martes, 27 de diciembre de 2022

Mis cuentos pendientes de 2022 (II). Los diez elegidos.

 Mis cuentos pendientes de 2022 (II). Los diez elegidos

 

Queda ahora la parte difícil, la de intentar cumplir con esta tradición anual y elegir diez libros e incluso ir más allá y ordenarlos. Sin pensarlo mucho más, vamos con ello.

 

10. Suspense, de Patricia Highsmith. No me gustan los libros que enseñan a escribir y tengo, más allá, serias dudas de que se pueda enseñar a escribir en un sentido parecido en el que se puede enseñar a cocinar o a hacer punto. Lo bueno de este libro es que no pretende ser uno de esos libros que te enseñan a escribir, sino que es una visita guiada al taller de trabajo literario de una buena autora, que tuvo bastante éxito popular y de ventas pero que no dejó de ser nunca una escritora comprometida con su oficio. Aquí nos va contando cómo fue encontrándose ante ciertas dificultades a la hora de escribir sus novelas y relatos y cómo las fue sorteando. No pretende enseñar, y se agradece, pero si te dedicas a escribir, se aprende, como siempre se aprende viendo a alguien que maneja bien el oficio y es original llevándolo a cabo, mientras trabaja. Y aunque el título alude al género en el que Highsmith más se especializó, lo que cuenta es extensible a toda clase de escritura narrativa.

 

9. El legado de Maude Donegal. El hijo superviviente: dos novelas de misterio, de Joyce Carol Oates. Si los escritores fueran tipos de coches, Joyce Carol Oates sería un todoterreno muy completo, capaz de hacer muchos kilómetros y hacerlos por toda clase de carreteras. De su inacabable producción he leído unos diez libros y puedo decir que es una buena escritora costumbrista, una original biógrafa, una cuentista muy acertada, una inmejorable teórica del boxeo y una escritora de misterio de primera categoría. Aquí se dedica a esta última faceta, y lo hace de una manera que convencería a Patricia Highsmith. El legado de Maude Donegal es una novela corta de tipo gótico, clásica, con elementos fantásticos y malsanos, muy bien planteada, sostenida y resuelta. El hijo superviviente se acerca más a la crónica de sucesos morbosa, al mundo contemporáneo y sus terrores familiares, y también te atrapa y mantiene tu atención de la primera a la última página.


8. Un hijo cualquiera, de Eduardo Halfon. Halfon lleva algo más de una década (década y media, más o menos) escribiendo uno de los proyectos más interesantes que se están haciendo dentro de la literatura en español, y más aún, de la literatura, sin apellidos. Halfon no ganará un Nobel dentro de 30 años, estoy casi convencido, como Annie Ernaux este año, por haber novelado su vida con distintas variaciones. Creo que lo único que podría conducir a Halfon al Nobel es que alguna causa más o menos política lo tomara como representante, y eso creo que es poco probable. Aunque hay mucha política (que no ideología, ni politiqueo) en todo lo que escribe. Hay Historia de esa que se infiltra en sus historias. Abuelos de distintos rincones del mundo que acaban en la conflictiva Guatemala de los setenta. Un exilio provocado por la violencia. Una historia nunca aclarada de supervivencia en Auschwitz. Una situación social desahogada en un país muy pobre. Todo eso sigue estando en Un hijo cualquiera, su entrega de este año, un libro muy destacable. Muy destacable pero, me atrevo a decir casi por primera vez con este proyecto en marcha. ¿Se está desgastando la voz, el tono, la idea? No lo sé. Pero me ha dado cierta sensación de que pudiera ir por ahí. La misma sensación que me ha dado de que Halfon se reinventará en otro proyecto después de este libro u otro más, y que todas estas novelas sin ficción que lleva quince años escribiendo en forma de cuentos, acabarán agrupadas en un único volumen enorme que le ganará una gloria no multitudinaria (porque hoy en día eso es impensable), pero sí muy amplia.

 

7. Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra. Creo que Halfon es el heredero de Bolaño que más se acerca a su excelencia y al que menos le importa eso. Cabe recordar que Bolaño no era, ni mucho menos, un autor siempre excelente. Tiene cientos de páginas mediocres. Pero siempre tiene una gran fuerza. Zambra es probablemente el heredero de Bolaño que más empeño pone en que lo identifiquen con él. Es chileno y supongo que eso hace que lo tenga más fácil que un guatemalteco criado en Estados Unidos y que vivió durante un año en una casona abandonada por la Guardia Civil en un pueblo de La Rioja (esa historia la cuenta mejor Halfon). Nunca me interesó demasiado leer a Zambra por esa obsesión por salir en la foto cerca de Bolaño. Pero Formas de volver a casa, que he emparentado rápidamente con el Bolaño menos ambicioso, y con la también chilena María José Ferrada, es una novela corta que me ha ganado. A medio camino entre la literatura juvenil y la novela adulta, cuenta una historia de niños que crecen y sobreviven en el Chile dictatorial. Y lo hace con una fuerza poética envidiable, un tono contenido y poco sobreactuado. Una muy buena novela.

 

6. Ha dejado de llover, de Andrés Barba. Los relatos muy largos de esta colección comparten muchas de las virtudes del Zambra de Formas de volver a casa. ¿Llegamos a crecer alguna vez, o somos tantos los que somos eternos adolescentes? No es que sea importante responder a esa pregunta, pero sí es importante saber reflejar esa manera de moverse por el mundo. Andrés Barba lo logra perfectamente en estos cuatro relatos que se mueven en una longitud que quienes escribimos sabemos que es muy difícil, las más de 40 y menos de 60 páginas. No llegan a ser nouvelles, pero son más amplios (mucho) que los relatos. Empiezan a asomar las tramas secundarias, pero no se las deja crecer. Hay más personajes y más variedad. Pero la forma se contiene y la mirada es la que debe en cada página. Hay trabajo de artesanía y mirada al campo lejano. Muy buen libro.

 

5. Memorias de ultratumba, de René de Chateaubriand. No he leído la obra completa de Chateaubriand, lo confieso, sino que leí el primer volumen que Acantilado tiene publicado. Es esta una obra total, una reflexión sobre la vida, en forma de ensayo al modo clásico y distinto al que hoy le damos a esa palabra. Sobre todo y sobre nada, en forma de autobiografía, es un libro de aire a lo Montaigne y sus Ensayos, que fueron una lectura que descubrí y me enamoró en 2020. Esta es otra de esas lecturas que te impregnan y duran para siempre. Chateaubriand, que siente que lo ha sido todo (dentro de lo que aspiraba a ser), se encuentra viejo y acabado y obligado a poner por escrito sus memorias para obtener algo de dinero. Y lo hace con la condición de que no se publiquen hasta su muerte, como así sucedió. Acabó siendo, sobra decirlo, la obra que recordamos ligada a su nombre, un clásico que hizo olvidar sus libros anteriores, de los que habla aquí con nostalgia.  

 

4. Mueren más por desamor, de Saul Bellow. Cada vez me gusta más Bellow. Cuanto más releo lo ya conocido (sus Cuentos, Las aventuras de Augie March) y cuanto más descubro lo que no conocía, más me encuentro con un autor que maneja infinidad de registros, que mezcla como muy pocos la buena narración con las ideas profundas, con un aire irónico y un mundo judeoamericano propio, cercano aún a la inmigración a los Estados Unidos. Mueren más por desamor es una novela de ideas, de intelectuales que no saben moverse por el mundo real y que naufragan como amantes y como seres humanos. Un tío y un sobrino, un botánico célebre y un diletante, que no saben vivir uno sin el otro y que, en general, no saben vivir, y a través de los cuales aprendemos, por paradójico que sea, nuevos matices sobre la existencia. Por ejemplo, ese que da título a la novela y que nos dice que por peligrosas que sean algunas enfermedades y amenazas, por reales que suenen, muere más gente de soledad y desamor.

 

3. Borges, de Adolfo Bioy Casares. Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares son probablemente la pareja de amigos íntimos que más ha aportado a la literatura del siglo XX. Borges, el Sherlock Holmes de esa pareja, Bioy, su fiel doctor Watson. Aficionados a la literatura policíaca, a la narrativa fantástica, a la poesía. Cultísimos. Un eremita y un vividor. Un autor consagrado ya en vida y otro, su escudero, del que a veces olvidamos lo magnífico escritor que fue. La idea del libro es sencilla, recoger y editar todas las entradas de los diarios de Bioy Casares en las que aparece nombrado Borges. Muchas son simples muestras de familiaridad (El famoso y centuplicado Hoy come Borges en casa), en otras los vemos en las pequeñas miserias de pelear con editores mediocres o prepararse un huequecito en la posteridad porteña. Un libro que es una vida que son dos vidas, la del contado y sobre todo la del que cuenta. Un libro que es, en una forma químicamente pura, literatura.

