viernes, 28 de diciembre de 2018

Mis cuentos pendientes 2018


Mis cuentos pendientes de 2018

Acaba el año y me apetece hacer recuento y valoración de mis lecturas de este período. Por la combinación de circunstancias familiares y laborales, he tenido meses de muchas lecturas y otros de menos. Al final, como veo que es costumbre en mis últimos años, el total de libros (aunque creo que en esto como en tantas cosas no se trata de cantidad) ronda los 100. Este año he anotado 109 libros. Otros años, llegando a estas fechas, elaboraba una lista de 10 libros (con distintas trampas para colar siempre alguno más), sin separar géneros. Pero esta vez creo que me apetece más clasificar (con lo tramposo que es a su vez esto) mis lecturas por alguna característica (más que género) y destacar unas pocas en cada uno de esos grupos. He releído más que otros años y he ido leyendo como viene siendo tendencia ya en los últimos años más ensayo y no – ficción, en algunos meses casi tantos libros de estos como de ficción. Sigo tachando clásicos pendientes, aunque siempre quedarán huecos por ahí, y siempre habrá clásicos que no me atraigan (como a cualquier lector), y aunque mi memoria trataba de engañarme diciéndome que no había leído demasiados libros de cuentos, resulta que han sido 16. Incluso nunca hubiera dicho que había leído 7 cómics, y resulta que sí, así que hasta recomendaré alguno. Normalmente leo bastante novela negra, y cuando no es negra, de terror, y este año también (unas 15), pero debo reconocer que ninguna ha quedado especialmente en mi memoria, quizá la mejor ha sido Tiempos oscuros, de John Connolly, una buena entrega de su serie de Charlie Parker, pero tampoco un libro a recordar, y a ratos Corrupción policial de Don Winslow, un autor con el que insisto e insiste el mercado editorial pese a que nunca ha vuelto a acercarse al nivel de El poder del perro. Me ha costado hacer una diferenciación clara entre novelas de ficción, autoficción y narrativa no – ficcional, porque mucha autoficción tocaba por sus extremos a cualquiera de las otras dos, y no sabía muy bien qué hacer con las novelas que no son de autoficción pero que juegan a parecerlo, así que bajo esas etiquetas hay a veces artefactos narrativos que realmente no tienen demasiado que ver unos con otros. Lo importante, y quizá sea lo esencial al final, es que los libros que destaco considero que merecen una lectura, más allá de dónde podamos (o queramos o debamos) clasificarlos, o si lo mejor sería no clasificar tanto.

Empezaré con la narrativa larga
Novela traducida.
Me refiero a novela traducida más o menos contemporánea (porque luego decidir qué es o no un clásico es difícil, y siempre arbitrario, como ese stand de la librería de El Corte Inglés de Goya donde dice: Clásicos hasta Generación del 27, pero te puedes encontrar libros de García Márquez, Rayuela de Cortázar o El túnel de Sabato). Es el grupo al que puedo asignar mayor número de lecturas (algo más de 40), entre las que destaco especialmente



1. GB84, de David Peace (Hoja de Lata)
2. No, mamá, no, de Verity Bargate (Alba)
3. Némesis, de Philip Roth (Mondadori)
4. Tránsito, de Rachel Cusk (Libros del Asteroide)


Novela en español
¿Sólo uno? Sólo uno. He leído menos novela en español que traducida, es verdad, unas 10 novelas, y por honestidad intelectual (por ponerle un nombre) he decidido no destacar dos libros que me han gustado al mismo nivel (al menos) que el de Sara Mesa, pero que han escrito amigos y que además me invitaron a presentar, y me parece siempre feo destacar: El libro de mis amigos, ese mismo que yo presenté, es muy bueno, de lo mejor del año. Así que los vuelvo a dejar recomendados, pero no los meto a competir, por decirlo de alguna manera, son: Cariño, de Miguel Ángel González, y Distinta Clara, de Alba Ballesta, y ambos tuvieron reseña en su momento.


