domingo, 20 de octubre de 2019

Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson


Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson (Minúscula)

Shirley Jackson fue una cuentista y novelista estadounidense que centró su obra en la narrativa de terror. De ella ya había leído sus Cuentos escogidos, y en los últimos meses me he traído varias veces de la biblioteca el libro Deja que te cuente, que viene a completar esos iniciales Cuentos escogidos con otros relatos, inéditos en formato de libro, otros inéditos en términos absolutos y pequeños ensayos y conferencias sobre la escritura, como oficio y arte. Leyendo esos ensayos y reflexiones uno se da cuenta pronto de que Shirley Jackson es de las que creía que la mejor manera de contar los dolores verdaderos de la vida era disfrazándolos de historias muy fantásticas, que resulten increíbles en su primera lectura, que queden fuera del mundo racional. La gran tradición cuentística y novelística de terror creo que siempre lo ha visto y trabajado así, usando ese mundo a veces solo onírico, a veces realmente agobiante, con una doble condición: como válvula de escape y como espacio seguro en el que desarrollar la escritura sin ser criticado y juzgado por los a menudo estrechos criterios que se aplican a la ficción realista.

Quien escribe novelas de terror puede contar ahí lo que quiera (casi lo que quiera) y ahorrarse las preguntas que se sucederían ante una cruda novela realista: ¿Cuánto de lo que hay aquí es autobiográfico? ¿En quién estabas pensando cuando diseñaste este personaje? Etcétera.

La novela más conocida de Jackson es probablemente La maldición de Hill House, una novela de casas encantadas / malditas de la que hubo una adaptación en forma de serie el año pasado, con bastante éxito. En el tema de casas encantadas y novelas de terror desbordadas, me quedo con La casa infernal, de Richard Matheson, adictiva, llena de sustos y muy loca. Matheson es uno de los autores que más reivindicó a Shirley Jackson durante unas décadas en las que estuvo bastante olvidada. Otro que lo hizo, igual que lo ha hecho siempre con el propio Matheson, es Stephen King.

Pero no vamos a hablar de La maldición de Hill House ni de La lotería u otro de sus cuentos. Vamos a hablar de Siempre hemos vivido en el castillo, una novela breve (de menos de doscientas páginas), que cuenta la historia de dos hermanas, últimas supervivientes de los Blackwood, una vieja familia local, junto con su tío.

No se lo vas a pedir –dijo finalmente–. Nosotras no le pedimos nada a nadie. Recuérdalo.
Estaba bromeando –contesté, y sonreí–. En realidad, de todos modos, lo que yo quiero es un caballo alado. Te llevaríamos a la Luna y te traeríamos, mi caballo y yo.

Nos encontramos con las dos hermanas, Constance, la mayor, y Mary Katherine (Merricat), la pequeña. No tardaremos mucho en darnos cuenta de que viven aisladas en el viejo caserón, en una vida – juego que es un continuo del que escapan las pocas veces que necesitan ir al pueblo a por víveres. Las visitas al pueblo están llenas de rechazo por parte de la comunidad, y esta es una de las cuestiones esenciales de la narrativa de Jackson, las comunidades cerradas en las que es difícil entrar y de las que es difícil salir, que acaban, por su propia tendencia a estar cerradas, generando los mayores odios en su interior. En uno de los ensayos de Deja que te cuente, Jackson explica que La lotería se le ocurrió una mañana paseando por su pueblo y fantaseando con las actitudes que muchos de los miembros respetables de la comunidad tomarían si se sintieran ante una situación de amenaza real. Nadie odia tanto ni tan profundamente como el vecino de al lado.

El pueblo era todo igual, de la misma época y el mismo estilo; era como si la gente necesitara la fealdad del pueblo y la alimentara.

