viernes, 29 de marzo de 2019

La muerte del comendador, Primer libro, de Haruki Murakami


La muerte del comendador, Volumen I, de Haruki Murakami (Tusquets)

No me preocupa, pero para nada, si Murakami ganará alguna vez el Nobel. Muy probablemente Murakami no sea un autor de la talla de Vargas Llosa, Alice Munro, Coetzee, Naipaul, Szymbroska o Kenzaburo Oé, ni de la de Philip Roth o Don DeLillo entre la de quienes nunca lo han ganado. Pero tampoco creo que sea materia de chiste, como parece haberse convertido en los últimos años el que pudiera ganar el premio. Si posiblemente no puede medirse con esos autores, probablemente sí puede hacerlo con Kazuo Ishiguro, Modiano, Le Clezio o Elfriede Jelinek. Tal vez lo que más ilusión le haría a estas alturas a Murakami fuera parecerse a Bob Dylan. O que lo dejaran en paz. Tal vez tenga suerte en 2019 ya que parece que van a otorgar dos Premios Nobel, para compensar el que no se dio en 2018.

En cualquier caso, aunque Murakami no sea un autor de primer nivel, sí es un buen escritor. Y un escritor muy entretenido. Los libros de Murakami que he leído, y son unos cuantos, nunca naufragan. Unos son mejores, otros peores, algunos te incitan a leerlos a toda prisa, otros te piden más pausa entre bocados, algunos tienen pasajes absurdos, hay personajes ridículos, diálogos planos que se mueven en el punto medio exacto entre la perogrullada y la idea profunda. Y muchas páginas buenas.

Los libros de Murakami pecan, es cierto, de autoplagio. Murakami escribe libros de Murakami como otros escriben libros de Paul Auster o libros de Stephen King pero es cierto que esa tautología podría llevarnos a decir que Philip Roth escribía libros de Philip Roth o el próximo libro de cuentos de Alice Munro será un libro de cuentos de Alice Munro, aunque no nos estamos refiriendo a lo mismo con los ejemplos de Roth y Munro que con los otros. Es distinto tener un mundo propio que un mundo limitado, y quizá el de Murakami está demasiado cerrado. Murakami se repite en sus esquemas, en sus personajes típicos, en los tics de estos, en las chicas extrañas (muchas veces poco más que niñas) que aparecen en momentos claves de la trama y ayudan a giros que en ocasiones son de 180º. Algo de música, jazz a ser posible, piezas clásicas, la costumbre de describir la ropa de cada personaje, libros, un enigmático antagonista, gatos, whisky, cierta obsesión por remarcar en escenas de sexo muy parecidas de un libro a otro cuántas veces eyaculó él dentro de ella. Y sin demasiados problemas, la aparición de elementos fantásticos o mágicos si es necesario que cual deus ex machina resuelven problemas o (con mayor frecuencia) los generan, permitiendo que la novela pase a la siguiente capa de la narración y avance. Hace algunos años ya se hizo el bingo de los libros de Murakami y es una muy buena broma cultureta, y en La muerte del comendador, Vol. I, se pueden hacer varias líneas.



Mis libros preferidos entre los de Murakami son 1Q84 y Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Me parecen las novelas en las que el equilibrio de sus manías y poses como narrador mejor se ponen al servicio de una historia y esta es más natural dentro de su fantástico desarrollo.

Con todos los defectos de sus libros y alguno más que ha ido incorporando en los últimos, me ha gustado mucho la lectura de La muerte del comendador, Vol. I. Me he encontrado con una novela sin frenos ni demasiados miramientos con la teoría literaria, con vuelo, ambiciosa, que juega con distintos planos de la creación (el protagonista es un pintor de retratos que vive en la vieja casa de un viejo maestro del arte tradicional japonés), las relaciones entre el arte, el dinero, la historia y la vida real, los ¿espíritus? del pasado que hablan con el presente y cómo pueden influir en las obras de arte que los artistas puedan llevar a cabo. La novela es tramposa, efectista, afectada, el personaje de Menshiki es a veces más plano que misterioso (cuando su papel en la historia exigiría que fuera mucho más profundo), y en un momento dado, el personaje de un cuadro, un comendador de hace tres siglos, sale del cuadro y se convierte en un enanito que habla con el pintor. Pero la he leído con avidez. Y la aparición en las últimas páginas de la adolescente que sé que abrirá la siguiente puerta del acertijo me hace esperar la lectura del segundo volumen, donde seguiré dejándome atrapar por trampas para lectores incautos, pero espero hacerlo con gusto.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

jueves, 21 de marzo de 2019

Libros que te llevan a otros libros que te llevan a otros libros


Libros que te llevan a libros que te llevan a libros y a veces te devuelven a libros a los que ya fuiste y de los que creías que ya habías vuelto: El adversario, de Emmanuel Carrère, El periodista y el asesino, de Janet Malcolm, Campo de cebollas, de Joseph Wambaugh y Mis rincones oscuros y A la caza de la mujer, de James Ellroy

