jueves, 28 de febrero de 2019

Trilogía de la guerra, de Agustín Fernández Mallo


Trilogía de la guerra, de Agustín Fernández Mallo (Seix Barral) y una mirada un poco más allá del libro concreto sobre su autor y su obra.

He dejado transcurrir un tiempo prudencial (algo más de un año) para leer la novela con la que Fernández Mallo ganó el Premio Biblioteca Breve. Como cuando lo ganó Ricardo Menéndez Salmón, la sensación que tuve cuando se anunció el premio a Fernández Mallo fue que se arreglaban cuestiones internas de la editorial (un reconocimiento a Menéndez Salmón, que lleva editando en Seix Barral con éxito desde hace más de una década, un fichaje en el caso de Fernández Mallo) más que se buscara un libro original o novedoso que ofrecer a los lectores. Este año ha ganado la poeta Elvira Sastre y las sensaciones son otras, distintas y peores, y creo que no soy el único.

No voy a ser el tonto puro que grite de indignación por cómo se mueven y dan los premios literarios grandes y en editoriales grandes en España. Ya sabemos, a cierta edad, quiénes son los Reyes. El caso es que los Reyes le trajeron el Biblioteca Breve a Fernández Mallo, que llevaba bastante tiempo sin publicar material nuevo, y me lo apunté pero no sentí ninguna prisa por ir a buscarlo, hasta que me lo encontré sin buscarlo en la biblioteca en una de mis últimas visitas.

¿Me interesa la obra de Fernández Mallo? Sí, sin duda, me interesa. Me interesa más de lo que me gusta, completo la respuesta. Yo empezaba a escribir en aquel ya lejano 2006 en el que Fernández Mallo publicó el primer volumen de su Trilogía Nocilla en una pequeña editorial y bastantes focos cayeron sobre él. Creo que no se le había prestado tanta atención a un autor claramente literario al menos desde mediados de los 90, cuando Mañas y Loriga eran personajes bastante populares. Leí los libros de la Trilogía Nocilla (hay muchos autores que como Fernández Mallo piensan la narrativa en trilogías, aunque dejo dicho que no sé si esta Trilogía de la guerra no intentaba beneficiarse de la fama pasada repitiendo el esquema en el título, pues es justificable el título de trilogía hasta un cierto punto, hay guerras que se repiten en lo sustancial, como todas las guerras, y aquí los apuntes se centran en tres, pero sería casi más justificable no haberlo usado) y me resultaron interesantes. Sonaban frescos pero todas aquellas maravillas que se les encontraron fueron probablemente excesivas. No me parecía que Fernández Mallo estuviera inventando nada, y de hecho algunos de sus paisajes me recordaban precisamente a Ray Loriga.

Lo que vino después, las teorías y los movimientos suelen exceder la voluntad de alguien que al final ha escrito un libro y lo ha dejado al alcance del público, no creo que Fernández Mallo tenga demasiada culpa de todos los autores a los que se quiso montar en su mismo carro y aprovechar aquella moda. Llegó la editorial más grande, se completó la trilogía, tuvo aquel problema con María Kodama por el homenaje a Borges en el libro El hacedor (remake) y cuando leí Limbo pensé que quizá era su libro más equilibrado.

Porque los libros de Fernández Mallo pecan de no tener una estructura clara, lo cual no tiene por qué ser malo, pero en sus libros (en mis lecturas de sus libros) acaba llevando a que los textos acaben amontonándose, siendo más autónomos que partes de algo, y tampoco como partes acaban de tener la entidad suficiente. Cuando había leído los libros Nocilla los había empezado con gusto, y se me había ido quitando el entusiasmo con las páginas. O algo así.

