lunes, 30 de julio de 2018

Mandíbula, de Mónica Ojeda


Mandíbula, de Mónica Ojeda (Candaya)

Uno de los libros que me compré en la última Feria del Libro fue Mandíbula, de Mónica Ojeda. Ya había oído muy buenos comentarios sobre la anterior novela de esta autora ecuatoriana, Nefando, aunque no he podido leerla, y decidí empezar por esta, de la que me dijeron que era más madura, con una voz y una construcción más propias, con unas influencias igualmente sólidas pero quizá menos evidentes.

La mandíbula, como ya sabemos, es el nombre que recibe cada una de las dos piezas óseas o cartilaginosas que forman la boca de los vertebrados, y en las que están encajados los dientes. La idea de la mandíbula de un cocodrilo o de un tiburón nos remiten a un mundo agresivo de bocados y de los más fuertes devorando a los más débiles. La novela juega con esa idea de quién devora a quién, de mordiscos, trozos de carne arrancados, dolor, sangre.

Mandíbula toma la forma, por momentos, de una novela de terror, algo casi de género. Sirve, además de como narración, como lectura – contenedor de ideas que vienen apareciendo en el género desde Poe y Lovecraft, incluso desde el Moby Dick de Melville, pasando por Stephen King y llegando a las narraciones basadas en leyendas urbanas que se amontonan en internet casi desde sus primeros días. La idea central de la novela no es, sin embargo, la del terror. Aunque hay mucho terror, del psicológico, del que se sugiere, del que nace de la cotidaneidad. ¿Qué hay más cotidiano que una madre y una hija? ¿Qué hay a veces más envenenado que la relación entre ellas? Ahí está la clave de la novela, en cómo las madres ven a las hijas como amenazas que crecen, cómo hay madres que temen a sus hijas, madres que cortan el crecimiento de sus hijas, conflictos de todo tipo, violencias larvadas y violencias bastante explícitas, rencores, hipocresías. ¿Y qué hay de las madres que no son madres y ven en su profesión de profesora una idea sustitutiva de la maternidad? ¿Por qué esa profesora se viste exactamente como su madre, que también fue profesora, con su misma ropa y complementos, con sus peinados?

Tener hambre era alojar la nada y escuchar regurgitar anfibios en su estómago. Una vez, en el patio del edificio, Natalia cumplió el reto de llevarse a la boca los renacuajos de la charca.

Esa profesora, Miss Clara, llega nueva a un colegio privado, bilingüe, religioso y disciplinado, para impartir Literatura. Viene de una mala experiencia (una malísima experiencia) que no es capaz de sacarse de la cabeza ni de superar. En su anterior colegio, dos alumnas (las M&M´s) llegaron a colarse en su casa, secuestrarla y vejarla. Temió por su vida, pero lo peor, o eso me ha transmitido la lectura en todos los momentos en que se vuelve a este punto, fue la sensación de vulnerabilidad y exposición. No acaba de relajarse ante sus nuevas alumnas, algunas de las cuales son retorcidas, y ellas lo notan.

Un grupo de estas alumnas, de clase acomodada (muy acomodada), pero medio abandonadas por sus padres, por distintos motivos, encuentran en una casa vacía un lugar isla – refugio – puerta al vacío, donde empiezan a reunirse todas las tardes, aunque luego ya no puede ser todas las tardes y empieza a ser algunas tardes, y se proponen juegos raros, morbosos, a veces terroríficos y se cuentan historias del Dios blanco y de madres que devoran a sus hijas, historias que escuchan con los ojos cerrados, que algunas han adaptado de la red y otras han creado. Entre las chicas las hay que prefieren distanciarse un poco, las que estrechan aún más su relación, las que se sienten incómodas y las que sienten que por fin han llegado a su hogar.

