros misceláneos y he leído menos narrativa. He leído los Cuentos completos de algunos autores y creo que esa será una costumbre que iré tratando de mantener. Zambullirme en los Cuentos completos de 2 o 3 autores al año. Ya he explicado alguna vez que me parece que esa clase de lectura te da una visión panorámica de una vida en el escritorio, te permite apuntar temas y motivos que se repiten, trazar caminos en la evolución de la escritura y los temas de alguien, ver cómo mejoró o lamentar cómo perdió fuerza de manera evidente.

97 libros. He tenido pequeños desengaños, como la nueva novela de DeLillo, Cero K, que empezó gustándome mucho y me acabó pareciendo un libro bien escrito, quizá una buena novela, pero desde luego un libro muy alejado del mejor DeLillo, quizá el peor de los suyos que he leído junto con Cosmópolis. Me gustó bastante más, este mismo año, Fascinación, y tampoco me pareció una maravilla.

Los autores de quienes más libros he leído este año han sido Emmanuele Carrère y Georges Perec, de quienes he leído cuatro obras. He leído tres libros de David Foster Wallace, de Don DeLillo, de Roberto Bolaño, de Richard Ford, de George Simenon y de Isaac Bashevis Singer. He descubierto a Elena Ferrante y a Rita Indiana y a otros autores que quizá no me han impactado tanto pero a los que he apuntado en mi infinita lista mental de: volveré a ellos. He leído primeras novelas de autores a los que conozco y ya he leído, como Haruki Murakami, Roberto Bolaño, y siempre es interesante conocer los primeros pasos de algunos escritores. He leído obras menores de Levrero y me han parecido muy buenas. De los cuentos completos, o cuasi completos, he disfrutado con los de Stevenson y Poe, de Malamud, Doctorow y Bashevis Singer. Ya están por casa, esperando su turno, los de Juan Carlos Onetti y Brian W. Aldiss. Quiero releer los relatos de Foster Wallace y de Raymond Carver, de quien llevo años huyendo pero a quien este año un libro de Richard Ford, Flores entre las grietas, me despertó las ganas de volver a leer. Además de este libro de Ford he leído bastantes obras de autores que reflexionan sobre la labor creadora propia, o sobre la labor creadora en general, o sobre el llamado mundillo literario y sus secretos y miserias. He vuelto a leer algunas novelas de James Ellroy. Es la primera vez desde que caí en las redes de la prosa de DeLillo que no lo elijo entre mis mejores lecturas del año.

De colecciones de relatos concretas, no recopilaciones ni antologías, destaco: Mala letra, de Sara Mesa, Tuberías, de Etgar Keret, Nocturnos de Kazuo Ishiguro y Material sensible de Neil Gaiman. Compré pero aún no he leído Estrómboli, de Jon Bilbao, ni he terminado con los del libro Nostalgia, de Cartarescu, que me impresiona a la vez que me agota cada vez que lo afronto. Se me han quedado fuera del momento de las reseñas, y no sé muy bien por qué, libros que me han dicho bastante, como precisamente Mala letra, de Sara Mesa o Nocturnos, de Kazuo Ishiguro, Ayer, de camino, de Peter Handke o Ahora sabréis lo que es correr, de Dave Eggers. O los Diarios de John Cheever, que he ido leyendo y releyendo a tirones durante los dos últimos meses del año y han sido una de mis grandes experiencias. He leído tan pocos clásicos como suelo, aunque uno de los libros que más me ha gustado en todo el año ha sido de Dostoievski, uno de los pocos autores fundamentales del XIX a los que realmente he prestado atención en mis aventuras como lector. He pasado bastante por encima de la narrativa española este 2016, y pese a ello uno de los libros que más me ha impresionado ha sido Todos los miedos. Leyendo menos novela de género y menos narrativa clásica que otros años, he llegado a novelas que me han dejado muy satisfecho como lector y que seguiré recomendando.

Elegir 10 libros cuando se recuerdan de distinta manera y con distinta intensidad por haberlos leídos en momentos muy distintos del año me enfrenta a ciertos dilemas: ¿Por qué esos libros? ¿Elijo los 10 que más me han gustado? ¿Los 10 que me parece que reúnen más méritos literarios de un modo más o menos objetivo? ¿Los 10 que más vueltas me han hecho darle a la cabeza? Al final ha sido una mezcla de las tres cuestiones, siendo probablemente la prioritaria la capacidad que los libros hayan tenido para obsesionarme durante su lectura y las veces que hayan vuelto a mi memoria y a mi conversación en las semanas y meses siguientes a leerlos. Elegir 10 libros para un año es tan arbitrario y ridículo como la mayoría de filias y fobias que podamos haber desarrollado. Tratar de ordenarlos es el mayor de los fracasos, porque al día siguiente de publicar este post pensaré que el orden real de mis preferencias es otro. Sabiéndolo, y advirtiéndolo, mis 10 libros del año son:

1. Memorias de la casa muerta, de Fiodor M. Dostoievski (Alba Editorial): Esta obra retrata, utilizando un narrador interpuesto, los años que Dostoievski pasó en las cárceles siberianas, exiliado. El exilio sirve para que los castigados se muestren tal y como son, con lo mejor y con lo peor que el ser humano tiene. Dostoievski consigue que el lector entre en la mente y los sufrimientos de sus personajes con detalles de vida que dibujan perfectamente la desesperanza de saberse olvidado y los caminos por los que tratar de combatirlo.



2. Diarios, de John Cheever (Emecé): Los Diarios de John Cheever surgen de 29 cuadernos desordenados, sin fechar, sin un objetivo mucho más allá que escribir la vida. En ese sentido, en el de escribir la vida, con sus deseos incumplidos, con sus frustraciones, con sus miedos y sus secretos, los Diarios de John Cheever son otra de sus novelas, quizá superior a las aventuras y desventuras de la familia Wapshot y al nivel de sus mejores relatos, de esos que son considerados obras maestras del género. La vida que Cheever va retratando está detrás de una mirada literaria, y nos lleva a ver un mundo desolador pero bello.



 3. Sombras sobre el Hudson, de Isaac Bashevis Singer (Zeta Bolsillo): Esta fue una de las primeras novelas que leí en 2016, y creo que será uno de esos libros que me acompañarán durante años. Sombras sobre el Hudson es una novela del siglo XIX escrita en la década de los 50. Narrativa tradicional rusa mezclada con la tradición oral judía para dar como resultado una novela absorbente, larga, compleja, llena de subtramas, llena de vida.




4. Conversaciones con David Foster Wallace, de Stephen J. Burns (Editor) (Pálido Fuego): Releí algunos relatos de Foster Wallace este año y me acerqué por primera vez a Hablemos de langostas. También vi la película que hicieron hace un par de años, The end of the tour, centrada en la figura de Foster Wallace como insegura estrella del rock, como escritor superado por su popularidad y el éxito de La broma infinita. Conversaciones con David Foster Wallace ha hecho de nexo entre toda esa información, y me ha ayudado a ver dónde está el verdadero Foster Wallace, si lo había, cuáles eran los temas que lo preocupaban sinceramente o en qué aspectos se veía limitado. Un libro muy interesante para sus seguidores, y en general muy recomendable para quien quiera saber cómo crea un escritor de primera fila y cómo funciona una cabeza compleja llena de interconexiones entre lo popular y lo filosófico.