En la Trilogía de la Guerra me encuentro con un Fernández Mallo más maduro (va por los cincuenta años, y eso debe pesar), más autoconsciente y que empieza contando una historia diseñada muy al modo de Enrique Vila – Matas. La autoficción de Fernández – Mallo me interesa poco pero va colando reflexiones interesantes sobre la verdad y sus reflejos, la vida, las redes sociales y el espacio viscoso entre la una y las otras. La historia se desvía por algunos meandros, algunos buenos, los menos casi brillantes, otros esperables y aburridos, y cuando el libro se parece más a un ensayo me parece más interesante. Las ideas son buenas, son originales en muchos casos, pero no están contadas con demasiado atractivo. Igual que mi primer contacto con Nocilla me recordó a mis primeros encuentros con Ray Loriga, este libro me ha hecho pensar en el Loriga de Rendición, otra novela ambiciosa, de guerra en muchos sentidos y también fallida en otros muchos. Y aquí voy a una cuestión interesante (a mi entender). Me parece que este libro tiene algo así como la esencia de lo que un libro de Fernández Mallo tiene o se espera que tenga. La iconografía, el mundo pop, las referencias científicas, incluso una tesis muy aguda. Pero está demasiado limado, tal vez para que fuera un libro premiable y tal vez con la esperanza de que ese libro premiado pudiera tener más público.

No sé si a ese nivel el libro ha funcionado, aunque he visto que ha aparecido recientemente la edición en bolsillo, y se ha reseñado muy positivamente. Pero lo he encontrado demasiado plano en su escritura, no he dado con el vuelo poético (con esas imágenes potentes, originales, con el uso del lenguaje creativo) que sí había en Nocilla. Quizá es una mejor novela que sus libros anteriores pero es un libro peor. No obstante creo que merece la pena leerlo, y aunque no he leído aún su ensayo Teoría general de la basura, creo que algunas de las ideas que se tocan aquí deben ser parecidas a las que aparecen en aquel, y son de lo mejor de este libro. Así que intentaré leer aquel y mientras tanto recomiendo leer este, aunque sea para decepcionarse. Porque será, como en mi caso, una decepción trabajada, un diálogo con un autor que al menos tiene algo interesante que decir y un modo propio de decirlo, lo cual ya es mucho visto como está el panorama de la narrativa literaria en España a estas alturas del siglo XXI.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

viernes, 22 de febrero de 2019

Amor a primeras líneas: Las aventuras de Augie March, de Saul Bellow


Las aventuras de Augie March, de Saul Bellow (DeBolsillo) o cómo mudarse al interior de un libro

No soy uno de esos lectores exagerados, de esos que pierden el contacto con la realidad mientras leen, no me creo un personaje. No soy Madame Bovary, para resumir, y por muy abstraído que esté en la lectura de un libro, si llaman al timbre, me entero. Si suena el teléfono me entero, y por eso lo silencio cuando lo que quiero es leer sin que me interrumpan. Cuando llega la noche y tengo mucho sueño y cojo un libro, el libro no llega a despabilarme hasta tal punto que me quite el sueño. Nunca me ha pasado lo de: “cogí el libro a las once de la noche y me dio el amanecer leyéndolo, ya terminándolo”. Por eso me ha hecho pensar especialmente lo que me ha pasado esta mañana, de camino al trabajo. El metro (o bus o cercanías) es un buen lugar para leer, siempre, claro, que uno no se tenga que meter uno en una de esas líneas a una de esas horas en las que bien parecen los vagones latas de conservas y es imposible hasta pasar la página. Por suerte yo entro a las ocho menos cuarto en una línea de metro bastante vacía y puedo disponer de tiempo de lectura sentado hasta que llego.

Esta mañana me llevé para los viajes de ida y vuelta al trabajo Las aventuras de Augie March, de Saul Bellow. Ya lo leí hace muchos años y me apetecía darle una segunda vuelta. No es una de las consideradas obras maestras de Bellow (que quizá suelen ser siempre Herzog y El legado de Humboldt), aunque sí un libro bastante reconocido (Bellow es en general siempre un buen novelista, y pasa como con Philip Roth o Don DeLillo, no es tan fácil señalar las cimas). Es, por resumirlo fácil, una novela de formación.

