miércoles, 30 de noviembre de 2016

El ruido y el entorno me cansan. Abandono El espíritu de la ciencia - ficción

El espíritu de la ciencia - ficción, de Roberto Bolaño (Ed. Alfaguara)


Con toda mi ilusión cogí hace 10 días en la Biblioteca este nuevo rescate de la obra de Bolaño. Un inédito más. El primero que aparece en su nueva editorial, después de la polémica y el cambio. Lo iba leyendo combinado con otros tres o cuatro libros, y me iba gustando. 

¿Qué me han parecido en todos estos años los inéditos de Bolaño? Creo que ha habido de todo. No olvidemos que la misma 2666 ya apareció póstumamente, aunque estaba muy trabajada por su autor.

Leí La universidad desconocida y leí El espíritu del mal. Me parecieron buenos libros. No me parecieron libros menos defendibles ni menos bolañescos que Entre paréntesis o El gaucho insufrible, por ejemplo. Lo mejor de Bolaño en ese sentido es que siempre es bolañesco, valga la palabra, y esos libros eran parte de su territorio.

Leí El tercer Reich, que sí me pareció un libro flojo. Uno de esos libros que te llevan a pensar que por algo estaban en un cajón.

Leí La pista de hielo, novela con la que Bolaño ganó el Premio de Narrativa Ciudad de Alcalá en 1993, un premio que yo gané en 2011 con una colección de relatos afortunadamente inédita, y que me hizo sentir un poco más cerca de él. Es un libro que funciona, sin más. No aporta nada.

También leí, y perdón por la repetición, Los sinsabores del verdadero policía. Me parece un libro muy interesante, quizá no una gran lectura independiente, pero sí un libro muy interesante para bolañistas, pues prefigura muchos temas e ideas de 2666.

Empecé a leer El espíritu de la ciencia - ficción, novela escrita en 1984, y me estaba gustando. No era una obra maestra, ni lo necesitaba. Anticipaba cosas de Los detectives salvajes, y era divertido. Estaba un tanto deshilachado, pero mucha prosa de Bolaño es así, hecha de disparos sueltos. Era un libro menor que quizá tampoco era un gran libro pero sí una lectura interesante para los que ya conocen bien la obra del autor.


En El espíritu de la ciencia - ficción hay talleres literarios y enfermos de literatura. Aquí no son tanto poetas como autores de ciencia - ficción, como su título anuncia; un género que Bolaño leía mucho. El prólogo de la obra me parece un poco justificativo, como si se desconfiara de que lo que se ofrece es bueno. Y las fotos de sus cuadernos de notas que se ponen al final, que se pudieron ver en la exposición que se hizo hace un par de años en El Matadero de Madrid, apuntan en esa misma dirección. Un artículo de Ignacio Echevarría en El cultural hablaba de ello. Preferí no hacerle mucho caso. El libro estaba bien, se defendía.

Yo leía y trataba de evitar el ruido, pero los sucesivos artículos de Ignacio Echevarría y Carolina López sobre los últimos años de Bolaño, su legado, su novia o no - novia, su vida familiar, y que al final se haya pedido que se retiren de las librerías los ejemplares restantes de sus publicaciones en Anagrama, me han descentrado. Así que me vi obligado a cerrar el libro allá por la página 130 (en torno a un 65% de su longitud total) y pasar a nuevas lecturas. Dejo muchos libros sin terminar, pero siempre es por motivos de lectura, porque me cansan, aburren o no aportan nada. Me da rabia que me hayan estado molestando hasta hacerme abandonar. 

Una pena que los trapos sucios ya no se laven en casa. 

Seguiremos leyendo

Felices lecturas 

Sr. E

martes, 22 de noviembre de 2016

Escritores a los que no conoceremos en los suplementos literarios: Miguel Sánchez Robles

Escritores sobre los que no leeremos en los suplementos de libros: Miguel Sánchez Robles.
Donde empieza la nada (Ed. Algaida) y Tantos ángeles rotos (Ed. Gollarín)


 A los que nos movemos por el circuito de los premios literarios de ayuntamientos y provincias, subsuelo de la literatura, mundo sin memoria del que nunca sale la gloria pero en el que obtenemos golosinas para el ego y para el bolsillo y vemos impreso nuestros nombres de vez en cuando, a esos, decía, nos suenan nombres de escritores que se repiten de uno a otro y que a veces esconden a escritores de gran calidad que no llegan a un público amplio, por mala suerte o por el desinterés del sistema editorial, y en algunos casos también porque esos autores prefieren quedarse en los márgenes y sólo de vez en cuando pescar. Uno de esos nombres que más nos suenan, de los que faltan en el palmarés de muy pocos de los premios más importantes, es el de Miguel Sánchez Robles, a quien he oído o leído nombrar muchas veces por parte de esos escritores con sillón académico y editorial de peso detrás que pueblan algunos jurados como un autor al que no se sabe por qué no le ha llegado un reconocimiento mayor.