5. Cuentos reunidos, de Bernard Malamud (Austral): Los Cuentos reunidos de Bernard Malamud podrían ser un buen objetivo de lectura para esa gente que casi no lee y que lamenta su falta de tiempo, quizá porque no reconoce su falta de ganas. Dedicar un año a leer una de sus historias a la semana merecería la pena. El mundo está aquí. Al menos una de sus infinitas versiones. Los Cuentos reunidos de Bernard Malamud son 54 piezas, desde las muy breves a las que prácticamente son nouvelles, donde se repiten las desventuras de los perdedores de la clase obrera, los sueños incumplidos de los que no quieren ver la realidad, la fantasía que ayuda a superar los días.


6. Todos los miedos, de Miguel Ángel González (Siruela): Todos los miedos es una novela dura, porque nos asoma al abismo de lo que de verdad nos da miedo. ¿Tenemos más miedos de los que podemos permitirnos? ¿Tememos por encima de nuestras posibilidades? Si fuéramos a lo esencial, tenemos miedo, por encima de todo, a la idea de la muerte y a que le hagan daño a nuestros seres queridos. Todos los miedos se compone de dos novelas cortas en apariencia independientes que se suman y complementan. La primera de ellas, ¿Quién teme al lobo feroz?, nos lleva a la violencia arbitraria contra una familia que no podrá recuperarse nunca. La segunda, Lo que sé del olvido, nos mete en la cabeza de un hombre desahuciado. El estilo está hecho de breves pinceladas que nos van envolviendo entre el malestar y la crudeza sin perder la intención estética.


7. Crónicas del desamor, de Elena Ferrante (Lumen): Ferrante es una de las escritoras de moda de los últimos años. En 2016 la polémica ha vuelto al revelarse su supuesta identidad, pues ya sabíamos que Elena Ferrante era un pseudónimo. Con desconfianza por si era un producto de moda llegué a este volumen con sus primeras tres novelas, y encontré a una narradora potente, que no tiene miedo a diseccionar a sus personajes, sus miedos, sus vergüenzas, y a exponerlo todo con una fría belleza que perturba. Entusiasmado con este volumen me lancé de inmediato a empezar la famosa tetralogía de Las dos amigas, aunque debo reconocer que la aparqué después del primer volumen, quizá porque algunas cosas me sonaban a usadas en las Crónicas del desamor o quizá porque no hay que empacharse.


 8. El Reino, de Emmanuele Carrère (Anagrama): Como comentaba, Carrère es el autor del que más libros he leído este año. Hasta ahora había leído El adversario, que me gustó pero tampoco me volvió loco de entusiasmos en un primer encuentro, y Limónov, que sí me enganchó y obsesionó. Elijo El Reino pero podía haber elegido Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, su biografía de Philip K. Dick, un libro que también me absorbió mucho. Me encantó la segunda lectura que hice de El adversario, pero esta lista se confecciona sobre primeras lecturas, y cuando afronté De vidas ajenas me di cuenta que los narradores de Carrère, observadores a la vez que protagonistas y manipuladores, empezaban a cansarme. El Reino es un libro que no me dio lo que esperaba, una lección sobre los trucos narrativos de los Evangelios, y a cambio me metió en un mundo, el de la vida de San Pablo, que no me interesa demasiado. El Reino es un libro aburrido por momentos que sin embargo no podía dejar de leer, y es un libro que ha vuelto muchas veces a mi memoria desde que lo leí en junio. Por eso lo elijo. Y por esa capacidad de escribir sobre temas que a priori sólo pueden tener interés para él, como la vida de un marginal poeta ruso llamado Limónov o sus experiencias con la fe, del descreimiento al cristianismo más humilde y vuelta al descreimiento, seguiré leyendo a Carrère.


9. Tuberías, de Etgar Keret (Siruela): Escribí sobre este libro hace poco. Y subo la apuesta: Keret es el mejor escritor de relatos del mundo, sin ninguna discusión posible. Etgar Keret retrata la realidad tan particular de su país y su pueblo sin dejar de conseguir eso tan difícil que es reflejar al conjunto de la humanidad. Una humanidad a la que describe, claro, sin concesiones, ridiculizándola con piedad.






10. Diario de un canalla y Burdeos 1972, de Mario Levrero (Mondadori): Encontrar a Levrero es una sensación agridulce. Llegué a La novela luminosa, que sin duda me cambió como lector, y lo hice sabiendo que no habría nuevas obras de Levrero. Tampoco parece, y casi se diría que por suerte, que vayan a estar llegando inéditos por decenas, como en el caso de Bolaño. La editorial que lleva sus libros en España, Mondadori, sí está sacando algunos libros que no habían llegado a España, o casi no habían llegado, y por suerte ha recuperado algunos de sus libros en ediciones de bolsillo, que se habían agotado. Diario de un canalla y Burdeos 1972 nos lleva a los años 70 y a los años 80 y nos muestra a un Mario Levrero que como siempre dudaba de su capacidad como autor y sobre todo de su constancia para llevar a cabo cualquier trabajo intelectual. A Levrero le agobia la vida y aquí tenemos los borradores, ya brillantes, de lo que aparecería 20 – 30 años después en El discurso vacío y La novela luminosa. Mario Levrero es un autor único, capaz de ver poesía en cualquier mínima esquina gris, y de hacerlo sin que parezca que pretenda encontrar poesía, que se vuelve único cuanto más se aleja de intentar producir ficción. Porque ve la extrañeza del mundo sin buscarla. Espero que Mondadori sí se anime de una vez a publicar la colección de cuentos de Levrero que cuentan que lleva años preparada, prologada por Ignacio Echevarría, y no se sabe por qué, parada.

Para rematar, un pequeño extra. El suplemento Babelia nos enseñó las votaciones de sus críticos y después de los 10 mejores libros del año, nos enseñó sus libros entre el 11 y el 20. Aquí sólo voto yo, y los libros que también he barajado para incluir entre los mejores pero que finalmente no he incluido, sin más orden que el cronológico de su lectura, han sido:
Del 11 al 20
Las memorias de Maigret, de George Simenon (Clásicos del siglo XX El País)
Nocturnos, de Kazuo Ishiguro (Anagrama)
El pentateuco de Isaac, de Ángel Wagenstein (Libros del Asteroide)
Cuentos completos, de E. L. Doctorow (Malpaso)
Breve historia de siete asesinatos, de Marlon James (Malpaso)
Un amigo de Kafka y otros relatos, de I. B. Singer (Cátedra)
Fariña, de Nacho Carretero (Libros del K.O.)
Papi y Nombres y animales, de Rita Indiana (Periférica)
Hablemos de langostas, de David Foster Wallace (Mondadori)
Carthage, de Joyce Carol Oates (DeBolsillo)

Hasta 2017, cuando seguiremos comentando libros.

