jueves, 31 de octubre de 2019

Los premios, de Julio Cortázar


Los premios, de Julio Cortázar (Suma de Letras)

Sin alejarme demasiado de la verdad podría decir que Julio Cortázar es mi cuentista preferido. Podría decir algo muy parecido de otros tres o cuatro autores de relato, y en cualquier caso siempre será cierto que Cortázar es uno de mis cinco cuentistas preferidos, y que alguno de los cuentos que más veces he leído en mi vida son suyos. Cortázar me reconcilia con los primeros años de violentos amores literarios y cada vez que vuelvo a pasearme por sus cuentos me reconcilia también con las lecturas en el presente, con la búsqueda inagotable de nuevas obras, porque muchos de sus cuentos vienen del pasado pero también me resultan tan nuevos como la primera vez.

Yo mismo he dicho muchas veces que Cortázar era mejor cuentista que novelista, quizá incluso mucho mejor cuentista que novelista, y creo, por lo que se puede leer en sus propios textos, que él no se sentía cómodo en esa definición. Cortázar, como Cheever, se sabía un excelente escritor de relatos, pero quería pensar que era un novelista igual de bueno. La novela más conocida y exitosa de Cortázar, aquella por la que medirlo, es Rayuela, ese libro mítico y de tanto éxito, un libro que funciona para muchos lectores como un rito de paso (algo que se hace por una tradición difusa a los veintipocos años, igual que un interrail) y que para muchos es su única lectura cortazariana, una de la que se pueden extraer frases descontextualizadas de las que antes se usaban para forrar carpetas. Rayuela, como ya anuncia la frase anterior, nunca me ha parecido para tanto. Es un libro que se lee bien, un tanto naif quizá, a ratos bonito, pero ni me parece gran literatura ni desde luego la mejor obra de Cortázar.

Así que con pereza mental me he ido reforzando con los años y las relecturas de los cuentos de Cortázar (y casi cualquiera de sus colecciones me vale en algún momento del año como relectura útil y a la vez refrescante) en la idea de que Cortázar es mejor cuentista que novelista.

Y que quede claro que esa idea no ha cambiado con la lectura reciente de Los premios, pero sí me ha hecho pensar que aunque Cortázar no se acerque como novelista a la excelencia que sí tuvo como cuentista, sí tiene, al menos, una muy buena novela, y es esta. Y me ha pasado algo parecido con Cheever y Los Wapshot (que reúne sus dos novelas dedicadas a esa saga familiar) y Oh, esto parece el paraíso, dos novelas a las que les reconozco méritos y a las que debo buenos momentos lectores, sin perder de vista que no se igualan en mi canon (si se puede seguir usando esa palabra) sus cuentos.

Los premios es una novela de aires kafkianos, algo que tienen muchos cuentos de Cortázar (aunque Cortázar los hace tan suyos que no se puede hablar de La autopista del sur, por ejemplo, y no sentir que aunque la inspiración de rama kafkiana está por ahí, el resultado es totalmente personal). En Los premios nos encontramos con una serie de personajes inconexos, o con conexiones mínimas entre ellos, que han ganado en una lotería un crucero en un viejo barco llamado Malcolm. El nombre y la apariencia del barco ya son el primer misterio, pues la única instrucción que han recibido es estar una tarde concreta en un café concreto con el equipaje listo para embarcarse.

El viaje de placer (y para algunos personajes de huida) empieza en una bruma de falta de información, y esa bruma se irá espesando con los días de viaje. No están claras ni las motivaciones de quienes les han dado ese premio, ni por qué algunas zonas del barco están prohibidas, ni cómo algunos momentos del pasado de los pasajeros, que van volviendo y nos son contados, influyen en toda la historia. Los pasajeros, de modo desorganizado pero simultáneo, quieren tomar la popa del barco, que les está prohibida.

Tenemos a una serie de personajes llenos de secretos en un ambiente cerrado, lo que nos recuerda novelas de misterio y viajes de Agatha Christie, y tenemos una habitación cerrada a la que no deben acceder, como en la historia de Barbazul, y con esos mimbres clásicos, la inspiración de Kafka, ciertos sinsentidos y el estilo narrativo de Cortázar, que se desenvuelve muy bien cuando nos narra, a modo de cuentos desgajados del centro de la novela, pasajes pasados de distintos personajes, o breves escaramuzas en el barco, acabamos teniendo un libro muy entretenido, que seguimos con interés hasta su desenlace.