Me sucede a veces (como supongo que le sucede a todos, o al menos a muchos lectores) que un libro, por una referencia, te empuja a otro, y así te van marcando unas cuantas semanas de lecturas. El pasado mes de junio fui a una charla que Emmanuele Carrère dio en La Casa de América de Madrid. Allí habló de un libro, El periodista y el asesino, de Janet Malcolm, que le había hecho siempre reflexionar sobre la relación que puede (y no puede) establecerse entre un autor de no – ficción, como él es, y los sujetos que son centrales en su obra. El autor, como el periodista de Malcolm, necesita colaborar con esos sujetos, pero no tiene ni por qué adoptar el punto de vista de aquellos ni tiene por qué tener, en realidad, unas intenciones claras, o al menos no tiene por qué revelarlas de manera preventiva. Habló de su relación con Jean – Claude Romand para la construcción de El adversario, que me sigue pareciendo el más equilibrado (y por lo tanto probablemente el mejor) de sus libros.

Releí El adversario durante el verano y después de meses y peregrinaciones por distintas bibliotecas di con el libro de Malcolm, picado por la curiosidad que Carrère había despertado en mí. El periodista y el asesino habla del caso de un médico que mató a su mujer y sus hijas y fue condenado por ello, y que en pleno proceso de apelaciones acuerda que un periodista escriba su libro. Espera, el asesino, que el periodista sea su amigo y ayude a mejorar su imagen. Las cartas y las conversaciones que cruzan invitan a pensar que así será, pero cuando el libro del periodista sale, este afirma que tiene claro que MacDonald (que así se llama) mató a su familia. Este, aconsejado por abogados, decide demandar a McGinnis (el periodista y novelista) por difamación. Y el juicio, que tiene algo de surrealista (¿se puede realmente dañar la imagen de alguien que ya ha sido condenado por matar a su mujer y a sus hijas?) se lleva a cabo y Malcolm va reconstruyendo la relación entre ambos y más allá entre la escritura y la verdad.

Uno de los escritores a los que les había llegado el encargo de MacDonald antes que a McGinnis es Joseph Wambaugh, que aparece en el libro y aparece en el juicio hablando de cómo escribe sus novelas de no – ficción. Y así me fui, después de terminar con El periodista y el asesino, a la biblioteca a traer conmigo Campo de cebollas, de Wambaugh, que es el libro del que más se habla en el de Malcolm y parece que su mejor obra. La novela, lo primero, no me ha parecido una maravilla, y lo segundo, no creo que ni se acerque a lo que entiendo que es una novela de no – ficción (El adversario de Carrère, por ejemplo). Hay reconstrucción continua de pensamientos y diálogos que el narrador no conoce (no puede conocer), hay ganchos sentimentales continuos, se busca al lector, se toma partido … Se me podrá decir que algo parecido hace Truman Capote en A sangre fría, y probablemente sea cierto. Por eso quizá nunca me ha parecido modelo de nada esa novela.

En la portada del libro de Wambaugh había una recomendación del mismo Capote y una de esas llamadas que nunca se sabe si son exageradas o de dónde se habrán recortado, esta era de James Ellroy diciendo: “Los libros de Joseph Wambaugh me salvaron la vida”. Como Ellroy es muy poco amigo de elogiar a nadie que no sea Beethoven o él mismo, me dejó casi impresionado. Y acabé volviendo a mis estanterías a releer Mis rincones oscuros, que me parece la cima de Ellroy, el libro (junto con A la caza de la mujer, aunque este me parece menos logrado) que explica todas sus obsesiones y temas, el origen del que vienen y al que vuelven todos sus cuartetos. Hace tiempo que las obras de ficción de Ellroy (las nuevas, quiero decir, puedo volver a leer con deleite El cuarteto de Los Ángeles al completo y quizá lo haga el próximo verano) me superan en sequedad, desparrame de tramas, apuntes y prosa desnuda. Pero siempre volveré, creo, gustosamente, a bucear en sus rincones oscuros y la caza psicoanalítica del cadáver de su madre.