Una de esas chicas, Anne – Lisse, está castigada los viernes por la tarde con Miss Clara, la profesora de Literatura, y a fuerza de cercanía su relación se hace un poco más estrecha. Anne Lisse escribe un pequeño ensayo sobre el terror para su profesora, que la perturba, y le cuenta qué pasó entre ella y su mejor amiga, pero que ya no es ni su amiga, Fernanda. Y es esta revelación la que acaba con Fernanda secuestrada en una cabaña, indefensa, sin entender nada, por su maestra. Esto, que es un destripe de la trama en toda regla, aparece al principio del libro. La novela de Mónica Ojeda es no tanto descubrir qué va a pasar y cómo, sino qué habita en la cabeza de esa profesora y ese grupo de alumnas y cómo una y otras se ven.

Usted habría podido cargar a Ximena, Miss Clara, o al menos intentarlo, que es lo que se supone que debe hacer una maestra: intentar.

El libro es violento, desagradable por momentos, pero a la vez adictivo y muy bien hilvanado. La prosa es certera, todo está bien escrito, el ritmo sube y baja cuando se necesita, apenas hay humor ni demasiada vida fuera de las mentes de las protagonistas. Todas ellas, solipsistas, crean su propia realidad, y es la colisión de las distintas realidades que han ido creando la que hace saltar las chispas. La escritura está muy cerca de un plano físico, duele, sangra, huele.

Nunca imaginó que el hambre fuera un peso perfecto trepando desde el estómago hasta la sien.

No es una de esas lecturas ligeras que muchos escogen para el verano. Quizá ni siquiera es una lectura para muchos, sino para pocos. Pero esos pocos para los que pueda ser (y ojalá sea para muchos) tendrán un libro rondándoles por la cabeza durante semanas. Y si tienen amigos que también lo lean, un entretenido tema de tertulia, esta sí veraniega, en una terraza.

Felices lecturas. Incluso con aquellos libros que le dan la espalda a cualquier felicidad.

Seguiremos leyendo

Sr. E



viernes, 20 de julio de 2018

Desorden moral, de Margaret Atwood


Desorden moral, de Margaret Atwood (Bruguera)

Margaret Atwood es una de esas escritoras a las que se les podría aplicar lo de Eterna candidata al Premio Nobel. Me imagino que no lo ganará, que esos académicos que tienen en cuenta miles de factores al margen de la escritura de un autor, tuvieron que elegir entre ella y Alice Munro, y al ganarlo Munro en 2013, la suerte de Atwood quedó echada. Ambas son mujeres canadienses de una edad parecida, y aunque en sus temas y tramas creo que no se parecen demasiado (Munro es puramente chejoviana y solo retrata lo más cercano, es una de esas autoras que puede parecer que escriben siempre el mismo cuento, aunque como toda verdad obvia es mucho más compleja; y Munro es como una pintora que parece haber dibujado un simple paisaje pero cuántas capas superpuestas tiene ese simple paisaje, qué complejidades técnicas encierran sus relatos; si lees sobre las tramas de Atwood, tira más de imaginación y se aleja más de su propia realidad). Leí bastante en una época de mi vida a Alice Munro y apenas había leído hasta ahora a Margaret Atwood. Leí los cuentos de Érase una vez, originales aunque un tanto repetitivos, y empecé el verano pasado a leer El cuento de la criada, en pleno éxito de la serie de televisión. El primer capítulo de la serie me aburrió soberanamente, y la dejé, y creo que influyó en mi lectura, que se me hizo pesada, predecible, y acabé por dejar la novela, aunque quiero volver a intentarlo en el futuro.

Con ese escaso bagaje lector de la obra de Atwood (más el cuento infantil Arriba del árbol) cogí de la biblioteca Desorden moral. Es, para empezar, un libro que es una novela y una colección de relatos a la vez. Supongo que una de las maneras más sencillas de estructurar una novela (no por esa sencillez menos válida y si se hace bien, como es el caso, sirve para alcanzar cotas de brillantez tanto como cualquier otra más sofisticada). Vamos siguiendo, a modo de postales, o de fotografías que uno se encuentra al cabo de los años apiladas en una vieja caja, tal vez en un desván, la evolución (o no tanto, porque tampoco toda trama debe dibujar una evolución, la construcción de un arco narrativo está muy bien pero a veces puede olvidarse en nombre de otras cualidades de un libro) de una mujer, Nell, desde que es una chica canadiense, hasta que llega a ser una mujer casi anciana.