No es una novela que justifique que dejemos de leer los cuentos de Cortázar, por supuesto, pero es una novela que puede complementarlos muy bien como lectura. Y es una novela, sobre todo, que entre tantas novelas magnificadas por los altavoces y los premios, los otros, los comerciales e institucionales, merece la pena leer para no perder la perspectiva y no olvidar lo que es un escritor indiscutible, de primera categoría, un referente de la literatura en español y del siglo XX. Y por contraste, lo que no lo es.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

domingo, 20 de octubre de 2019

Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson


Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson (Minúscula)

Shirley Jackson fue una cuentista y novelista estadounidense que centró su obra en la narrativa de terror. De ella ya había leído sus Cuentos escogidos, y en los últimos meses me he traído varias veces de la biblioteca el libro Deja que te cuente, que viene a completar esos iniciales Cuentos escogidos con otros relatos, inéditos en formato de libro, otros inéditos en términos absolutos y pequeños ensayos y conferencias sobre la escritura, como oficio y arte. Leyendo esos ensayos y reflexiones uno se da cuenta pronto de que Shirley Jackson es de las que creía que la mejor manera de contar los dolores verdaderos de la vida era disfrazándolos de historias muy fantásticas, que resulten increíbles en su primera lectura, que queden fuera del mundo racional. La gran tradición cuentística y novelística de terror creo que siempre lo ha visto y trabajado así, usando ese mundo a veces solo onírico, a veces realmente agobiante, con una doble condición: como válvula de escape y como espacio seguro en el que desarrollar la escritura sin ser criticado y juzgado por los a menudo estrechos criterios que se aplican a la ficción realista.

Quien escribe novelas de terror puede contar ahí lo que quiera (casi lo que quiera) y ahorrarse las preguntas que se sucederían ante una cruda novela realista: ¿Cuánto de lo que hay aquí es autobiográfico? ¿En quién estabas pensando cuando diseñaste este personaje? Etcétera.

La novela más conocida de Jackson es probablemente La maldición de Hill House, una novela de casas encantadas / malditas de la que hubo una adaptación en forma de serie el año pasado, con bastante éxito. En el tema de casas encantadas y novelas de terror desbordadas, me quedo con La casa infernal, de Richard Matheson, adictiva, llena de sustos y muy loca. Matheson es uno de los autores que más reivindicó a Shirley Jackson durante unas décadas en las que estuvo bastante olvidada. Otro que lo hizo, igual que lo ha hecho siempre con el propio Matheson, es Stephen King.

Pero no vamos a hablar de La maldición de Hill House ni de La lotería u otro de sus cuentos. Vamos a hablar de Siempre hemos vivido en el castillo, una novela breve (de menos de doscientas páginas), que cuenta la historia de dos hermanas, últimas supervivientes de los Blackwood, una vieja familia local, junto con su tío.

No se lo vas a pedir –dijo finalmente–. Nosotras no le pedimos nada a nadie. Recuérdalo.
Estaba bromeando –contesté, y sonreí–. En realidad, de todos modos, lo que yo quiero es un caballo alado. Te llevaríamos a la Luna y te traeríamos, mi caballo y yo.

Nos encontramos con las dos hermanas, Constance, la mayor, y Mary Katherine (Merricat), la pequeña. No tardaremos mucho en darnos cuenta de que viven aisladas en el viejo caserón, en una vida – juego que es un continuo del que escapan las pocas veces que necesitan ir al pueblo a por víveres. Las visitas al pueblo están llenas de rechazo por parte de la comunidad, y esta es una de las cuestiones esenciales de la narrativa de Jackson, las comunidades cerradas en las que es difícil entrar y de las que es difícil salir, que acaban, por su propia tendencia a estar cerradas, generando los mayores odios en su interior. En uno de los ensayos de Deja que te cuente, Jackson explica que La lotería se le ocurrió una mañana paseando por su pueblo y fantaseando con las actitudes que muchos de los miembros respetables de la comunidad tomarían si se sintieran ante una situación de amenaza real. Nadie odia tanto ni tan profundamente como el vecino de al lado.