El principal problema de estos autores es que resulta difícil encontrar sus libros para leerlos, porque muchas de las publicaciones que conllevan los premios acaban perdidas o sólo son distribuidas en las zonas de influencia de la diputación o pequeña editorial correspondiente. A veces alguno de esos ejemplares acaba en una biblioteca, y de una biblioteca he sacado en la última semana dos libros de Miguel Sánchez Robles, Donde empieza la nada, una novela con la que ganó el Premio Diputación de Córdoba de Novela Corta en 2008, y Tantos ángeles rotos, una colección de relatos.


Todos los relatos de Tantos ángeles rotos han ganado algún premio importante. Lo cual apunto pero no creo que deba ser un factor a tener demasiado en cuenta a la hora de leerlos. Sí creo que dice algo que jurados por toda España elijan textos de un mismo autor para premiarlos. La colección de relatos es de 2006, y desde entonces Miguel Sánchez Robles ha ganado certámenes suficientes como para hacer otra colección con esos nuevos textos premiados. Que realmente no sé si habrá hecho, porque como ya decía, es difícil seguir la pista de publicaciones y a qué se corresponden exactamente.

Los relatos incluidos en Tantos ángeles rotos (magnífico y sugerente título, por cierto) tocan muy pocos temas. Uno es la familia, como epicentro de muchos de los grandes conflictos del ser humano a lo largo de la vida, como cárcel para los hijos, como consolación para los padres, la familia vista como una relación duradera que muchas veces parece una condena de por vida. Otro es la escritura y la lectura, y una cierta manera de estar en el mundo que se deduce inevitablemente del hecho de leer y haber leído mucho, a veces también de haber visto mucho cine, y de escribir, de hacerlo de cierta manera. Y hablo de leer y escribir y no hablo de literatura porque los personajes y ese narrador casi único de Sánchez Robles no es un cursi literato, sino es alguien que ha leído mucho y alguien que escribe porque tiene que sobrevivir y la escritura no es lo que permite llevar la existencia, sino que es la existencia. Y ese narrador que desprecia lo literario pero vive en lo que escribe parece un alter ego poco disfrazado del autor, poeta, solitario, profesor, de Murcia, muchas veces más concretamente de Caravaca, su ciudad, que va a los bares y bebe, que se queda en casa y fuma, que lee y escribe de madrugada, que juega a las cartas con los del bar, que los retrata en dos pinceladas implacables, que se frustra con los alumnos que le tocan, pero no es una frustración inútil, pues envidia su energía y su tiempo por delante, hay melancolía de los cuerpos jóvenes y del ayer, melancolía de leer ciertos libros por primera vez, pues con los años parece que a los narradores les llega la derrota y les cuesta cada vez más terminar el libro que han empezado a leer o ver con ilusión una película. Hay una mujer que en algunos textos está enferma o en otros está muerta o en otros parece un grillete que encadena. Hay miradas a los cuerpos de las chicas jóvenes y hay una fascinación por las leyendas que se crean con los malentendidos, con lo que dice aquel viejo de la barra del bar que se come las vocales o por cómo junta palabras ese otro, o por cómo hablaba el padre del narrador o su tío o un viejo cura o un profesor. Se aprende de Cioran y se aprende de aquel viejo que apura un coñac y suelta su verdad con acidez en el esófago. No hablo de tramas concretas de relatos concretos porque todos se confunden en un único relato al modo en que todas las películas de Woody Allen son una misma película, pero lo importante es que esa película, este año, salga bien, o no. Aquí el relato sale bien en cada intento. Y no son, para nada, relatos perfectos. No son relatos con juegos técnicos. Son relatos escritos con el hígado y son relatos para que los lea la espina dorsal, como diría Nabokov. Miran a las entrañas de la vida y le cantan. Y muchas veces la maldicen. Le vomitan encima y le piden que pague la cuenta. Y para muestra, algunos títulos, que advierten de por dónde nos movemos: Todos nosotros, La tristeza del animal omega, Cáncer de pulmón, Miss autoescuelas, El paraíso está para perderlo o Ya no tienen hambre los gorriones.