 

2. No digas nada, de Patrick Radden Keefe. Los duros años del terrorismo del IRA y el protestante en Irlanda del Norte. Cielos grises, chimeneas, ladrillos, amenazas, chivatos. Falta de sentido común y una pareja de hermanas legendarias. Tan bellas como desquiciadas. Y la mirada de un libro que nos cuenta la historia y la política pero sobre todo nos habla de aquellos que no eran parte en el conflicto, que no querían saber nada, y que podían verse salpicados. Una madre de familia irlandesa, católica, que atiende a un soldado que ha quedado herido en una reyerta en aquellas colmenas de pisos. Los rumores, los chivatos profesionales, la mala baba de las comunidades pequeñas y envenenadas por la ideología y el odio al de fuera. Y el secuestro y desaparición que deriva de todo ello. Una investigación para tratar de darle respuesta a todo aquello. Muchas más preguntas. Gente con ideas venenosas capaz de salir bien en la foto. Y miles de víctimas a ambos lados de la cuneta. Una paz frágil. Un libro de primera.

 

1. Nostalgia de otro mundo, de Ottessa Moshfegh. Voy a ser muy breve. Un libro de relatos en la estela de Lorrie Moore y David Foster Wallace. Una mirada lúcida e implacable al mundo contemporáneo y sus gilipolleces. Una colección de historias con tanto humor como mala leche. Una maravilla.

 

Seguiremos leyendo en 2023, y de vez en cuando comentándolo por aquí.

Felices lecturas

Sr. E

lunes, 26 de diciembre de 2022

Mis cuentos pendientes de 2022 (I): Recomendaciones

Mis cuentos pendientes de 2022 (I). Recomendaciones.

Calienta la chimenea, lo mejor que puede, el salón de casa, y en el despacho me echo otra chaqueta por encima y me pongo a pensar en los libros que he leído este año. Los hay que dicen que se escribe mejor con hambre y con frío, con la amenaza de un desahucio. Bajo presión, en definitiva. Lo dijo algún escritor, algo así, pero no recuerdo quién era. Siempre que pienso en esa idea pienso en el agente de Joe Gillis en El crepúsculo de los dioses, cuando el guionista sin fortuna interpretado por William Holden le dice a su agente que está en las últimas y este le contesta que es lo mejor que podía pasarle, porque así se escribieron las grandes obras maestras. Creo que esto, caso de regir, solo tiene sentido en una comedia negra de Billy Wilder y solo lo hace para Dostoievski y demás rusos trascendentes y definitorios, y no para alguien que solo quiere ordenar un poco sus ideas sobre lo que ha leído este año.

Aún puede caer algún libro antes de que el año se acabe en un sentido literal, pero cuando me siento a escribir esta entrada, una tarde fría en la que ya no llueve después de dos semanas de agua sin tregua, son 106 los libros apuntados entre mis notas de lectura. Hay de todo, de cómic a poesía, aunque la mayoría es narrativa y ensayo, con las infinitas formas intermedias en las que la no – ficción, si existe, que es una cuestión muy dudosa, ha ido tomando en las últimas décadas.

Llevo ya demasiados años en este blog, y demasiados de esos años diciendo que cada vez leo más ensayo y menos narrativa. Llevo demasiados años diciendo que cada vez leo más clásicos y menos contemporánea, que hago menos caso de los suplementos y de las voces autorizadas, y que a toda obra maestra súbita (esa que ya nace con la condecoración de libro para la historia) es mejor darle seis meses de cuarentena antes de acercarse como para volver a considerar que ninguno de esos hábitos ya es una novedad.

Soy, y supongo que toca asumirlo, un lector escéptico, que conoce demasiado los trucos de la narrativa convencional y que no se engancha con facilidad a sus giros, por sabidos. Alguien que cuando oye las exageradas alabanzas sobre un libro recién salido tiene la tentación de buscar las relaciones personales y de interés entre quien dispara la salva de consagración y el consagrado. Si uno tuviera un perfil polémico, llevaría cuenta pública de cuántas maravillas de febrero son grandes olvidadas en las listas que los mismos suplementos hacen a final de año, o de la aberración que supone que comencemos el libro con reseñistas bien mandados diciéndonos qué libros leeremos en 2023 y qué nos harán sentir. De la crítica nos hemos olvidado.

Últimamente compro muchos de los libros que compro por wallapop, y una de las herramientas que he desarrollado, para saber cuánto de real hay en la apuesta por la última maravilla, es buscar ese libro maravilloso un mes después. Abundan los ejemplares a la mitad de precio del que cuestan en las librerías. Intuyo que muchos vienen de la promoción de las propias editoriales, y me gusta jugar a adivinar quién, de entre los periodistas que han declarado su admiración por esa obra y se han rendido a su maestría, han pensado sacarse 10 euros extra, que todo suma a final de mes y ese sector, como el editorial, no están para brindar con champán bueno, vendiendo el ejemplar que la editorial les envió como obsequio para su reseña.

Es bonito descubrir clásicos (y entiéndase por clásico cualquier libro suficientemente asentado por el tiempo, a veces dos siglos, a veces treinta o cuarenta años), o releerlos y tener ganas de tirarle algo a la cabeza (ese mismo clásico, si es contudente), a quien eras a los 20 años y lo leyó sin sacarle casi nada del jugo que ahora obtienes. Es interesante comprobar que toda la literatura es ficción, sobre todo la que grita que no lo es (volvemos al tema) y que muchas veces lo más interesante que podemos leer nos llega en esa forma.

Es triste no encontrar libros de entretenimiento que cumplan con ese sencillo objetivo, entretener, y tener que afinar mucho lo que uno elige un par de libros con ese modesto fin porque se va a ir unos días a la playa o tiene un viaje en tren largo con niños y solo aspira a un poco de lectura cuando las condiciones ambientales no son las mejores y la energía no está concentrada en la lectura.

Es descorazonador ver qué libros infantiles y juveniles le quieren colar a nuestros hijos y nuestros alumnos. Y es una aventura ir con el machete desbrozando esa jungla de intereses y ver que al final acaban funcionando, y ya sé que va a sonar viejo y mortecino, Julio Verne o La isla del tesoro. Pero es que lo mortecino acaba siendo lo que las editoriales quieren colarnos, y las fallidas intenciones pedagógicas, casi pretextos, con las que quieren que se pierden.

Acabará teniendo razón aquel Roberto Bolaño que ya veía la muerte cerca y decía que había que alabar a ese lector puro que sale a la calle a buscar una nueva edición del Diccionario filosófico de Voltaire, porque sabe que esa obra no va a fallarle. Estoy por apuntarla a mis lecturas pendientes para 2023.


Pero todo esto no iba a ir de lamentos, sino de celebración de lo bueno leído, que ha sido mucho, pues para eso hago tanta labor de filtrado previo.

Sin demasiado orden ni concierto (es mentira, mi sistema de anotaciones de lecturas tiene sus trucos para rescatar ahora con facilidad esta información, pero no vamos a contarlo todo), celebro haber leído en 2022:



 Ensayo, en sus distintas y variadas formas

Memorias de ultratumba (I – XII), de Chateaubriand

¿Por qué nada funciona?, de Marvin Harris

Ensayos, de George Orwell

Para escribir hay que leer, de Vanni Santoni

Nieve negra: Dioses, héroes y bastardos del ajedrez, de Jorge Benítez

La abolición del trabajo, de Bob Black

El mal dormir, de David Jiménez Torres

Vivir con nuestros muertos, de Delphine Horvilleur

Hay más cuernos en un buenas noches, de Manuel Jabois

Suspense, de Patricia Highsmith

Borges, de Adolfo Bioy Casares

 

Novela de ficción fácilmente identificable como tal

El árbol de la ciencia, de Pío Baroja

Tres, de Dror Mishani

Tokio ya no nos quiere, de Ray Loriga

Debería haberme quedado en casa, de Horace McCoy

El club y Sylvia, de Leonard Michaels

El revés de la trama, de Graham Greene

El aire está lleno de agua, de Juan Miguel Contreras

Prolepsis, de Miguel Ángel González

Amor, de Maayan Eitan

Mi año de descanso y relajación, de Ottessa Mosfegh

Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra

Mi vida como hombre y Engaño, de Philip Roth

El cuchillo, de Patricia Highsmith

Mueren más por desamor, de Saul Bellow

El legado de Maude Donegal, de Joyce Carol Oates

Heredarás la tierra, de Jane Smiley

Campo de amapolas blancas, de Gonzalo Hidalgo Bayal

No dar de comer al oso, de Rachel Elliot

La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth

 

Relato corto

Fiesta en el jardín y otros cuentos, de Katherine Mansfield

Dime una adivinanza, de Tillie Olsen

Amor + odio, de Hanif Kureishi

Nostalgia de otro mundo, de Ottessa Mosfegh

Ha dejado de llover, de Andrés Barba

Ventanas y otros relatos, de Stephen Dixon

 

Libros de no – ficción, en su amplia variedad

No digas nada, de Patrick Radden Keefe

Todas nuestras maldiciones se cumplieron, de Tamara Tenenbaum

Cómo ganar el Giro bebiendo sangre de buey, de Ander Izagirre

Valle inquietante, de Anna Wiener

Canción y Un hijo cualquiera, de Eduardo Halfon


Cualquiera de esos libros cuenta, si para alguien eso aporta algo, con mi sello particular de recomendación. Pasado el año, todos esos siguen significando algo positivo para mí. Sigo teniendo presentes las razones por las que los disfruté. Sigo sabiendo por qué funcionan y por qué lo hacen tan bien.