Pero no quería hablar del libro en su conjunto, porque solo acabo de volver a comenzarlo, sino de su inicio, de esas primeras páginas en las que los libros de teoría y los cursos de escritura dicen que se marca el tono y el punto de vista. Todos hemos sentido la diferencia entre un libro que sabe atraerte hacia su interior y uno que no lo hace tan bien. He leído recientemente Lecturas de mí mismo, de Philip Roth, en uno de cuyos artículos se habla de las novelas de Bellow y otros novelistas americanos contemporáneos a los inicios de Roth. Y Roth se preguntaba de dónde venía tanta exuberancia en la prosa, tanta potencia narrativa. Y es verdad que las páginas de Bellow son densas y están llenas de materia, a veces un tanto gratuita exhibición de músculo.

No sé si el resto del libro me seguirá teniendo así de absorbido, pero el caso es que esta mañana, de camino al trabajo, me he pasado de parada, y creo que en más de diez años de uso diario o casi diario del Metro de Madrid es la primera vez que me pasa algo así, tal cual, darme cuenta dos paradas después de que se había pasado mi parada. Menos mal que voy con margen suficiente.

Y el libro empieza así, e invito a todo el mundo a unirse a él:
Soy norteamericano, de Chicago, sombría ciudad, Chicago, y encaro las dificultades como he aprendido a hacerlo, sin rodeos. Así será esta crónica, pues: de estilo libre; quien antes llama, antes es atendido, ya fuera inocente o no tan inocente su llamado. Dice Heráclito que carácter es destino. A fin de cuentas, no hay cómo disfrazar el jaez de tal llamado, ni almohadillando la puerta ni enguantándose la mano.
Sabido es que toda supresión es burda: suprimes una cosa y en el acto estás suprimiendo la de al lado.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

jueves, 14 de febrero de 2019

Oficio, de Serguei Dovlátov


Oficio, de Sergei Dovlátov (Fulgencio Pimentel)

¿Es muy arriesgado decir que a mediados de febrero ya sé que he leído el que probablemente sea el mejor libro de este año para mí? Quizá sea mucho decir, no sé. Pero creo que no me equivoco demasiado afirmándolo. En la vida de todo lector hay x momentos especiales en los que se topa con libros o autores inesperados, esa clase de libros o autores que le hacen caerse de su sillón de lector, normalmente ya desgastado y acomodado por los mismos nombres, los mismos temas y los mismos títulos. Sería muy interesante poder acceder a esos x libros de cada lector y que nos explicara cómo, cuándo y por qué le llegó a las manos ese título y qué sintió. Hablo de esos pocos libros de los que decía Nabokov que se leían con la espina dorsal. Nabokov restringía el uso a esas llamadas obras maestras, y en junio tuve la suerte de escuchar a Cartarescu hablando en la Feria del Libro sobre esas sensaciones de lector, unas señales que recorren la columna y que él no sentía con Nabokov, aunque sí, siempre, con Dostoievski, a quien Nabokov aborrecía (o al menos valoraba escasamente). Más mundano, me imagino, la última vez que recordaba haber notado de verdad ese escalofrío había sido con La novela luminosa de Levrero y Submundo de Don DeLillo, en ciertas páginas de Solenoide de Cartarescu.

Leo muchos libros que me entretienen, otros que me obsesionan durante un tiempo, otros que solamente me acompañan y también leo muchos en los que encuentro, además de la compañía como lector de un buen libro, rastros de una muy buena labor literaria, méritos técnicos indudables, pero que son otra cosa. Ese latigazo que echaba en falta, me ha recorrido hasta cierto punto con Oficio, de Serguéi Dovlatov. No creo que Nabokov (quien falleció en 1977) llegase a leer a Dovlátov (cuya popularidad, si alguna vez ha pasado de los mínimos de la popularidad, empezó a ser tal en la década de los 80).