El pueblo era todo igual, de la misma época y el mismo estilo; era como si la gente necesitara la fealdad del pueblo y la alimentara.

La vida de las Blackwood se mueve con una Constance dedicada a la limpieza, cocina y cuidado de su tío y una Merricat que se pasa el día escondiéndose por todas partes, bajando al arroyo, al bosque, encontrando tesoros, enterrándolos y desenterrándolos, como cualquier niña, aunque ya no es tan niña, ni su hermana tan mayor. Su vida social incluye recibir algunos domingos las visitas de algunas señoras que siguen asistiendo allí, más por curiosidad malsana que por nada parecido a la amistad. Ejemplos perfectos de hipocresía, algo contra lo que Jackson siempre tomó partido y que siempre le sirvió de inspiración y material.

No tardaremos demasiado en enterarnos que el resto de la familia Blackwood murió una noche de hace algunos años después de una cena, envenenados. Constance, la hija mayor, fue la principal sospechosa, y fue llevada a juicio, aunque salió absuelta. Por el pueblo circulan mil cancioncillas relacionadas con aquel momento. Ni su tío ni Merricat dan información fiable, aunque el tío está escribiendo (de un modo que parece que se eternizará) una memoria personal de aquella noche y aquellas muertes, que se llevaron por delante también a su mujer.

Creo que empezaré con una pequeña exageración y a partir de ahí desarrollaré una mentira descarada. ¿Constance, querida?
Sí, tío Julian.
Voy a decir que mi esposa era bonita.

La falta de fiabilidad es un elemento muy destacado. Merricat es quien nos narra la historia, y lo hace con una voz narrativa que tiene en todo momento un encanto irresistible, en un punto indefinido entre una niña inocente que no recuerda los sucesos como pasaron y una niña cruel que se ríe de todos, salvo de su hermana, y especialmente de nosotros, los lectores, quienes están escuchando su narración. El tono de la narración es perfecto, viene estupendamente definido desde el inicio de la historia. Y si tuviera que buscar ejemplos de narradores poco fiables (pero bien construidos, no de esos que son tramposos y al final dan un giro a todo que no venía anunciado por ninguna parte) en las páginas de literatura que llevo leídas, Merricat estaría seguramente la primera entre las opciones disponibles.

¿Sucedió realmente?
Claro que sucedió. Te llevaré a la habitación y podrás echar un vistazo a tus recortes de periódico.

La novela tiene un ambiente terrorífico pero no pasa casi nada que llegue a justificar ese terror latente. Nos sentimos angustiados pero creo que es sobre todo por las dos grandes tensiones que la novela nos presenta: La primera, la sensación de saber que lo cotidiano puede ser malsano y terrorífico. La segunda, que esa mezcla de inocencia y crueldad resulta mucho más terrorífica de lo que la mera crueldad llega nunca a resultar.

Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson, es una de las mejores novelas que llevo leídas en este 2019, es un artefacto narrativo impecable y que funciona perfectamente, pero que también está lleno de vida (y muerte), que respira y acelera nuestra respiración, que llora amargamente y nos hace emocionarnos.

Conocía el camino hubiera luz o estuviese oscuro.
Me alegré de haber ordenado y limpiado mi escondite, porque así Constance se sentiría a gusto. La cubriría con hojas, como a los niños en los cuentos, allí estaría a salvo y arropada. A lo mejor podría cantarle una canción o contarle un cuento; le llevaría frutas brillantes y bayas, y agua en una taza hecha con una hoja. Algún día iríamos a la Luna.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

sábado, 12 de octubre de 2019

Peter Handke, Premio Nobel 2019

Peter Handke


Le hago el poco caso que todo el mundo (el mundo lector) al Premio Nobel, pero le hago todo el caso que todo el mundo le hace a dicho premio. Supongo que más que el que el premio merece, pero el inevitable ante el ruido que siempre mueve. Muy pocas veces le han dado, desde que le presto atención, el Nobel a escritores que me interesaran. Hay dos, Naipaul y Coetzee, que son autores a los que he seguido con atención y leído con profundidad, pero a los que ya conocí con el Nobel en la cartera. 

Peter Handke es un autor al que leo, al que he leído, y al que antes de leer ya sabía que algún día leería. Handke era un autor bastante popular en los años ochenta y noventa, y sus libros pasaban por la mesa de novedades de la Biblioteca Pública de Orihuela y eran de esos que se quedaban ahí durante meses, y a los que si prestabas atención oías llamar difíciles o duros.