Así que al final el viaje de libro en libro me ha salido redondo, supongo.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

viernes, 15 de marzo de 2019

La maleta, de Dovlátov


La maleta, de Serguei Dovlátov (Fulgencio Pimentel)

Poco después (realmente fue el siguiente libro que leí, pero quise releerlo y pensarlo un poco más antes de compartirlo) de leer Oficio, de Dovlátov, llegó a la biblioteca La maleta, y fui el primero en cogerlo. No sé si hay alguien más en esa biblioteca a la caza de estas ediciones de Fulgencio Pimentel o si boxeo en soledad contra sombras, pero por si acaso lo cogí en cuanto llegué y lo vi entre las novedades, y me sentí satisfecho. Había leído, cuando el libro salió en España, que era considerada la obra maestra de Dovlátov. Yo ya tenía para mí Oficio como una obra maestra, ¿otra obra maestra? ¿una mayor?

-Si algo no le parece bien, ponga una reclamación.
-Todo me parece perfecto -dije.
Después de haber pasado por la cárcel todo me parecía perfecto.

Me imagino que no es fácil ser un estudioso de la obra de Dovlátov. Porque sus libros fueron, vinieron, muchas veces se recompusieron ya en los Estados Unidos y las versiones que se conocieron y circularon no fueron exactamente las originales, o sencillamente se han compuesto libros posteriormente a su fallecimiento. Quizá La maleta, junto con La zona, sí sea el libro más unitario de Dovlátov, escrito en el momento de marcharse, por fin, después de años fantaseando con ello, a Estados Unidos. Tampoco es del todo cierto que Dovlátov soñase en un sentido pleno y esperanzado con los Estados Unidos. Ya era un exiliado interior. Y siguió siéndolo. En cualquier sitio hubiera podido ser un paria y un inadaptado. La escritura de La maleta vuelve a moverse de la ironía al sarcasmo, nos da pena, nos da risa, nos duele, nos reconforta, nos saca la sonrisa y nos hace alzar las cejas.

De niño, tuve una niñera, Luíza Guénrijovna. Lo hacía todo sin prestar demasiada atención, porque vivía con miedo a que la arrestaran. En una ocasión me puso unos pantalones cortos. Y me hizo meter las dos piernas por la misma pernera. Pasé el día entero así. Tenía cuatro años y me acuerdo muy bien de aquello. Sabía que me habían vestido incorrectamente. Pero callaba. No quería tener que volver a vestirme. Algo parecido me pasa ahora.

La maleta toma una idea sencilla, objetivista si queremos meternos en escuelas estéticas. Dovlátov ha conseguido al fin un visado para dejar la URSS, decir adiós a Leningrado y la censura y marcharse a los Estados Unidos. Y tiene que meter en una maleta lo que quiera llevarse. Desconsolado, descubre que después de una vida entera (deja la patria con 39 años) ni siquiera la llena hasta los topes. Y nos cuenta qué relación ha tenido con esos seis objetos especiales que viajaron con él a través del océano. ¿Pueden los objetos que almacenamos más cerca, aquellos que elgimos para que nos sigan en cada mudanza, por lejana que sea, hablar de nosotros? ¿Hablan bien o mal? Quizá nuestro presente tan consumista no permita imaginar la importancia que un puñado de posesiones tenían en un lugar como aquel Leningrado a finales de los años 70 del siglo XX. Pero algo podemos encontrar siempre en Dovlátov que remite a la universalidad.

Creía ser dueño de algunas propiedades. Pero todas cabían en una sola maleta. Para colmo, de muy modestas dimensiones. ¿Qué era yo? ¿Un pordiosero? ¿Cómo había llegado a aquella situación? ¿Libros? Básicamente tenía libros prohibidos.

El libro es de lectura ligera, se acerca a Dovlátov y abre planos para reflejarnos a todos nosotros, sus lectores, es una obra que representa a todos los que alguna vez escribimos, y por otro lado es un texto que remite a un único ser humano, un ser humano de difícil trato, ideas extrañas, poco sentido práctico y (eso sí, al menos, eso siempre) la capacidad de reírse de uno mismo y seguir siempre adelante. Cada pocas líneas nos encontramos con algún hallazgo de prosa, con una idea que rumiamos, con una verdad modesta, con una genialidad de vida diaria. No me parece un libro superior a Oficio, pero sí un libro de su altura, otra maravilla.

En aquella época, reservaba mis más encendidos elogios para las películas policíacas. Porque me ayudaban a relajarme. Sin embargo, me permitía referirme a las películas de Tarkovski en tono condescendiente. Y siempre dando a entender que Tarkovski llevaba seis años esperando un guión mío.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

miércoles, 6 de marzo de 2019

El viaje a Echo Spring: Por qué beben los escritores, de Olivia Laing


El viaje a Echo Springs: por qué beben los escritores, de Olivia Laing (Ático de los Libros)

El viaje a Echo Springs es una expresión que un personaje de la obra La gata sobre el tejado de zinc de Tennesse Williams utiliza para anunciar que va al minibar a por una más. Tennesse Williams es uno de los seis autores de los que habla este libro, quizá aquel del que se hace un retrato más interesante y humano (o tal vez simplemente el que más me ha interesado a mí en esta lectura).