Felices lecturas

Sr. E




lunes, 26 de diciembre de 2016

Carthage, de Joyce Carol Oates

Carthage, de Joyce Carol Oates (DeBolsillo)


Las hermanas Mayfield eran dos: Juliet, la guapa, y Cressida, la lista. Así podría empezar un cuento de hadas cualquiera. Uno de esos cuentos que llamamos de hadas pero que esconden en su interior oscuras realidades. Cuentos de hadas negras. Cuentos peligrosos. Carthage, el título de esta novela de Joyce Carol Oates, es el nombre de una pequeña ciudad al norte el estado de Nueva York. Un sitio entre bosques en el que la familia Mayfield es una de las principales familias de esa ciudad. Zeno, el padre, ha sido alcalde, es un hombre importante. Vive con Arlette, su religiosa mujer, y sus dos hijas, Juliet, la guapa, que estudió fuera pero volvió a la ciudad para ser maestra en una escuela infantil, y Cressida, la lista, una chica introvertida, con cuerpo de chico y afición por el dibujo, que ha estudiado su primer curso en una universidad en la que tampoco ha encontrado su lugar. La mayor, Juliet, está prometida con el cabo del ejército americano Brett Kincaid. Pero el cabo Brett Kincaid vuelve destrozado física y psíquicamente de su estancia en Irak, y después de meses de intentar reconstruir la relación, Juliet decide romper el compromiso. Unas semanas después, ven a su hermana, la del nombre extraño, la lista, Cressida, en un bar con el cabo Kincaid y algunos de sus amigotes. Esa misma noche Cressida no vuelve a casa y el cabo Kincaid es encontrado desorientado, magullado, con manchas de sangre en su coche. No recuerda qué ha pasado exactamente. Zeno Mayfield y su familia lo tienen claro desde el principio. Algunos agentes de la policía también. Aparece un suéter de Cressida en la reserva. El mismo que llevaba aquella noche. Por mucho que su madre y su abogado se resisten a ello, y por mucho que la ciudad, Carthage, que es uno de esos organismos vivos que miran y cuchichean, diga que era un héroe de guerra, Brett Kincaid al final se rinde y confiesa que sí, que él mató a Cressida Mayfield, aunque no recuerda por qué, y que la dejó en algún sitio que no recuerda cerca de donde han aparecido los restos de su ropa. Fin del primer acto. 200 páginas de tensión, de preguntarnos qué pasó exactamente, de querer saber qué nos están ocultando. Y la respuesta.

Esa respuesta no es para nada la respuesta final. Por no estropearle la novela a quien quiera leerla, sólo diré que la novela no ha acabado así, y que sus tres partes funcionan como tres actos que se complementan y contradicen. Unas 200 páginas cada uno. Cuando termina el primero ya hemos contenido la respiración muchas veces. Y nos quedan las confusas explicaciones de unos y otros. Nos queda saber cómo se reconstruye la vida después de una muerte así en la familia. Nos falta incluso saber cómo reconstruye una mujer joven su vida cuando es ella la que ha muerto. Tenemos que ver si hay arrepentimiento en quien ha hecho algo así, aunque no lo recuerde con claridad. Tenemos que ver si su familia puede perdonar. Tenemos que quedarnos impresionados viendo cómo el ser humano es capaz de olvidar o fingir que olvida.  

 Es, que recuerde, el cuarto libro de Joyce Carol Oates que leo, tres novelas y una colección de relatos. En los últimos años he oído su nombre en las quinielas de última hora de los Nobel. Me parecería una exageración pensando en que no lo tienen Philip Roth o Don DeLillo. Carol Oates me parece una narradora muy eficaz, con oficio, con dominio técnico, que estructura muy bien sus novelas. En muchas de esas virtudes no está muy lejos de Stephen King u otros narradores comerciales que hacen de su profesionalidad un valor. En cuanto a estilo, ideas y ambición está por encima, pero creo que lejos de una verdadera primera línea. Aunque es verdad que el enorme volumen de su producción hace mucho más meritorio ese nivel de calidad.

Lo mejor de Carthage, y de las novelas de Joyce Carol Oates que he leído hasta ahora, es su buen manejo de la estructura. Todo en la novela es atractivo para el lector, todo te incita a querer sabiendo, la información se va distribuyendo de manera eficaz y sin caer en trampas. La novela tiene una estructura en tres actos: Primer acto: Desaparece Cressida y nos imaginamos qué pasó. Segundo acto: Nos enteramos de qué pasó realmente con Cressida. Tercer acto: Fin de la historia. ¿Posibilidades de redención, de perdón?

La historia es oscura y su fraseo es oscuro. A veces parece una serpiente que nos susurra posibilidades al oído. El lenguaje es el necesario en cada punto, la voz que narra es elástica y se mueve de dentro de la cabeza de los personajes a un objetivismo descriptivo sin chirriar en ningún momento. Los personajes que aparecen dando contexto, especialmente en la segunda parte del libro, esos intelectuales izquierdistas y esos secretos de los que nadie habla, son por sí mismo interesantes, y enriquecen el resultado final.

Quizá no hay nada que destacar como lo peor de Carthage. La novela no es más ambiciosa y no cruza la frontera entre una muy buena novela y un libro que aspire a más porque la autora no lo pretende. Es una de esas novelas que se disfrutan mucho mientras se leen y que quizá se desdibujan con demasiada rapidez una vez terminada, seguramente porque es un artefacto bien dibujado pero los personajes no alcanzan a dejarnos nada memorable. La única pega que le pongo es el final, el perdón mutuo que no alcanzo a creerme. La insistencia de la madre de Cressida por seguir en su fe y ver al cabo Brett Kincaid en la cárcel y perdonarlo porque lo sigue considerando parte de su familia. ¿Es ese el perdón cristiano? ¿Es una postura hipócrita decir como dice ella, que ahora que no está, Cressida, donde quiera que esté (ella está pensando en el otro mundo al decirlo) habrá entendido por fin que la querían? La familia Mayfield representa muy bien las distintas opciones ante la tragedia. La hermana mayor, Juliet, huye de Carthage, porque no lo soporta. Su ex – prometido ha matado, o eso parece, a su hermana pequeña, y no puede convivir con esa idea en el paisaje habitual, donde todo sucedió. Arlette, la madre, reza por todos, y parece que lo hace por todos por igual. Zeno, el padre, no se rinde, resiste y piensa que Cressida volverá. Los psicólogos tendrían mucho que decir sobre la imposibilidad de cerrar el duelo cuando no hay un cadáver que enterrar. Carthage, como personaje colectivo, sigue juzgándolos, y por eso el título más adecuado de la novela ese ese, ni Cressida ni Los Mayfield. La vida sigue o la vida se termina pero los pueblos siguen murmurando.

Ha sido una muy buena novela para cerrar el año. Es uno de esos libros recomendables para vacaciones y chimenea.

Antes de fin de año trataré de convertir mis lecturas de 2016 en una lista de 10 libros.

Felices lecturas


Sr. E

miércoles, 21 de diciembre de 2016

Los viernes en Enrico´s, de Don Carpenter

Los viernes en Enrico´s, de Don Carpenter (Sexto Piso)


Uno lee el título de la novela y podría pensar que la acción de la misma transcurre, esencialmente, en un lugar llamado Enrico´s, un sitio con un nombre que lo sitúa entre lo elegante y lo decadente, donde se bebe, se bebe mucho, y en el que se juntan ciertos escritores a hablar de ellos mismos, de lo que escriben, de lo que les publican, de lo que quieren escribir, de lo que son incapaces de rematar, de lo que no les publican. Y la verdad es que la descripción se parece bastante a lo que se encuentra en la novela salvo porque Enrico´s es un lugar en el que una de las protagonistas va a comer y beber de vez en cuando, normalmente los viernes, sin que se nos den demasiados detalles, y esto sólo ocurre al final de la novela.

