domingo, 28 de mayo de 2017

El jardín, de Ismael Grasa

El jardín, de Ismael Grasa (Ed. Xordica)

Uno de mis libros de relatos preferidos, una pequeña obra maestra de esas que sientes tuyas, es Trescientos días de sol, de Ismael Grasa (Xordica, 2007). Recuerdo que aquel libro sonó bastante (lo bastante que suena un libro de relatos en España, lo bastante como para ganar el Premio Ojo Crítico de Narrativa y como para que yo empezara a preguntar por él en librerías hasta que en la Feria del Libro de Madrid di con él).

Trescientos días de sol vive en mi estantería de los libros predilectos, y es uno de los libros de relatos con los que comparo las colecciones que escribo, y aunque sé que perderé en la comparación, lo que pretendo decir es que lo considero dentro del patrón oro de la narrativa breve española, junto a Gritar, de Ricardo Menéndez Salmón, Crímenes triviales, de Rafael Balanzá o Mala letra, de Sara Mesa. Entre otros.

Ismael Grasa fue finalista del Premio Herralde a los 26 años, en aquellos años 90 en los que los autores jóvenes copaban los premios literarios más importantes. No he leído aquellas novelas de Anagrama, solo lo conozco como cuentista. Puede parecer, que si uno empieza siendo finalista del Herralde y publicando en Anagrama, lo que venga después será una cierta caída. Menos distribución, menos medios. Pero quizá también más tranquilidad. Parece que Ismael Grasa escribe tranquilamente, a su ritmo (después del relativo éxito de Trescientos días de sol, pasaron 7 años hasta el siguiente libro de ficción, entre medias un ensayo sobre su experiencia dando clases, es profesor de instituto), sin presiones, lo que le va apeteciendo. Eso no tiene precio.

Lanzo una pregunta al aire. ¿Qué tiene Huesca para los cuentistas? Ismael Grasa, Carlos Castán, Cristina Grande, Óscar Sipán, todos nacieron en aquella provincia y forman, cada uno con su estilo y características, obras personales, apartadas de los carriles centrales de la literatura, en los márgenes en muchos sentidos.

Los relatos de Ismael Grasa son de estirpe inequívocamente realista. Uno coge un relato de Ismael Grasa y piensa en Cheever, en Carver, en Wolff. Los relatos son realistas pero no olvidan, en ningún momento, que la realidad está llena de dobleces y lugares oscuros. A veces el realismo peca de simplificador. No es el realismo de Ismael Grasa un realismo magro, lacónico, mínimo, que caiga en lugares comunes y frases que no arriesgan. Su estilo es lacónico, cierto, pero muy preciso y certero. El jardín, este libro, pasó desapercibido, o me pasó desapercibido. Es una pena que libros redondos se nos queden fuera del radar. Por suerte hay segundas oportunidades. No sabía de su existencia hasta que me lo tropecé en la biblioteca la semana pasada, y me dio una gran alegría. Me acompañó durante un viaje en tren y antes de llegar a mi destino ya estaba terminado. Luego repasé un par de cuentos durante el viaje de vuelta, y los he repensado. Es esa clase de libro.

El jardín es un libro que se sitúa en los márgenes. Desde un cierto distanciamiento, Ismael Grasa se torna en un observador agudo, y aunque no podemos decir que en sus relatos sucedan acontecimientos especialmente destacables, en el sentido narrativo sí están llenos de acción. La historia avanza constantemente, se desvía poco de su carril, no hay descripciones irrelevantes, no hay reflexiones gratuita. Son relatos magros, sin digresiones. Que conste que la digresión bien utilizada, bien engarzada, me parece un recurso muy bueno, y disfruto muchísimo con ellas. Soy un firme creyente en esa frase de Rodrigo Fresán que habla de ir de A a B, en lo narrativo, pasando por Z. Ismael Grasa no lo hace, utiliza un buen gps y llega de A a B. No resulta sin embargo previsible, no hay una receta que se adivine, es sencillo como lo es Chejov, no suena a solución fácil, a trillado.

