jueves, 19 de mayo de 2022

Como una moto: la vida galopante de John Belushi, de Bob Woodward

 Como una moto: la vida galopante de John Belushi, de Bob Woodward.

Quienes (todavía) me aguantan y bien me escuchan o bien me leen, me han oído hablar de este libro desde que lo leí por primera vez (lo recuerdo perfectamente) en enero de 2018. Lo encontré en la sección de biografías de mi biblioteca habitual, y fue la casualidad la que me llevó hasta él. Buscaba yo
Mi último suspiro, la biografía de Luis Buñuel (que pese a lo que el catálogo digital anunciaba, no estaba disponible; en general no estaba, o se había perdido cambiado de sitio entre las decenas de miles de volúmenes de la biblioteca, que viene a ser lo mismo) y me topé con una vieja edición, muy llamativa, de este libro. Había sido editado por una pequeña editorial (Papel de liar) y creo que circuló muy poco. Me alegra que se haya recuperado y que Libros del Kultrum haya optado por intentar promocionarlo. Espero que llegue a muchos lectores.

Lo primero que me llamó la atención es que el autor fuera Bob Woodward, ese famoso periodista del Washington Post al que interpretaba Robert Redford en Todos los hombres del presidente, uno de los que sacaron a la luz el caso Watergate. Supongo que me sorprendió por un problema de traslación del mundo cultural americano al español. Me costaba imaginarme a un Iñaki Gabilondo escribiendo sobre un humorista de vida interior atormentada y que terminó mal. ¿Quién fue el John Belushi español?, sería la siguiente pregunta que uno se haría. Y no vale la pena hacerse esas preguntas, aunque si veis el documental Eugenio, veréis algunos paralelismos.

Es un tópico ya muy usado ese del payaso triste. ¿Es que acaso todos los hombres que nos hacen reír están rotos por dentro y buscan la aprobación y el cariño de los demás en sus carcajadas?

Tampoco puedo decir que leyera por primera vez este libro, o que haya estado deseando que hubiera una reedición para poder conseguirlo y releerlo porque yo fuera un gran admirador de John Belushi. Apenas le ponía cara, y sobre todo lo conocía como Jake Blues en la película de los Blues brothers, una película muy divertida, con una gran banda sonora (Belushi se esforzó mucho por resultar convincente como cantante de blues, y aunque su fuerza es imitativa, hay que reconocer que es realmente poderoso) y en la que, después de leer el libro, es complicado no ver el rastro de varios kilos de cocaína. Belushi era, en Estados Unidos, un cómico muy popular gracias al formato del Saturday Night Live, poco visto por aquí (aunque estoy convencido de que habrá un ejército de exclusivos que dirán que lo conocían sobre todo por aquel programa) y peor adaptado (en el libro se comenta, y es para olvidar, a aquel Emilio Aragón noventero diciendo, a imitación de Chevy Chase, lo de Yo soy Emilio Aragón y usted no).

Belushi llevó el formato, y el humor que allí se hacía, al límite. Su fuerza estaba en la comedia física, pero también en lo rápido que sabía captar lo que iba a hacer gracia, a veces de manera directa y a veces incómoda. Sabía manejarse con la voz, con el cuerpo, con la música, con los juegos de palabra. Sabía buscar petróleo en algunas heridas familiares, como lo era la escasa adaptación de sus padres a la vida americana. Un famoso sketch de Belushi, en el que este regentaba una hamburguesería en la que solo se podían tomar cheeseburgers (y no fries, no Coke), con una imitación de un acento europeo poco determinado era una parodia de su padre, que tuvo (y perdió) dos restaurantes que fueron su vida. Los padres de Belushi, y aquí había una clave de la historia de todos ellos, venían de Albania, un pequeño y pobre país con un régimen comunista rayano a la locura, y nunca quisieron que se supiera en su pequeña ciudad americana, por lo que los hijos se acostumbraron a decir que eran de origen griego, que les parecía algo más normal y respetable. El restaurante del sketch cómico, el Olympia, sí era griego (aunque con una carta más que limitada).

Como una moto se puede leer como un tratado sobre la adicción. Y también como una novela. Funciona como una historia parecida a Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez. Como en aquella novela, aquí se está reconstruyendo lo que sucedió. Todo el mundo que habla y opina, todo el que convivió con el John Belushi que se hizo millonario al cumplir los treinta años, como él mismo lo describía, tenía la sensación de que acabaría muerto. Era cuestión de tiempo. Lo sabía su mujer. Lo sabía su hermano. Lo sabían sus amigos, sus productores, su manager. Pero nadie hizo nada por pararlo. Quizá, se decían, no era posible pararlo. Más que un loco en moto era un camión bajando una cuesta sin frenos. ¿Quién va a pararlo?