Clásicos
¿Dónde empiezan y terminan los clásicos? Supongo que llamo clásico a todo libro que está en un panteón, que ya no se discute, y como decía alguien, que casi no se lee. Novelistas del XIX, Premios Nobel, esas cosas. A los clásicos nos acercamos a veces con una reverencia, y con temor a no entenderlos. Nos acercamos a veces también con medio bostezo ya en la boca, y la verdad es que lo apropiado sería plantearse que algo tendrán cuando llevan décadas o siglos leyéndose. Muchos de los que he leído este año, aparte de más o menos importantes y destacables por sus cualidades literarias, han sido lecturas muy entretenidas. Me pregunto ahora por qué no había leído antes libros como:
1. Las palmeras salvajes, de William Faulkner (Edhasa)
2. Los Buddenbrook, de Thomas Mann (Edhasa)
3. La caída, de Albert Camus (Alianza)
4. Los papeles póstumos del Club Pickwick, de Charles Dickens (DeBolsillo)


Ensayo (o aproximaciones cercanas)
Teniendo un concepto elástico del ensayo (o sabiendo, sencillamente, que bajo el nombre de ensayo puede haber textos de ambiciones, construcciones y formas), cada vez disfruto más metiéndome en sus páginas, flipando con la realidad como a veces me cuesta hacerlo con la ficción, igual que me pasa con los documentales y las series documentales en vez de con el cine. Aquello de que la realidad supera a la ficción se convierte muchas veces en una verdad, como cuando he leído:
1. Historia alternativa del siglo XX, de John Higgs (Taurus)
2. Cronometrados, de Simon Garfield (Taurus)
3. Del boxeo, de Joyce Carol Oates (DeBolsillo)
4. Las especias: historia de una tentación, de Jack Turner (Acantilado)
5. Biblioteca bizarra, de Eduardo Halfon (Jeckyll y Jill)


Autoficción y No – ficción:
Estos libros podrían estar en otras de las categorías, pero he decidido agruparlos aquí, sabiendo que uno además es simplemente una biografía.
1. Fun Home, de Alison Bechdel (Reservoir Gráfica)
2. La casa de los lamentos, de Helen Garner (Libros del KO)
3. El dolor de los demás, de Miguel Ángel Hernández (Anagrama)
4. Open, Memorias de André Agassi (Duomo)





Libros de cuentos
Conozco pocas sensaciones tan difíciles de olvidar como caerte en un libro de cuentos realmente potente. Quizá solo darte cuenta de que estás escribiendo uno y que está funcionando (sin pretender comparar niveles, claro). ¿Cómo debió sentirse Gógol por ejemplo escribiendo en un breve periodo de tiempo obras maestras consecutivas del relato como El capote, La nariz y La avenida Nevski? ¿Cómo no sentirnos hoy impresionados ante algo así? A Gogol lo pongo en la lista aunque es en cierto modo relectura, ya que leí hace dos años una colección con sus cuentos completos, y estos, claro, estaban allí (y ya veo que los destaqué como los mejores). Aún así, no ha sido el libro de cuentos que más me ha llenado en este año de lecturas. Y algunos que he leído aunque no los he situado en la lista me parecen también muy buenos (Pájaros en la boca y otros cuentos, de Samantha Schweblin o Las cuatro estaciones, de Ana Blandiana, por ejemplo).
1. Cuentos escogidos, de Joy Williams (Seix Barral)
2. Cuentos de San Peterburgo, de Nikolai Gógol (Alianza)
3. Cuentos escogidos, de Shirley Jackson (Minúscula)
4. Estabulario, de Sergi Puertas (Impedimenta)
5. En el corazón del corazón del país, de William H. Gass (La Navaja Suiza)


Descubrimientos, rarezas, rusos que han ido apareciendo en mi vida
Hay libros que aparecen sin esperarlos, o libros que nunca pensaría que iba a leer (con esos títulos, con esos resúmenes), libros a los que llegas desde otros libros, o autores que caen por casualidad en tus manos y te obligan a apuntar sus nombres. Eso me ha pasado con algunos libros este año, como me pasa todos, y ha sido constante durante todo el año la aparición de autores rusos poco conocidos (al menos para mí), algunos autores de género (negro, de ciencia – ficción, espías) rusos y alguien a quien seguiré descubriendo, Sergei Dovlatov.
1. Retiro, de Sergei Dovlatov (Fulgencio Pimentel)
2. Moscú 2042, de Vladimir Voinovich (Automática)
4. Magma, de Lars Iyer (Pálido Fuego)


Cómics
Ya colé Fun Home en la parte de autoficción. También me han emocionado los dos primeros volúmenes de la serie Los combates cotidianos, del francés Manu Larcenet (Norma Editorial). Me quedan otros dos que caerán a principios de 2019.