De manera totalmente gratuita, y después de haber leído varias veces Trescientos días de sol, he establecido una especie de canon de Ismael Grasa. He decidido, arbitrariamente, que los relatos Mecedoras, Tablón de anuncios, Trescientos días de sol y No me gustan los psicólogos, incluidos entre los 12 de aquel libro, son la esencia, el destilado de la manera de escribir cuentos de Ismael Grasa. No sé ni explicar por qué, pero de alguna manera lo siento, como siento que si alguien me pidiera que le explicara qué es Cortázar con un relato, le diría: Los venenos, aunque estaría quizá apartando la mirada de otros muchos Cortázares posibles. Desde esa arbitrariedad, y sabiendo que me lo he inventado, he reconocido esas esencias de Grasa en El jardín.

El jardín está compuesto por cinco relatos que se van a las 25 – 30 páginas. Una característica de los relatos de Ismael Grasa que lo aleja, quizá, de sus compañeros de generación y camino, es que sus narradores no son escritores. Son seres más o menos anónimos, que miran, apuntan, observan, tienen miedo y se equivocan. Hay conserjes, jardineros, funcionarios aburridos, kioskeros, clase obrera ahora que está desaparecida. Hablan de ciudades medianas y de pueblos en la montaña. De hijos que no se comunican bien con sus padres, parejas que no funcionan, amigos que se odian, profesores que no se enteran de lo que va el juego. Sus personajes no paran de equivocarse, y la mirada del autor es siempre compasiva, o por lo menos comprensiva. ¿Quién no se equivoca 100 veces al día?, nos dice de alguna manera. Y como lectores, y como seres humanos equivocados, le damos la razón.

Los relatos de El Jardín se llaman Instrucciones de verano, El vigilante, Reflejo nocturno, Huellas de jabalí y El jardín. Los cinco merecen la pena, los cinco nos dejarán un rato pensando. Creo que es muy importante que las historias de un autor sean capaces de establecer un diálogo con nosotros. Y estas, y todas las que yo he leído de Ismael Grasa, nos hablan. Nos preguntan qué somos a base de mostrarnos qué son ellas. Totalmente recomendado.


Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E


viernes, 19 de mayo de 2017

La España vacía, de Sergio del Molino

La España vacía: Viaje por un país que nunca fue, de Sergio del Molino (Turner)

Hay un problema con las expectativas. Mejor dicho, tengo un problema con las expectativas. Con las previas a una lectura. A veces he esperado tanto para poder leer un libro que cuando llego a él ya me he hecho una imagen completa del mismo, leyendo críticas, oyendo comentarios, ojeándolo en librerías. Ya me he imaginado qué me va a decir el libro, cómo me va a hacer sentir, y solo puede ya, el pobre libro, decepcionarme. En ocasiones me pasa al revés. Algo se pone tan de moda, es tan insistente y tan falsa la afirmación de que es una maravilla, una obra maestra, un libro que no te permite volver a respirar igual, lo que sea, que cuando lo leo, y aunque le reconozca cierto mérito, nunca podrá pasar de eso, de cierto mérito, de psé, no está mal. Estos problemas son míos, claro, no de quienes han escrito los libros. Quizá de las editoriales y sus medios de propagando un poco más.

Llevaba, en cualquier caso, meses esperando leer La España vacía, de Sergio del Molino. Casi diría que estaba deseando leer el libro. Había oído un murmullo general de aprobación hacia él. Todos los que lo habían leído lo recomendaban. Y no me sonaba a una de esas histéricas campañas de unanimidad (como me pasa con Patria, de Fernando Aramburu), sino a sinceridad de lectores. Una clave creo que está en que La España vacía solo me la estaban recomendando personas que normalmente leen, y con meses de diferencia. Seguramente no era a mí a la única persona a la que le recomendaban leerlo, pues desde julio del año pasado estaba siendo una misión imposible dar con él en la biblioteca. Pero, por fin, hace 15 días, estaba libre. Lo vi buscando en el catálogo online y corrí a cogerlo antes de que me lo pudieran quitar.