Mañana seguimos

Felices lecturas

Sr. E

viernes, 7 de octubre de 2022

Un hijo cualquiera, de Eduardo Halfon

Un hijo cualquiera, de Eduardo Halfon

Leía hace unos días (no recuerdo si en algún diario o en alguna red social) el lamento de una hija que acababa de perder a su padre. Se quejaba esta hija por la frialdad con la que había sentido que las habían tratado, a ella y a toda su familia, en el momento en el que su padre murió en el hospital y durante los días previos. Una enfermera, en el colmo de la inhumanidad, le dijo algo así como que en ese sitio se moría gente todos los días. Y aunque alguien pueda tener razón literal diciendo algo así (tan terrible), nunca se podrá poner por encima de la verdad más importante, que es que morirá gente todos los días, como nace todos los días, pero ni todos los que mueren ni todos los que nacen son nuestros. No hay padres cualesquiera, ni un hijo cualquiera, como el que anuncia el título de la última novela (¿?) de Eduardo Halfon.

Tampoco el hijo del título de Halfon es un hijo cualquiera, por supuesto. Porque ese hijo es su hijo y lo retrata, y lo aprovecha como punto de partida desde el que desplegar su memoria literaria, y no es un hijo cualquiera. Nunca un hijo es un hijo cualquiera. Tampoco lo es cuando lo somos nosotros. Porque en el libro se ve ese cambio profundo que se produce en todos los que somos padres y que tiene que ver con nuestro cambio como hijos. Esa adquisición definitiva, y distinta, de una condición de hijo más compleja.

Hay una tensión, más vital que narrativa, en creer que nuestras andanzas como hijos y como padres son especiales. Y lo son, por supuesto, pero en general son tan especiales como las de cualquier hijo y padre de vecino. Quizá por eso en los últimos años se han multiplicado (llevadas al borde del crecimiento exponencial por ese mundo de espejos deformantes que son las redes sociales y la sensación de inmortalidad que potencian, como cualquier droga, los smartphones) las memorias de hijos que guardan luto por sus infancias y sus recuerdos, y de aquellos que estrenan paternidad y quieren compartir lo fascinante que criar a un niño resulta.

Aunque resulta complicado criticar esa clase de textos, porque se puede confundir el tema con la forma, hay textos que se mueven en esa línea de trabajo y que resultan, como poco, cuestionables.

No, es por supuesto, el caso de Halfon. Como no lo era ese otro ejercicio de paternidad cuarentona y primeriza que hacía Etgar Keret en Los siete años de abundancia, del que hablamos aquí hace muchísimo tiempo.

No es de extrañar que coincidan esos dos nombres en salvarse de la mediocridad y sus tentaciones. Si valiera la pena jugar a eso, podría decir que son dos de los mejores escritores del mundo. Cada uno en lo suyo. Keret escribiendo relatos cortos y Eduardo Halfon escribiendo libros de Eduardo Halfon.

Porque enlazo esto con la interrogación que dejé flotando junto a la palabra novela. El pasado 19 de septiembre pude ir a la presentación que el autor realizó, junto a su editor, de este libro en la librería Alberti de Madrid. Él defendió que lo que escribía eran, al cabo, cuentos, y que le incomodaba que alguien los considerara novela. No por él como autor sino por el lector que buscara novelas más novelas, más canónicas, y pudiera sentirse engañado. Novela en construcción, novela episódica. Qué más da, al cabo.

Qué más da tampoco qué porcentaje de lo que el Halfon narrador tiene del Halfon real. Todo es autobiografía y todo es también ficción, zanjó ese asunto. Y no se refería exclusivamente a sus libros, sino a lo que convenimos en llamar literatura. Literatura literaria, que es como vamos a tener que acabar definiéndola para que se entienda en qué nicho nos movemos, qué nos interesa leer y qué aspiramos a que quede en nuestras cabezas.

Un hijo cualquiera presenta motivos nuevos en comparación con los últimos libros de Halfon. La paternidad el más evidente. Una mayor sensación de hacerse mayor, por ese mismo motivo, una mayor gravedad para juzgar la vida y sus caminos. Y presenta motivos que vienen apareciendo en los libros de Halfon desde El boxeador polaco y Signor Hoffman. Sus orígenes familiares, tan mezclados como enrevesados, las historias múltiples de sus abuelos árabe y judío, el peso de la familia, los silencios, las palabras, la alquimia de combinar ambos. También la extrañeza ante las idas y las venidas, el sentirse y ser extranjero. Y algo que empezó a asomar en Canción, su anterior libro, la cercanía de las guerrillas y la violencia en Guatemala en los años setenta y ochenta.

Todo ajustado siempre a la palabra exacta, con frases llenas de música que repiquetean en tu oído cuando las vas leyendo, una poética digna del mejor Carver y emparentada con el Bolaño más ínimo con la que Halfon sigue construyendo una vida, otra vida de repuesto, que sigue creciendo libro a libro.

Hasta que llegue su siguiente libro, que también querremos leer.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

domingo, 25 de septiembre de 2022

Los diarios de Patricia (Highsmith)

 Los diarios de Patricia (Highsmith)

Esta es, lo aviso y lo reconozco, una entrada tramposa. Porque hace referencia desde su título a un libro que no he leído. Y aún más, a uno que no tengo pensado leer, o al menos no ahora, al menos no en las próximas semanas ni meses. Quizá dentro de algún año, cuando pase el hype (y perdonad el anglicismo, y si podéis, también la idiotez).

Me refiero, claro, a los Diarios y cuadernos de Patricia Highsmith, que Anagrama ha publicado hace poco, aunque haya hecho una broma con aquel viejo programa de la televisión al que iba gente, friki y no tan friki, a contar sus cuitas o a buscar solución a sus problemas. 1400 páginas, he leído, seleccionadas de las más de 8000 de cuadernos en los que Patricia Highsmith fue tomando anotaciones y que se encontraron después de su muerte.

Parece, si uno se asoma a las redes sociales y a las revistas y suplementos de libros, que todo el mundo (ese reducido todo el mundo que lee) está leyéndolo o en fase de compra y prelectura. No me veo, ya lo siento. Y me gustan los diarios, y las memorias, y esos géneros ensayísticos que entran y salen de ellos (pero no esa pesada autoficción con mucho auto, casi con autotune, y con muy poquita ficción, no como los diarios de los buenos diaristas, llenos de ficción, porque están llenos de literatura).

El caso es que esa repetición del nombre de Patricia Highsmith me hizo querer volver a leerla. La había leído hace bastante hace años. Recuerdo sensaciones, esa crueldad de algunos de sus personajes, esas tramas alambicadas, que a veces se mueven cerca de lo rocambolesco pero que acaban resultando verosímiles, que ya sabemos desde hace al menos veinticinco siglos que es más importante que ser reales.

Me quedaba la sensación de que en sus novelas el mal no era sofisticado, aunque Ripley pudiera leerse así a veces, sino era sobre todo un mal banal, propio del hastío de vidas aburridas y monótonas, esa herida que el zapato va haciendo hasta que el pie acaba sangrando, hasta que se gangrena, hasta que hay que cortarlo. Y muchos de sus personajes acaban cortando por lo sano, tomándose la justicia por su mano, gritando que están hartas y que hasta aquí. Y cruzada esa frontera, cualquier cosa puede pasar.

Es fácil encontrar los libros de Patricia Highsmith, decenas de ellos, en las bibliotecas públicas, lo que nos dice que lleva décadas siendo popular y publicada con regularidad. También veo ahora muchas de sus novelas y colecciones de relatos en bolsillo, quizá a rebufo de la popularidad de sus diarios. ¿Cómo se ha definido siempre la prosa de Highsmith? Retorcida y misógina. A veces misántropa.