Son once relatos en el que Atwood huye del recurso quizá más sencillo, que sería ir enlanzando anécdotas de tramas de un relato al siguiente. Mantiene a la protagonista y nos va presentando momentos aislados en distintas épocas, y así vamos conociendo a su alrededor los personajes que completan su vida, su hermana, sus padres, profesores.

La escritura de estos relatos (o capítulos) es limpia, casi transparente en muchos momentos, alcanzando esa cima que es que el autor prácticamente desaparezca y el estilo sea la perfección del mismo, su aparente desaparición. La descripción es ágil, sin recreos, pero suficientemente expresiva y llena de matices (y ahí encuentro un parecido más que razonable con Alice Munro, en esa manera de recrear vivencias sencillas con un lenguaje sencillo y una sintaxis que tiende a la sencillez, aunque no a la telegrafía, y a la vez que vamos leyendo esas capas de escritura sencilla sobre existencias sencillas vamos dibujando nosotros, lectores, montañas de realidades que se cuelan por ella como plantas entre las grietas). Veo, leyendo sobre Atwood, que quizá no es este el libro más representativo ni de sus inquietudes formales ni temáticas, aunque quizá sí sea uno de los más cercanos a lo memorialístico o autobiográfico. Los relatos avanzan como toda narración bien engranada, y generan una sensación de placidez y recreo en quien los lee, aunque no sean necesariamente plácidos ni recreativos. Atwood, en estos textos, parte de la idea de no describir el comportamiento de un personaje, sino mostrarlo tal y como se comporta, y que se describa por sus acciones más que por las palabras de una voz externa.

Se acaba de leer Desorden moral y se piensa una vez más en cuántos escritores y escritoras quedan por ir descubriendo, y se investiga un poco más en la bibliografía de Margaret Atwood tratando de elegir bien la próxima lectura que se haga de esta autora canadiense. Porque quedan las ganas de recomendar firmemente Desorden moral y de seguir leyendo a su autora.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

sábado, 14 de julio de 2018

Un mes leyendo a Kureishi


Mi mes con Kureishi: Soñar y contar, Mi oído en su corazón, Intimidad, Siempre es medianoche

Había leído alguna vez libros de Hanif Kureishi. Que yo recuerde, El buda de los suburbios y Amor en tiempos tristes. Los recordaba agradables pero sin más. Hace unos tres meses, buscando otros libros, me encontré en la biblioteca con Soñar y contar, a su modo ensayos de Kureishi sobre la figura y el oficio del narrador. El primero de ellos hablaba de su padre, Shanoo Kureishi, como un escritor serio, que cada mañana, antes de salir para su trabajo de oficinista, se ponía dos horas ante su escritorio y trabajaba en alguna de sus novelas, mezcla de memoria colectiva y personal, de Pakistán a los suburbios londinenses, de los principios del siglo XX a los años 60 en el Reino Unido. Hanif Kureishi sabe que nunca consiguió que le publicaran uno de esos libros, pero ve ahora, desde su adultez, algo fascinante en su entrega. Hay textos interesantes sobre escribir, sobre hacerlo por encargo a veces, sobre vivir de ello, sobre la vida que pasa mientras uno escribe, pero ninguno con la fuerza y capacidad de perturbación del primero, un niño que mira a su padre escribir y fracasar haciéndolo y decide, en algún momento, ser escritor.