Además, no lo olvidemos, era el final de los setenta y el principio de los ochenta. La cocaína, la principal adicción de Belushi (junto a los quaaludes que le ayudaban a bajar y frenarse un poco) estaba bastante normalizada en el mundo del espectáculo. Belushi tenía pánico a actuar sin ella, que le ayudaba a estar siempre a tope, rápido, a no perder ni un chiste ni dejar que se le pasara una situación potencialmente graciosa.

Belushi no tenía una gran fuerza de voluntad, eso es un hecho. Le gustaban demasiado las drogas. Pero es otro hecho que nadie era capaz de ayudarle a detenerse.

En ocasiones trataba de dejar la cocaína, pero la gente seguía ofreciéndosela. Si la rechazaba, le apremiaban. Belushi no era divertido viendo cómo los otros se metían; era divertido cuando participaba. La cocaína le volvía más positivo; hacía que las cosas resultaran importantes e intensas.

Todos a su alrededor sabían que acabaría con él. Pero tampoco querían renunciar a la chispa de Belushi. Ni a su parte del negocio.

En un momento del libro se dice que el ritmo que llevaban en Saturday Night Live era imposible de seguir sin estimulantes, y que entre todos los posibles habían decidido que usarían la cocaína. Lo que realmente necesitaban era cogerse unas vacaciones, pero como no se las iban a poder tomar, las drogas eran sus vacaciones.

La sentencia, como en la novela de García Márquez, estaba escrita desde el principio, y todos se iban encontrando con el futuro cadáver y solo decían eso: por ahí va alguien que está sentenciado.

Este diálogo entre el médico del rodaje y el productor se produce casi al principio del libro. Sobre él se construye todo.

Tienes que apartarlo de las drogas –dijo el doctor quedamente–. Si no lo haces, sácale tantas películas como puedas porque solo le quedan dos o tres años de vida.

Belushi acabó reventando, y su nombre quedó asociado a la combinación de cocaína y heroína (speedball) que se lo llevó por delante. Woodward nos cuenta que con su muerte algo acabó en Hollywood. El abuso de drogas, hasta entonces bastante tolerado, empezó a verse de otra manera. Muchos de sus amigos pusieron sus barbas a remojar (el cómico Robin Williams, entonces en la cumbre de sus adicciones, fue uno de los interrogados durante la investigación de su muerte, ya que había pasado aquella noche con él, y contaba que ahí se dio cuenta de que tenía que moderar mucho sus hábitos) y buscaron ayuda médica, o redujeron mucho sus consumos.

Como sucedió con el asesinato de Sharon Tate quince años antes, en un sentido muy diferente, la muerte de Belushi marcó el final de algo. Nos queda este libro para comprender un mundo y una época. Y para ver cómo terminó. Y para tener un acercamiento más a un temperamento indomable, a una personalidad obsesiva y adictiva, y también a una brutal fuerza creadora.

Belushi murió a los treinta y tres años. Cuarenta años después, sigue siendo un mito.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E  


lunes, 9 de mayo de 2022

El club, de Leonard Michaels

 El club, de Leonard Michaels.

Hablaba de la autoficción no hace mucho. Y hablaba de que la autoficción consistiría, en origen, en ficcionalizar algo que estuviera cerca de la vida del autor.

Creo que por seguir con ese juego El club es una autoficción. Su prólogo (escrito para la reedición) profundiza en esa idea, con un juego muy propio del Philip Roth que escribió Los hechos, con un personaje que pide tener voz para negar lo que sobre él han dicho. Me quedo con serias dudas sobre si el Harold Canterbury que firma el prólogo es realmente una persona airada porque se haya producido una grave confusión entre él y un personaje o es un requiebro posmoderno más. El libro juega a regatear la noción de realidad objetiva y a la confusión. Y en el fondo da lo mismo lo que quiera ser. Todos esos juegos son muy secundarios. Aquí vamos a leer una historia. Una novela.

Y además vamos a tener la suerte de leer una novela de primera. Y de esas que apenas se conocen, de las que te llegan de sorpresa, te golpean y te tumban.

La cogí en la biblioteca porque vi que tenía una introducción de Rodrigo Fresán, que seguía las clásicas normas de la introducción de Rodrigo Fresán. La información nos viene clasificada y en una escaleta numerada. Hay mil referencias externas a la novela. Y exuda entusiasmo. Creo que no hay un lector más entusiasta viviendo en España que Fresán. Y todo lo que le entusiasma lo hace de manera genuina. Aunque es cierto que en los últimos años me la ha colado alguna vez, sigo cayendo en sus recomendaciones. No dejará de ser, para mí, el autor que hizo que leyera Postales de invierno, de Ann Beattie (ahora volveremos sobre ella) y los cuentos de John Cheever (en aquella edición de mediados de los 2000 que se llamó La geometría del amor, con sus quince o veinte cuentos fundamentales).