El primer libro de Peter Handke que leí, o que intenté leer, aunque no conseguí terminarlo, fue El año que pasé en la bahía de nadie. Lo cogí en aquella biblioteca y me hizo pensar que Handke era un autor moroso, de reflexiones deliberadamente complejas y libros gruesos. No es su libro más representativo, desde luego, y no lo es en muchos de esos aspectos que yo malinterpreté.

Quizá Handke sea un escritor difícil, aunque creo que más que difícil es sobre todo un autor que requiere para su lectura un cierto grado de concentración. Su fraseo, al respiración de su prosa, son muy personales, y no es complicado de seguir, pero todo es fibra en sus textos, no hay grasas ni azúcares, y hay que ir leyendo activamente cada párrafo, cada frase, a ratos cada palabra. 

Igual que creo que Handke fue un autor relativamente popular en los ochenta y noventa, creo que estaba bastante olvidado. Alianza sobre todo mantenía sus libros en su fondo editorial, e iba actualizando las ediciones, pero no sé si añadía muchos lectores nuevos. Creo también que sus mejores libros hace ya tiempo que fueron escritos. 

No se trata de que Handke sea uno de mis escritores preferidos, pues no diría tanto, ni de que yo sea un gran experto en su obra (he leído menos de una decena de sus libros, que deben ser más de cincuenta). Pero sí se trata de que es uno de esos autores que piensas que deberían premiar con el Nobel. Y creía, y lo tengo escrito en el cuerpo de un libro que aún busca suerte o editor, si no ambas, que se trataba de alguien a quien en los años setenta, cuando irrumpió con tanta fuerza y brillantez se le podía augurar que lograría el Nobel, pero que cuando se posicionó como lo hizo en los noventa y dos miles respecto a Milosevic, Serbia y la Guerra de los Balcanes, había enterrado todas sus opciones de ganarlo.

Por eso me sorprendió tanto verlo como ganador. 

Y más allá de prejuicios y polémicas animo a los lectores exigentes a acercarse a El miedo del portero al penalti (al que considero una actualización de El extranjero de Camus), a la tremenda Desgracia impeorable (un título dedicado al suicidio de su madre, eslovena, y que creo que no puede perderse de vista a la hora de juzgar sus desafortunados análisis de la Guerra de los Balcanes), libros preciosistas de títulos jugosos como Carta breve para un largo adiós o El momento de la sensación verdadera, o el propio El año que pasé en la bahía de nadie, que finalmente leí completo, o a sus Ensayos sobre el jukebox o Ensayo sobre el cansancio, de los que hablaba aquí hace apenas tres meses. 


A mí esta semana me ha cogido con La tarde de un escritor entre manos. Es uno de sus textos representativos, soliloquios expuestos en una estructura concéntrica. Exigente, lleno de hallazgos y elecciones, con una escritura que queda muy lejos de cualquier automatismo. 

En la biblioteca a la que voy ahora solo tienen cuatro libros suyos, todos en ediciones viejas y gastadas. Supongo que este premio hará que se hagan con algunos libros más. Y al final es lo más interesante de estos premios, que convoquen a nuevos lectores.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E  




viernes, 4 de octubre de 2019

El papel amarillo vs. Su cuerpo y otras fiestas, además de Chicas muertas


El papel amarillo, de Charlotte Perkins Gilman (Editorial Bestia Negra) vs. Su cuerpo y otras fiestas, de Carmen María Machado (Anagrama), con Chicas muertas, de Selva Almada (Mondadori) de propina

El papel amarillo es un relato que se puede identificar de manera bastante clara en la tradición gótica, y que se publicó por primera vez en 1892. Cuentan que Lovecraft alabó el relato. Se ha recuperado de un olvido de muchas décadas en los últimos años, y ahora mismo se lee desde dos perspectivas, la de relato de género de terror (o de pesadilla, pues más que miedo la lectura produce angustia por la deriva en la que va entrando la protagonista) y como relato protofeminista, una historia de reivindicación de la mujer ante su papel secundario en aquella época.