Con todo, es difícil soltar uno de sus libros cuando empiezas con él.

Y decidí acabar agosto, en unos días de playa, con dos novelas que no había leído antes. El cuchillo fue la primera, y cayó entre una tarde bajo la sombrilla y una noche de lectura que se alargó. Vemos un crimen, un tipo que ha buscado tener una coartada, a la policía que no es capaz de resolver el misterio que para nosotros, lectores, no lo es. Y vemos también a un hombre apocado, harto de su mujer, que lee esa clase de noticias por afición y que cree saber lo que ha pasado, quién ha sido, y decide que sería capaz de imitar al asesino de la noticia y que nadie lo pille tampoco a él. ¿Por qué no probarlo?, parece decirse. Y se anima a hacerlo, pero no llega a llevar a cabo su plan. Lo cual no elimina la posibilidad de que algo ocurra accidentalmente y la policía, la que no ha sido capaz de resolver el crimen original, crea saber que él sí lo ha imitado y se ponga a investigar.

Muy interesante en su juego de espejos y en el trato del peso de la culpa, en el asesino real que teme que lo pillen por culpa del imitador que no llegó a imitarlo.

Pasé después a El diario de Edith, la crónica  -valga la referencia ya tan tópica a la novela de García Márquez- de una muerte anunciada. Edith se muda con toda su familia fuera de la ciudad, a una pequeña localidad en el campo. Allí, ella y su marido, que son periodistas, quieren poner en marcha un semanario de ideas progresistas, y criar a su hijo con más atención. Pronto vendrán las cargas familiares impuestas, que Edith acepta en la forma de un tío de su marido enfermo, no tardará mucho en seguirle la huida del marido con su joven y atractiva secretaria, con la que se va de vuelta a la ciudad, y los fracasos sucesivos de su hijo en todo lo que emprende y deja de emprender. Edith va cargando con cada vez más contando con cada vez menos, y su único consuelo parece ser escribir la vida soñada en su diario. Esa disociación acaba tomando la peor de las formas. Un libro realmente agobiante para quien lo lee.

También podría ser agobiante, si no fuera porque es divertido en su juego cruel, el siguiente que leí, Mar de fondo, una novela que ya había leído. Una novela realmente retorcida, con un matrimonio en descomposición, en el que la mujer va de un amante a otro a la vista de todos, en una comunidad cerrada llena de habladurías. El marido lo lleva y lo sobrelleva, hasta que un día amenaza a uno de los amigos de su mujer y cuando se presenta la ocasión, y sin testigos, lo mata. No por venganza, sino más bien por hastío. Su mujer sabe, o sospecha, que ha sido él. Y lo acusa. Y empieza, junto a un vecino metomentodo, a decirlo por toda la ciudad. Pronto, sin embargo, vendrá un nuevo amante, nuevas tensiones, y una nueva muerte misteriosa. Y ya todo irá en un crescendo sostenido hasta el final de la novela.

Creo que voy a seguir leyendo algunas novelas más de Patricia Highsmith en los próximos meses. Y creo que sacaré más de ahí que de leer sus diarios. Creo, además, que en sus novelas y en sus narraciones se ve bastante bien quién y cómo era ella (con las lógicas distancias entre realidad y ficción, que nunca debemos olvidar y a veces olvidamos).

He leído, para cerrar este último mes de lecturas de la autora, un libro llamado Suspense, subtitulado Cómo escribir novelas de misterio, una vieja edición que encontré rebuscando en la Cuesta de Moyano. Ni tengo pensado pasarme al thriller ni creo demasiado en los libros (ni en los cursos) que prometen enseñarte a escribir. Este no hace tal promesa, lo cual se agradece. Y puesto a que alguien dijera que puede enseñar a escribir, creo que siempre sería más fiable alguien que escribe con solvencia demostrada que cualquier profesor dudoso. En Suspense, más que herramientas, uno encuentra como lector a una autora interesante explicando, dentro de lo que quiere y puede, sus procesos creativos. Algunos trucos, algunas dificultades recurrentes, algunas soluciones a estas, algunos ejemplos prácticos de cómo resolvió ciertos problemas, algunos comentarios sobre sus propias obras.

Seguiremos leyendo. No solo a Highsmith.

Felices lecturas

Sr. E

miércoles, 14 de septiembre de 2022

Algunos libros para la vuelta al cole

Algunos libros para la vuelta al cole


He estado, lo confieso, tentado en grado sumo, de escribir reentré en el título de esta entrada. Lo he escrito, de hecho, solo que lo he borrado, porque me hacía sentir un poco gilipollas. No estoy llamando, que nadie me malinterprete, gilipollas a quienes lo han escrito continuamente en los suplementos y páginas culturales de los diarios desde hace cosa de un mes. Entiendo que a ellos les va en el sueldo. Yo, como hago esto en mi tiempo libre y sin dinero a cambio, no estoy obligado.

He leído (¿masoquismo?) los mismos diez o doce nombres en decenas de artículos. Quizá podría decir en centenares, pero tampoco quiero pasarme de exagerado. Con algunos autores y sus niveles de ventas previos, me parece muy optimista y arriesgado apostar a que cambiarán el rumbo del mundo literario en los próximos meses. Otros suenan a la apuesta segura de siempre. El problema quizá sea ese, que todo suena a lo de siempre.

Como los libros que en enero (otra reentré) nos asegurarán un año lleno de bienes, o las lecturas imprescindibles para el día del libro.

Podéis consultar cualquiera de esas listas, con sus bestsellers prediseñados, sus resurrecciones (algunas literales) y demás trucos.

No las seguiré con demasiada atención, lo confieso, aunque sí tengo ganas de leer, cuando sea posible, La familia, de Sara Mesa y Montevideo, de Vila – Matas, dos de esos títulos que se han repetido mucho. Confieso que Un amor, de Sara Mesa, no acabó de convencerme, siendo una autora que normalmente me enamora desde el principio hasta el final de sus libros, y quiero ver por dónde va su acercamiento a esa institución tan central. Confieso también que me parece un poco feo que nos quieran vender Montevideo diciéndonos que Enrique Vila – Matas vuelve a su mejor nivel, ese que llevaba años sin alcanzar. Ojalá sea así, lo digo como lector apasionado de su obra que fui. Pero queda feo que quienes dicen eso ahora sean los mismos que han aplaudido sin pausa sus últimos cinco o seis libros, esos que ahora nos dicen que fueron un bache.

Realmente el objetivo (si lo tiene) de esta entrada era recordarle, a quien lo lea, que hay otros libros que también van a salir en estos próximos meses. Libros que deberían, quizá, estar entre esas diez o doce recomendaciones imprescindibles pero que no lo están. Mi relación lectora con Cormac McCarthy es irregular, la verdad, pero creo que si saca novela después de quince años habrá que estar pendiente (de hecho son dos novelas conectadas, que en España creo que saldrán en un único volumen; título: El pasajero).

J. M. Coetzee, uno de los grandes novelistas vivos, y uno de los que siguen dando sentido a que miremos si alguien tiene el Nobel en su currículum, también publica nueva novela, y se llama El polaco.

Personalmente, yo estoy muy pendiente de la reedición de Blonde, de Joyce Carol Oates, una biografía novelada de Marilyn Monroe que lleva algunos años descatalogada y se va a volver a publicar gracias al empuje de una serie de netflix (la lectura que podemos extraer de las prioridades culturales es desoladora, ya lo vemos). Sea como sea, quiero leerla.

También tengo un ojo puesto en el nuevo libro de Shirley Jackson que Minúscula va a sacar. Es una novela de misterio gótico, por lo que parece, y se titula Hangsaman. Hay que estarle agradecidos a la editorial por esta apuesta de rescate de la autora (que supongo que estará funcionando bien a nivel de ventas, pero había que apostar por ella). Me gustaron sus cuentos, me encantó la novela Siempre hemos vivido en el castillo, ella como personaje ha acabado resultando simpática y entrañable (aunque probablemente no fuera ninguna de las dos cosas) y hasta las novelas que menos me han transmitido (La maldición de Hill House) me ha merecido la pena leerlas. 

Y que no se nos pase que Eduardo Halfon, que quizá está construyendo uno de los grandes proyectos literarios de nuestro tiempo en el entorno hispanoamericano, también va a tener libro (novela, memoria, autoficción, lo que sea que escribe Halfon) nuevo, Un hijo cualquiera. Esa es seguramente la novedad a la que más ganas le tengo.