El libro parte de una tesis conocida y muy extendida, la de que alguna relación debe haber entre escritura y alcoholismo cuando hay tantos (pero tantos) escritores a lo largo de la historia que se han pasado bebiendo, muchos hasta el punto de que la botella fuera el eje central de sus vidas, mucho más que la máquina de escribir o las páginas escritas. ¿Por qué es eso? Hemingway, uno de los más célebres y más alcohólicos entre esta subespecie de escritores, decía, como nos cuenta Olivia Laing, que la vida moderna (y la vida contemporánea es más moderna que aquella de la que hablaba Hemingway, necesariamente) es en ocasiones una opresión mecánica, y el alcohol supone el único alivio mecánico capaz de hacerla más llevable. Hay algo de eso. Hay algo también de personalidades ultrasensibles, dispuestas a vivir en carne propia el infierno, o atormentadas por otros demonios y que buscan en el alcohol un relajante, una pequeña escapada, y encuentran una receta que funciona con facilidad y que lo único que pide a cambio es una dosis cada vez mayor.

El libro oscila entre el ensayo, la reflexión, la crónica personal y algunas memorias compartidas. Comienza en la famosa Escuela de Escritura Creativa de Iowa, en la década de los setenta, cuando John Cheever, a sus sesenta años, compartió curso con Raymond Carver, un poco conocido autor treintañero. Ambos se dedicaron mucho más a beber que a escribir, cumplieron con sus clases y las obligaciones con los alumnos pero hicieron poco más. Pocos años después Cheever se rehabilitaría completamente y cambiaría el whisky por el té. Carver tardaría un poco más, pero también acabó dejando la bebida. Otros de los autores a los que se retrata en el libro no lo consiguieron, murieron alcoholizados (Fitzgerald) o acabaron suicidándose (Berryman y muy probablemente Hemingway y Williams).

Por qué beben los escritores es un título excesivo para el libro. Pero quizá sea cosa de los traductores o editores españoles, ya que en los créditos de la edición que he leído se cita The trip to Echo spring, sin más, como el título original. Ediciones británicas posteriores le añaden un más moderado On writers and drinking. Así que en principio asumiré que la intención de la autora nunca fue explicarnos por qué beben los escritores, así como idea general, puesto que primero: no todos los escritores que han dejado su huella en la historia han sido alcohólicos, ni tampoco pretende en el libro dar algo así como una respuesta general. Se limita (y es una buena idea hacerlo así) a retratar el caso de seis autores, todos hombres, todos norteamericanos, todos del siglo XX. Los elegidos son John Berryman, Ernest Hemingway, John Cheever, Tennesse Williams, Francis Scott Fitzgerald y Raymond Carver.

A modo de tesis nunca explicitada parece que Laing trata de convencernos de que una sexualidad conflictiva y nunca del todo aceptada, o un acontecimiento traumático o vergonzoso del pasado son los nexos de unión entre el alcohol (alivio) y la escritura (modo de redimirse). Cuando intenta dar explicaciones el libro pierde interés, aunque se agradecen algunos incisos técnicos sobre la acción del alcohol en el cerebro y sus daños a largo plazo. Funciona mucho mejor cuando es una crónica de seis talentos artísticos perdidos en lo personal. Me ha vuelto a hacer leer a Cheever y a Fitzgerald, siempre tan detallistas, tan acomplejados, tan finos, me ha reafirmado en mi fobia contra Hemingway, me ha contado la historia de siempre de Carver y me ha presentado a Tennesse Williams (de quien conocía, por supuesto, algunas obras, pero nada sobre él) y a John Berryman (de quien no sabía absolutamente nada).

Laing mezcla las anécdotas y las anotaciones de diarios de los autores con sus propias experiencias a la hora de ir escribiendo el libro, los viajes (que son muy importantes para el avance del libro) que debe ir haciendo, lo que va encontrando y lo que más la sorprende, y el recuerdo siempre difuso de unos años de su infancia en que hubo problemas en casa con un padre que bebía demasiado. El libro resulta irregular, descompensado en la presencia de la crónica personal vs. crónica de los autores pero resulta interesante y permite acercarse más a algunos autores, con el doble valor de mostrarnos algunos matices de quienes creemos saberlo todo y presentarnos a otros que quizá no conocíamos.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E