Tengo, decía, un problema con las expectativas. En este caso, por suerte para mí, las expectativas no han sido un problema. Seguramente porque La España vacía ha superado todas las que tenía. La España vacía es un libro que te habla desde el principio, te mira a los ojos y te obliga a no apartar la mirada de lo que quiere contarte en ningún momento. El comienzo, recordando unos viejos episodios de vandalismo / terrorismo en zonas rurales de Gales en los años 90, dirigidos contra casas de veraneo y fin de semana de ingleses de la ciudad, ya nos sitúa perfectamente. Nos sitúa en dos realidades condenadas a cruzarse continuamente, y casi nunca a entenderse, la del campo y la de la ciudad. Los de ciudad, dice Sergio del Molino, que es uno de ellos, hacemos chistes sobre los de pueblo, tenemos prejuicios. Pero, y es el pero que muchas veces se calla, al revés no hay mucho más aprecio. El pueblo es a veces un lugar lejano, desconocido, que no es ni mucho menos tan plácido como nos podemos imaginar.

Sergio del Molino empieza diciéndonos que él, probablemente, treintañero, periodista y escritor, tiene más que ver con alguien de su edad, oficio y educación de cualquier ciudad del norte de Europa que con alguien de su edad que viva en la España rural y nunca haya compartido sus intereses. Las tribus se han ido desdibujando y nos relacionamos más por las afinidades electivas que por vecindad. No obstante, somos vecinos. Del Molino ha recorrido muchas veces lo que llama La España vacía, especialmente las provincias de Aragón, una comunidad con la población muy concentrada en una única ciudad, Zaragoza, y llena de comarcas y pueblos donde apenas viven 10 o 20 personas en el invierno, a veces menos. La España vacía que Sergio del Molino dibuja, siempre con respeto y siempre tratando de comprenderla, y sobre todo mostrando su incomprensión ante algunos puntos y actitudes, y avanzando desde ella, es Teruel y Huesca, es Guadalajara, Cuenca, Soria, en general el interior de España, aquellas zonas de las que se salió a mediados del siglo XX de manera masiva buscando nuevas oportunidades en Madrid, en Barcelona, en la costa mediterránea. La gente que se fue, hablando en general, nunca volvió, o nunca más de unos días en los veranos y vacaciones de Navidad. Ese fenómeno, como bien repite el libro, se produjo más o menos en todo el mundo, pero quizá en España fue más violento y dificultó más que se cruzaran las fronteras entre ambos mundos, ya que fue más tardío que en otros países, y más de aluvión, concentrado en unos pocos años y unas pocas ciudades.

El subtítulo del libro habla de un país que nunca existió. Nunca existió porque nunca se habla de él, solo cuando suceden desgracias. La España vacía solo aparece en las secciones de sucesos y cuando hay incendios y sequías. No marca la agenda de los políticos, como se suele decir. No está en el imaginario del cine ni de la literatura. Apenas centra reportajes. ¿Tienen sus habitantes derecho a sentirse ignorados? Sin duda. Los de la ciudad nos los imaginamos, ignoramos sus necesidades reales y aún nos permitimos burlarnos. Sus supuestos representantes políticos, esos diputados que hacen que un voto en Soria valga 5, 6, 7 veces más que en Madrid, apenas conocen la realidad de la zona, porque raramente son realmente de la zona. Las dos Españas que dibuja Sergio del Molino acercan sus espaldas para no verse y seguir viviendo en la ignorancia y el tópico.

El gran mérito del libro es que desmonta tópicos, nunca incide en lugares comunes, ofrece datos donde son necesarios (como por ejemplo que la población en la España rural ha aumentado en los últimos 50 años, lo que pasa es que a un ritmo mucho menor que en la España urbana, un dato que contextualiza muy bien) y se los guarda donde sólo nos avasallarían a los lectores, compara la realidad nacional con la de otros países, busca dónde tienen su origen los miedos del pueblo a la ciudad y viceversa, y en qué puntos no son más que los mismos miedos que se han ido repitiendo durante toda la historia, miedos que ya venían representados en la historia de la Torre de Babel.

La España rural siempre ha estado como un tema literario en España, al menos desde la generación del 98, que la paseó, la vivió, la sufrió. Hace pocos años hemos visto una cierta moda narrativa que dio en hablar de gente de la ciudad que llega al campo y se queda encandilada con los pueblos. La apuesta de Sergio del Molino me parece más honesta, no en cuanto a las intenciones, ya que desconozco la de aquellos narradores, sino en cuanto al propio libro. Del Molino ni idealiza ni estigmatiza la España rural. Está ahí, se nota que la ha pisado, paseado y pensado, y lo cuenta. El libro es profundo sin dejar nunca de ser ameno. Está muy bien escrito y trata de desmontar mitos e injusticias, y siempre lo hace con una sencillez clarividente. La escritura acompaña en todo momento, es la justa, y Sergio del Molino no ha tratado de lucirse en ningún momento, lo que se agradece mucho. Es un ensayo que merece la pena leer. Muy muy recomendable, pues se disfruta cada página y se aprende con él, no tanto datos o historias, como a mirar de otra manera una realidad tan cercana como alejada.