Fuera de categoría
Nunca pensé que acabaría leyendo un libro como Las confesiones de San Agustín de Hipona (Tecnos). Un amigo lleva años recomendándolo, y siempre me sonó a recomendación friki. Otra amiga me lo regaló hace unos años y dormía en mis estanterías hasta que este verano lo cogí y estuve leyéndolo y releyéndolo durante muchas noches. Supongo que es un libro que normalmente se leerá desde la fe, y yo lo he leído desde lo ajeno y como un artefacto literario. Y como obra literaria me planteé que puede ser el libro con el que empieza toda la autoficción que haya podido venir después. Y entre reflexiones lúcidas y miradas en un espejo cruel disfruté mucho de él. Tanto que sigue en mi mesita, como algo que leer de vez en cuando, más en busca de consuelos que de consejos, como contaba Philip K. Dick que hacía con el I Ching. Pero creo que es un libro tan distinto que no tiene sentido tratar de colarlo en una lista de lecturas del año, entre novelas, cuentos y ensayos.


Por no romper del todo la continuidad con otros años, he ido decidiendo, según escribía estas líneas y aclaraba mis propias ideas y jerarquías, dar un listado del 1 al 10, tentativo, lleno de dudas, pero que trate de resumir lo resumido.
1. GB84, de David Peace

2. Las palmeras salvajes, de William Faulkner

3. Cuentos escogidos, de Joy Williams

4. Historia alternativa del siglo XX, de John Higgs

5. Cara de pan, de Sara Mesa

6. No, mamá, no, de Verity Bargate

7. Cronometrados, de Simon Garfield

8. Cuentos escogidos, de Shirly Jackson / Estabulario, de Sergi Puertas

9. Fun Home, de Alison Bechdel

10. Némesis, de Philip Roth


Todos los títulos que he incluido en esta entrada son, en cualquier caso, grandes libros, que me han hecho disfrutar y sentir algo distinto. Espero que algún lector decida apuntarlos y darles una oportunidad, lo agradecerá.

Felices lecturas

Seguiremos leyendo en 2019

Sr. E

miércoles, 19 de diciembre de 2018

Cara de pan, de Sara Mesa


Cara de pan, de Sara Mesa (Anagrama)
 
Mi relación con los libros de Sara Mesa es la de aquel que fue fan desde el momento en el que no la conocía nadie. O prácticamente nadie, claro. Siempre hay alguien que conoce a alguien a una autora, alguien que nos habla de ella. En este caso yo conocí el nombre de Sara Mesa a través de una entrevista y reseña que le hicieron en el extinto blog El síndrome Chéjov, que durante algunos años dio vida y eco en internet al mundo del relato en español (sobre todo español pero no solo). Miguel Ángel Muñoz, autor almeriense detrás de aquella página, buen cuentista él mismo y conocedor en aquellos años de cualquier cosa que se moviera en el universo del relato, encontró un libro inencontrable, No es fácil ser verde, lo leyó y lo compartió con todos. Entre esos todos (que debíamos ser en España en aquel momento y debemos seguir siendo a día de hoy unos 500) estaba yo, y busqué (infructuosamente) ese libro, por librerías, por la caseta de la editorial (Everest) en la Feria del Libro de Madrid, y resignado a que nunca podría comprarlo, acabé enterándome de que estaba en una biblioteca pública madrileña, y hasta allí me fui un día, como quien sale de excursión al campo a recoger setas (que es una afición que nunca he entendido pero que a mucha gente ocupa durante el otoño, y es posible que muchos de esos recogedores de setas no entiendan que alguien se cruce a la otra punta de Madrid para ir a una biblioteca a buscar un libro sobre el que ha leído en un blog dedicado al relato breve) y volví con el libro. Lo leí en éxtasis. Con los años se me va haciendo más difícil repetir ciertos éxtasis lectores, todo se ha vuelto más racional, supongo que también he escrito mucho más y eso modifica definitivamente la manera de leer. No es fácil ser verde era un libro soñador, desatado, imaginativo, juguetón, redondo, me atrevería a decir.