Tiene usted que confesar sus errores.
¿Qué errores?
Eso no importa. Lo esencial es confesar algún error. Reconocer algo. ¿Es usted un ángel o qué?
No soy ningún ángel.
Pues confiéselo. Todos tenemos algo que confesar.
Pero es que no me siento culpable de nada …
¿Fuma?
Fumo, sí. ¿Por qué?
Con eso basta. Fumar es un hábito nocivo e insensato. ¿Está de acuerdo? Entonces, escriba: “Arrepentido de mi insensatez, solicito que …”. Y luego mencione el libro. Confiese algo, pero en forma nebulosa, enigmática. Escriba al primer secretario, Kebin …
¿Usted también ha tenido que acusarse de algo alguna vez?
Cómo no. Montones de veces. Lo tengo casi por costumbre.
¿Y de qué tipo de cosas se ha acusado?
Pues … De preparar un atentado contra Uborévich. Menos mal que justo por esos días detuvieron a Uborévich. Si no recuerdo mal, por el atentado contra Blújer … Y a Blújer, por el atentado contra Yakir. Y a Yakir …

Me ha llegado ese momento Dovlátov y debo decir que hasta cierto punto me lo esperaba. Me explico: El año pasado leí dos novelas del autor ruso: La extranjera y Retiro. Ambas me gustaron, ambas me parecieron obra de uno de esos autores de los que se podría decir, parafraseando a Levrero, que iba bastante más allá de escribir bien o hacerlo mal, era uno de esos autores que estaba apostando la vida en lo que estaba escribiendo. Lo que he ido viendo de Dovlatov, y lo que este libro confirma (ampliado) es que Dovlatov es un autor y su material narrativo es, esencialmente, la vida de Serguéi Dovlatov, ciudadano soviético, después residente americano, pero esencialmente escritor, y dentro de esta gran familia, de la subespecie de los fracasados.

Estaba desconcertado. Había decidido vender mi alma a Satanás, ¿y a qué condujo todo aquello? A que acabé regalándosela. ¿Puede haber algo más patético?

¿Es entonces un (otro) libro de autoficción? En gran medida, pero tampoco nos dejemos confundir por las etiquetas, ni perdamos de vista que autoficción son algunas de las mejores novelas de Philip Roth o de Bolaño. No se trata de ejercicios de desnudez y exhibicionismo, para nada. La mirada literaria se nota, se ve el embellecimiento (el formal, el que a veces exige que se rebajen las condiciones de la realidad para acercarlas a la parodia) de lo escrito, hay un autor trabajando sobre el material, descartando a veces el camino verosímil por considerar que no es el más adecuado.

En horas perdidas traté de dilucidar un asunto: ¿quién tiene realmente posibilidades de ser publicado?
Pude documentar siete categorías:
1. Autor conocido, burócrata literario eminente, cuyo mismo nombre ya sirve como salvoconducto. (Ciento por ciento de probabilidad).
2. Profesional del aparato de bajo nivel, amigo personal de Sajarnov. (Probabilidad del sesenta por ciento).
3. Funcionario de organismo paralelo, con el que haya que vivir en armonía. (Cincuenta por ciento).
4. Autor desconocido, que milagrosamente haya creado una obra a la vez talentosa y ajustada a las exigencias de la coyuntura. (Cuarenta por ciento).
5. Autor desconocido, que haya creado una obra falta de interés pero ajustada a las exigencias de la coyuntura. (Treinta por ciento).
6. Auto con talento, sin más. (Probabilidad cercana a cero. Caso prácticamente insólito. Objetivo seguro de represalias por parte del Comité Regional).
7. Autor inepto, e indiferente ante las exigencias de la coyuntura, además. (No considero la variante. En ese supuesto, las probabilidades se expresan en cantidades negativas).