Todos eran muy cosmopolitas. Jaime había llevado una vida muy protegida. Recordó horrorizada que su padre había perdido su empleo. Ya no era clase media. La habían arrojado a la calle, pero Charlie estaba allí para protegerla. pg. 37

Los viernes en Enrico´s es una novela brillante, y que eso quede dicho ya. Es una novela que merece la pena leer, y eso que parte de unas condiciones iniciales difíciles. Se trata de la novela en la que su autor, Don Carpenter, estaba trabajando a mediados de los noventa, cuando, con su salud muy minada, decidió suicidarse. La novela más o menos estaba, aunque es cierto que los dos últimos capítulos son más cortos y sobre todo menos profundos, que los cuatro anteriores, lo que lleva a pensar que estaban menos trabajados y menos revisados que los demás.

¿Era Don Carpenter un autor conocido? No demasiado, por lo que parece. En España apareció su novela Dura la lluvia que cae, un duro retrato carcelario, hace unos cuatro años, y ahora ésta. Dura la lluvia que cae parece ser un clásico de la literatura que retrata la delincuencia juvenil y la entrada y caída por el sistema judicial, que raramente busca reeducar y que normalmente es una puerta de entrada a lo peor que ese sistema tiene para ofrecer. Apunto la novela para leerla próximamente porque esta me ha parecido magnífica.

Y sin embargo, en lugar de ser un esquiador feliz, siempre estaba deprimido. Era una cualidad suya, ser infeliz sin ninguna razón. Tal vez por eso se consideraba escritor. pg. 73

Los viernes en Enrico´s tiene una peculiaridad, que ya se advierte en la portada, que es que ha sido terminada por Jonathan Lethem. Es rara la situación en la que un autor termina la obra de otro. Al final del libro, en un posfacio, Lethem habla de su descubrimiento de Carpenter a principios de los 90 y de cómo fue a buscar que lo reeditaran y entre él y George Pelecanos lograron que alguien se interesara y Dura la lluvia que cae llegara hasta una colección de clásicos y a Lethem lo invitaran a ordenar y terminar el material de Los viernes en Enrico´s. Lethem explica que esencialmente la novela estaba, y que él se limitó a uniformar ciertos aspectos sintácticos, a afinar alguna música, a quitar redundancias. En definitiva, la corrigió como si hubiera sido un libro propio ya terminado.

¿Quién fue Don Carpenter? Un narrador norteamericano que estuvo en la guerra de Corea, que estudió un máster en creación literaria y que publicó su primera novela, esa Dura la lluvia que cae, a mediados de los sesenta. Tuvo un éxito moderado y nunca llegó a superar ese moderado éxito, por lo que se ganó la vida en Hollywood, escribiendo y revisando guiones. Se movió entre escritores que tenían más éxito que él y siempre retrató a gente que lucha por salir adelante con su talento, llenos de inseguridades y dudas. El ambiente de Los viernes en Enrico´s está lleno de escritores que no sabemos si tienen realmente talento, no lo saben ni ellos, y en la novela también hay veteranos de la guerra, novelistas que no acaban de asentarse, guionistas, gente que entierra la cantidad de talento que tenga en alcohol, pequeños ladrones, personas que pasan por la cárcel.

No se puede enseñar escritura creativa – dijo llanamente –, y tampoco aprenderla. Supongo que tienes que nacer con ello. Lo que podemos hacer aquí, en esta clase, es escribir mucho, leer las cosas de los demás y tratar de ayudarnos. pg. 105

Los viernes en Enrico´s sigue la peripecia de dos personajes principales, Charlie Monel y Jaime Froward, quienes se conocen en uno de esos cursos de escritura creativa universitaria, se gustan y muy pronto se casan. Charlie es bastante mayor, pues es un veterano de la guerra de Corea que ha podido estudiar después de dejar el ejército. Los dos quieren ser escritores y pronto se centran en ello. Era una época en la que parecía que aún se podía ser escritor, como profesión quiero decir. Tienen una hija. Jaime consigue terminar una primera novela que llama la atención, Charlie no logra sacar adelante su gran proyecto, su Obra, su Novela, y se gana la vida, entre otras cosas, dando clases de escritura creativa. Siempre me ha llamado la atención cómo puede enseñar escritura creativa alguien que no es capaz de terminar su propia primera novela, pero bueno, ese es otro tema. Todo el mundo está esperando esa novela de Charlie Monel, pero él piensa que la que verdaderamente tiene talento es su mujer. Beben, beben mucho, pasan tiempo en los bares, allí conocen a muchos escritores, y hablan de escribir y de la vida literaria. Parece que la vida literaria sea bastante más importante que la escritura sin más. Pero parece que en realidad es así. Las referencias de Carpenter se acercan hasta la generación beat, aunque él, como autor, es más joven, y da la sensación de que Charlie Monel va un cuarto de hora tarde, y da la sensación de que a Don Carpenter le pasó algo parecido.

El sueño de Charlie, si lo examinaba con atención, era ser el rey del mundo. No bastaba con escribir y que lo publicaran. Si no, ¿por qué andaba jodiendo con Hollywood? Hollywood no tenía nada que ver con escribir bien. Al contrario, estaba aprendiendo a escribir peor. A convencer, a persuadir, a engañar la gente para que lo creyera.  pg. 340

La prosa de Don Carpenter me ha hecho pensar en esa buena prosa con sustancia que algunos autores americanos consiguen. En esa manera de escribir elegante, bien pensada, técnicamente muy sólida pero a la vez accesible, que Saul Bellow o John Cheever conseguían. Quizá ese era un problema de Don Carpenter, querer ser un beatnik y escribir en realidad con ese realismo lírico y algo derrotyado de autores que eran 15 o 20 años mayores que él. El mundo de Carpenter no es el descreído mundo de Roth ni el paranoide mundo de DeLillo y Pynchon, que son realmente sus coetáneos. Y no pasa nada, porque Richard Ford es un autor más joven que todos ellos y sus libros también recuerdan a Cheever, a Bellow, a Yates. Ahora que lo pienso, una novela cuyo tono está muy cercano a Los viernes en Enrico´s es Revolutionary Road, de Richard Yates. La diferencia, creo, está en que Ford pretende escribir como Cheever y como Yates y Carpenter, probablemente, no. 

Los viernes en Enrico´s es esencialmente una novela de amor, y como tal también de desencanto y desamor. De amor y desamor entre un hombre y una mujer y de amor y desencanto entre un autor y su obra. Aquí nos podemos acercar con cercanía a varios escritores que creen estar escribiendo una obra maestra y que cuando la terminan, o cuando la tienen casi terminada, dicen: no era esto exactamente lo que quería. La ciclotimia anímica que acompaña la creación afecta inevitablemente a la persona que crea y esos ritmos de subida y bajada se filtran en cualquiera de sus relaciones humanas, también la amistad y las de pareja, y las minan. Es una novela para leer despacio, paladeando su fraseo, sólido y que nos recuerda la música de jazz que sonaba de fondo en aquellos bares de la Costa Oeste, entre copas, mientras los escritores se decidían entre insistir en una vocación perdedora, la de la novela, o rendirse a Hollywood y hacerse guionistas y autores invisibles dentro de su gran maquinaria.