Seguiremos leyendo.

Felices lecturas


Sr. E

domingo, 14 de mayo de 2017

Estilo rico, estilo pobre, de Luis Magrinyà

Estilo rico, estilo pobre, de Luis Magrinyà (Debate)

Luis Magrinyà es escritor, editor, traductor y corrector. Leí hace tiempo Los aéreos, su primer libro de relatos, y me gustó; me gustaría releerlo. Leí su novela Habitación doble, que no me interesó especialmente. En cualquier caso, me llevé la impresión, con los dos libros, de que se trataba de un buen prosista, que son quienes deben dar consejos sobre el uso de la lengua a los que no lo somos tanto. Magrinyá también fue lexicógrafo en la RAE durante varios años. Con ese bagaje empezó a publicar en eldiario.es y en El País artículos sobre malos usos, cuestiones abiertas o abusos, que aparecen a la hora de expresarnos por escrito (no necesariamente periodistas o escritores, cualquier que ponga algo por escrito) y también, por qué no, cuando se habla a un nivel que se pretende que sea correcto (otra cosa es que estemos a un nivel informal o directamente vulgar, pero esa distinción ya la hace el autor al principio y nos ahorra andar con excepciones a los lectores).

Estilo rico, estilo pobre tiene un subtítulo más que aclaratorio: Todas las dudas: guía para expresarse y escribir mejor. Obviamente, el libro no resuelve todas las dudas, pero sí es muy útil a la hora de expresarse y escribir mejor. No resuelve todas las dudas y creo que de hecho su mejor cara es que nos hace pararnos a pensar en malos usos y modismos innecesarios y algunas veces incorrectos en los que no hemos reparado. Magrinyà nos hace ver que en el lenguaje literario aceptamos como naturales expresiones que nunca lo son, aunque a veces se introduzcan en nombre de la coloquialidad, sencillamente porque tenemos costumbre de verlas por escrito al leer. También acierta al hacernos notar la inexistencia o incorrección de expresiones, que de tan leídas, se nos antojan naturales, pero que tampoco lo son, como mascullar palabras, sacudir la cabeza o tamborilear con los dedos. Las hemos leído tantas veces que todos tenemos una idea de lo que quieren decir, pero desde luego no es porque lo dejen claro.

Estilo rico hace referencia a las florituras innecesarias con las que se carga con frecuencia el estilo escrito. En la búsqueda, precisamente, del estilo, y de que algo suene literario. Se abusa de las perífrasis en vez de tirar de verbos más limpios, se usan sinónimos rebuscados (o lo que es peor, sinónimos que en realidad no lo son, uno de los puntos interesantes del libro es darnos cuenta del mal uso de los sinónimos, pues tomamos con frecuencia por absolutos sinónimos que no lo son), adjetivos inadecuados, etc. Todo esto se hace en algunos casos con la noble intención, frecuente en cualquier corrección de textos, de evitar repeticiones, y en otros sencillamente porque parece que como diría Stephen King en su libro Mientras escribo, era demasiado sencillo decir que un personaje estaba cagando pudiendo decir que realizaba un acto de defecación. Otra de las coincidencias con Mientras escribo está en el capítulo dedicado a los verbos dialógicos, los que van acompañando un diálogo y que deberían ser siempre lo más invisibles a la lectura posible, pues cuando se ven y nos hacen reparar en ellos, molestan. El estilo pobre es el defecto contrario, usar un vocabulario poco preciso, utilizar hiperónimos y no conseguir una definición suficientemente precisa de algo, repetir continuamente las mismas palabras, caer en vulgarismos y barbarismos, incorporar traducciones mal hechas del inglés sin ser conscientes ni del origen de esas expresiones invasoras.