Desde la distancia, y casi diría que desde el cariño de fan de algo muy pequeñito, seguí la publicación de El trepanador de cerebros y Un incendio invisible. Los dos libros nunca se acercaron por las bibliotecas que frecuentaba, ni aparecieron por las mesas de novedades de las librerías que visitaba. Es triste, pero es la realidad de miles de libros al año. Entre esos miles, por supuesto, los habrá malos, pero da pena pensar en todos los que serán buenos y nadie se enterará. Quizá hoy en día, con amazon en nuestras rutinas, los hubiera conseguido, pero no entonces. En 2012 volví a oír hablar de Sara Mesa porque quedó finalista del Premio Herralde con Cuatro por cuatro, una historia colegial con internado clasista y crueldad de fondo (en realidad en primer plano).
Sobre esta novela ya escribí

Cicatriz, su siguiente novela, tuvo aún más éxito, obtuvo esa clase de reconocimientos como novela española del año en los suplementos culturales (un éxito al que parece que se sumará este año Cara de pan). A mí personalmente me pareció un paso en falso, al menos una historia menos acertada, desviada en algunos aspectos de su escritura fina y sensible. Mala letra, una colección de relatos de 2016, me parece que dibujaba perfectamente el camino que Sara Mesa había recorrido entre 2008, cuando publicó No es fácil ser verde, una colección de relatos, y esta. De un libro de cuentos redondo a otro lleno de aristas, mucho más rugoso pero igualmente conseguido. Un libro de cuentos de primera. En 2008 el libro desbordaba imaginación y fiesta literaria. Mala letra, otro gran libro de cuentos era totalmente distinto: era introspectivo, amargo, estaba plagado de personajes de los márgenes, no quedaba más imaginación que aquella que permite sobrevivir a los marginados. ¿Qué marginados? En muchos de estos cuentos adolescentes, preadolescentes y postadolescentes que habían optado por distanciarse de la tribu, y tenían que convivir con las consecuencias de esa decisión de separarse y hacerse notar. Hay quien se hace fuerte en su individualidad y se construye a partir de ese momento de separación, y hay a quien ese momento y las miradas que conlleva le pesan excesivamente durante todo lo que viene después.

Esos marginados, los distintos, las distintas, que pululan por Mala letra y que estaban con fuerza en Cuatro por cuatro y también (aunque con menos fuerza) en Cicatriz, reaparecen en Cara de pan. Si en Cicatriz (que no es, tal vez, más que un ensayo para esta última novela) teníamos a dos solitarios, hombre y mujer, que se unían por el anonimato de internet y los libros, tenemos aquí a otros dos personajes, femenino y masculino, unidos por el estar fuera. ¿Fuera de qué? Prácticamente de todo. Ella, Casi, es una adolescente de casi catorce años que no quiere seguir yendo al instituto, donde la hacen sentir mal. ¿Sufre acoso, bullying? Me imagino que los protocolos que evalúan ambas palabras en el ámbito escolar y de la orientación no se pondrían en marcha con ella, pero hay un malestar pegajoso en su día a día, y decide romperlo dejando de ir a clase. Se va por las mañanas a un parque en vez de ir a clase, y como buena adolescente sabe que en el futuro eso acabará por desvelarse (pese a las ineficaces medidas que hay interpuesto entre la noticia y sus padres), pero de momento se siente mejor así. En ese parque, en el que se sienta, sin mucho que hacer, se encuentra con Viejo, un cincuentón raro, solitario, que ha estado en algún centro (y si sobre ella flota la palabra bullying sobre él pesa el estigma de la enfermedad mental, aunque no se concrete nada en ningún momento). A él le gustan Nina Simone y los pájaros, y le habla a Casi de ella y de ellos.