Esa, la figura del padre, Shanoo Kureishi, escritor dedicado y nunca exitoso, es el centro de Mi oído en su corazón. Podríamos recurrir a tópicos como que tener hijos nos hace entender mejor a nuestros padres, o que hasta que no llegamos a determinados momentos de nuestra propia vida no comprendemos y valoramos realmente lo que de niños se nos escapaba, o incluso lo que de niños nos molestaba. Pero no nos limitemos a los tópicos. Hanif Kureishi es uno de esos autores de aquella exitosa generación británica que empezó a publicar en los años 80 (aquellos Ian McEwan, Julian Barnes, Graham Swift, Salman Rushdie, Martin Amis, Kazuo Ishiguro). Esa generación parece haberse desdibujado un poco, pero dominó en gran medida la narrativa occidental durante dos décadas. Uno de ellos (quizá inesperado) ya tiene el Premio Nobel. Kureishi empezó escribiendo teatro y cine, y tuvo éxito casi desde el principio. Lo contrario que su entregado padre. No lo dice en este libro, sino en Intimidad, pero creo que es aplicable a lo que proyecta sobre su padre y sobre él: El arte es fácil para aquellos que lo saben crear e imposible para los que no. Y supongo que es así y ya. Hanif Kureishi sabe dónde está, del lado de la facilidad, y sabe dónde estaba su padre, entre los incapacitados. Mi oído en su corazón es un libro sobre la lectura de un padre, en concreto sobre la lectura de uno de sus manuscritos, que el propio agente de Kureishi había conservado y le da para que lo lea. Tiene mucho de reconsideración de la relación entre ambos, nunca del todo estrecha, y para siempre modificada tras el éxito del hijo, y de la difícil convivencia de dos escritores en la misma casa. Sobre todo, me temo, cuando a uno de ellos siempre se le ha negado la gloria. El libro me recuerda Experiencia, de Martin Amis, pero es su negativo, allí Martin Amis se veía desde pequeño al lado de un escritor de éxito como Kingsley Amis, con (y contra) el que mediría desde entonces sus escritos. Aquí cada nuevo libro de Hanif Kureishi parece poner un clavo más en el ataúd literario de su padre. Y la lectura de los libros paternos le resulta agradable, pero les falta algo, eso que separa a quienes saben hacer arte de quienes no. Y su lectura sirve para reflexiones sobre su propia vida, la vida de quienes son hijos de emigrantes, desarraigo, barrios suburbiales, las vocaciones, las relaciones de pareja y en general, la vida.

Mirando a las relaciones de pareja y a la vida, al inicio y al fin de los ciclos de la vida, Kureishi escribe Intimidad, que es una novela que adquiere la forma de una memoria, las memorias de un hombre que ha decidido que su matrimonio se ha acabado. Dejará, a la mañana del siguiente día, a su mujer, a sus dos hijos, lo conocido del hogar, lo que ha sido su vida en la última década. Hablará con amigos que lo animarán a dar el paso, con amigos que le recomendarán que se quede, que no renuncie a lo que ya ha construido. Pero Jay, que así se llama el protagonismo, quiere revivir, recomenzar, poner un pie fuera del escalón y volver a sentir el vértigo. ¿Una crisis de la mediana edad? En toda regla, pero mucho más. Jay es un escritor de moderado éxito, con rutinas, lecturas, guerras íntimas con su mujer, una buena relación con sus hijos, la sombra de las relaciones con sus padres, amigos, amantes, viajes, proyectos. Pero quiere otra cosa. Algunos de sus pensamientos llevan a reflexiones bastante interesantes sobre la creación literaria, el arte y las rutinas.