Uno de los puntos más interesantes es ver cómo la traducción (a veces exclusivamente la mala traducción o la traducción vaga y sin matices, de diccionario bilingüe y desconocimiento del uso real del idioma original, normalmente el inglés; otro tema es que haya expresiones que no sean verdaderamente posibles de volcar a otro idioma) se va colando en un mal camino inverso en el uso del español que hacemos, y por qué aparecen expresiones fantasma, que suelen venir de traducciones inexactas, que a fuerza de repetirse se contagian, pasan al castellano escrito y al final acaban naturalizándose y siendo utilizadas por los escritores autóctonos. Magrinyà nos da un buen surtido de ejemplos de malos usos, algunos de verdaderos maestros de la novela. Supongo que para que nadie pueda quejarse, también incluye sus textos de ficción entre los ejemplos.

Da miedo escribir una breve reseña de este libro (¿o es sobre este libro? esta es la clase de dudas que nos genera), que todo escritor, pero también todo escribidor y simplemente quien tenga que entregar con cierta frecuencia un trabajo por escrito o enviar una carta, debería leer y tener a mano. Da miedo, decía, porque la voz de Luis Magrinyà (voz que desconozco, pero digamos la voz de Luis Magrinyà que yo me he imaginado) ya me amenaza con latigazos cada vez que dudo. Es, ya para siempre, un libro que tener a mano cada vez que nos inclinemos sobre el teclado.

Seguiremos leyendo, y tratando de escribir correctamente.

Felices lecturas


Sr. E

martes, 9 de mayo de 2017

Lo que no está, de Jesús Barrio

Lo que no está, de Jesús Barrio (ReLee)

Doy unos pocos datos: Es el primer libro de Jesús Barrio. Tiene 12 relatos. Fin de los datos. Ahora paso a las batallitas: Por diversos motivos, leí este libro a principios de marzo, luego pensé que quería dedicar el mes de abril a hacer un cierto balance de mi vida como lector de novela y llené el blog de listas, después terminé abril analizando un par de novelones, y el caso es que ahora que he vuelto al relato, he tenido que releer el libro para refrescar algunas notas de lectura que tomé entonces. Empiezo diciendo que lo releído me ha gustado más que la primera lectura, lo cual, según mi manera de entender la literatura y la lectura, es quizá lo mejor que se puede decir de un libro, de este o de cualquiera. No se agota a primera vista, sino que mejora, matiza.

Empiezo hablando de prejuicios: de los míos, que soy el lector. La lectura es un estado de ánimo, habrá dicho alguna vez alguien. Por poner un ejemplo que todos entendamos, no cualquier lector, por habitual que sea, vale para leer La broma infinita, de David Foster Wallace, y ni aún el más fervoroso lector de Foster Wallace puede leerlo seguido ni en cualquier momento de lectura. Quiero decir que mis dos acercamientos a Lo que no está se encuentran separados por dos meses, los días de lectura habrán sido distintos, etc. Hablaba de prejuicios, empiezo por los negativos: No confío demasiado en los talleres literarios ni en lo que puedan enseñar. Jesús Barrio viene del taller, concretamente de los de Eloy Tizón e Isabel Cañelles. Está recién salido del taller, y casi me lo puedo imaginar con un mono azul, y la editorial que ha apostado por él también. Por explicarlo brevemente, Relee es un proyecto puesto en marcha hace poco más de un año por los propios Tizón y Cañelles para darle una primera oportunidad editorial a los alumnos de sus talleres. Ellos, claro, lo explicarán mejor y con más detalle https://relee.es/

