Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson
(Minúscula)
Shirley
Jackson fue una cuentista y novelista estadounidense que centró su
obra en la narrativa de terror. De ella ya había leído sus Cuentos
escogidos, y en los últimos meses me he traído varias veces de
la biblioteca el libro Deja que te cuente, que viene a
completar esos iniciales Cuentos escogidos con otros relatos,
inéditos en formato de libro, otros inéditos en términos absolutos
y pequeños ensayos y conferencias sobre la escritura, como oficio y
arte. Leyendo
esos ensayos y reflexiones uno se da cuenta pronto de que Shirley
Jackson es de las que creía que la mejor manera de contar los
dolores verdaderos de la vida era disfrazándolos de historias muy
fantásticas, que resulten increíbles en su primera lectura, que
queden fuera del mundo racional. La gran tradición cuentística y
novelística de terror creo que siempre lo ha visto y trabajado así,
usando ese mundo a veces solo onírico, a veces realmente agobiante,
con una doble condición: como válvula de escape y como espacio
seguro en el que desarrollar la escritura sin ser criticado y juzgado
por los a menudo estrechos criterios que se aplican a la ficción
realista.
Quien
escribe novelas de terror puede contar ahí lo que quiera (casi lo
que quiera) y ahorrarse las preguntas que se sucederían ante una
cruda novela realista: ¿Cuánto de lo que hay aquí es
autobiográfico? ¿En quién estabas pensando cuando diseñaste este
personaje? Etcétera.
La
novela más conocida de Jackson es probablemente La maldición de
Hill House, una novela de casas encantadas / malditas de la que
hubo una adaptación en forma de serie el año pasado, con bastante
éxito. En el tema de casas encantadas y novelas de terror
desbordadas, me quedo con La casa infernal, de Richard Matheson,
adictiva, llena de sustos y muy loca. Matheson es uno de los autores
que más reivindicó a Shirley Jackson durante unas décadas en las
que estuvo bastante olvidada. Otro que lo hizo, igual que lo ha hecho
siempre con el propio Matheson, es Stephen King.
Pero
no vamos a hablar de La maldición de Hill House ni de La
lotería u otro de sus cuentos. Vamos a hablar de Siempre
hemos vivido en el castillo, una novela breve (de menos de
doscientas páginas), que cuenta la historia de dos hermanas, últimas
supervivientes de los Blackwood, una vieja familia local, junto con
su tío.
No
se lo vas a pedir –dijo finalmente–. Nosotras no le pedimos nada
a nadie. Recuérdalo.
Estaba
bromeando –contesté, y sonreí–. En realidad, de todos modos, lo
que yo quiero es un caballo alado. Te llevaríamos a la Luna y te
traeríamos, mi caballo y yo.
Nos
encontramos con las dos hermanas, Constance, la mayor, y Mary
Katherine (Merricat), la pequeña. No tardaremos mucho en darnos
cuenta de que viven aisladas en el viejo caserón, en una vida –
juego que es un continuo del que escapan las pocas veces que
necesitan ir al pueblo a por víveres. Las visitas al pueblo están
llenas de rechazo por parte de la comunidad, y esta es una de las
cuestiones esenciales de la narrativa de Jackson, las comunidades
cerradas en las que es difícil entrar y de las que es difícil
salir, que acaban, por su propia tendencia a estar cerradas,
generando los mayores odios en su interior. En uno de los ensayos de
Deja que te cuente, Jackson explica que La lotería se
le ocurrió una mañana paseando por su pueblo y fantaseando con las
actitudes que muchos de los miembros respetables de la comunidad
tomarían si se sintieran ante una situación de amenaza real. Nadie
odia tanto ni tan profundamente como el vecino de al lado.
El
pueblo era todo igual, de la misma época y el mismo estilo; era como
si la gente necesitara la fealdad del pueblo y la alimentara.
La
vida de las Blackwood se mueve con una Constance dedicada a la
limpieza, cocina y cuidado de su tío y una Merricat que se pasa el
día escondiéndose por todas partes, bajando al arroyo, al bosque,
encontrando tesoros, enterrándolos y desenterrándolos, como
cualquier niña, aunque ya no es tan niña, ni su hermana tan mayor.