Antes de los relatos leí la novela Donde empieza la nada. El título ya advierte del territorio por el que nos moveremos, el del hombre contemporáneo y el vacío, el del tiempo de mirar por el retrovisor y ver que no hay esperanza, que estamos cayendo. La trama aquí es mínima. Un narrador que va de hotel en hotel o que se queda en casa, según la temporada, un narrador que es comercial de libros y complementos variados, que va con su tenderete a institutos y mesas redondas, despotrica contra el mundo. Y lo hace en una primera parte de la novela en 2025, al final del primer cuarto del siglo XXI, y le canta las verdades al siglo, al que ve vacío, muerto. Y en la segunda parte de la novela vuelve a escribir, a mediados del siglo XXI, para ver que sus predicciones tenían razón y que hasta se quedaban cortas. Donde empieza la nada duele y descoloca. Denuncia lo que se pierde y que no se gana nada a cambio, pero para nada es una diatriba ni una novela social. La novela se mueve manejando la tensión entre la memoria íntima, la de quien ha conocido un mundo que se le ha derrumbado y la memoria colectiva, la bienintencionada y que dibuja un mundo de colores alegres que no se parece realmente al de casi nadie. Hay pesismismo, desesperanza, y cierta lucidez amarga. La lucidez de quien al final de la noche en vela escribiendo frente al ordenador da un último trago de whisky y lanza la maldición que abre el nuevo día. La novela es sobre todo un ejercicio de prosa. Y eso era la literatura, ¿no? Y no hablamos de una prosa poética, que sí, que lo es, pero no en ese sentido amable y lírico que tan temible resulta. Ni es una prosa deliciosa. Es una prosa descarnada que destapa y retrata en ocasiones con crudeza las verdades que se asumen sin más. Y al revés, una prosa que a veces descubre un rapto de belleza en un rinconcito que se quedó sin barrer, en una mancha del avance de la historia poco revisada, en una adolescente sin la ESO, en un paraje sin cultivar, en el fondo de un vaso, en una pantalla de televisión que no se ha apagado y llega hasta una película olvidada.

Diríamos que son dos libros, estos de Miguel Sánchez Robles, que se escapan de lo que normalmente podemos leer. Y diríamos, si quisiéramos ser aún más tópicos y que el narrador de Donde empieza la nada nos despedazara por obvios y bienintencionados, que quizá hace años que se perdió alguna frontera que separaba la literatura como se entendía hasta hace unas décadas de lo que se publica hoy en los canales mayoritarios. Y el espacio para una lectura exigente, y cuando digo exigente no digo difícil, pues son dos libros que apetece estar leyendo a cada momento, dos libros que nos bailan entre las neuronas y de los que uno subrayaría si no fueran de la biblioteca muchos pasajes, buscando metáforas muy afortunadas, y otras menos pero igualmente insólitas. Dos libros para recordar que escribir era tratar de sorprender al lector, desafiarlo. O dos libros para gritar que pueden darle por culo al lector, que se preocupe él de lo que lee y deje al escritor pelearse contra las sombras. Dos libros para recordar que escribir es a veces lo único que nos hace estar vivos, la única opción posible. Dos libros para celebrar los encuentros fortuitos en las bibliotecas que quedan.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas


Sr. E 

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Memorias de la casa muerta, de Fiodor Dostoievski

Memorias de la casa muerta, de Fiódor Dostoievski (Alba Editorial)


¿Cuestionamos el canon? ¿Debemos hacerlo? A veces resulta atractivo pensar que esos autores que están en los más altos altares de la Literatura lo están únicamente merced a alguna conspiración de filólogos, editores y catedráticos. Porque la verdad es que los filólogos, editores y catedráticos parecen gente dispuesta a las conspiraciones más oscuras por los temas más impensables. Pero la verdad es que por cuestionables que sean los cánones y cómo se forman, y sobre todo quienes los deciden, y aunque sea posible que algunos autores muy valiosos se hayan perdido por el camino, la realidad, me imagino, es tozuda y los autores que han ido quedando por ese proceso de filtración y decantación que dan los siglos, son los que son, y en la mayoría de los casos, los que deben ser.

Dejando esta enrevesada introducción aparte, creo que los que cuestionan los cánones o a algunos de sus autores, no lo hacen con otros. No sé si alguien cuestionaría realmente la presencia de Fiodor M. Dostoievski en cualquier canon de la literatura rusa, de la literatura del siglo XIX y en general de la novela universal. No hay novelista del siguiente siglo que haya escapado, ni lo haya pretendido, a su influencia. Quizá sea el mayor novelista de todos los tiempos, porque sin querer entrar en ninguna polémica innecesaria, no se me ocurre ahora mismo otro autor que pueda presentar cuatro grandes novelas como son Crimen y castigo, Los demonios, Los hermanos Karamazov o El idiota. A esas cuatro obras magnas habría que añadir otros libros como Memorias del subsuelo, Las noches blancas o el libro que he leído recientemente, Memorias de la casa muerta.

Memorias de la casa muerta es una obra muy cercana a la vida de Fiodor Dostoievski, quien la escribió para relatar sus ocho años de exilio y trabajos forzados en Siberia. Una de las cosas que creo que mejor funcionan siempre de Dostoievski es que aun cuando escribe sobre él mismo, como es aquí en gran medida, no se pone demasiado cerca de lo narrado. No se dedica exclusivamente a contar su experiencia en Siberia, sino que trata de retratar cómo era la vida en Siberia para los exiliados, y para ello elige a un exiliado que se parece a él, al noble ruso Gorianchicov.