Se descubrió perdiendo la pista de por qué había elegido escribir sobre esa época y esa gente. No para mostrar lo maravilloso que había sido todo, sino para mostrar cómo habría visto lo maravilloso alguien que no formase parte de ello. Alguien que no hubiera estado invitado a las celebraciones ni a las fiestas, sino sólo a encuentros a hacer mamadas en coches o en las escaleras traseras del auditorio de Portland. pg. 372

Seguiremos buscando nuevas novelas en las que perdernos y más novelistas con oficio.

Felices lecturas


Sr. E

jueves, 15 de diciembre de 2016

Material sensible, de Neil Gaiman

Material sensible, de Neil Gaiman (Salamandra)


Neil Gaiman da la sensación, toda la sensación, de ser un tipo que se lo pasa genial escribiendo. Gaiman es uno de esos tipos que ha hecho cierto lo de hacer de tu pasión tu trabajo para así disfrutar, porque te dará la sensación de que nunca estás trabajando. Creo que Ray Bradbury, que es un autor  al que se refiere varias veces en el prólogo de Material sensible, era también de esos.

¿Qué es Material sensible? Una colección de relatos, la última por el momento, de Neil Gaiman. No soy alguien que haya leído todo lo que ha escrito Neil Gaiman, pero sí soy alguien que ha disfrutado mucho de Los hijos de Anansi y Buenos presagios (escrita a medias con Terry Pratchett) y que admira la profundidad de American Gods. Había leído otra colección de Gaiman, Objetos frágiles, que combinaba relatos que me apasionaron y algunos de los cuales se han quedado en mi selección mental y continuamente mutante de relatos que envidias y amas, y otros que no eran más que fórmulas resueltas con más o menos gracia. En Material sensible pasa lo mismo. Hay relatos francamente buenos mezclados con otros que funcionan sin más. Pero tampoco despreciemos lo que funciona sin más. El mismo Gaiman habla en el prólogo de la obra de que va a traicionar uno de los principios en los que más firmemente cree respecto a las colecciones de relatos, que es que no deben ser recopilaciones sin más, sin ton ni son, sino libros más o menos ordenados y más o menos homogéneos. Gaiman ya nos avisa de que su libro no va a ser así y se disculpa por ello. El prólogo es uno de esos prólogos que ya merecen la pena como obra. En unas treinta páginas encontramos algunos estados de ánimo de Gaiman como creador, de Gaiman como vendedor de su mercancía literaria, de Gaiman como lector de otros autores y finalmente de Gaiman como relector, revisor y editor de sus propios relatos.

¿Por qué Material sensible? Gaiman habla de que son relatos que van a tocar la sensibilidad de los lectores, y lo advierte, como esas películas y discos que advierten sobre su contenido. Gaiman, por cierto, dice que excluyendo las advertencias para que los niños no se acerquen a ciertos contenidos, deberían eliminarse los avisos. Es verdad que eso invalidaría los prólogos como medio de llegar a una colección de relatos, y hay colecciones en las que el prólogo enriquece mucho el libro, como es el caso. Los relatos de Gaiman siempre son emotivos. En eso se parece a Bradbury o a Stephen King. Por muy fantásticas que puedan ser sus tramas y sus personajes, en realidad siempre está contando la historia de un puñado de personajes que lo están pasando bien, empiezan a pasarlo mal y tienen que salir de esa fase. Hay relatos en los que Gaiman se ahorra la primera fase y los personajes lo pasan directamente mal desde el principio. Como él mismo reconoce en el prólogo, en todos los relatos de la colección la historia termina mal para al menos uno de los personajes. No esperábamos menos de la vida.

Me declaro fan de Gaiman como me declaro fan de Stephen King o fan de John Connolly. No creo que ninguno de los tres vaya a cambiar la historia de la literatura, pero como tampoco ninguno de los tres lo pretende, juzgarlos en esos términos es injusto. Teniendo en cuenta los libros que muchas veces nos venden como entretenimiento, o peor aún, como grandes obras literarias, no creo que estemos en condiciones de criticar a un Gaiman o a un King así como así. Son, antes de nada, trabajadores serios e incansables. Gente que sigue ilusionándose con cada nuevo libro que comienza. Gaiman pretende escribir historias que emocionen a millones de personas. Y creo que llega a un público enorme al que a ratos fascina, a ratos da miedo y a ratos hace pensar. Neil Gaiman crea siempre un mundo propio en cada relato que afronta. Es un narrador muy eficaz. Tiene muy buena mano para llevarnos a un pasaje de la infancia, consigue generar recuerdos muy vívidos. Y tiene esa capacidad no tantos escritores tienen de romper muy pronto el pacto con la realidad introduciéndonos en un mundo ajeno que asumimos de inmediato como el terreno de juego.

Gaiman también sabe jugar muy bien con los elementos del mundo literario, y bien porque algunos de los relatos que aparecen en la colección se los han encargado o bien por su naturaleza de fan, saca muy buen partido a reinterpretar algunos mitos ya muy vistos (Diamantes y perlas: un cuento de hadas, La joven durmiente y el huso, El oficio de bruja), o darle nuevas vidas a personajes ajenos. En Objetos frágiles tenía un relato en el que releía a Sherlock Holmes, y Material sensible tiene su propia ración de Holmes (El caso de la muerte y la miel). Aprovecha cada oportunidad para rendir homenajes a escritores que le gustan (Un calendario de cuentos, El hombre que olvidó a Ray Bradbury, Un laberinto lunar). Incluso reescribe parte de su propia obra, recuperando el personaje de Sombra, protagonista de su novela American Gods, sin duda una gran novela, que aparece en Black dog, el relato más largo de la colección, y que parece un pasaje descartado del montaje final de la novela. Neil Gaiman también se mete en el mundo del pop y recrea ideas de su mujer, la artista Amanda Palmer, canciones de David Bowie (El retorno del delgado duque blanco) o de la serie británica Doctor Who (Las nada en punto). Acepta encargos de viajes (Jerusalén) o lee extrañas historias sobre monjes irlandeses del siglo VI y las recrea (En Rehlig Odhráin).

Toda esa clase de cuentos están muy bien escritos, son eficaces, entretenidos, pero aún hay más. Hay un Neil Gaiman que recrea las angustias y las satisfacciones de la creación y que mira a la cara los lugares comunes de la vida adulta y los desafía, que ve que el arte y la vida se retan y cruzan con frecuencia. Ese es el Neil Gaiman que me parece que alcanza, con esa manera de mirar a la vida más real, cotas más altas de magia. Es el minoritario, hay que avisarlo. Pero produce algunos cuentos que sé que seguiré recordando dentro de años, como Terminaciones femeninas, Naranja, Mi última casera, Cómo montar una silla (que anuncia efectivamente en el título de dónde viene y a dónde va la historia) y especialmente Lo que pasa con Cassandra, en el que nos habla de una novia que nunca tuvo pero que intentó que todos creyeran que tenía cuando era adolescente, llamada Cassandra, que parece materializarse cuando ya es un hombre adulto y a la que sus amigos y familiares no paran de encontrarse.

Un libro muy recomendable. Uno de esos libros para pasar unos días fuera de casa en vacaciones o para pequeños viajes en cercanías o en metro. Una buena compañía que divierte y que comprendiendo que como toda colección tiene altibajos, no baja del notable en ningún momento.  