Oficio son las memorias de Dovlátov formándose como escritor. Y ¿cómo se forma uno, sea soviético o español, sea Dovlátov o un Cualquiera, como escritor? Esencialmente escribiendo. Y a eso se dedica Dovlátov, a escribir de manera cáustica en su Leningrado, a llegar tarde a todos los círculos, a tener encargos en los periódicos, a recibir palmaditas en la espalda y explicaciones de por qué sería impensable que nunca la burocracia y la censura aprueben uno de sus libros. Dovlátov se va labrando un lugar seguro y casi un prestigio como sombra. Todo el mundo dice de sus relatos que tienen valor pero que no son lo que el sistema quiere promocionar. Dovlatov escribe La zona rememorando su experiencia como vigilante en un campo de castigo, y se le señala repetidamente que llega después de Un día en la vida de Iván Denisovich, de Solzhenitsin, pero sin su humanismo, sino como un libro aún más oscuro, sin ningún atisbo de esperanza y un extraño sentido del humor.

Sus dotes literarias eran del mejor de los tipos. La completa ausencia de valía no suele ser recompensada. El talento pone nerviosa a la gente. El genio infunde espanto. La divisa que mejor cotiza es una discreta aptitud literaria.

Los repetidos intentos y tropiezos de Dovlátov no distan mucho, realmente, de los de cualquier aspirante a escritor. Los mecanismos de censura de la dictadura soviética no distan tampoco tanto de los que el mercado marca hoy en día. Dovlátov no es un enemigo del pueblo, no es un perseguido, simplemente es alguien que escribe bien, en eso coinciden todos los que leen y evalúan sus textos, pero que escribe algo que no interesa a quienes deben publicarlo porque entienden que no va a tener salida (en aquel Leningrado porque irritaría a las autoridades, hoy en día porque no lo querría el lector medio al que se dirige el editor). Las idas y venidas y los encuentros de Dovlátov con otros escritores también son los esperables en un escritor novel y en formación. Su manera de no saber combinar las ansias literarias con la vida diaria tampoco sorprenden a estas alturas. La envidia que siente por quienes sí están triunfando, las normales. Todo es aparantemente lo esperado y todo lo conocemos, pero el contexto en el que lo pone y la mirada de Dovlátov, capaz de mantener un tono irónico durante 400 páginas, con lo difícil que resulta algo así sin cansar al lector ni entrar en una dinámica de gracietas.

América era nuestra idea del paraíso. Porque el paraíso es, al fin y al cabo, lo que no tenemos.

En la segunda parte del libro Dovlátov acaba a finales de los setenta exiliándose en los Estados Unidos, y allí tampoco se encuentra con facilidades. Participa en un periódico para los exiliados rusos, bebe, desespera a su mujer, no se integra, sufre estúpidos accidentes más o menos domésticos, intenta salir lo menos posible de casa, bebe más, escribe, tampoco parece que sus escritos despierten ningún entusiasmo, aunque quizá sí, un poco, encuentra a una traductora que se interesa por su trabajo, vende algunos libros, llega a publicar algún relato en el New Yorker, sigue comunicándose casi siempre con los mismos exiliados rusos, bebe, se da cuenta de que la vida es al final en un gran porcentaje soledad y silencio, incomprensión y nada, pero que debe vivirla. Y la vive. Escribiéndola. Tal vez, decía al principio, sea demasiado decir que este es el mejor libro que leeré en 2019. Ojalá haya muchos más. Pero no lo creo.