El recurso de recurrir a Gorianchicov, cuyo manuscrito sobre Siberia es encontrado y presentado para los lectores en este libro, tiene también, conocido el clima de censura y persecución de la época, y que el propio Dostoievski venía del exilio y el castigo, la función de alejar las posibles consecuencias de la publicación del libro de su autor, quien ya no era directamente el narrador del libro, sino alguien que ha inventado una obra de ficción y para ello ha creado a un narrador que es Gorianchicov.

Las memorias de la casa muerta comienzan en un extremo que es el de la extrañeza que esos lugares y esas compañías le producen a un hombre culto, leído, que nunca consideró que su destino pudiera estar entre los delincuentes, y a lo largo de los capítulos va derivando hacia sentirse parte de ellos, de un colectivo del que inevitablemente forma parte, aunque en algunos pasajes se ve una cierta amargura, la del doble castigado, por la autoridad, que lo ha condenado a Siberia, y por sus propios compañeros, que nunca acaban de verlo como un igual, sino que siempre lo ven desde lejos, nunca es para ellos un igual, un camarada, como si su origen, más acomodado, le impidiera comprender las penurias del presidio, cuando es probablemente al revés, ese origen más acomodado marca una caída más elevada y hace que sea más consciente de todas las privaciones a las que están sometidos.

El libro está dividido en dos partes, y en la primera Gorianchicov se muestra mucho más sorprendido por la galería de personajes que le acompañan y comparten su pena. Aunque no sea totalmente cierta esa separación, en la primera se centra un poco más en describir a las personas a las que va encontrándose y conociendo y en la segunda narra más sucesos y sensaciones.

Una de las características que a veces me distraen en la lectura de Dostoeivski es su tendencia a los grandes diálogos. Los personajes de sus novelas, como en el teatro, llegan a la escena y sueltan un discurso. Esos discursos suenan, a nuestras mentes de lectores posmodernos y seguramente más cínicos que los de Dostoievski, demasiado trascendentales y grandilocuentes. Y siempre que me topo con ellos no puedo evitar distraerme de la lectura y pensar que el tono no encaja. Y es porque no encaja con nuestro mundo, pero estamos leyendo otro mundo. Memorias de la casa muerta tiene para mí, como lector, la ventaja de no estar concebida como esa clase de novela, con esos elementos estructurales apoyados en las intervenciones discursivas de los personajes, sino ser literalmente la memoria de alguien que va contando, capítulo a capítulo, escenas de su vida en la prisión.

Las escenas que recuerda y narra Dostoievski a través de su personaje son todas vívidas y te trasladan automáticamente a la vida en aquellos campos y a las sensaciones que el ser humano debe tener en situaciones así. Dostoievski es siempre compasivo con los seres con los que comparte la existencia en Siberia y aún con los peores trata de buscar algún punto de conexión que le permita comprenderlos, o al menos no condenarlos. Y eso que algunos de ellos son malos bichos, y otros se encuentran tan lejos de su comprensión que no le producen más que extrañeza, y los ve como un entomólogo vería a los insectos a los que estudia.

Los mejores momentos como lector me los han proporcionado aquellos en los que los internos se olvidan de que lo son, y disfrutan de sus escasas libertades, y se creen ciudadanos, o se creen artistas, o hasta se creen libres. También se ve en este libro la triste conclusión de que el ser humano es explotador cuando puede, y que aún dentro de la prisión y castigados en algunos casos a un exilio y a hacer trabajos forzados hasta la muerte, quien puede intenta tener sus privilegios, trata de tener sus criados, pisa a quien se deja pisar, maltrata al débil, se ríe del diferente, y en definitiva, nunca ve cómo se despierta un sentimiento de solidaridad y de vida común entre quienes están bajo unas mismas condiciones.

Después de terminar un libro como Memorias de la casa muerta te queda el vacío de haberlo terminado y te surge la pregunta de qué leer después que no palidezca por la comparación.

Intentaremos encontrar buenos libros para las próximas semanas.

Felices lecturas


Sr. E

jueves, 10 de noviembre de 2016

Hablemos de langostas, de David Foster Wallace

Hablemos de langostas, de David Foster Wallace (Editorial Mondadori)


Creo que sigo rodeando La broma infinita como modo de acercamiento antes de lanzarme hacia ella. De toda la obra de Foster Wallace me quedan por visitar La escoba del sistema, su primera novela, y La broma infinita, su obra magna, que duerme cerca de mí desde este pasado verano. Me quedaba uno de sus libros de no – ficción, Hablemos de langostas, y ha sido mi última lectura.