Y aunque en los suplementos culturales se cuidan mucho de decirlo, no está de más acordarse de que en las bibliotecas públicas hay muchos libros que hacen más llevadera la cuesta de septiembre. Hay clásicos, medio clásicos, libros que fueron novedades impactantes hace tres años y que hace dos que nadie se lleva a casa, y también suelen llegar con bastante agilidad las novedades de cada temporada. Quizá con demasiada agilidad y poco sentido crítico, vistos los expurgos que obligan a hacer en otros libros, pero ese es otro tema.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

domingo, 11 de septiembre de 2022

Volver a Philip Roth: Engaño y Mi vida como hombre

 Volver a Philip Roth: Engaño y Mi vida como hombre

 

Otra de las cosas que he hecho en verano ha sido volver a leer a Philip Roth. Leo tanto sus libros que no es novedad que diga que en verano he vuelto a él. Pero es que me sienta muy bien volver a leer a Roth.

En primer lugar porque el tiempo ya ha dejado un margen suficiente para que podamos identificar cuáles son sus mejores obras, cuáles sus intentos fallidos, cuáles son obras menores pero llenas de encanto (literario), en cuáles podemos ver el modelo previo e imperfecto de una obra que aparecería una década después.

Roth tiene una obra lo suficientemente amplia como para ir haciendo relecturas de tanto en cuanto y como para que aún me queden algunos libros a los que acercarme (aunque cada vez tengo más dudas de si me queda pendiente alguno de los importantes).

Ya escribimos sobre él y su trayectoria.

http://cuentospendientessre.blogspot.com/2018/05/philip-roth-novelista.html  

Cuando Roth murió en mayo de 2018 leí Némesis, que tenía sin leer porque me había desconectado de sus últimos libros, y me pareció un libro estupendo, una novela corta llena de nostalgia por un mundo que debía haber sido seguro y se estaba volviendo inseguro. Creo que no por casualidad decidí volver a leerlo cuando llegó el COVID y nos encerraron en casa durante algunos meses. En aquel confinamiento también releí la trilogía de Zuckerman encadenado, encontrando nuevos matices y recordando que La visita al maestro ya me había parecido un juego estupendo y muy arriesgado cuando la leí por primera vez (un juego de autores reales y espejos fantasmales que tendría muchos problemas para ser publicada hoy, por irrespetuosa).

El verano pasado compré, sin tenerlo previsto (había ido buscando otros libros a la librería, quiero decir) Sale el espectro, otra de sus novelas de los últimos años. Y sin ser una gran novela de Roth, sí era una gran novela. Esa es una de las ventajas de leer y releer a Philip Roth (una de las ventajas de leer y releer a los escritores grandes), que siempre nos asegura una buena calidad de prosa y una gran narrativa, y aunque algunos de sus libros no sean grandes libros, están muy por encima de la mayoría de obras maestras que nos cambiarán la vida en los próximos meses, según las promesas de sus editoriales y voceros.

También consulto, con frecuencia, su libro ¿Por qué escribir?, ensayos y reflexiones sobre el oficio y su manera (muy personal) de verlo y afrontarlo.

Este verano traje de la biblioteca uno de los libros menos conocidos de Roth (desconozco si porque él renegara de esta novela o por misteriosos mecanismos editoriales), una novela que de hecho no se ha reeditado con la mayoría de su obra ni ha salido en bolsillo. Engaño es una novela dialógica sobre el adulterio. Aunque en realidad es una novela sobre el adulterio de una pareja, un escritor judeoamericano radicado temporalmente en Londres y su amante. La parte más interesante de la novela nos presenta, sin contexto ni explicaciones, diálogos entre estos dos personajes en la habitación de hotel donde se encuentran. Mucho más que deseo, vemos la soledad de cada uno, el aburrimiento de la vida, las crisis creativas, el miedo a hacerse mayor y dejar de sentir, y sobre todo de producir, deseo. Muy buen libro (encajable, probablemente, en la categoría de obras menores del autor).

Mi vida como hombre, que es la otra novela de Roth que leí este verano, encaja más bien en la categoría de ajuste de cuentas que el autor también practicó con cierta frecuencia. Es una novela amarga, llena de reflexiones sobre el deseo y de decisiones insensatas provocadas por ese mismo deseo, llena de espejos entre el narrador, el autor del libro que está escribiendo el narrador, y los distintos planos de la realidad y la literatura en los que se van situando. Cómo refleja un escritor sus heridas en lo que escribe, y a quién hiere al hacerlo, es uno de los temas centrales de la novela. Los dos cuentos que abren la novela están firmados por Nathan Zuckerman, y uno de ellos es una obra maestra. Lo que la novela hace luego es salir del plano de Zuckerman y convertirlo en un personaje al que ha creado otro escritor, Peter Tarnopol, de quien se nos cuenta su verdadera vida, y cómo su tortuoso (por no decir algo peor) matrimonio con Maureen lo llevó hasta crear esos relatos.

Para quienes hemos leído bastante a Roth, tiene además el aliciente de que lo que se cuenta atribuyéndolo aquí a Tarnopol es algo que Roth contó después en la novela (biográfica) Los hechos. También releí, ahora que lo recuerdo, Los hechos, en aquellos meses de confinamiento, y apunté en mi cuaderno de lecturas que ese libro valdría para reivindicar la palabra autoficción, tan denostada gracias a los tristes experimentos de mesa de café de gente contando que está en la mesa de su cocina, tomándose un café, e intentando ver cómo lo cuenta.

Para finales de mes (tengo que racionarme las adquisiciones) tengo pensado acercarme a alguna librería de las que frecuento a por El profesor del deseo, que no tengo claro si he leído, pero sé en cualquier caso que quiero leer con calma y profundidad. Me vale como propósito de inicio de curso.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

 

 

jueves, 8 de septiembre de 2022

Vuelta al cole: Algunas lecturas del verano

 Algunas lecturas del verano

 

Tiene el verano algo de canto de sirenas. Nos promete mucho, y nos imaginamos las horas de lectura de las que dispondremos, si no como infinitas, al menos como una fila muy larga en la que las horas disponibles para leer se presentan para que les pasemos revista y la vista se nos pierde antes de ver el final.

Después, la realidad es otra y las horas de lectura, aunque sean muchas, siempre son menos. Pero es que la realidad siempre es otra y las promesas nunca acaban de cumplir todo lo que nos imaginamos que nos darían.

Llegué al verano, como llego a los veranos, pero especialmente a este, con una lista enorme de libros pendientes para ir leyendo. Había novedades del invierno a las que decidí dejar al menos medio año de margen, clásicos pendientes, libros especialmente gordos o especialmente exigentes y libros de los que esperaba tanto, pero tanto, que quise guardarlos para un momento especial.

Quizá la lección a aprender (y que difícilmente aprenderemos) es que el momento especial debe ser siempre el más cercano y que haga posible esa lectura. Carpe diem, que decían los clásicos, también para la lectura.

El caso es que no he leído durante el verano muchos de los libros que había señalado para estas fechas, pero no hemos venido aquí a llorar. Algunos los empecé pero los dejé pronto. A veces notas que no es el momento, y no me da ningún miedo dejar los libros sin terminar de leer, ni me hace sentir mal darme cuenta de que no es su momento. Apunto en estas obras que serán para otra verano (que es posible que también nos decepcione respecto a las expectativas creadas) El cuarteto de Alejandría, que lleva probablemente una década entre los clásicos que esperarán al verano.

A cambio de esos libros previstos y finalmente no leídos, han aparecido otros que no esperaba. Las circunstancias, o un regalo, o cualquier lectura que te lleva a otra, va torciéndote los planes. Y bien está que así sea. Es famosa la fórmula de Javier Marías según la cual hay escritores que se mueven siguiendo una brújula y otros siguiendo un mapa. Como lectores creo que somos algo parecidos, y en mi caso, aunque me empeño en dedicar horas a trazar mapas, acabo echando mano de la brújula con mucha más frecuencia.

Terminé junio con dos libros que creo que están entre los más particulares que he leído en lo que va de año, y ya estamos empezando septiembre.

Uno es Amor, de Maayan Eitan. Una novela corta, muy directa, que juega a subvertir la idea de amor y a convertirla, como tantas otras, en negocio. Y que lo hace a través de las vivencias de una deslenguada prostituta israelí que analiza su llegada a ese negocio y la trayectoria que va siguiendo en él.

El otro es Nostalgia de otro mundo, de Ottessa Mosfegh. La autora sonó bastante hace un par de años con una novela que debía ser bastante diferente (Mi año de descanso y relajación). Esta es una colección de relatos, irregular, si se quiere (toda colección de relatos, con las conocidas y canonizadas excepciones, siempre nos lo va a aparecer) pero llena de viveza, mirada propia, narradoras con un voces muy bien caracterizadas, y variedad de tonos en relatos en los que siempre hay algo incómodo, que en ocasiones cruza hasta la sórdido. Hacía mucho que no leía un libro de cuentos que me descolocara tanto, y hacía más tiempo aún que un libro de relatos no me diera tanta envidia y me diera tantas ganas de sentarme a escribir cuentos para poder compararlos con lo que acababa de leer (y darme cuenta, pero esa es otra historia, de lo vergonzoso de la comparación).