También hay prejuicios que nos sitúan a favor de un libro antes de leerlo. También los tenía. Básicamente dos: Eloy Tizón y Ricardo Menéndez Salmón. Eloy Tizón ha sido elegido, quizá sin que él mismo lo pretenda, como pope del relato corto en España. Me daba confianza respecto a este libro que lo hubiera seleccionado Eloy Tizón entre los manuscritos que pasen por sus manos, que serán muchos. Todos los que escribimos relato en España y tenemos menos de cuarenta años hemos pasado por Velocidad de los jardines como hemos pasado por los Nueve cuentos de J. D. Salinger. O eso me parece. O eso debería suceder. Quien no haya pasado por ellos, debería volver atrás y hacerlo ya. Yo tuve un momento de profundo amor a ambos libros, luego un descortés desapego, después relecturas más maduras que me hicieron darme cuenta del peso específico de los dos libros, de sus valores y de lo peligrosos que son como modelos de escritura, cada uno en su mundo que a ratos son casi opuestos. Tizón es un escritor brillante y que incita a escribir como él cuando se le está leyendo, y me imagino que más aún si es el profesor de uno, pero lo que él hace no funciona en general. A él le funciona, y basta ver Velocidad de los jardines o Técnicas de iluminación, o Parpadeos, que nunca se cita pero a mí me parece un libro muy bueno, quizá mejor que Técnicas de iluminación. Pero Tizón es un autor raro. En la eterna separación entre Chejov y Poe, en el combate Carver contra Borges, ¿dónde está? Yo lo pongo en el bando de Borges y Cortázar, pero desde luego tiene su propio hueco, se ha cavado con personalidad su trinchera. Esa escritura, esa prosa poética que se construye como una pintura al óleo y que a veces parece no estar narrando (que de hecho muchas veces está de espaldas a lo que es propiamente dicha una narración) no funciona como método general de escritura. Me complace ver que Lo que no está no se cae por los caminos de imitar esa brillantez desbocada. Lo que decía, que me lío: Si viene con el sello de Eloy Tizón, esperaba algo bueno. Segundo prejuicio positivo: Ricardo Menéndez Salmón firma el prólogo. Aunque El sistema, su última novela, no me convenció, Menéndez Salmón es uno de los escritores españoles que más me interesa, y además de un gran novelista es un muy buen cuentista (siempre cito Gritar entre mis libros de relato preferidos). Relee creo que hace una cosa muy bien, que es buscar prologuistas para los libros de sus nuevos valores. Es algo que está en desuso pero que creo que da confianza al lector. Si les gusta a Eloy Tizón y a Ricardo Menéndez Salmón, al menos debo echarle un ojo, eso pensé.

¿Por qué desconfío de los talleres? A veces leo y edito relato de autores que me los hacen llegar y en ocasiones detecto al autor de taller por su corrección y su neutralidad. Lo peor que se puede ser en escritura es correcto y neutro, sin más. A veces me da la sensación de que en los talleres les dijeran: “no arriesgues y así no fallarás”. Y escribir es arriesgar. ¿Me he encontrado con eso en Lo que no está? Por fortuna no. Aunque la escritura es comedida y solo se recrea con cierta frecuencia en las metáforas (algunas más afortunadas que otras), no da la sensación de que el autor haya estado siguiendo únicamente pautas. Aunque pautas hay. El libro va mostrándonos narradores en primera y en tercera persona, cambios de voces, digresiones, pura narración, omnisciencia, deficiencia, diálogos, como si no quisiera dejar algo sin usar. Tan frágil como el hielo es un relato que trata de mostrar todos los trucos que el autor sabe hacer y creo que una historia que es probablemente la más ambiciosa del conjunto acaba no resultando redonda. Me parece como si una vez conocidas todas las herramientas del taller, quisiera emplearlas, no dejar nada por hacer. Es una decisión respetable, pero en general me atraen más los autores que apuestan a fondo por su voz, con sus excesos, abusos, desequilibrios, pero, a falta de una mejor palabra, autenticidad.

Uno de los puntos fuertes del libro es que nunca entra en un realismo manido que pueda derivar en costumbrismo. Todo se mantiene siempre en un equilibrio inestable entre la realidad sin más: historias de gente que se siente sola, esencialmente, eso es este libro pero es que eso es la literatura, gente sola que reflexiona sobre lo que ha perdido, pero todo tiene un cierto toque en la mirada que se eleva por encima de esa mera imitación de la vida. Un escritor es al menos al 50% mirada, creo que sobre todo los cuentistas, y Jesús Barrio sabe mirar. Mira tanto que uno de los mejores relatos de la colección, El pestañeo de la estatua, nace de una fotografía que el protagonista mira.