Te pasa a veces que entras en la obra de un autor y te apetece bañarte en ella. Y eso me ha pasado con Kureishi. El último libro de los suyos que había en la biblioteca y que leí en estas semanas ha sido la colección de relatos Siempre es medianoche. Se trata de un conjunto de 10 cuentos, que se mueven nuevamente por las relaciones humanas, especialmente las de pareja. Hay mucha melancolía en estos cuentos, ex – amantes, ex – maridos que se encuentran con sus ex – mujeres para recoger y entregar a sus hijos, hombres que van a pasar unos días con su amante y acaban espiando las vacaciones de esta con su marido, padres divorciados en el festival de fin de curso de sus hijos. No son cuentos especialmente originales, ni son cuentos de primerísima, pero se les nota el oficio narrativo, están bien escritos y moldeados. Destacaría cuatro, que se salen un poco de la línea general: Chupando piedras, que se acerca a la experiencia creativa a través de la historia de una mujer que asiste a talleres literarios y cree que podrá llegar a ser una escritora alguna vez. Un día se encuentra con la que es su autora favorita. Por fin un encuentro es un relato en el que un marido y el amante de su mujer se reúnen en un bar para hablar de ella. Es un cuento sutil que muestra cómo los demás nos dibujan, y cómo los perfiles de cada uno son distintos según con quién y en qué circunstancias se relacione. Siempre es medianoche, el relato que da título a la colección, vuelve a hablar del pasado, las relaciones que se acaban y una cierta dosis de veneno. Ian, un hombre maduro, vive ahora en París (antes vivía en Londres) y tiene una mujer mucho más joven. Esperan un hijo. Su ex – mujer, enterada del embarazo, intenta suicidarse. Y el relato más alejado del global de la colección es sin duda el último, El pene, protagonizado por un actor porno al que un día su principal valor interpretativo, al que da el mote de verga larga, se le escapa, ya que su pene ha decidido que quiere dedicarse al cine convencional. Es un relato en el que se nota de modo claro la filiación con La nariz, de Nikolái Gógol, al que actualiza, en cierto modo.

Después de esta época de lectura más o menos continuada de Hanif Kureishi creo que lo definiría como un narrador ágil, que sabe moverse por la emotividad y la nostalgia sin perder nunca el sentido del humor y la ironía. Si alguien quisiera empezar a leerlo quizá le recomendaría hacerlo con Intimidad, aunque creo que las páginas más valiosas de las que yo he leído en estos libros están en las historias en las que mezcla realidad y ficción alrededor de la figura de su padre, tanto en Soñar y contar como en Mi oído en su corazón.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E


jueves, 5 de julio de 2018

Un día en el atardecer del mundo, de William Saroyan


Un día en el atardecer del mundo, de William Saroyan (Acantilado)

He leído muchas veces los libros de cuentos El joven audaz sobre el trapecio volante y Me llamo Aram, de William Saroyan. Sus relatos me parecen bonitos, aunque esa sea una palabra ajena a lo que suelo buscar en mis lecturas. Entrañables, quizá, por buscar una palabra algo más válida en lo literario. Recomiendo por ejemplo, para conocerlo y entender a lo que me refiero, sus cuentos: Sesenta mil asirios, incluido en El joven audaz sobre el trapecio volante y Uno de nuestros futuros poetas, me atrevería a decir, incluido en Me llamo Aram.

William Saroyan fue un escritor descendiente de armenios que se crió en ciudades llenas de inmigrantes, en la provisionalidad, que abandonó pronto sus estudios y tuvo trabajos de esos que las editoriales suelen calificar de precarios pero que quizá podríamos limitarnos a llamar alimenticios. Cuenta la leyenda que William Saroyan recibió 7.000 cartas de rechazo antes de que le publicaran su primer relato. Quizá no fueran tantas, pero algo debió haber. Tuvo un momento de popularidad como autor de relatos especialmente en la década de los 30, y como dramaturgo en los 40, una década en la que ganó el Premio Pullitzer (por El momento de tu vida) y el Óscar por la adaptación de su propia novela La comedia humana. En los años 50 su éxito se esfumó, se refugió en el juego y la bebida, siguió escribiendo sin tanta fortuna y murió a principios de los años 80.