A caballo de otros cuatro dobles me vi abordando el asunto de la soledad. Un asunto, como es sabido, inagotable. Otra cosa no, pero soledad hay siempre de sobra. El dinero se acaba. La soledad, nunca …

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

viernes, 8 de febrero de 2019

Diecisiete instantes de una primavera, de Yulián Semiónov


Diecisiete instantes de una primavera, de Yulián Semiónov (Hoja de Lata)

Cuando compré este libro (por recomendación de sus editores, Hoja de Lata), lo primero que hice fue quitarle, y perderla, la faja que calificaba a Isáyev / Stirlitz, el protagonista de esta novela (y otras) como el James Bond soviético. Primero, porque pensé que no sería verdad por la descripción que me habían dado. Segundo, porque llevado por el pensamiento mágico, pensé que aunque fuera verdad, el gesto de quitar la llamada publicitaria haría que yo no me diera cuenta. Empiezo diciendo que no soy especialmente aficionado a las novelas (ni las películas) de espías, y que si hay un personaje al que detesto profundamente, de los referentes de la ficción mundial, es (aparte de la mitología de Star Wars) a James Bond. Me parece un patán rancio y chulesco.

Por suerte la historia que nos van a contar en Diecisiete instantes de una primavera, y sobre todo la personalidad de su protagonista, compleja, dibujada con sombras y referencias, quedan muy lejos de James Bond y su mitología. Stirlitz, como se le conoce durante esta novela, está destinado en Berlín. Lleva allí siguiendo desde cerca (y dentro) los pasos del gobierno nazi. Tiene una pequeña red de confidentes cercanos y él mismo es un hombre de confianza para algunos secundarios de la administración de Hitler.

No puede morir, como no puede morir en este mundo la exploración y la búsqueda, porque lo principal en el ser humano es el deseo de buscar. Los que han tenido suerte lo buscan en la física, y los que nacieron tontos, como nosotros, lo buscan en el contraespionaje.

La historia que nos cuenta esta novela es bastante conocida, son los últimos (diecisiete) días antes de la caída de Berlín, con Hitler en el bunker, el régimen nazi cayéndose y como pasa siempre en los últimos momentos de estos regímenes, las ratas huyendo del barco. Algunos que han estado con el nazismo ensayan ante el espejo, y ante los atentos oídos de Stirlitz, que nunca comulgaron con las ideas, y desde luego no con los métodos extremos. Algo que nos suena en España y que podría revisarse en las biografías de todos aquellos que pasado el año 70 empezaron a buscar un sitio para seguir cómodamente en la España postfranquista después de haber estado muy cómodamente en la España franquista. Vale la pena leer La gallina ciega, de Max Aub, aparte de por el gran valor del libro, por ver cómo el autor, que sí fue un derrotado de la Guerra Civil y un exiliado durante más de treinta años, los veía venir. El truco era sencillo, después de pasar una dictadura cómoda, sin meterse en política, se aprovechaba la repartura apertura de los medios en los últimos años para mostrarse un poco crítico con algún aspecto y cuando Franco muriera poder decir ya siempre que se estuvo en contra y sacar rédito de ello. Yendo al chiste, es lo que decía aquel personaje de la película Uno, dos, tres de Billy Wilder cuando le preguntaban por su posición durante el nazismo, y respondía que él estaba trabajando en el metro y allí abajo no se enteraba demasiado de nada de lo que estaba pasando arriba. Yendo a lo serio, es la idea de la banalidad del mal que Hannah Arendt habla en Eichmann en Jerusalén, la de todos esos nazis que quisieron exhimirse de culpa, al menos en un plano moral, diciendo que se limitaban a cumplir órdenes.

Estoy ahora releyendo a los autores rusos: a Pushkin, Saltikov, Dostoyevski, … Lamento mucho no conocer su idioma, porque la literatura rusa es asombrosa; me refiero a literatura del siglo XIX. En la segunda mitad del XIX les permitieron desahogarse y hay que estudiar cuidadosamente este período porque su desahogo no fue tanto sobre el pasado como sobre el futuro.