La vida de las Blackwood se mueve con una Constance dedicada a la limpieza, cocina y cuidado de su tío y una Merricat que se pasa el día escondiéndose por todas partes, bajando al arroyo, al bosque, encontrando tesoros, enterrándolos y desenterrándolos, como cualquier niña, aunque ya no es tan niña, ni su hermana tan mayor. Su vida social incluye recibir algunos domingos las visitas de algunas señoras que siguen asistiendo allí, más por curiosidad malsana que por nada parecido a la amistad. Ejemplos perfectos de hipocresía, algo contra lo que Jackson siempre tomó partido y que siempre le sirvió de inspiración y material.

No tardaremos demasiado en enterarnos que el resto de la familia Blackwood murió una noche de hace algunos años después de una cena, envenenados. Constance, la hija mayor, fue la principal sospechosa, y fue llevada a juicio, aunque salió absuelta. Por el pueblo circulan mil cancioncillas relacionadas con aquel momento. Ni su tío ni Merricat dan información fiable, aunque el tío está escribiendo (de un modo que parece que se eternizará) una memoria personal de aquella noche y aquellas muertes, que se llevaron por delante también a su mujer.

Creo que empezaré con una pequeña exageración y a partir de ahí desarrollaré una mentira descarada. ¿Constance, querida?
Sí, tío Julian.
Voy a decir que mi esposa era bonita.

La falta de fiabilidad es un elemento muy destacado. Merricat es quien nos narra la historia, y lo hace con una voz narrativa que tiene en todo momento un encanto irresistible, en un punto indefinido entre una niña inocente que no recuerda los sucesos como pasaron y una niña cruel que se ríe de todos, salvo de su hermana, y especialmente de nosotros, los lectores, quienes están escuchando su narración. El tono de la narración es perfecto, viene estupendamente definido desde el inicio de la historia. Y si tuviera que buscar ejemplos de narradores poco fiables (pero bien construidos, no de esos que son tramposos y al final dan un giro a todo que no venía anunciado por ninguna parte) en las páginas de literatura que llevo leídas, Merricat estaría seguramente la primera entre las opciones disponibles.

¿Sucedió realmente?
Claro que sucedió. Te llevaré a la habitación y podrás echar un vistazo a tus recortes de periódico.

La novela tiene un ambiente terrorífico pero no pasa casi nada que llegue a justificar ese terror latente. Nos sentimos angustiados pero creo que es sobre todo por las dos grandes tensiones que la novela nos presenta: La primera, la sensación de saber que lo cotidiano puede ser malsano y terrorífico. La segunda, que esa mezcla de inocencia y crueldad resulta mucho más terrorífica de lo que la mera crueldad llega nunca a resultar.

Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson, es una de las mejores novelas que llevo leídas en este 2019, es un artefacto narrativo impecable y que funciona perfectamente, pero que también está lleno de vida (y muerte), que respira y acelera nuestra respiración, que llora amargamente y nos hace emocionarnos.

Conocía el camino hubiera luz o estuviese oscuro.
Me alegré de haber ordenado y limpiado mi escondite, porque así Constance se sentiría a gusto. La cubriría con hojas, como a los niños en los cuentos, allí estaría a salvo y arropada. A lo mejor podría cantarle una canción o contarle un cuento; le llevaría frutas brillantes y bayas, y agua en una taza hecha con una hoja. Algún día iríamos a la Luna.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

2 comentarios:

  1. Una novela maravillosa. La leí el año pasado y me dejó impactada. No soy mucho de leer terror, pero esta novela es muy especial, porque terror, lo que se dice terror, tampoco es que haya mucho. hay una intranquilidad que se va incrementando a medida que se avanza en la lectura y que, sin saber muy bien por qué, nos va invadiendo. Creo que la autora es muy hábil creando inquietudes.
    Un saludo.

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  2. Hola Rosa, bienvenida.

    Gracias por tus apreciaciones. Es una novela muy sutil, que nos va generando malestar y como dices, no es propiamente una historia de terror pero no sabemos muy bien por qué, se nos mete dentro.

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