He leído bastante relato este verano, y he aprovechado para hacer relecturas de Las armas secretas, de Cortázar, y una relectura casi completa (salvo por su último libro) de los cuentos editados en España de Etgar Keret. Aunque me da la sensación de que se está tendiendo en los últimos años a una cierta caricaturización de Cortázar, creo que cuando se leen sus cuentos sus páginas nos recuerdan lo que es un autor de primerísimo nivel. Keret es diferente, más directo y extraño, pero otro genio. Y uno con el que es fácil reír, para que después se te quede la sonrisa congelada y te des cuenta de cómo trabaja, con qué maestría, ideas como la de la soledad del ser humano.

No es lo mejor que he leído de Zadie Smith, pero sus relatos de Grand Union me parecen recomendables, y quizá una buena primera lectura de esta autora. Tal y como comentábamos sobre las colecciones, irregular, pero los que son buenos (en algunos se nota demasiado que fueron encargos de revistas y se le pidió ceñirse a ciertos temas, cierto número de palabras, o que debió pensar en la clase de lectores que iba a tener) son realmente buenos.

No he tenido tanta suerte con los cuentos de Francamente, Frank, de Richard Ford. Y el caso es que Ford, como cuentista, me ha gustado mucho otras veces (De mujeres con hombres es un libro al que vuelvo frecuentemente, recuerdo con gusto Pecados sin cuento). Pero su personaje Bascombe y yo no acabamos de entendernos. La lectura interrumpida de su novela El periodista deportivo suma más puntos a esa tesis.

He leído novelas de las que guardo una impresión positiva (Leña menuda, de Marta Barrio, La edad del alambre, de Bárbara Blasco) y otras que ya he olvidado. He leído novelitas de autores de los que en otras ocasiones (otros veranos, mismamente) había leído obras de más enjundia. Brighton Rock, de Graham Greene, quizá represente mejor que ninguna esa categoría. Como novela de misterio no deja de ser pasable (cualquier libro de Simenon funciona mejor en ese sentido), y no tiene mayores valores literarios, aunque intenta aparentarlo (que quizá es lo peor).


En los días de playa leí junto al mar, bajo la sombrilla, Hay más cuernos en un buenas noches, una selección de artículos de Manuel Jabois. Fue una lectura muy agradable. Ligera, divertida. Ni soy especialmente seguidor de Jabois ni suelo (quizá haya sido mi primera vez) leer selecciones de artículos. El caso es que disfruté con estas columnas.

Viajé hasta Irlanda y me compré un ejemplar de bolsillo (ediciones de clásicos, bien cuidados, con buena letra, a 3 euros, lo digo por si tenemos que replantearnos algo en España) de Dublineses. Lo había leído, traducido, hace quince (si no veinte) años. Y no recordaba que me hubiera dicho mucho. Esta segunda lectura me ha hecho pensar en que estaba ante una obra maestra. No habiendo sido capaz de leer completo el Ulises hasta ahora, esto al menos me acerca un poco más a la figura de Joyce (de quien sí había leído con gusto el Retrato de un artista adolescente). No creo que la diferencia esté en haberlo leído en inglés. Es posible que estas historias, tan contenidas, tan chejovianas, necesitaran un poco más de edad y bagaje lector por mi parte.

Releí, después del atentado que sufrió, Joseph Anton, de Salman Rushdie. Es un libro de memorias en el que habla de sus años perseguido y escondido. Y es un libro que creo que nos enseña por qué puede molestarle un autor como él a los fanáticos. Entre otras cosas porque no se toma nada (ni siquiera las amenazas de muerte recibidas) con especial solemnidad. Y los fanáticos se pierden ante la ironía y la inteligencia. Y esto no es algo que solo le pase a los fanáticos que utilizan cuchillos o pistolas, sino a todos.

Terminé el verano con un amigo de Rushdie, Hanif Kureishi. Hace unos años leí seguidos varios de sus libros, y me gustaron mucho. Subió mucho en la escala de mi consideración. Este verano he releído, desde esa nueva posición, El buda de los suburbios, la única de sus novelas que había leído antes de aquel atracón. Tiene mucho ritmo, retrata muy bien lo que es criarse en una familia desclasada y llena de contradicciones de origen y destino, y se ríe mucho tanto de los viejos ingleses como de los nuevos ingleses. Y todo sucede en unos confusos años setenta, con buen rock de fondo y muchos padres desorientados buscando nuevos rumbos amorosos y espirituales. Un muy buen libro.

Como también lo han sido las dos últimas novelas de las vacaciones. Mientras el mundo espera la publicación de la traducción de los diarios de Patricia Highsmith, yo decidí echar en la última maleta del verano dos de sus novelas. El cuchillo es una historia de suspense malsano muy propia de la autora. Con matrimonios envenenados, movimientos psicopáticos, y un punto de culpa dostoievskiana. Recuerda a algunos de los personajes de Extraños en un tren y me ha llevado a pensar en que Gillian Flynn la había leído cuando se puso a escribir Perdida (detecto una cierta familiaridad en el aire enrarecido de esas casas, sin más, igual que digo que Highsmith había leído Crimen y castigo). Y el segundo de estos libros fue El diario de Edith. Mucho menos de suspense y mucho más costumbrista. Perturbador y bastante enfermizo. He visto que es una novela escrita en 1977 y leída desde hoy tiene muchas lecturas posibles sobre el papel de la mujer en la sociedad, los cuidados y otros temas importantes para el feminismo. Un libro que te deja con muy mal cuerpo, eso seguro.

Voy a cruzar la frontera entre las vacaciones y la rutina del trabajo con Principiantes, de Raymond Carver. Hasta ahora me había resistido a leerlo. Para quien no lo sepa, son las versiones iniciales de los cuentos que acabarían formando parte del libro que conocemos como De qué hablamos cuando hablamos de amor. Releí esos cuentos, precisamente, hace un par de años, durante aquella época de confinamiento. Y volvieron a enamorarme de la prosa de Carver. Y al final me he decidido a leer esta versión. Para quienes no conozcan demasiado la historia, el editor Gordon Lish trabajó mucho en la labor de poda y recorte de los cuentos de Carver, dándole lo que los lectores hemos identificado durante años como el estilo de Carver, que quizá sea un estilo más de Lish que de Carver en algunos aspectos. Supongo que iré leyendo algunos cuentos con su hermano más breve en paralelo. De momento me estoy encontrando con buenos relatos, pero con relatos que no parecen de Carver en muchos momentos, quizá cuando son realmente más de Carver que otros muchos. Las contradicciones del sistema editorial y los caminos torcidos que llevan a la fama.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

jueves, 19 de mayo de 2022

Como una moto: la vida galopante de John Belushi, de Bob Woodward

 Como una moto: la vida galopante de John Belushi, de Bob Woodward.

Quienes (todavía) me aguantan y bien me escuchan o bien me leen, me han oído hablar de este libro desde que lo leí por primera vez (lo recuerdo perfectamente) en enero de 2018. Lo encontré en la sección de biografías de mi biblioteca habitual, y fue la casualidad la que me llevó hasta él. Buscaba yo
Mi último suspiro, la biografía de Luis Buñuel (que pese a lo que el catálogo digital anunciaba, no estaba disponible; en general no estaba, o se había perdido cambiado de sitio entre las decenas de miles de volúmenes de la biblioteca, que viene a ser lo mismo) y me topé con una vieja edición, muy llamativa, de este libro. Había sido editado por una pequeña editorial (Papel de liar) y creo que circuló muy poco. Me alegra que se haya recuperado y que Libros del Kultrum haya optado por intentar promocionarlo. Espero que llegue a muchos lectores.

Lo primero que me llamó la atención es que el autor fuera Bob Woodward, ese famoso periodista del Washington Post al que interpretaba Robert Redford en Todos los hombres del presidente, uno de los que sacaron a la luz el caso Watergate. Supongo que me sorprendió por un problema de traslación del mundo cultural americano al español. Me costaba imaginarme a un Iñaki Gabilondo escribiendo sobre un humorista de vida interior atormentada y que terminó mal. ¿Quién fue el John Belushi español?, sería la siguiente pregunta que uno se haría. Y no vale la pena hacerse esas preguntas, aunque si veis el documental Eugenio, veréis algunos paralelismos.

Es un tópico ya muy usado ese del payaso triste. ¿Es que acaso todos los hombres que nos hacen reír están rotos por dentro y buscan la aprobación y el cariño de los demás en sus carcajadas?