¿Lo que no está es un buen título? A mí personalmente me gusta que las colecciones tengan el título de uno de sus relatos, y creo que lo propio es que ese relato en cierto modo condense el espíritu del libro. En este caso creo que es así. Lo que no está es un relato muy conseguido, triste, más que triste desazonador, porque nos propone mirar la vida que hemos vivido y encontrarla vacía. Y nos hace preguntarnos si a veces no sería mejor no tener pasado. Si hay un tema que define el libro es la pérdida. No pensemos en duelo, sino en esa saudade ridícula de la que habla Pessoa en El libro del desasosiego, en ese echar de menos lo que nunca hemos tenido. Eso es Lo que no está. Me imagino, y aquí especulo gratuitamente, que el autor también jugaba en el título con la propia metarreferencia al mundo del relato, a esa parte que no está explícitamente en el relato pero que es la otra historia, la clave que marcaba Piglia, el iceberg de Hemingway. Jesús Barrio juega bien a contar una historia en primer plano y dibujar la otra en la sombra. Este es un buen primer libro, sólido y que funciona como un conjunto, en el que se notan quizá demasiado las influencias, pero es lo normal. Ahora debe ir construyendo su personalidad literaria, que aquí se intuye pero no acaba de mostrarse madura. Estaremos pendientes de sus siguientes vuelos en solitario.

Felices lecturas


Sr. E

miércoles, 3 de mayo de 2017

Trilogía inacabada de Toronto, de Robertson Davies

Asesinato y ánimas en pena y Un hombre astuto, de Robertson Davies (Libros del Asteroide)

Empecemos con una pregunta previa: ¿Quién le debe más a quién: La editorial Libros del Asteroide a las novelas de Robertson Davies, o nosotros a la editorial por traernos al autor canadiense? Lo pregunto porque sus libros son una base sólida de su catálogo, de los que mejor se venden (nunca en modo bestseller, pero sí como un fiable número de ventas anual), y de las que sin duda han ayudado a darle una imagen de editorial literaria sólida, con criterio propio y visión. El quinto en discordia, la primera entrega de La trilogía de Deptford, fue el primer éxito de la editorial y les hizo coger visibilidad. Pero a nosotros nos dio la posibilidad de leer esa magnífica trilogía. Así que probablemente estamos en tablas.

Hasta donde yo sé, antes de las ediciones de Libros del Asteroide, Destino había editado en los años 90 con escasa repercusión estas dos novelas (las dos que Davies llegó a escribir de su proyectada Trilogía de Toronto) que ahora he releído (y que había leído en las viejas ediciones en bibliotecas). Es un misterio por qué hay libros que en algunos momentos no funcionan. Pienso en estas novelas de Robertson Davies, o en las de William Gaddis que también se tradujeron en los 80 y 90 y nunca tuvieron demasiado eco. No es que hoy en día sean temas de conversación en cualquier mesa de café, pero las ediciones de Libros del Asteroide y Sexto Piso sí han tenido su éxito entre los lectores exigentes.

Yendo por fin a la Trilogía de Toronto, su primer volumen: Asesinato y ánimas en pena, empieza con el espíritu de un hombre que acaba de ser asesinado por el amante de su mujer de una manera inesperada y casi ridícula. La novela es una reflexión en tiempo propio sobre la muerte. Qué es estar muerto, cómo es la muerte, qué se descubre al llegar a ella, y cómo se interacciona con el mundo que uno ha dejado, desde ese ánimo de espíritu irónico y casi burlón, con los que se quedan vivos. Estructuralmente es muy hábil, porque empieza hablándonos desde la muerte, y no solo desde ella, sino desde una muerte ridícula que Connor Gilmartin, su narrador, parece haberse tomado con mucha filosofía y sentido del humor. Si algo nunca falta en las obras de Robertson Davies es filosofía y sentido del humor. Y quizá en esta última trilogía, tal vez por la avanzada edad del autor (rondando los 80 años, y que moriría sin completarla) las referencias a la muerte y a lo que pueda haber después son más frecuentes. Pero parece que todo el mundo en estos libros considera que puede afrontar la muerte, si no en paz, al menos con cierta perspectiva armónica.  

Connor Gilmartin es el jefe de la sección de cultura de un importante diario de Toronto, donde también trabaja su esposa, Esme, y el amante de esta que acabó matándolo, al que llaman burlonamente El husmeador, pues es crítico de teatro, y le encanta husmear referencias en cualquiera de las obras que va a ver. Connor Gilmartin se cuela, después de muerto, con su asesino, en un festival de cine, y ahí vamos entendiendo, poco a poco, cómo es su nueva percepción del mundo. Las películas van pasando pero él no las ve como tales, sino que se va metiendo en sus propias películas, películas de época que van retratando Toronto en los siglos anteriores y a sus antepasados. Con esa estructura de cuentos que se genera, unas historias son más brillantes o interesantes que otras, pero el libro avanza ágilmente. Poco a poco, por escenas, nos irá transmitiendo una idea de la vida y la muerte, la lucha por la existencia, la importancia de la historia y lo conquistado.