Tanto como narrador como en su labor de cronista, aparte de por su fascinante uso de la sintaxis, por la lógica perfectamente definida con la que encaja las frases en los párrafos y cómo va tejiendo la página de interrelaciones, creo que en lo que Foster Wallace más destaca es como observador agudo e ingenioso. Foster Wallace siempre encuentra un ángulo distinto de la realidad, un matiz que venía pasando inadvertido y sobre el que él pone el foco. Foster Wallace es también el maestro en conseguir que un tema que en principio no nos interesa o incluso nos despierta un bostezo se convierta en un texto que nos interesa hasta absorbernos. 

¿Qué interés tengo en conocer cómo funcionan los grandes cruceros del Caribe? Ninguno. Pero he leído varias veces Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. De momento el único tema aburrido en el que Foster Wallace no ha conseguido embarcarme ha sido en el de los impuestos y las desgravaciones fiscales, como pretendía en aquella epopeya de la hacienda pública y el aburrimiento que es El rey pálido (queda un importante comentario al margen, que es que como novela póstuma que fue, fue montada y recompuesta desde sus fragmentos por los editores, no por el autor, que me imagino, por su tipo de inteligencia y escritura, que debía dedicar mucho tiempo a montar y desmontar la estructura de los textos, y quizá en El rey pálido está todo pero no está bien barajado, o le quedaban descartes por hacer).

Si te interesan los premios de la industria del cine porno, la decadencia de los grandes novelistas americanos, entender a Kafka como humorista, las autobiografías de tenistas retiradas, los festivales de la langosta, los tejemanejes que se traen entre manos los gramáticos y académicos para escribir los diccionarios y dictar las normas de uso del inglés, este puede ser tu libro.

Si no te interesa, a priori, cualquiera de esos temas, también. Leyendo a David Foster Wallace uno aprende, por ejemplo uno aprende que la langosta era una comida de pobres y que en los reglamentos carcelarios del siglo XIX estaba prohibido darles a los presos más de un día a la semana langosta, porque se consideraba cruel, o uno aprende que un festival de la langosta permite cenar por más o menos lo que cuesta un menú de McDonald´s, pero a cambio de soportar colas dignas de Disneyworld, o uno aprende que la vida media profesional de una actriz porno es de dos años, y que hay un alto número de suicidios entre los componentes del gremio. Y uno se sorprende donde él se sorprende, que es lo que pretende que hagamos. Una de las claves de cualquier escritura es la mirada de quien narra, y Foster Wallace sabe poner de manera magistral la mirada en un modo que se sorprende e ironiza sobre cualquier aspecto de la existencia. Foster Wallace es curioso y trata de disfrutar en cualquiera de las circunstancias a la que la escritura de las crónicas le llevaba. Las crónicas de eventos le han sido encargadas por distintas revistas que consideraron, por algún motivo, que él sería el mejor para acercarse hasta allí y contarlo. En todos esos casos Foster Wallace cuestiona su idoneidad para el encargo y nos hace entrar a la realidad desde el extrañamiento. Para situar a quien no ha leído nunca a Foster Wallace, el modo de llegar a la entrega de premios de la industria del cine porno es empezar hablando de las aproximadamente dos docenas de hombres que en Estados Unidos, cada año, se amputan los genitales de modos caseros y horriblemente dolorosos, ya que no son capaces de seguir conviviendo con su concupiscencia desbocada.

Foster Wallace se declara en sus textos admirador de Kafka, al que califica de escritor de humor. Y Kafka es un escritor de humor en el mismo sentido en el que él pretende serlo. Porque mira el mundo, no lo comprende, le supera, y nos cuenta cómo le está superando. Pero Foster Wallace resulta mucho más divertido y ligero porque no se muestra sufriente y dolido por el mundo. Foster Wallace, en otro de sus textos, al hablar de Dostoievski, a quien parece haber leído mucho y en profundidad, se lamenta de no poder afrontar, como novelista americano posmoderno, los grandes temas y dilemas morales de la existencia. Porque sabe que Dostoievski lo hacía pero si alguien hoy en día lo hiciera, se reirían de él. Y tiene razón. Como él dice, y parece que en cierto modo lamenta, nos movemos en un mundo narrativo que igual que el mundo en general, está de vuelta de todo, y sólo acepta la ironía como modo profiláctico de acercarse a ciertas realidades e ideas. Y lo dice uno de los mayores representantes de esa ironía.