Su vida social incluye recibir algunos domingos las visitas de
algunas señoras que siguen asistiendo allí, más por curiosidad
malsana que por nada parecido a la amistad. Ejemplos perfectos de
hipocresía, algo contra lo que Jackson siempre tomó partido y que
siempre le sirvió de inspiración y material.
No
tardaremos demasiado en enterarnos que el resto de la familia
Blackwood murió una noche de hace algunos años después de una
cena, envenenados. Constance, la hija mayor, fue la principal
sospechosa, y fue llevada a juicio, aunque salió absuelta. Por el
pueblo circulan mil cancioncillas relacionadas con aquel momento. Ni
su tío ni Merricat dan información fiable, aunque el tío está
escribiendo (de un modo que parece que se eternizará) una memoria
personal de aquella noche y aquellas muertes, que se llevaron por
delante también a su mujer.
Creo
que empezaré con una pequeña exageración y a partir de ahí
desarrollaré una mentira descarada. ¿Constance, querida?
–Sí,
tío Julian.
–Voy
a decir que mi esposa era bonita.
La
falta de fiabilidad es un elemento muy destacado. Merricat es quien
nos narra la historia, y lo hace con una voz narrativa que tiene en
todo momento un encanto irresistible, en un punto indefinido entre
una niña inocente que no recuerda los sucesos como pasaron y una
niña cruel que se ríe de todos, salvo de su hermana, y
especialmente de nosotros, los lectores, quienes están escuchando su
narración. El tono de la narración es perfecto, viene
estupendamente definido desde el inicio de la historia. Y si tuviera
que buscar ejemplos de narradores poco fiables (pero bien
construidos, no de esos que son tramposos y al final dan un giro a
todo que no venía anunciado por ninguna parte) en las páginas de
literatura que llevo leídas, Merricat estaría seguramente la
primera entre las opciones disponibles.
–¿Sucedió
realmente?
–Claro
que sucedió. Te llevaré a la habitación y podrás echar un vistazo
a tus recortes de periódico.
La
novela tiene un ambiente terrorífico pero no pasa casi nada que
llegue a justificar ese terror latente. Nos sentimos angustiados pero
creo que es sobre todo por las dos grandes tensiones que la novela
nos presenta: La primera, la sensación de saber que lo cotidiano
puede ser malsano y terrorífico. La segunda, que esa mezcla de
inocencia y crueldad resulta mucho más terrorífica de lo que la
mera crueldad llega nunca a resultar.
Siempre
hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson, es una de las
mejores novelas que llevo leídas en este 2019, es un artefacto
narrativo impecable y que funciona perfectamente, pero que también
está lleno de vida (y muerte), que respira y acelera nuestra
respiración, que llora amargamente y nos hace emocionarnos.
Conocía
el camino hubiera luz o estuviese oscuro.
Me
alegré de haber ordenado y limpiado mi escondite, porque así
Constance se sentiría a gusto. La cubriría con hojas, como a los
niños en los cuentos, allí estaría a salvo y arropada. A lo mejor
podría cantarle una canción o contarle un cuento; le llevaría
frutas brillantes y bayas, y agua en una taza hecha con una hoja.
Algún día iríamos a la Luna.
Seguiremos
leyendo
Felices
lecturas
Sr. E
Una novela maravillosa. La leí el año pasado y me dejó impactada. No soy mucho de leer terror, pero esta novela es muy especial, porque terror, lo que se dice terror, tampoco es que haya mucho. hay una intranquilidad que se va incrementando a medida que se avanza en la lectura y que, sin saber muy bien por qué, nos va invadiendo. Creo que la autora es muy hábil creando inquietudes.
ResponderEliminarUn saludo.
Hola Rosa, bienvenida.
ResponderEliminarGracias por tus apreciaciones. Es una novela muy sutil, que nos va generando malestar y como dices, no es propiamente una historia de terror pero no sabemos muy bien por qué, se nos mete dentro.