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Felices lecturas


Sr. E

viernes, 9 de diciembre de 2016

El cura y los mandarines, de Gregorio Morán

El cura y los mandarines, Historia secreta del bosque de los letrados, de Gregorio Morán (Editorial Akal)

Cuando apareció, o más bien cuando estaba a punto de aparecer y de repente no apareció, este libro despertó una cierta polémica. Tampoco fue una de esas polémicas que a nadie le quitan el sueño. No fue nada por lo que Pablo Iglesias y Eduardo Inda discutieran en la televisión ni las redes se incendiaron, como tan a menudo se dice. Fue una de esas polémicas de las que se enteran seguramente quinientas personas que se indignan mucho pero que no encuentran demasiados problemas para pasar al siguiente día de sus vidas. ¿Cuál fue el problema? Que Planeta, la editorial que lo tenía contratado, le pidió a Gregorio Morán que eliminara o matizara un capítulo bastante insignificante sobre la RAE en el que se hacía algún comentario poco amable sobre Víctor García de la Concha, su director hasta 2010. He leído el libro y la verdad es que el comentario tampoco es para tanto. Es decir, no es que Morán lo acuse de nada particularmente horrible. Lo acusa, es cierto, de medrar para llegar a ser director de la RAE y de ser un mediocre con ínfulas, pero la verdad es que durante las 800 páginas del libro no hace otra cosa con casi cualquiera de los personajes a los que retrata.

¿Es posible que el mundo cultural español, ese bosque de los letrados al que alude Gregorio Morán, esté tan acostumbrado a moverse de halago en halago, entre celebraciones mutuas, que no acepte ninguna crítica? Es posible. No hay demasiada mirada crítica hacia los que ya han llegado arriba. Ni hacia los que llegaron antes. La nueva novela de Muñoz Molina o de Javier Marías es mejor que la anterior, así lo anuncia la crítica de los periódicos, y así llega a los potenciales lectores. A Eduardo Mendoza le dan el Premio Cervantes y la recepción es unánime. Es un premio a un autor del que todos los españoles han leído algún libro, dijo el ministro de Educación y Cultura. Y ya está bien de darle premios a esos autores a quienes no lee nadie, ¿no? La demagogia la inventamos entre todos. Hay quienes ponen en duda que Muñoz Molina y Javier Marías y Juan José Millás y Luis Landero no paren de mejorar como novelistas y que el mejor autor en español al que darle el Cervantes sea Eduardo Mendoza, y hacen bien. Hay quienes han dejado de interesarse hace tiempo por lo que escriben Muñoz Molina y Javier Marías y Juan José Millás y Eduardo Mendoza y están en su derecho. Hay quien no sabe ni cómo se llama el ministro de Educación y Cultura y quien prefiere no enterarse de quiénes forman el jurado de los Cervantes o los Princesa de Asturias. Sólo quiero resituar el debate, dejar claro que los ajustes de cuentas de Morán, que los hay, escandalizan poco, y a pocos. A mí mismo no me interesan especialmente, no más que como otro episodio de la gran novela rosa que es la cultura oficial española, al que asisto desde lejos y con la mueca irónica en la cara. No creo que Morán sea el valiente que se atreve a gritar que el rey está desnudo esencialmente porque hace años que muchos han dejado de mirar al rey, precisamente porque anda desnudo y la visión no es agradable.

El libro de Morán es interesante porque hace un repaso por un período definitorio de nuestro mundo cultural actual, el que va de 1962, uno de esos años en los que parece que todo pasó, a 1996, año en el que el PSOE pierde las elecciones y Aznar llega a presidente del Gobierno. ¿Por qué esos años? Porque Morán entiende que en 1962 muchos empezaron a resituarse de cara a la muerte de Franco, a liderar movimientos y posturas críticas con el franquismo, que les permitieron luego pasar por héroes de la transición y finalmente situarse en el olimpo de la cultura en los años del PSOE. Y nadie discute la cultura, porque queda feo e incívico hacerlo. Muchos de esos pidieron que no se mirara su pasado y así se hizo. Muchos de los que se habían llevado los honores y los premios con el franquismo ajustaron cuentas con su propio pasado de una manera quizá amable y siguieron llevándose los honores y los premios con la renacida democracia. Muchas veces, y esto lo entiende Morán, no lo hicieron tanto por el afán de mentir como por el de sobrevivir, o por el de explicarse a sí mismos sus posturas de una manera amable. Convivir con el propio pasado no siempre es fácil.

¿Por qué ese título? La referencia a los mandarines viene de una conocida obra de Simone de Beauvior, y quizá no por casualidad aparecen también en una extraña novela de los años 70, del murciano Miguel Espinosa, una novela que se quedó como una rareza extra – canon, Escuela de mandarines. El cura y los mandarines es un relato de cómo se construye un canon conservador y cobarde, de cómo se entra en el mandarinato y cómo es esencial que para que haya un dentro haya un fuera, y cómo algunos se cayeron por los márgenes y nunca más se supo de ellos. ¿Quién es el cura del título? Jesús de Aguirre, que fue cura en los sesenta, que estuvo en el mundo editorial con Taurus y Santillana, que más o menos siguió esa línea de reconversión política, que fue amigo de muchos y de todos y por lo tanto de ninguno, y que en un movimiento que extrañó a muchos, acabó siendo Duque de Alba consorte. Y murió apartado de muchos de esos amigos y prácticamente solo. Me parece que Morán apunta demasiado alto al dibujarlo como una figura central en todos esos momentos que retrata. Él conoce la situación y la ha investigado, y yo sólo he leído su libro, pero me parece que por la misma narrativa de la época, no encaja que Aguirre tuviera un papel tan central. Quizá fue más bien un figurante central que un protagonista, alguien que sí estuvo en todo, cerca de todo, aunque probablemente pintara menos de lo que otros le suponían y como ocurre muchas veces en estos casos, de lo que él mismo pensaba.

Morán empieza su revisión de la construcción cultural de nuestro país en 1962 porque ahí empiezan a blanquear su pasado muchos intelectuales. El libro en realidad empieza a hablarnos desde 1956 y las tímidas revueltas estudiantiles en Madrid. Allí asoman por primera vez algunos nombres de futuros intelectuales de la Transición y los primeros gobiernos de la democracia. Muchos de ellos venían de familias que habían ganado la guerra y que se estaban rebelando contra su pasado, pero sin renunciar a los privilegios. En 1962 coincidieron las huelgas mineras en Asturias, que remitían en la memoria colectiva a las de 1934 y el llamado Contubernio de Munich, en el que 118 intelectuales españoles pidieron medidas aperturistas. Aguirre orbitó alrededor de ambos acontecimientos, y en Munich empezaron a cuestionar su pasado falangista personajes como Dionisio Ridruejo y Pedro Laín Entralgo. Aparecen personajes que permanecerán en primera línea en política y en los periódicos hasta el día de su muerte, como Tierno Galván o José Vidal – Beneyto. En 1962 también se produce un acontecimiento cultural de primer orden, casi lo más importante en la literatura española del siglo XX según Gregorio Morán. Luis Martín Santos publica Tiempo de silencio. Morán hace un recorrido bastante exhaustivo por su trayectoria política, vital y literaria, hasta su fatídica muerte, y resulta muy interesante conocer su pasado familiar, la enfermedad de su mujer, cómo se movía por San Sebastián o su curiosa militancia en el PSOE, cuando prácticamente nadie era del PSOE. En el dibujo que Morán hace de la literatura española, pobre y poco original, hay dos figuras, y prácticamente son las únicas que le parece que merezcan el calificativo de figuras: Camilo José Cela y Luis Martín Santos. Son los únicos escritores realmente importantes de todo el franquismo para Morán, y olvidando al personaje en que se convirtió Cela, y su increíble capacidad para dar siempre la nota y llamar la atención, quedan sus obras. Con la muerte de Luis Martín Santos, la literatura española queda huérfana. Aprovecha la figura de Martín Santos para tocar la de Carlos Barral, que nunca fue su amigo pero sí su compañero, y fue quien editó su novela. Y vemos cómo la figura central de la edición independiente y renovadora en los sesenta quedó en prácticamente nada y murió solo y acabado, dejando sus memorias para quien quisiera releerlas.