Creo que se puede leer de las dos maneras, que quizá es lo mejor, y de hecho yo lo he leído dos veces, aprovechando que es francamente breve (aunque la edición lo viste con prólogo, estudio y unas ilustraciones sobre las que habría mucho que hablar, porque son bonitas pero en su ánimo de resaltar continuamente la opresión de la protagonista acaban resultando un tanto condescendientes e infantilizantes). Lógicamente no lo he leído dos veces, una desde un punto de vista y el otro, sino uno simplemente siguiendo la historia, y jugando al juego que como narración propone (¿pasa todo en la cabeza de la protagonista o hay algo real más allá?) y otra fijándome más en los detalles costumbristas, en su modo de relacionarse con el marido, la manera en que se refiere a él y sus recomendaciones, y su propia relación con su naturaleza femenina y la posibilidad de que la escritura fuera algo terapéutico.

Como relato de terror, pasados más de 125 años, no deja de ser hoy en día un relato canónico, que sigue los pasos marcados por quienes crearon el modelo. Lo hace bien, dosificando la información, dejando algunos elementos sorpresa para el final, generando una atmósfera cada vez más enrarecida y haciéndonos dudar de la fiabilidad de la protagonista, de la que sabemos a través de un diario (un recurso también muy socorrido en la literatura de misterio decimonónica). Pero estas narraciones, salvo algunas excepciones, han perdido eficacia (necesariamente) en su cometido principal, darnos miedo. Le pasa a los cuentos de Poe, y le pasa a este. No puede ser de otra manera, cuando ya hemos pasado todos, como lectores y espectadores, por tantos horrores, con ritmos y miedos muy distintos al de estos relatos.

No obstante, y aunque no nos da miedo, la historia de la obsesión de esta mujer (a la que su marido, médico, ha diagnosticado que está delicada de los nervios, uno de esos males antiguos que le ocurrían sobre todo a las mujeres, y a la que ha recomendado, para que se recupere, unos meses de reposo absoluto en una casa de campo a las afueras de la ciudad) con su cuarto nos conmueve y nos inquieta. Se trata de una inversión del clásico cuento de Barbazul, aquí se trata de un cuarto del que apenas le permiten salir, y sobre el que no tiene opinión, pues todas sus pegas son respondidas con que son efecto de su debilidad, que si se sintiera más estimulada todo podría ir a peor. Y como no sale, acaba obsesionándose con el empapelado del cuarto, de un horrible color amarillo que ya la hizo sentir mal desde que entró ahí por primera vez.

Empezará a identificar a una mujer que vive en el empapelado y que intenta escapar, y se hará imposible saber, desde que se produce la ruptura hasta el final del relato, si está cayendo ella misma en la locura y está proyectando su situación en sus alucionaciones o si realmente se trata de una historia de espíritus. La escritura de corte costumbrista, con los incisos en los que no para de mostrarse como una mujer sumisa y obediente, es la que da lugar a que se pueda hablar desde nuestro presente de un libro feminista, o protofeminista o como lo queramos expresar, un libro en el que vemos la situación de una mujer casi sin voz y con nulo voto en el proceso de la curación de lo que parece, en el fondo, lo que hoy llamaríamos con más normalidad una depresión post – parto. Una situación que muy probablemente vivió la propia autora por la época en la que escribió el relato.

John no sabe lo mucho que sufro. Sabe que no hay razón para sufrir y con eso le basta.

Es una suerte que Mary sea tan buena con el bebé. ¡Es un niño encantador!
Y sin embargo, no puedo estar con él. ¡Me pone tan nerviosa!

Es la misma mujer, lo sé, porque siempre se está arrastrando , y la mayoría de mujeres no se arrastran durante el día. Yo siempre cierro la puerta con llave cuando me arrastro durante el día.

Relaciono este primer libro con el que ahora viene porque los he leído seguidos, en primer lugar, y porque ambos, aunque desde intenciones creo que muy distintas, utilizan los recursos de la literatura fantástica (en ocasiones una literatura fantástica que se parece bastante al terror) para exponer (no utilizaría el verbo denunciar, porque creo que la intención es expositiva, y ese hecho de contar es el que sirve para que el lector abra los ojos e interprete símbolos) la situación de la mujer, en distintos momentos y lugares. Su cuerpo y otras fiestas, de Carmen María Machado, ha recibido miles de elogios, ha ganado importantes premios y ha estado cerca de ganar otros aún más importantes, ha sido recibido como una revelación, y como bien anuncia cualquier referencia que pueda buscarse sobre él en la red, dará lugar a una serie de televisión, que parece el mecanismo de consagración definitivo para el trabajo literario de acuerdo a las leyes del mercado.