Creo que aparte de otras consideraciones, quizá su narrativa tuvo éxito en los años 30, durante la Gran Depresión, porque hablaba de gente pobre, precaria, de la necesidad, de problemas, de personas sencillas, y era la voz de esos tiempos. Y cuando la economía americana empezó a remontar tras la Segunda Guerra Mundial y Saroyan siguió contando las mismas historias, los lectores no querían que les recordaran por dónde habían pasado. Saroyan, como muchos escritores (y busco en internet información sobre si Salinger lo había leído, y no encuentro nada claro, aunque encuentro que sí era un autor al que había leído mucho y con admiración, sobre todo sus primeros trabajos, Charles Bukowski) vive en un punto infinito al final de la infancia y al principio de la adolescencia desde donde parecen nacer sus historias una y otra vez.

¿Qué tiene Saroyan? Sabe ser emotivo sin ser sentimental, con lo difícil que es moverse en la frontera entre ambos conceptos. Narrativamente es sencillo y directo, y se nota su experiencia como dramaturgo en el modo de plantear los diálogos, que siempre hacen avanzar la trama, e incluso cuando incurren en alguna perogrullada lo hacen con perogrulladas bien planteadas (un poco al revés que los diálogos epifánicos – un poco bobos de Haruki Murakami). Domina la famosa idea de que el relato debe hablar en primer plano de un tema e ir dibujando una historia oculta por detrás, siendo esa la realmente importante. Y habla de gente modesta, hasta pobre, desde un nivel real, sin la idealización que algunos autores de otras clases sociales más altas dedican a lo que no conocen en realidad, y sin caer en la sordidez (tipo Bukowski). Los mira de frente y los retrata, pobres o no, pero tan personas y personajes como cualesquiera otros.

Toda la narrativa de William Saroyan tuvo siempre una base autobiográfica importante, y Un día en el atardecer del mundo, también. En ella, Yep Muscat, un escritor de origen armenio que tuvo éxito y ya no lo tiene, dominado por sus adicciones y deudas, vuelve a Nueva York para intentar colocar algunas de sus nuevas obras de teatro. Llega desde un vacío de 20 años de ausencia. Se encuentra con el pasado, y todo el mundo le habla como si él mismo fuera un extraño fantasma llegado desde ese pasado. La novela, de 1964, tiene un claro paralelismo con la situación de Saroyan, y se mueve entre la melancolía y la fascinación por una ciudad, Nueva York y una pasión, la creadora. Tiene, en este tema, momentos muy interesantes sobre la negociación de derechos, productores que quieren que Muscat escriba poco menos que gratis para ellos (a cambio de visibilidad, como si fuera 2018) y a los que Muscat convence con argumentos tan obvios como que él escribe porque es su vida, va a escribir igualmente aunque no le paguen, pero no va a dar su trabajo a cambio de nada. La vida misma del creador, ayer, hoy y me temo que siempre.

En un pasaje de la novela, Yep Muscat se encuentra en un bar con la hija de un autor muerto al que leyó de modo discontinuo pero siempre con atención y admiración. Y le dice:

Tenía trece o catorce años cuando leí por primera vez un cuento de su padre. Desde entonces, de vez en cuando me encuentro alguno de sus cuentos, por lo general en una antología, y lo leo con avidez, y siempre tengo la sensación de que podría haberlo escrito yo.

Y algo así le pasará al lector con la manera natural de narrar de Saroyan. Como decía Holden Caulfield (y vuelvo a insistir en que creo que Salinger habría leído a Saroyan en algún momento de su formación): Los libros que de verdad me gustan son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras, y aquí se establece esa clase de complicidad que hace que te gustara poder compartir un café con él. 

Creo que William Saroyan escribía con gusto, con sentido narrativo, consciente quizá de no estar inventando nada, como un buen artesano que renunciaba a ser un artista de primera, pero creo que como con muchos buenos artesanos, su trabajo merece la pena, se puede disfrutar de él, aprender algo, y es una lectura muy recomendable para el verano.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E