De este Leonard Michaels creo que hubo hace unos años una edición de sus Cuentos completos (mi memoria me dice que en Lumen) y curioseando después de leer el libro veo que Libros del Asteroide ha editado recientemente otra novela (Sylvia). Después de mi encuentro fortuito (al mismo nivel que cuando chocas con un camión) con El club, buscaré más. Aunque antes releeré El club. Porque escribo estas líneas con la resaca de haberme acostado anoche a las tantas leyéndolo. Lo de leerlo del tirón fue literal. Hacía mucho (muchísimo) que no cogía un libro a las once de la noche y lo dejaba camino de las tres de la madrugada, siendo el día siguiente uno de esos en los que tenemos que madrugar quienes trabajamos para vivir.

¿Qué nos cuentan en El club? No es que la sinopsis que pueda hacer de la trama sea apasionante. Un grupo de hombres, en los últimos años de su treintena o en los primeros de su cuarentena, deciden fundar un club para hombres. En realidad lo decide uno de ellos, y convence a otro, y estos dos invitan a los demás, que van un poco por probar. Cuesta salir de casa después de la cena, dice uno de los nuevos miembros. Pero todos han ido. ¿Por qué un club y por qué para hombres? Porque los tiempos están cambiando y las mujeres tienen sus propios clubs y ellos también quieren sentirse especiales, básicamente.

La novela está escrita en 1975, y se nota que los tiempos habían cambiado, pero tampoco se sabía muy bien por qué ni hacia dónde. La marihuana, el intercambio de parejas, el sexo más o menos libre, las parejas abiertas, todo eso ha sido asimilado y todos ellos se mueven con naturalidad en ese mundo. ¿Y? Y poco más. Son, en esencia, y con todo lo que se supone que han avanzado, seres vacíos, llenos de heridas y resquemores. Todos han perdido más de lo que han ganado. Una de las cosas que tienen en común los miembros del club es que todos se han divorciado.

Todos, cuando se decide que la dinámica de la primera sesión del club (porque asistimos a la sesión inaugural) consista en ir hablando y contando una historia, como en una sesión de terapia (el anfitrión es psicoanalista, los invitados son médicos, abogados, profesores universitarios, hay dinero de sobra y buenas casas), mostrarán heridas. Heridas provocadas por mujeres y pérdidas, esencialmente, aunque no solo. Y no todas iguales.

La noche se irá volviendo rara, se hará demasiado larga, habrá historias patéticas, asaltos al frigorífico, mucha bebida, confesiones, juramentos de camaradería y alguna pelea. Y acabará, al amanecer, cuando la mujer del anfitrión vuelva y les diga que hagan el favor de recoger ese desastre. Suenan los ecos de aquella Lauren Bacall gritándole a Humphrey Bogart y sus amigotes que no eran más que una pandilla de ratas borrachas y a aquellos dándole la vuelta al insulto, luciendo la medalla y empezando a presentarse como el Rat pack.

El libro es crudo y no tiene compasión con lo que muestra. Me ha recordado, por esa mirada vitriólica, a Houellebecq, que ha profundizado aún más en el vacío existencial en el mundo posmoderno y aparentemente más libre que nunca. Por su escritura contenida y siempre bien medida, por la poesía de su vacío, me ha hecho pensar en La edad del desconsuelo, de Jane Smiley. Y porque viene a romper con todas las ilusiones de lo previo, si las hubo, al ya citado (y alabado por Fresán) Postales de invierno. Claro que allí quedaba esperanza. Era un libro melancólico pero lleno de esperanza. Poca hay aquí, en estas menos de doscientas páginas.

¿Es un libro misógino?, se pregunta Fresán, nos podemos preguntar los lectores. Es un libro en el que las mujeres solo aparecen como referencias, nunca como personajes. El único personaje femenino de hecho surge para cerrar el libro acabando con la fiesta. Pero no creo que se pueda leer como un libro que reivindica ninguna superioridad de los hombres. Al revés. La llegada de ella ilumina aún más el patetismo de todos ellos. Niños grandes, bobos, satisfechos de conocerse, necesitados de guía para no descarrilar constantemente.

Se lea como se lea y se interprete como se interprete, es una gran novela. De eso no me cabe ninguna duda. Y es de esas que te piden (a quienes escribimos) escribir. A su sombra o contra su modelo. Pero sentarte y escribir. Como pasa con La edad del desconsuelo y con Postales de invierno. Como pasa con los libros que son realmente grandes. Holden Caulfield decía aquello de que sus libros preferidos eran aquellos en los que sentía que quería ser amigo del autor. Creo que es algo común entre quienes escribimos que los libros que preferimos son aquellos que nos llevan a escribir. No creo que muchos quisiéramos conocer a quien los ha escrito. Este de momento me ha llevado a sentarme aquí, a teclear esto con urgencia, aunque solo sean unas líneas para conocer lo que pensamos, y a desear que llegue el momento de una relectura más pausada.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E