El padrino de Connor Gilmartin, Jonathan Hullah, es el narrador de la segunda parte de la Trilogía de Toronto, Un hombre astuto. Un hombre astuto es como lo llamaban (con ciertas dudas en la traducción, debo decir) dos vecinas que tuvo en su consulta durante años, una pareja de lesbianas inglesas llegadas a Canadá a conseguir cierta libertad. Las trilogías de Davies no son (por suerte) sagas que hay que leer en un cierto orden, son tres novelas que comparten algunas referencias, personajes, pero que son esencialmente novelas independientes.


Un hombre astuto me parece un libro más redondo que Asesinato y ánimas en pena, y en este caso es Esme, la viuda de Gilmartin, la que acude a Hullah para entrevistarlo para una serie de artículos titulados El Toronto que fue. Hullah va tirando del hilo de la memoria y acaba escribiendo, a partir de algunas diarios, sus memorias. En ellas se verá ayudado por cartas y anotaciones sobre su persona de sus vecinas inglesas. La excusa argumental es recuperar un momento sucedido en la vecina iglesia de St. Aiden a mediados del siglo XX, la muerte de un párroco al que muchos calificaron de santo y atribuyeron milagros casi instantáneos.

Hullah, un médico bastante particular, cercano al humanismo, interesado por la religión y la filosofía, analiza ese caso, pero antes hace un repaso por su vida. Desde su infancia en un lejano pueblo del interior de Ontario hasta su llegada a un internado en el que conoce a quienes serán sus mejores amigos, y donde en un guiño a La trilogía de Deptford se adivina la figura como profesor de Dunstan Ramsay, el narrador de aquella. Uno de aquellos amigos, Charlie, acabaría siendo sacerdote. Aparte de sacerdote, también alcohólico, y morirá bajo la vigilancia y cuidados postreros de Hullah, y su persona tuvo algo importante, fundamental, que ver con la muerte de aquel párroco al que calificaron de santo.

Los diarios y memorias de Jonathan Hullah analizan en profundidad una ciudad, Toronto, un país, Canadá, y prácticamente un siglo, el XX. Con esa graciosa mezcla de erudición y narración eficiente, característica de Robertson Davies, iremos avanzando en los años rememorados, hasta llegar al presente de la narración, desvelando el misterio del párroco de Saint Aiden y dejándonos a la espera de una nueva novela que ya nunca llegó, y que me atrevo a aventurar que hubiera estado narrada por Esme, la mujer de Connor Gilmartin y cómplice de su asesinato al principio de la trilogía, que termina casándose con un importante hombre al final de Un hombre astuto.

La prosa de Davies es siempre firme y potente. Mezcla narración cercana con erudición, y habla desde una óptica que a veces es conservadora, a ratos es liberal (en un sentido anglosajón del término), en otros es descreída, a ratos parece abrazar la esperanza de la religión (aunque parece siempre más fascinado por los ritos que por las esencias, y de hecho el propio Hullah iguala en algunos aspectos religión y teatro, dos de sus intereses). No podemos leerlos sin que algunas de sus reflexiones nos chirríen por desfasadas o políticamente incorrectas, pero no podemos olvidar tampoco lo que estamos leyendo, puro siglo XX, con todo lo bueno y malo que tuvo, y no debemos olvidar que igual que Jonathan Hullah nos dice sobre las enfermedades, estas, sus nombres y sus definiciones, han cambiado con los años y los siglos. Han desaparecido males y han aparecido otros nuevos. Se han inventado tratamientos. Davies es un autor siempre notable, siempre brillante, siempre envolvente, al que leer si no se ha llegado aún a sus novelas. Mi recomendación sería empezar con El quinto en discordia (primera entrega de La trilogía de Deptford) o con Un hombre astuto, su último libro. Pero cualquiera de sus obras traducidas en Libros del Asteroide merecerá la pena.

Seguiremos leyendo y dejándonos atrapar.

Felices lecturas


Sr. E