Casi decide que su rutina pase, todos los días, por su rato en el parque con el viejo. Un acierto de la novela es que él, en el fondo, no está hablando de Nina Simone ni de pájaros para tratar de explicarle a ella de qué va la vida. Ni ella está tomando grandes lecciones vitales, al menos no de un modo directo. Él habla de lo que le interesa y ella le escucha. Y él es feliz porque tiene quien le escuche y ella porque tiene quien hable para ella. Al menos parcialmente felices. Lo felices que un rato de exilio en el parque permite, entre gusanitos y botellines de agua. La historia avanza con sugerencias, con un estilo sutil y fino que es la marca de Sara Mesa como escritora, un modo de escribir que bebe de Fleur Jaeggy, de Flannery O´Connor, de Carson McCullers, de Scott Fitzgerald cuando despega hacia la luz. Nos hace sentir incómodos, porque el libro surge en un momento en el que se está releyendo Lolita bajo todo tipo de luces y lupas, y esta es una historia muy fácil de malinterpretar desde fuera. Ese es, me parece, el punto central de Cara de pan. ¿Acaso está limpia la mirada de quien mira? ¿Debe condicionar esa mirada nuestra manera de comportarnos?

Lo que hacen Casi y el Viejo es sospechoso, los dos lo saben y por eso lo ocultan. No se dicen: tenemos que ocultarlo pero saben que tienen que ocultarlo. Una persona de cincuenta años, sin trabajo, improductiva para el sistema, que se siente en un parque en el que hay niños ya es sospechosa. ¿El problema lo tiene él o lo tiene la sociedad que lo mira y lo etiqueta y decide que es peligroso? La historia de sus encuentros, sus conversaciones, se van acumulando como momentos de vida, respiros. Pero no nos abandona en ningún momento la sensación de que lo peor está por venir.

Y lo peor llega. En un giro que la acerca a esos llamados Relatos misóginos de Patricia Highsmith, cuando Casi siente que la van a pillar no duda en acusar al Viejo. Se pone el disfraz de víctima porque sabe que la salvará y nos deja descolocados. Traiciona a su amigo con el egoísmo de una niña malcriada. Él, que está acostumbrado a los golpes, recibe otro más. Nuevas visitas de la policía, instrucciones para no acercarse a ella, más miradas acusadoras. Casi retoma más o menos la rutina de una niña de su edad, clases, compañeras, familia, y él se queda, él sí, fuera del mundo. Otra vez.

La novela termina, a modo de epílogo, con una conversación entre ellos en una cafetería. Nada queda claro, salvo que lo que tuvieron, esa complicidad de parque, no puede volver. Las miradas pesan demasiado. El individualismo también. La lucha por la supervivencia social es una dura batalla de la que no todos salen bien. Nos queda, como lectores, la sensación de haber leído una gran novela. Una de esas que nos dejan con un sabor amargo y muchos interrogantes. Una de las que valen la pena.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

jueves, 13 de diciembre de 2018

Biblioteca bizarra, de Eduardo Halfon


Biblioteca bizarra, de Eduardo Halfon (Jeckyll y Jill)

Desde que leí Signor Hoffman, a finales de 2015, Eduardo Halfon se ha quedado marcado en mi memoria y mi agenda de lecturas como un autor importante. Escribí el año pasado sobre algunos libros suyos que fui leyendo en el verano de 2017, y aún no me he animado, por la crudeza que les presupongo, a leer ni Duelo ni Saturno, aunque acabaré entrando en ellos. El que tenía claro que leería en cuanto fuera posible era Biblioteca bizarra, de Eduardo Halfon. Y tras unos meses en los que estaba permanentemente prestado en la biblioteca en la que lo tenía, pude cogerlo. Su portada, esa sí bizarra, extraña, no se explica hasta el último texto y prácticamente la última página del libro, pero nos sitúa perfectamente en el tipo de texto al que estamos entando.

Biblioteca bizarra no es, en principio, más que un libro de aprovechamiento, de reciclaje de materiales, seis textos que Eduardo Halfon había ido publicando entre 2010 y 2015 en distintas revistas e incluso en distintos idiomas (la genealogía de Halfon es complicada y pasa por mil sitios, pero por resumir a lo básico en cuanto a lenguas, nació en Guatemala pero a los 10 años se fue a Estados Unidos, donde estudió hasta graduarse en ingeniería, cuando volvió a Guatemala, con el inglés como lengua de relación habitual y el español como un recuerdo extraño). Esa relación con el lenguaje, según cuenta en uno de los textos, está en el origen de su trayectoria como escritor. Halfon llega a la literatura desde la extrañeza. Es ingeniero, trabaja en la fábrica de su padre, apenas le gusta leer, y decide, un poco paralizado en su vida, ponerse a estudiar Filosofía, pero el plan de estudios del país lo obliga a combinarlo con Letras y es ahí cuando empieza a leer y a escribir y ya no para.