Aparecen figuras de más o menos peso, todas prescindibles según el criterio del autor del libro. Me ha llamado la atención la obsesión por dejar claro que pese a que José Hierro estuvo en la cárcel, y eso es indudable, cuando salió fue rehabilitado por los poderes fácticos de Santander, de donde también era Aguirre, y nunca le faltaron el trabajo ni los reconocimientos. Se recrea en los actos de celebración de los veinticinco años de paz de Franco y en quiénes y cómo se aprovecharon para sacar la cabeza y pillar cacho del pastel. Me ha gustado la reconstrucción que hace de Max Aub y Jorge Semprún, por ejemplo, de cómo fueron dos exiliados que resultaban incómodos para los acomodaticios, uno porque nunca volvió y otro porque intentó estar presente desde la clandestinidad real. Cuando leí La gallina ciega de Max Aub el año pasado tuve sensaciones parecidas a las de Morán, Aub se da cuenta de que no le importa realmente a nadie y que su presencia casi incomoda, y predice que muchos de esos luego asumirán un papel de resistentes que nunca tuvieron y cogerán migajas de gloria. Parece que el único narrador de peso, aunque sólo sea por su propia conciencia de grandeza, que ve en el panorama posterior a Martín Santos, es Juan Benet, a quien sin embargo le hace un traje. Básicamente Morán tiene trajes para todos: para los novísimos, para los autores de la llamada nueva narrativa española, para los editores que pusieron en marcha El País y el peso que este diario ha tenido en la conciencia y el sentido crítico de España. Morán empieza por resituar dicho diario, dejando claro que nace de una derecha, si se quiere llamar así reformista, pero derecha que venía del franquismo.

Llegó la democracia y la transición resituó a todos. Y llegaron los gobiernos del PSOE y los intelectuales, como grupo, como nueva figura, se aprovecharon de todo lo que pudieron. Morán cita el famoso artículo de Sánchez Ferlosio en 1984, con el que comparte mirada y condena.
Morán reparte por todos lados, y a veces creo que le ciega un cierto resentimiento. Y esto lo digo asumiendo que el resentimiento puede ser un motor válido, pero a veces ciega. Algunas de las verdades que el libro canta apuntan a los mandarines pero nos apuntan a todos los que quizá hemos comprado el relato oficial durante demasiado tiempo sin criticarlo. Pero vuelvo al principio, el relato oficial ha estado tan plagado de mentiras que creo que pocos quedan ya que tomen Babelia como un referente a la hora de elegir culturas, que aplaudan las concesiones de los premios oficiales, que vean en las luminarias patrias talentos comparables a las luminarias mundiales, que se tomen en serio instituciones como la RAE, que no sospechen de quienes saltan de un barco a otro y siempre consiguen estar de viaje. La figura de Aguirre se desdibuja y el hombre acaba muriendo, como haremos todos. Me parece en ese sentido que esa figura central que vertebraba la cultura oficial desde 1962 se queda un poco floja, lo cual no quita interés al libro pero quizá sí a la manera de plantearlo.

Morán termina el libro atizando a la RAE, a la que ve como un cementerio de elefantes. Creo que nadie la ve de otra manera. Nadie está particularmente interesado por lo que opinen sus miembros. Nadie les da un papel de árbitros reales en ninguna discusión. Nadie que comience a publicar creo que tenga como gran aspiración llegar a la RAE. Me ha parecido muy acertado que Morán describiera el desdén con el que en los años 30 García Lorca y los vanguardistas miraban a los rancios novelistas que poblaban la institución y cómo hoy los progresistas bien instalados aspiran, igual que los conservadores bien instalados, a estar en ella. Y mantienen una ficción, otra más, en marcha. Me ha parecido sublime, y no sé cómo de verídica será, pero es brillante igualmente, el momento en el que dice que Almudena Grandes y Luis García Montero prometieron, o se prometieron, no aceptar el nombramiento para la RAE si no era en pareja.

¿Merece la pena leer El cura y los mandarines? A mí me la ha merecido. ¿Era para tanto la polémica? Creo que no. Creo que para nada. Para quien circule por internet las críticas le parecerá que no son para tanto. Llevamos algunos años con virulentos ataques a Muñoz Molina, a Marías, a Mendoza, a todos los que llegaron al sillón y se quedaron la silla. Ataques virulentos que se encuentran con un muro de silencio. Porque estas peleítas de intelectuales no le importan básicamente a nadie. Estos duelos a espada bajo el sol son ejercicios de esgrima en el salón de té. Me ha mostrado algunos nombres que yendo y viniendo siempre han conseguido estar. Y otros que siguen estando y lo seguirán por décadas. No sé cuánto arriesga Morán al poner algunos nombres y algunos apellidos encima de la mesa. Ni sé cuánto araña el prestigio de aquellos a quienes ataca. Ni sé realmente cuánto de prestigio real tienen esos personajes, o si no son más que una ficción que se sostiene sobre sí misma, prestigios de pega que se soportan unos a otros y se dan premios de ida y vuelta.

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Felices lecturas


Sr. E

domingo, 4 de diciembre de 2016

Tuberías, de Etgar Keret

Tuberías, de Etgar Keret (Ed. Siruela)

¿Hay o podrá haber otro Kafka? Yo creo que no lo hay, ni lo ha habido ni lo habrá. Dentro de lo escaso de mi formación teórica en literatura, que básicamente me reduce a ser un lector atento y más o menos perspicaz pero sin ninguna clase de aparataje teórico – filosófico que sustente sus impresiones, siempre me ha parecido, y me sigue pareciendo, que Kafka es un autor único, quizá el más único que he leído. ¿Tiene siquiera sentido plantearnos si podrá haber otro Kafka? Ha habido obras de inequívoco aire kafkiano, por mucho que ese adjetivo esté tan maltratado como dantesco o dickensiano, y sobre todo sea un adjetivo que únicamente parece remitir a un universo de burocracia infinita, inútil e inexplicable, que era uno de los temas y miedos de Kafka, pero no creo que el mayor, y desde luego no el único. He leído novelas para mí muy importantes, como El desierto de los tártaros, en las que se reconoce un parentesco obvio. Un parentesco que otros muchos relatos de Buzzati mantienen, por ejemplo. De lo que llevo leído, hay mucho Kafka en las novelas de los existencialistas como Camus o Sábato. Hay Kafka en Beckett y hay Kafka en Kadaré y hay Kafka en Cartarescu y en Levrero. García Márquez y Borges se reconocían herederos de Kafka porque su lectura les había permitido entender que se podía escribir así. Levrero se alegraba de haber leído El castillo y descubrir que se podía escribir eso. Eso y así. Kafka es definitivamente inabarcable y difícil de explicar.