Tampoco puedo decir que leyera por primera vez este libro, o que haya estado deseando que hubiera una reedición para poder conseguirlo y releerlo porque yo fuera un gran admirador de John Belushi. Apenas le ponía cara, y sobre todo lo conocía como Jake Blues en la película de los Blues brothers, una película muy divertida, con una gran banda sonora (Belushi se esforzó mucho por resultar convincente como cantante de blues, y aunque su fuerza es imitativa, hay que reconocer que es realmente poderoso) y en la que, después de leer el libro, es complicado no ver el rastro de varios kilos de cocaína. Belushi era, en Estados Unidos, un cómico muy popular gracias al formato del Saturday Night Live, poco visto por aquí (aunque estoy convencido de que habrá un ejército de exclusivos que dirán que lo conocían sobre todo por aquel programa) y peor adaptado (en el libro se comenta, y es para olvidar, a aquel Emilio Aragón noventero diciendo, a imitación de Chevy Chase, lo de Yo soy Emilio Aragón y usted no).

Belushi llevó el formato, y el humor que allí se hacía, al límite. Su fuerza estaba en la comedia física, pero también en lo rápido que sabía captar lo que iba a hacer gracia, a veces de manera directa y a veces incómoda. Sabía manejarse con la voz, con el cuerpo, con la música, con los juegos de palabra. Sabía buscar petróleo en algunas heridas familiares, como lo era la escasa adaptación de sus padres a la vida americana. Un famoso sketch de Belushi, en el que este regentaba una hamburguesería en la que solo se podían tomar cheeseburgers (y no fries, no Coke), con una imitación de un acento europeo poco determinado era una parodia de su padre, que tuvo (y perdió) dos restaurantes que fueron su vida. Los padres de Belushi, y aquí había una clave de la historia de todos ellos, venían de Albania, un pequeño y pobre país con un régimen comunista rayano a la locura, y nunca quisieron que se supiera en su pequeña ciudad americana, por lo que los hijos se acostumbraron a decir que eran de origen griego, que les parecía algo más normal y respetable. El restaurante del sketch cómico, el Olympia, sí era griego (aunque con una carta más que limitada).

Como una moto se puede leer como un tratado sobre la adicción. Y también como una novela. Funciona como una historia parecida a Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez. Como en aquella novela, aquí se está reconstruyendo lo que sucedió. Todo el mundo que habla y opina, todo el que convivió con el John Belushi que se hizo millonario al cumplir los treinta años, como él mismo lo describía, tenía la sensación de que acabaría muerto. Era cuestión de tiempo. Lo sabía su mujer. Lo sabía su hermano. Lo sabían sus amigos, sus productores, su manager. Pero nadie hizo nada por pararlo. Quizá, se decían, no era posible pararlo. Más que un loco en moto era un camión bajando una cuesta sin frenos. ¿Quién va a pararlo?

Además, no lo olvidemos, era el final de los setenta y el principio de los ochenta. La cocaína, la principal adicción de Belushi (junto a los quaaludes que le ayudaban a bajar y frenarse un poco) estaba bastante normalizada en el mundo del espectáculo. Belushi tenía pánico a actuar sin ella, que le ayudaba a estar siempre a tope, rápido, a no perder ni un chiste ni dejar que se le pasara una situación potencialmente graciosa.

Belushi no tenía una gran fuerza de voluntad, eso es un hecho. Le gustaban demasiado las drogas. Pero es otro hecho que nadie era capaz de ayudarle a detenerse.

En ocasiones trataba de dejar la cocaína, pero la gente seguía ofreciéndosela. Si la rechazaba, le apremiaban. Belushi no era divertido viendo cómo los otros se metían; era divertido cuando participaba. La cocaína le volvía más positivo; hacía que las cosas resultaran importantes e intensas.

Todos a su alrededor sabían que acabaría con él. Pero tampoco querían renunciar a la chispa de Belushi. Ni a su parte del negocio.

En un momento del libro se dice que el ritmo que llevaban en Saturday Night Live era imposible de seguir sin estimulantes, y que entre todos los posibles habían decidido que usarían la cocaína. Lo que realmente necesitaban era cogerse unas vacaciones, pero como no se las iban a poder tomar, las drogas eran sus vacaciones.

La sentencia, como en la novela de García Márquez, estaba escrita desde el principio, y todos se iban encontrando con el futuro cadáver y solo decían eso: por ahí va alguien que está sentenciado.

Este diálogo entre el médico del rodaje y el productor se produce casi al principio del libro. Sobre él se construye todo.

Tienes que apartarlo de las drogas –dijo el doctor quedamente–. Si no lo haces, sácale tantas películas como puedas porque solo le quedan dos o tres años de vida.

Belushi acabó reventando, y su nombre quedó asociado a la combinación de cocaína y heroína (speedball) que se lo llevó por delante. Woodward nos cuenta que con su muerte algo acabó en Hollywood. El abuso de drogas, hasta entonces bastante tolerado, empezó a verse de otra manera. Muchos de sus amigos pusieron sus barbas a remojar (el cómico Robin Williams, entonces en la cumbre de sus adicciones, fue uno de los interrogados durante la investigación de su muerte, ya que había pasado aquella noche con él, y contaba que ahí se dio cuenta de que tenía que moderar mucho sus hábitos) y buscaron ayuda médica, o redujeron mucho sus consumos.

Como sucedió con el asesinato de Sharon Tate quince años antes, en un sentido muy diferente, la muerte de Belushi marcó el final de algo. Nos queda este libro para comprender un mundo y una época. Y para ver cómo terminó. Y para tener un acercamiento más a un temperamento indomable, a una personalidad obsesiva y adictiva, y también a una brutal fuerza creadora.

Belushi murió a los treinta y tres años. Cuarenta años después, sigue siendo un mito.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E  


lunes, 9 de mayo de 2022

El club, de Leonard Michaels

 El club, de Leonard Michaels.

Hablaba de la autoficción no hace mucho. Y hablaba de que la autoficción consistiría, en origen, en ficcionalizar algo que estuviera cerca de la vida del autor.

Creo que por seguir con ese juego El club es una autoficción. Su prólogo (escrito para la reedición) profundiza en esa idea, con un juego muy propio del Philip Roth que escribió Los hechos, con un personaje que pide tener voz para negar lo que sobre él han dicho. Me quedo con serias dudas sobre si el Harold Canterbury que firma el prólogo es realmente una persona airada porque se haya producido una grave confusión entre él y un personaje o es un requiebro posmoderno más. El libro juega a regatear la noción de realidad objetiva y a la confusión. Y en el fondo da lo mismo lo que quiera ser. Todos esos juegos son muy secundarios. Aquí vamos a leer una historia. Una novela.

Y además vamos a tener la suerte de leer una novela de primera. Y de esas que apenas se conocen, de las que te llegan de sorpresa, te golpean y te tumban.

La cogí en la biblioteca porque vi que tenía una introducción de Rodrigo Fresán, que seguía las clásicas normas de la introducción de Rodrigo Fresán. La información nos viene clasificada y en una escaleta numerada. Hay mil referencias externas a la novela. Y exuda entusiasmo. Creo que no hay un lector más entusiasta viviendo en España que Fresán. Y todo lo que le entusiasma lo hace de manera genuina. Aunque es cierto que en los últimos años me la ha colado alguna vez, sigo cayendo en sus recomendaciones. No dejará de ser, para mí, el autor que hizo que leyera Postales de invierno, de Ann Beattie (ahora volveremos sobre ella) y los cuentos de John Cheever (en aquella edición de mediados de los 2000 que se llamó La geometría del amor, con sus quince o veinte cuentos fundamentales).

De este Leonard Michaels creo que hubo hace unos años una edición de sus Cuentos completos (mi memoria me dice que en Lumen) y curioseando después de leer el libro veo que Libros del Asteroide ha editado recientemente otra novela (Sylvia). Después de mi encuentro fortuito (al mismo nivel que cuando chocas con un camión) con El club, buscaré más. Aunque antes releeré El club. Porque escribo estas líneas con la resaca de haberme acostado anoche a las tantas leyéndolo. Lo de leerlo del tirón fue literal. Hacía mucho (muchísimo) que no cogía un libro a las once de la noche y lo dejaba camino de las tres de la madrugada, siendo el día siguiente uno de esos en los que tenemos que madrugar quienes trabajamos para vivir.

¿Qué nos cuentan en El club? No es que la sinopsis que pueda hacer de la trama sea apasionante. Un grupo de hombres, en los últimos años de su treintena o en los primeros de su cuarentena, deciden fundar un club para hombres. En realidad lo decide uno de ellos, y convence a otro, y estos dos invitan a los demás, que van un poco por probar. Cuesta salir de casa después de la cena, dice uno de los nuevos miembros. Pero todos han ido. ¿Por qué un club y por qué para hombres? Porque los tiempos están cambiando y las mujeres tienen sus propios clubs y ellos también quieren sentirse especiales, básicamente.