Biblioteca bizarra es una recopilación de seis textos con distintos puntos de partida y distintos puntos de llegada pero unidos por esa lenta órbita alrededor de la escritura y la lectura. Para Halfon, como para la mayoría de los (buenos) escritores, la escritura no es más que la compañera natural de la lectura, una no existiría sin la otra, ni siquiera tendría sentido plantearse su posibilidad. El estilo de Halfon, en este libro, que es un ensayo (o una colección de ensayitos), es el mismo de sus novelas, porque la escritura de Halfon, en lo que la conozco, parece un continuo hipnótico y cadencioso, la sucesión de unos hechos que no parecen especiales, acompañados de parones reflexivos, entre amores y odios.

Hay pocos amores tan duraderos y odios tan arraigados como los literarios. Es más difícil (incluso) dejar de amar a un autor que a una pareja. Les perdonamos sus deslices, sus libros malos, e incluso cuando su deriva nos acaba espantando, nos quedan siempre aquellos libros que nos gustan, a los que podemos volver. Halfon tiene claros sus amores, y sus amores parecen infinitos, pero es que hay realmente casi infinitos libros que amar. Los de Halfon se suben a esa estantería.

En Biblioteca bizarra nos encontramos con apuntes sobre bibliotecas. Hay algo claramente fetichista en conocer las bibliotecas y los lugares de trabajo de los escritores. Aquí, Halfon llega como por casualidad a la biblioteca de algunos escritores, o cuenta una historia que ha oído o leído sobre algunas de ellas. También paseamos por barrios delicados (al menos) de Colombia, siguiendo una figura que buscó el puto de unión entre los libros y la violencia de la marginalidad. Hay reflexiones sobre la paternidad, sobre cómo se transmiten el amor y los prejuicios de padres a hijos y cómo eso tiene que ver, también, con los libros. Todo en este libro tiene que ver, más o menos, con los libros. Hasta la magia, como la que Chéjov alcanzaba a veces. Una de las grandes virtudes de Eduardo Halfon como narrador – escritor – ensayista – pensador – conversador (porque siempre parece que esté hablando con nosotros) es que no busca una moraleja, no subraya la enseñanza en lo que está contando, aunque su tono sea muchas veces casi el de una fábula. Dos ejemplos, Halfon nos cuenta que tiene un ejemplar de un viejo libro recopilatorio de un certamen de provincias, ese en el que Roberto Bolaño fue finalista y Antonio Di Benedetto también, el que dio origen a una amistad epistolar entre ambos y al final a la escritura de un cuento, Sensini, que está entre los mejores de Bolaño. En él está la metáfora de los cazadores de búfalos, y para los que participamos en estos concursos con cierta frecuencia es una especia de Biblia. Halfon nos cuenta que ese librito, con Kafka en la portada (además), le recuerda de vez en cuando dónde está y dónde no la literatura. En Saint – Nazaire, nos cuenta cómo Chéjov escribió algunos de sus mejores cuentos pensando que eran meros entretenimientos, cositas para salir del paso de un encargo que resolvía en unas horas, y otros, que le ocuparon días y semanas de preocupaciones, no acabaron teniendo esa redondez. Lo imprevisible, siempre, de la creación.

Seguiremos leyendo

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Magma y Oso vs. Tiburón


Magma, de Lars Iyer (Pálido Fuego) y Oso vs. Tiburón, de Chris Bachelder (Ed. Automática), sin olvidar del todo La invención de la tradición, de Eric Hobsbawm (Ed. Crítica)


Hay libros a los que llegas sin tener muy claro cómo, ni por qué. ¿Qué puede llevar a alguien a querer, elegir, entre todas las novelas que se le presentan en la estantería de novedades de la biblioteca, un libro titulado Oso vs. Tiburón? ¿Puede un libro tener un título más horrible? ¿Y una portada más estridente? ¿Puede algo ser tan aparentemente horrible que resulte, al final, irresistible? No lo sé. Pero escogí Oso vs. Tiburón, de Chris Bachelder, y lo traje a casa. Empecé a leerlo y pocas horas después quería que no se terminara nunca. ¿Qué tenía a favor un libro así? Sinceramente, lo único que parecía poder jugar a favor de un libro así era su editorial, Automática, de la que leí este verano, de manera también casi casual, una distopía soviética, Moscú 2042, que es otra maravilla.