Su cuerpo y otras fiestas pertenece a ese género que se llama weird en inglés y que en español deberíamos llamar libros raros, narrativa rara, y que viene a anunciarnos que es literatura fantástica, quizá, pero desde luego no canónica, relatos que no obedecen a la lógica concreta de un género con fronteras bien definidas, y que pueden dar cabida a la poética cercana al realismo mágico de García Márquez y en otros momentos acercarse al gore.

Los ocho relatos de Su cuerpo y otras fiestas pasan por varios géneros y varias influencias más o menos reconocibles, y todos se relacionan en que comparten una cierta visión de que ser mujer es una batalla, que el campo de batalla es a veces el cuerpo de la propia mujer (lugar de goce y de sufrimiento, lugar siempre de inquietud) y en el uso de las herramientas de ese género difuso. Es un libro bastante irregular pero con relatos muy conseguidos. Y creo sobre todo que vale la pena leerlo porque es uno de esos libros que incluso cuando falla es potente, nos está diciendo algo. Es un libro que se atreve a dar ciertos gritos y a usar ciertos discursos formales (hay un relato, Especialmente perversos, que podría haber firmado David Foster Wallace, de más de sesenta páginas en el que se comentan sucintamente capítulos de una serie de televisión policíaca) y que a cambio, cuando intenta provocar al lector lo deja más frío, y cuando mejor funciona, en los cuentos indudablemente más redondos, no nos permite quitarnos la sensación de que ha habido tanta planificación, un uso tan medido y deliberado de los símbolos, que ese lugar mítico donde nace la literatura, el momento en que a la autora se le ocurriera la primera imagen de la historia, queda demasiado lejos. Los ha pulido tanto que están demasiado pulidos, tan perfectos, medidos y equilibrados que les cuesta respirar.

Creo que lo mejor del libro está ya concentrado en su primer cuento: El punto de más. Es un cuento al que no se le puede discutir una coma, quizá únicamente se le puede reprochar que sea demasiado perfecto. En ese relato y en Las mujeres de verdad tienen cuerpo, los símbolos son tan buenos, redondos y potentes, que el relato se quedará en la memoria del lector (aunque creo que El punto de más será más duradero, en Las mujeres de verdad tienen cuerpo, quizá la aparicicón de mujeres que se van volviendo transparentes es un símbolo más obvio)

Los cuentos me han llevado a pensar en distintos momentos en Shirley Jackson (aunque es mucho menos sutil), en Mariana Enríquez (aunque es menos cruel) y en Anna Starobinets (aunque es menos imaginativa, y menos explícita en ciertas descripciones físicas). Con esas tres comparaciones quiero decir que el libro está muy bien pero que no es el mejor libro de cuentos del mundo, ni del año ni de la vida de nadie que haya leído un cierto número de libros de cuentos. Con todo, es un libro más que notable y merece la pena leerlo para sentirse apelado, emocionado y aterrado en algunos momentos, quizá demasiado frío en otros.

Y termino el paseo por las historias de terror y mujeres con el que más miedo debería darnos de todas: Chicas muertas, de Selva Almada. Tenía el nombre de la autora apuntado por ahí y este libro llegó a la biblioteca en algún momento. Está muy bien construido, y sin caer en sensacionalismo ni en efectismos (al menos nada más que en los imprescindibles), y desde la reconstrucción de unos pocos casos escabrosos y terribles de feminicidios de adolescentes en la Argentina rural, va dibujando un mapa del horror, el machismo, el silencio y el olvido. Las sospechas habituales, las calumnias, las costumbres bárbaras de algunos pueblos y algunos hombres, el trato de la prensa, el olvido, el ruido y después todo el silencio. La autora juega (aunque no es un juego literario) con todos esos elementos y construye un libro escueto, denso, cortante. Que sangra y hace sangrar a quien se corta con sus páginas, que será cualquiera que lo lea y tenga algo de sensibilidad.

Mucho miedo, mucha vida y mucha muerte.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E