¿Uno de los mayores novelistas de finales del siglo XX leyendo insulsas autobiografías de deportistas? Sí. Por lo que cuenta, lo hacía frecuentemente, y especialmente cuando eran las de tenistas y ex – tenistas, un deporte que había practicado con bastante dedicación en su adolescencia. Pero hasta un fan de esos libros insulsos tiene un límite, y la autobiografía de Tracy Austin (al parecer una tenista famosa de finales de los 70) fue el suyo. Es demoledor cómo va recogiendo todos los clichés que la tenista va sembrando por las páginas, cómo se construye un discurso con tópicos y vacío. Y me parece genial cómo acaba por volcar eso hacia la pregunta definitiva, ¿son esas personas, esos deportistas profesionales, capaces de soportar toda la tensión que se acumula sobre ellos en determinados momentos, precisamente porque parecen a veces tener la cabeza vacía? ¿O el proceso es el contrario? En cierto modo, y desde la ironía, se adelanta una década a todas las ideas que están surgiendo hoy en día para explicar esos ciertos estados de éxtasis creativo y de concentración, lo que está dando en llamarse flujo o estar en la zona.

El texto más lúcido, leído 16 años después, y justo por los días en que lo he hecho, es Arriba, simba. David Foster Wallace fue contratado por la revista Rolling Stone para seguir a uno de los candidatos en las primarias presidenciales, en este caso John McCain. La idea de la revista era que periodistas y escritores jóvenes (o relativamente jóvenes, Foster Wallace tenía 38 años entonces) trataran de explicarse y explicar por qué los jóvenes votantes norteamericanos pasaban de la política. A cada uno de esos periodistas y escritores les asignaron un candidato. Y Foster Wallace siguió a McCain. McCain fue luego candidato presidencial. Era conocido por haber sido torturado durante cuatro años por el vietcong. Y se presentaba como un candidato auténtico. Foster Wallace detecta esa autenticidad y ese algo distinto en McCain. Hay jóvenes que le escuchan y le siguen. Y a veces dice auténticas burradas. Pero cuando es un idiota es un idiota que parece auténtico, y entre tanto cliché político muchos desinteresados lo agradecen. Uno de los fotógrafos con los que va le dice a Foster Wallace que McCain hace cosas como de humano, algo que ya le sitúa muy por encima de todos los demás. McCain toca ciertos aspectos que nadie más toca, dice que siempre va a decir la verdad, parece ir a la contra, promete que él no los engañará (en algún momento al principio Foster Wallace cuenta cómo dijo en un mítin que él no podía prometer extender la sanidad porque eso iba en contra de los intereses de las farmacéuticas y a él lo financiaban las farmacéuticas, pero que eso mismo le pasaba a todos los candidatos de todos los partidos, y los demás sí prometían mejoras sanitarias). Foster Wallace vuelve a aprovechar aquí para hablar del cliché y la ironía, y de cómo los jóvenes, tan acostumbrados a que intenten venderles cualquier cosa con técnicas de marketing, son refractarios a toda técnica de marketing que suene a conocida. Y ahí es donde le parece que McCain podría tener una oportunidad. Y McCain no la tuvo. Pero mucho de lo que Foster Wallace veía y contaba tiene mucho que ver con lo que ha pasado esta semana. ¿O no?

Me acerco al momento de abordar La broma infinita. Creo que será antes de que vuelva la primavera. Iremos hablando entre tanto de otros libros.

Felices lecturas

Sr.E

lunes, 7 de noviembre de 2016

Dos pequeños libros

Dos pequeños libros: La lengua materna, de Fabio Morábito (Ed. Sexto Piso) y Contrapunto, de Don DeLillo (Ed. Seix Barral)

A veces llegas a pequeños libros que te dicen mucho. He leído dos de ellos en la última semana. Contrapunto era uno de los pocos libros de DeLillo que me quedaban por abrir, y no conocía a Fabio Morábito.

El lenguaje materno, de Fabio Morábito: El lenguaje materno recoge 84 textos breves (de dos caras cada uno) que se acercan desde ópticas muy variadas a las cuestiones del lenguaje (no sólo el materno), la lectura y la escritura, y los saltos que se dan de usuario del lenguaje a lector consciente y a escritor, cómo se construye una obra, una figura como autor, una coherencia lectora, un canon personal.

Fabio Morábito vive en México desde los 15 años, y aunque su familia es italiana, y por lo tanto el italiano la primera lengua que manejó, su obra publicada está escrita en español. Hasta este libro, el primero que decide publicar en la que es su lengua materna. De ahí su título, obviamente. Morábito ha decidido usar una lengua para la vida íntima y otra para la literatura. Ya hablamos de los escritores que usan una lengua literaria distinta a su materna al reseñar el libro El fantasma en el libro, de Javier Calvo. Ese en sí ya es sin duda un tema interesante.

Morábito habla sobre la formación del lenguaje en la infancia, sobre palabras cuyo origen podemos (o no) rastrear, juega con ciertos significados y significantes. Morábito también nos cuenta cómo fue hacerse escritor en una lengua que no era exactamente la suya, aunque también. Y cómo algunas de sus personas más cercanas fueron recibiendo y valorando sus obras.