Uno de los llamados herederos de Kafka a estas alturas del siglo XXI es Etgar Keret. El autor israelí es sin duda uno de los mejores autores de relato contemporáneos. Es uno de mis escritores preferidos, y no sabía que había publicado nuevo libro en España cuando lo encontré casualmente la semana pasada. Tuberías es otro gran libro de relatos de un gran escritor de relatos. Uno que no ha sucumbido todavía a esa presión por lanzarse a la novela que acaba frustrando a algunas prosas e inteligencias mejor dotadas para el detalle y la distancia corta, bien en forma de relato o de esos artículos o prosas reflexivas en los que la mirada de la ficción se posa sobre la realidad y nos la desmonta como una verdad absurda. Keret es, tal vez, el mejor escritor de relato breve del mundo en la actualidad. ¿Merece la pena dispersar energías en tratar de hacer una novela mediana y que sus relatos pierdan brillo? Cuentan que Cortázar, que probablemente era el mejor cuentista de su tiempo, se sentía muy frustrado porque no le reconocieran en igual grado sus novelas, ni siquiera Rayuela. No me importa si Keret es el mejor o el quinto mejor autor de relatos, lo que quiero decir es que es, claramente, parte de una élite en un género que domina como casi nadie. Y dentro de esa élite es uno de los que mejor explica nuestro mundo. Lo hace mezclando la cultura pop con las preguntas profundas que acompañan al ser humano desde las cavernas. Keret es el niño que desmonta un camión o un tren de juguete y luego trata de armarlos de nuevo, encontrándose, sorprendido, que le sobran piezas, y que algunas de las que sobran son claramente inútiles, y más sorprendente aún, algunas de esas piezas inútiles tienen ahora una nueva función, la de adornar el juguete. El relato exige muchas veces reducir lo narrado a lo esencial, y hay que mantener un juego entre lo esencial y lo accesorio en el que hay un punto para comprender que en ciertas historias lo accesorio se ha vuelto imprescindible, y es lo que viste la ficción de vida.

Keret ha nacido en un país y un tiempo en el que la posibilidad de la muerte es bastante real y cercana. No es que Keret o cualquier israelí estén por el simple hecho de serlo en un peligro de muerte inminente, pero hay países alrededor del suyo que han jurado destruirlos, y ha habido atentados en cada ciudad israelí durante décadas. Aquí también hemos tenido décadas de terrorismo y creo que cuando había una bomba que mataba a personas en principio alejadas de cualquier foco, a los demás ciudadanos se nos despierta una pregunta de: ¿podría haber sido yo? Creo, aunque me lo invente, que esa vecindad más o menos cercana con la muerte y el sufrimiento, con el miedo y la angustia, son lo que más lo acerca a Kafka. Kafka vivió gran parte de su vida con la idea de una enfermedad que no se iba a ir y de la que antes o después se moriría. Y la afrontó con las armas que pudo. Entre ellas, el humor.

¿El humor? No voy a llegar al extremo de David Foster Wallace en Hablemos de langostas, donde consideraba a Kafka un gran autor cómico al que convenía leer como tal. Considero que Kafka es esencialmente pesimista y juzga al ser humano como culpable, y de eso van sus grandes novelas. El proceso es la historia de alguien que ya ha sido considerado culpable, aunque no sepa por qué. La metamorfosis, más metafóricamente, pero se acerca bastante a ello. Keret sí es un autor que se merece el adjetivo de cómico. Sus relatos, en general, se acercan a lo cómico. Al menos siempre le sacan una sonrisa al lector, aunque a veces esa sonrisa sea amarga, o empiece en la sonrisa para acabar en lo amargo. Porque así es la vida, ¿no?

Algunas personas a las que he recomendado a Keret lo han leído y me han dicho que lo encuentran frívolo. ¿Es Keret frívolo? En 2013 tuve la suerte de asistir en La casa encendida de Madrid a un pequeño taller que Keret impartió para 30 elegidos, y él mismo contestó a esa acusación. Una de las asistentes le dijo que le parecía que frivolizaba con el terrorismo, por ejemplo. Y Keret le dijo que como su normalidad incluía el terrorismo, él lo normalizaba y hacía el mismo tratamiento irónico de él que de cualquier otro tema. Esto venía a cuento de un relato en el que el narrador se queja de que como en su barrio había tantos atentados y a cada atentado le correspondía un pequeño monumento conmemorativo, el barrio se había vuelto impracticable para que su hijo fuera con la bici y cualquier día un niño iba a acabar estrellado contra un monumento.

Mi opinión es que Keret no es para nada frívolo, pero no todo el mundo se acerca a los temas trascendentes y a los realmente importantes con cara muy seria y lamentándose y condenando lo malo. En los relatos de Keret están la vida, la muerte, lo íntimo y lo colectivo, la religión, la política, el terrorismo, la guerra, la pareja, la escuela y la familia. Están todos los temas importantes y clásicos de cualquier literatura que quiera ser representante de su tiempo. Los relatos de Keret parecen ligeros, están escritos con ánimo de resultar de fácil digestión para el lector, pero siempre dejan poso, la ligereza es un trampantojo. Suelen ser relatos de no más de 3 o 4 páginas, un relato que a veces, en manos de otros autores, no pasa del chiste o la anécdota, pero que para Keret siempre es suficiente para condensar un mundo narrativo completo.

Tuberías incluye más de cincuenta relatos, y tratar de buscar conexiones que permitan reducirlo a un párrafo es absurdo. Prefiero destacar algunos relatos, como Anette y yo follamos en el infierno, Dios el enano y La plaga de los primogénitos, todos ellos cercanos en su ambiente al judaísmo y a la idea de Dios. Nada de política y El hijo del director del Mosad son relatos, que como el primero hace pensar con su título, son esencialmente políticos, y como todo buen relato político son íntimos y familiares. El hijo del director del Mosad es uno de esos relatos que desde la primera lectura que llegan para quedarse, de los que pasan automáticamente a los relatos que envidias y que querrás releer muchas veces. Noventa también llega hacia lo político y lo social pero desde el ambiente familiar más cercano. Envidia de escritores es uno de los acercamientos a la metanarrativa que Keret introduce en todas sus colecciones. Aquí se trata de un narrador que suda cada frase de cada relato que envidia profundamente a Max Frisch y a J. D. Salinger por lo que entiende es su facilidad para escribir obras maestras, y se dirige a matarlos. Cierro volviendo a Kafka. ¿Es Keret el más digno elegido entre los miles de llamados a suceder a Kafka? Los dos relatos más kafkianos de la colección me han parecido Quedémonos a nivel de la metáfora, que además es un brillante juego de lenguaje, e Imitador de humanos, que establece un diálogo y le da una vuelta al famoso relato Informe para una academia, de Franz Kafka, solo que en este caso el simio decide revelarse.

Ojalá haya pronto más libros de Keret para que los keretistas matemos la sed. Por cierto, para aquellos que nunca lo hayan probado, Siruela sacó hace poco una recopilación de sus cuatro primeros libros de relatos, bajo el título de Un libro largo de cuentos cortos.

Seguiremos leyendo y compartiendo páginas.


Sr. E