Pero hay maravillas que no son para todos los públicos. Desde luego que no. Me atrevo a decir que Moscú 2042 (de Vladimir Voivónich) es una maravilla, y lo será, claro, para un porcentaje reducido de lectores (que son, a su vez, como ya sabemos, un porcentaje pequeño y menguante de la población). Oso vs. Tiburón será una maravilla solo apta para aún menos personas. Y no pretendo hacer aquí un ejercicio de elitismo, simplemente de estadística. No creo, de hecho, que haya que ser un lector exquisito para que Oso vs. Tiburón te entusiasme. Quizá sea imposible que lo haga si es realmente un lector exquisito (pienso en los verdaderos degustadores de prosa, en esos que solamente disfrutan con las páginas de Proust, Nabokov o Cartarescu). ¿Es el mismo lector el que disfruta de El hombre sin atributos, de Robert Musil, o un libro así? Supongo que hay lectores capaces de disfrutar de ambos, y otros que se entusiasmarán con uno y no podrán leer el otro. Serán, en ambos casos, lectores ambiciosos y decididamente literarios.

Después de todas estas preguntas y consideraciones que no nos van a llevar a ningún sitio, empiezo por los libros. Oso vs. Tiburón, de Chris Bachelder, es un libro frenético, que se ramifica desde su escritura lacónica y acelerada (acelerada al modo en que está acelerado el ritmo de la telerrealidad respecto al de la realidad). La novela está llena de situaciones absurdas, diálogos estúpidos, expertos en idioteces (verdaderos filósofos capaces de dar un millón de argumentos a favor del oso o a favor del tiburón en un hipotético combate entre ambos), una televisión omnipresente y datos: datos falsos, datos auténticos que sirven para manipular igualmente, datos malinterpretados, datos que nadie entiende pero pasan de boca en boca. Esa sobre exposición a los datos y esa aparente incapacidad para comprender realmente de dónde vienen y a dónde van esos datos que promueven el verdadero terror, me han recordado, de modo inmediato a Don DeLillo, a Ruido de fondo, por ejemplo. Y la capacidad de fascinarse (buscando que como lectores empaticemos con esa fascinación y nos quedemos nosotros mismos fascinados) ante cualquier hecho extraño, o (peor) algo normal que pueda mirarse de un modo distinto y desconcertante, me ha remitido a Rodrigo Fresán. De mi altar de lecturas, Chris Bachelder me ha traído a la cabeza, de modo inmediato, a DeLillo, Fresán y también a David Foster Wallace. Bachelder, con esos nombres al lado, pertenece, sin duda, a lo que podemos llamar posmodernismo narrativo. Oso vs. Tiburón es una novela que intenta parecerse a un programa de televisión, o más que a un programa, a un canal que tenga que rellenar su programación durante 24 horas con marcianadas. Y si la hubieran escrito ahora, en vez de en 2001, esa forma sería la de conversaciones y discusiones sin fin en Twitter o cualquier red social en la que los seres humanos contemporáneos nos enzarzamos en discusiones sobre la verdad, el ángulo adecuado para tratar cualquier tema, vomitamos lecturas sin digerir de filósofos postmarxistas o postestructuralistas que se convierten en una papilla llena de palabrería, o simplemente nos arrojamos piedras unos a otros.

La gente apoya al oso porque se parece a nosotros. Tiene orejas y brazos y ojos. Los que apoyan al oso son sencillamente etnocéntricos, porque los osos son como los humanos. Los dos somos vertebrados.

Buscando la tesis profunda del libro, supongo que es algo así como que los pueblos necesitan entretenimientos que por un lado los cohesionen y por otro los mantengan alejados de los problemas reales, no vaya a darles por protestar. Por rara que parezca la relación, he encontrado en Oso vs. Tiburón rasgos del ensayo La invención de la tradición, de Eric Hobsbawm y otros autores, un libro que he leído varias veces y que me fascina por cómo muestra los mecanismos que convierten una falsedad en algo de toda la vida, y cómo ese algo de toda la vida, investido de tradición, parece ser aceptado solo por eso. El libro de Hobsbawm explica cómo en algún momento de la historia se fueron inventando todas las tradiciones, y lo hace centrándose en los mitos del nacionalismo galés o escocés o de la monarquía británica, pero pueden extenderse a cualquier folclore admitido como propio, empezando por el español. Hay un momento en Oso vs. Tiburón en el que la novela se desnuda, y desnuda cualquier mito:

Los expertos no encuentran pruebas que demuestren la idea tan conocida que dice que Darwin le dijo una vez a Huxley: Si el indolente e inútil oso fuera capaz siquiera de arañar al terrible tiburón, me como mi sombrero. En esencia, la historia parece inventada.
¿Y dónde nos deja esto, Tom?
Bueno, los tipos que estudian la cuestión están esencialmente de acuerdo en que el problema Oso vs. Tiburón, tal y como se plantea por lo general en la actualidad, es decir: ¿Quién ganaría en una pelea entre un oso y un tiburón?; no proviene ni de la Antigüedad ni del medievo, ni siquiera de la época victoriana, sino que de hecho se remonta, en esencia, a no más de ocho o diez años.


Curtis dice: La cuestión es que es difícil saber qué creer.
Matthew dice: No, la cuestión es que hay un montón de cosas que creer.
El señor Norman dice: ¿La cuestión no es que no deberías creerte nada?
La camarera dice: ¿No son todos esos el mismo argumento?
El periodista del Televisor dice: Devolvemos la conexión, Derek.

Por su estilo dialógico, acelerado, televisivo, vacío y centrifugado, su lectura se ha mezclado en mi mente con otro libro que vino en esa misma visita a la biblioteca. Ese libro es Magma, de Lars Iyer, publicado por otra editorial que hila fino, Pálido fuego, referencia en España en la traducción de nuevos autores posmodernos y que ha ayudado a completar las ediciones de David Foster Wallace en nuestro país. Magma narra la historia de un alter ego de Lars Iyer, llamado Lars, y su mejor (y único) amigo, W. Los dos hablan sin parar, en una cháchara vacía, dotada de una trascendencia intelectual y una impostura que hace pensar a ratos en el propio Foster Wallace y en otros momentos en la obra Esperando a Godot, de Samuel Beckett. Estos Vladimir y Estragón con título superior hablan de lo divino y lo humano, tratan con reverencia a todos esos autores que deberían ser sus referentes pero a los que son conscientes que ni siquiera comprenden bien, de Kafka (estrella polar de esta navegación por los libros y el absurdo) al cineasta húngaro Béla Tarr.

¿Cuándo lo supiste?, dice W. con gran insistencia. ¿Cuándo supiste que no ibas a llegar a nada? ¿Lo supiste? Pues a veces sospecha que nunca lo he sabido.


¿Tendría el Mesías estúpido seguidores estúpidos?, se pregunta W. ¿Seguidores tan estúpidos que no sabrían a quién estarían siguiendo, ni qué significa seguir. Un misterio tras otro.


W. se pregunta si nosotros también hemos descubierto el infinito a nuestro modo. Nuestra incesante charla. Nuestra incesante sensación de fracaso total.


¿Es él el Mesías? ¿Lo soy yo? El Mesías nunca llevaría una camisa como esa, dice W. Nunca llevaría los pantalones ondeando por los tobillos. El Mesías no se compraría la ropa en Primark, dice W., eso lo tiene claro.


Tienes que reconocer que no eres Kafka, dice W., eso es lo primero.


Naturalmente, W. nunca se confunde a sí mismo con Kafka, como yo hago. Él nunca ha pensado en sí mismo sino como en un Max Brod. Pero la cuestión es que los otros son siempre Kafka, de ahí que nunca debas escribir sobre ellos ni agarrarte a sus conversaciones, no digamos ya inventarlas. Sí, el otro es siempre Kafka, dice W., incluso yo. Él lo reconoce, ¿por qué yo no?


¿De qué pensábamos que éramos capaces? ¿De dónde venía esa esperanza feroz? La nuestra es una clase de idiotez bastante pura, admitimos. Somos idiotas, reconocemos, idiotas que no comprenden del todo la profundidad de su idiotez. Somos los místicos de la idiotez, admitimos, idiotas místicos, perdidos en nuestra nube de ignorancia.

Seguiremos leyendo, y dejándonos sorprender.

Felices lecturas

Sr. E