Me ha interesado han sido algunos fragmentos en los que Morábito descubre las rutinas de escritura, las suyas en particular, pero muchas de ellas trasladables a cualquier escritor, y las obsesiones de los mismos. Es muy ilustrativa la anécdota (espero que apócrifa) del autor que debe preparar un justificante para que su hijo lo lleve al colegio y casi consigue que su hijo no llegue ese día al colegio porque empezó a corregirla y recorregirla y al final tuvo que ser su mujer la que la escribiera rápida y certeramente.

Morábito también me ha parecido muy ocurrente y por momentos brillante al hacer ciertas relecturas de libros que más o menos todos conocemos, hemos leído, y de los que además hemos oído muchas interpretaciones. Sus reinterpretaciones de Kafka o algunos momentos de Dostoievski me han parecido muy valiosas, y la manera en la que dibuja la evolución de milenios de labor más o menos emparentada desde Homero hasta hoy en día es eficaz y muy destacable. También relee con agudeza cuentos para niños clásicos como Pulgarcito, y reivindica el papel del hermano mediano en los cuentos clásicos.


Contrapunto es un librito de sesenta páginas con amplios márgenes y tipo de letra generoso en el que DeLillo hace una de las cosas que mejor se le dan como autor, reflexionar sobre la trascendencia sin ponerse trascendente. El libro viene de la traducción de unos artículos publicados por DeLillo en una extinta revista neoyorquina a principios de la década de los 2000, y es un ejercicio ejemplar de economía y precisión en el lenguaje. Desde su título musical, a partir de unos pocos fotogramas de unos documentales (que debo decir que son inencontrables, al menos para mis capacidades y recursos de búsqueda) recrea, sin tratar de ser exhaustivo, porque ese trabajo ya está hecho, sino con dos pinceladas rápidas, la figura de dos pianistas fascinantes, que tuvieron vidas peculiares y que eran ellos mismos personas peculiares, con tendencia a desaparecer, y que de hecho desaparecieron del mundo musical y casi del mundo durante algunas épocas de su vida.

Son el pianista canadiense Glenn Gould, que ha pasado a la historia por sus grabaciones de las Variaciones Goldberg de Bach, y el pianista de jazz Thelonius Monk. Para DeLillo, aparte de sus excentricidades, comparten algo de maestros de la arquitectura de la música, y la capacidad de mirar en lo más profundo de sus seres mientras interpretaban. Para quien es lector habitual de DeLillo, como lo soy, él mismo tiene algo de maestro de la arquitectura, sin perder de vista que un maestro de la arquitectura puede ser desmesurado y tendente al adorno y la digresión, como es la música de Monk en muchas ocasiones. Y también tiene algo de escritor capaz de encontrar la expresión más adecuada para lograr el máximo impacto en el lector, el impacto más visual, más sugerente, con la mínima escritura. En eso se parece al perfeccionista Glenn Gould.

En este librito descubrimos a un tercer DeLillo, que quizá había asomado en toda la mitología del béisbol en Submundo, un DeLillo casi mitómano, que admira sin mesura en este caso a dos músicos en los que sabe que siempre puede sumergirse y encontrar nuevos matices y encontrar viejas sensaciones, algo parecido a lo que nos sucede a los lectores al volver a su prosa.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

martes, 1 de noviembre de 2016

El fantasma en el libro, de Javier Calvo

El fantasma en el libro, de Javier Calvo (Ed. Seix Barral)


Conozco a Javier Calvo como novelista (Mundo maravilloso me parece una muy buena novela, con un mundo propio muy potente, y El jardín colgante me parece que hacía parodia de algunos puntos oscuros de la democracia, pero precisamente con esa parodia se permitía sacarlos a la luz y retratarlos). También conozco a Javier Calvo como traductor, especialmente de David Foster Wallace y J. M. Coetzee, y en este libro se retrata sobre todo como traductor. En principio, basándome en mis experiencias como lector de su ficción y sus traducciones, me interesa lo que tenga que decirme sobre cualquiera de las dos labores.

El fantasma en el libro es una obra que trata de retratar un oficio, el de traductor literario. Javier Calvo hace en primer lugar un repaso por la historia de esta profesión, muy ligada en sus orígenes a los textos clásicos y sagrados. Aparte de aprender un poco de historia, nos va mostrando cómo el oficio ha ido cambiando, y cómo ha ido virando desde una labor casi equiparable a la de escritura, en la que el traductor, además de volcar el texto de un idioma a otro, se tomaba la libertad de arreglarlo según su criterio, a una labor en la que se entiende que lo principal es que la versión en el idioma al que se traduce sea lo más parecida a la versión original, considerándose malas traducciones aquellas que reforman o cambian sentidos. Esto, claro, hace que nos acerquemos a los tiempos de las máquinas traductoras.