La novela está escrita en 1975, y se nota que los tiempos habían cambiado, pero tampoco se sabía muy bien por qué ni hacia dónde. La marihuana, el intercambio de parejas, el sexo más o menos libre, las parejas abiertas, todo eso ha sido asimilado y todos ellos se mueven con naturalidad en ese mundo. ¿Y? Y poco más. Son, en esencia, y con todo lo que se supone que han avanzado, seres vacíos, llenos de heridas y resquemores. Todos han perdido más de lo que han ganado. Una de las cosas que tienen en común los miembros del club es que todos se han divorciado.

Todos, cuando se decide que la dinámica de la primera sesión del club (porque asistimos a la sesión inaugural) consista en ir hablando y contando una historia, como en una sesión de terapia (el anfitrión es psicoanalista, los invitados son médicos, abogados, profesores universitarios, hay dinero de sobra y buenas casas), mostrarán heridas. Heridas provocadas por mujeres y pérdidas, esencialmente, aunque no solo. Y no todas iguales.

La noche se irá volviendo rara, se hará demasiado larga, habrá historias patéticas, asaltos al frigorífico, mucha bebida, confesiones, juramentos de camaradería y alguna pelea. Y acabará, al amanecer, cuando la mujer del anfitrión vuelva y les diga que hagan el favor de recoger ese desastre. Suenan los ecos de aquella Lauren Bacall gritándole a Humphrey Bogart y sus amigotes que no eran más que una pandilla de ratas borrachas y a aquellos dándole la vuelta al insulto, luciendo la medalla y empezando a presentarse como el Rat pack.

El libro es crudo y no tiene compasión con lo que muestra. Me ha recordado, por esa mirada vitriólica, a Houellebecq, que ha profundizado aún más en el vacío existencial en el mundo posmoderno y aparentemente más libre que nunca. Por su escritura contenida y siempre bien medida, por la poesía de su vacío, me ha hecho pensar en La edad del desconsuelo, de Jane Smiley. Y porque viene a romper con todas las ilusiones de lo previo, si las hubo, al ya citado (y alabado por Fresán) Postales de invierno. Claro que allí quedaba esperanza. Era un libro melancólico pero lleno de esperanza. Poca hay aquí, en estas menos de doscientas páginas.

¿Es un libro misógino?, se pregunta Fresán, nos podemos preguntar los lectores. Es un libro en el que las mujeres solo aparecen como referencias, nunca como personajes. El único personaje femenino de hecho surge para cerrar el libro acabando con la fiesta. Pero no creo que se pueda leer como un libro que reivindica ninguna superioridad de los hombres. Al revés. La llegada de ella ilumina aún más el patetismo de todos ellos. Niños grandes, bobos, satisfechos de conocerse, necesitados de guía para no descarrilar constantemente.

Se lea como se lea y se interprete como se interprete, es una gran novela. De eso no me cabe ninguna duda. Y es de esas que te piden (a quienes escribimos) escribir. A su sombra o contra su modelo. Pero sentarte y escribir. Como pasa con La edad del desconsuelo y con Postales de invierno. Como pasa con los libros que son realmente grandes. Holden Caulfield decía aquello de que sus libros preferidos eran aquellos en los que sentía que quería ser amigo del autor. Creo que es algo común entre quienes escribimos que los libros que preferimos son aquellos que nos llevan a escribir. No creo que muchos quisiéramos conocer a quien los ha escrito. Este de momento me ha llevado a sentarme aquí, a teclear esto con urgencia, aunque solo sean unas líneas para conocer lo que pensamos, y a desear que llegue el momento de una relectura más pausada.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

 

viernes, 29 de abril de 2022

Desde dentro, de Martin Amis

 Desde dentro, de Martin Amis

 

Leí Experiencia, de Martin Amis, hace cosa de quince años (me parece que todos los libros que me han marcado, para bien y para mal, como lector y escribidor, los leí hace quince años, aunque esos quince años no son una referencia fiable, son solo una barrera mental, un tótem) y me convenció, junto con La información, de que Amis era realmente un escritor de primera, único en lo suyo (fuera lo que fuera) y que era la clase de escritor que nunca ganaría un Nobel (alguien de aquella generación tantas veces llamada Granta lo ganaría, porque esto es como cuando un equipo de fútbol gana todos los torneos a la vez, algún jugador se llevará el Balón de oro, hay que decidir cuál; el elegido aquí fue Ishiguro, hay mucho que comentar al respecto) y que acabaría mal (literariamente).

No sé por qué tenía yo ya aquellas dos sensaciones, pero se han ido cumpliendo. Cada vez se le hace menos caso y, no nos engañemos, cada vez ha ido haciendo libros más insustanciales, menos importantes, menos ambiciosos y menos conseguidos. Leí que incluso tuvo problemas para que Anagrama (su editorial de siempre en España) publicara alguna de sus últimas novelas. Amis, siempre lo digo, podría no volver a escribir nada bueno, que aun así tendría un póker para enseñar al final de la jugada y quedarse en un lugar muy alto entre los escritores de su generación. No hay tantos (hay muy pocos) autores vivos que puedan competir con una jugada compuesta por Dinero, Campos de Londres, La información y Experiencia.

Pasaron esos quince años (sean más reales o más simbólicos) y vi que había prestado (y perdido, no siempre es así, pero aquí sí) La información, y ahora es un libro bastante difícil de encontrar y que no tenía Experiencia (nunca lo había tenido, lo leí en la biblioteca y había releído pasajes de esa misma copia de la biblioteca; hay libros en los catálogos que deberían venir a nuestro nombre). Conseguí Experiencia a un precio de locura (no recuerdo exactamente si fueron 2 o 3 euros) en un mercadillo de libros y me puse a releerlo. Y como decíamos en la anterior entrada, qué más da si es autoficción, memoria, no – ficción o un ajuste de cuentas con el olvido y un padre novelista. Es un librazo y como tal hay que tratarlo, dejarlo que nos vapulee y manipule, disfrutarlo y decirle hasta la próxima, aunque nunca se va del todo.

Mientras lo releía, crecía en mí esa sensación que tenemos con algunos libros, ese miedo a que se nos acabe lo bueno. Y vi que era el momento de aprovechar y hacerme con Desde dentro, antes de que desapareciera, y leerlo.

En Desde dentro volvemos al terreno conocido de la memoria y la reflexión, de la experiencia, otra vez. Aunque en esta ocasión los temas centrales son otros. No hay tanta figura del padre (aunque sí la hay, pero son los padres únicamente literarios, los elegidos, esos Bellow y Nabokov con los que siempre le gusta relacionarse) ni tanto accidente como en aquel otro libro.

Desde dentro tiene una estructura peculiar, en la que se nos invita a entrar como si se nos fuera a explicar, desde el interior, cómo se construye una obra literaria. ¿De ficción o de no – ficción? Otra vez quedará esa pregunta sin responder. Tampoco va a salir uno de esta lectura habiendo aprendido nada que pueda aplicar a su escritura. Pero habrá entrado en el taller de palabras de Martin Amis. Y hay (lo reconocerá cualquiera, aunque sus libros no le entusiasmen, ni los pasados ni los futuros) pocos autores que le saquen tanto brillo a las palabras como él. Un buen amigo, que leyó La información (y no fue quien se quedó con mi ejemplar) me dijo que era difícil encontrar esa calidad de prosa en demasiados autores. Estoy de acuerdo.

Por su taller pasan sus obsesiones, sus amigos (aparece especialmente Christopher Hitchens, el amigo raro, el amigo perdido, el autor de otra maravilla de la ficción como son sus memorias, Hitch – 22), sus maestros, sus lecturas.

Sus amores y desamores. El sexo como fuerza motriz de la vida. El miedo a la muerte (literal y literaria). El deseo. Las peleas. Los hijos y la relación cambiante con esos seres que van creciendo y llegan a la edad de cuestionarnos.

Estamos ante un libro que es la vida, que es una vida pero tiende puentes hacia la de casi cualquiera de sus lectores. Un libro que también es como una casa enorme y acogedora, llena de recovecos donde tumbarse a reflexionar, de ventanas desde las que mirar hacia fuera. También una casa que a veces nos quiere echar fuera, que nos duele.

Un libro que vale mucho la pena abrir, para caerse en su interior. Y que recomiendo que, quien pueda, lea en tándem con Experiencia, para doblar la apuesta y ver que la vida cambia tanto en veinte años como apenas cambia en veinte años. ¿Contradictorio? Claro. Pero también muy real.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E