Dejando al margen las referencias históricas, el espía Stirlitz, del que poco se sabe porque poco se puede saber, es un hombre melancólico, que a veces fantasea con renunciar a la patria que le obliga a estar lejos de casa (y la casa que él quiere es aquella en la que está su mujer) y volver, aunque sea a enfrentarse con la acusación de traición y la vergüenza, y no lo hace, entre otras cosas, porque sabe que no sería solo la vergüenza, sino la casi segura muerte. Stirlitz es un hombre leído, que puede pasear por los salones importantes de un país extranjero sin despertar sospechas. Stirlitz está viendo, como testigo privilegiado, cómo se deshilacha el poder nazi. Los propios nazis ya saben que están perdiendo, y cuando hablan entre ellos no lo disimulan. Se buscan culpables, se rifan venganzas, se ofrecen algunos para cambiar de bando. En esos momentos de descomposición es peligroso ser Stirlitz y que puedan descubrirle. Y peor para un hombre íntegro, que puedan descubrir a nadie que le haya ayudado, algo que nunca se perdonaría, como le pasa en algunos libros al siempre atormentado Smiley de LeCarré.

¿Es un interrogatorio?
No.
Es decir, ¿puedo no responder?
Debe responder.
¿Y si me niego?
No se negará.

De acuerdo con el prólogo, Diecisiete instantes de una primavera fue un éxito en la Unión Soviética y su versión televisiva sigue siendo un clásico para muchas generaciones. Nunca se sabe con esta clase de afirmaciones, pero podría ser perfectamente. Como novela de misterio y espías funciona perfectamente, la escritura es buena, variada, hay amplias referencias culturales, se adivina la visión que los europeos tienen de Rusia y los rusos de Europa, los matices que se van ofreciendo, en lo sociopolítico, son ricos, nada maniqueos, todos los buenos son un poco malos, aunque algunos de los malos apenas tengan lado bueno, pero es que hay malos que no tienen ni un poco de luz entre las sombras.

Entonces, ¿ustedes deciden quién es culpable ante ustedes y quién no lo es?
Sin duda alguna.
Entonces, ¿Ustedes saben de antemano qué es lo que quiere un hombre determinado y dónde se equivoca y dónde no se equivoca?
Sabemos lo que quiere el pueblo.
El pueblo. ¿Y de qué está compuesto el pueblo?
De gente.
¿Y cómo sabe lo que quiere el pueblo sin saber lo que quiere cada uno en particular? ¿O es que usted sabe de antemano lo que quiere cada uno, dictándolo, ordenándolo?

Un Hitler aislado conduce sin saber a dónde los ejércitos de todos los que tienen más claro lo que habría que hacer. Algunos ya solo esperan que acaben los últimos días. Stirlitz está en permanente tensión. Sus superiores parece que muchas veces viven desorientados. El espía de pie de calle sabe cómo se mueve todo mucho antes de que se enteren arriba, y esto es algo común a muchos espías (no a esos del tipo James Bond, que no pisan la calle, que la sobrevuelan en artefactos de alta tecnología como action man) y a muchos directores de servicios de inteligencia.

¡Qué bien que esté lloviendo! –pensó–, así al menos ocurre algo. Cuando estás esperando y todo está tranquilo te pones más nervioso. Pero si nieva o llueve, no te sientes tan solo.

Semiónov nos deja una novela que se lee con gusto, que acompaña, que da pena que se acabe. Después de terminarla me he encontrado en la biblioteca la primera aventura de Stirlitz, todavía Isayév, un libro llamado Diamantes para la dictadura del proletariado (uno de esos títulos insuperables), una historia de contrabando de diamantes en los primeros tiempos tras el triunfo de la Revolución de 1917. Estoy con ella, detectando todos los sellos de estilo que me gustaron ya en Diecisiete instantes de una primavera, notando los cambios de escenario, régimen, década, y todas las continuidades, pensando en aquella frase que un policía francés le dijo a Trotski cuando lo detuvieron: “Los políticos pasan, la policía permanece”.

Ya llegó la primavera –pensó–. Ahora crecerá la hierba.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E