La traducción creativa de la que habla Javier Calvo abría las puertas a que prácticamente un libro se convirtiera en otro. Se habla de ejemplos quizá extremos, como el de un traductor francés que dejó La odisea en la mitad de páginas y pasajes porque consideraba que así era más ágil, o de Leandro Fernández de Moratín traduciendo a Shakespeare y tomándose la libertad de introducir o quitar personajes, añadiendo escenas, eliminándolas, etc. Estos son los excesos, en algunos casos motivados porque el traductor es un escritor y se cree capaz de mejorar el original, en otros porque no domina realmente el idioma y más que traducir adapta, o porque juzga que una cierta adaptación facilita la lectura, en otros casos por motivos más oscuros como la censura o la autocensura. Pero salvando los excesos, hubo grandes traductores creativos que reivindicaban esa labor creativa, ese añadido que daba el traductor. Un ejemplo clave es Borges, quien por ejemplo dotó a Faulkner de un lenguaje y un ritmo propios en castellano (recuerdo a Piglia diciendo que en su juventud leía mucho a Faulkner traducido por Borges, que era algo así como leer a Onetti). Otro, aunque como discurso defendía justamente lo contrario, fue Nabokov. Nabokov es además un ejemplo muy interesante de autotraducción, ya que se encargó de pasar sus primeras novelas rusas al inglés, y sus novelas americanas al ruso. Nabokov es un tipo de autotraducción de alguien que se ha criado con varias lenguas y que las domina perfectamente. Otro de los ejemplos de autotraducción que se estudia es el de Beckett, aunque el francés de Beckett no era tan rico como su inglés y eso hace que sus obras en uno u otro idioma no sean exactamente iguales. El mismo Beckett hablaba de que le gustaba escribir en francés, con sus limitaciones idiomáticas, porque eso potenciaba el efecto de extrañeza en sus textos.

Calvo se lamenta de que no se valore suficientemente al traductor, y que eso esté convirtiendo su trabajo en poco apreciado, por lo tanto mal pagado, y como normalmente sucede cuando un trabajo se paga mal, al final de poca calidad. Calvo habla de una generación de traductores anterior a la suya que tuvieron un importante papel en las editoriales, un cierto peso, vivieron muy ligados a los autores en los que estaban especializados, y fueron  verdaderamente sus voces en castellano. El castellano, el español, su uso y las traducciones que pretenden abarcar desde Valladolid hasta Cali es otro de los temas que se tratan en el libro. Calvo cree que esos grupos multinacionales que intentan que los texto suenen neutros han acabado creando un idioma plano, sin matices, que en realidad no existe. Hay un castellano traducido que en realidad no se habla en ningún sitio y a todos espanta pero es con el que tenemos que leer. Con el peligro añadido de que el lector de traducciones acabe adaptándolo como anglicismos castellanizados.

Otro punto importante es el de las traducciones que vienen de traducciones, algo que en España fue típico para leer a autores rusos u orientales, a los que casi siempre se traducía desde el francés, no desde el idioma original. Algo que ha ido cambiando.

Otras de las cosas que han ido cambiando al dar cada vez menos importancia a la labor del traductor, y que abre interesantes temas, es que si se busca un idioma neutro, sin matiz, sin literatura, llegará el día en el que los traductores automáticos sean suficientemente buenos para lograrlo y el traductor como tal desaparezca. Otro es que el lector, precisamente, al no ser más exigente, legitima la mala traducción. Javier Calvo habla de un fenómeno al que estamos llegando en los últimos años, y no sólo en la traducción, que es el de la gente que genera contenido gratuito, sin mayor nivel de exigencia, pero que hace lo que llama fantraducciones, muy ligadas a sagas fantásticas, que mediante las voluntariosas traducciones de fans entregados permiten al lector impaciente acercarse a la historia (aunque quede desfigurada por las malas traducciones) antes de que llegue por los cauces editoriales habituales al lector. Quitándole en muchos casos, además, lectores a la editorial que oficialmente tiene los derechos. Esto apunta a una idea muy interesante, como dice Calvo, el llamado crowdsourcing, del que se aprovechan Twitter, Wikipedia, Google o Facebook, plataformas que consiguen que miles de personas generen contenidos gratuitos para ellos.

El fantasma en el libro es una obra muy interesante, que conviene leer y sobre la que conviene reflexionar, pues nos pone otra vez ante un mundo que se acaba, el de la edición tradicional, y que viene a ser sustituido muchas veces por algo dudoso y cuestionable. El título, que no hemos comentado, viene a hacer referencia al papel del traductor como una presencia necesaria, innegable, pero que no debe notarse demasiado en el resultado del libro, pues dejando al margen las libertades creativas que los traductores se hayan tomado en la historia, la traducción sólo suele notarse cuando falla, cuando nos enfrenta a palabras que suenan raras, a frases mal construidas, a referencias mal dadas.

Seguiremos leyendo y reflexionando sobre lo leído.

Felices lecturas


Sr. E