lunes, 30 de enero de 2017

Cómo dejar de escribir, de Esther García Llovet

Cómo dejar de escribir, de Esther García Llovet (Ed. Anagrama)


 Leí hace algunos años Submáquina, de Esther García Llovet, y solo recuerdo algunos detalles de la novela (lo protagonizaba una policía lectora, o una policía escritora, y retrataba el mundo con una mirada irónica y crítica). Recuerdo que me gustó y que desde entonces el nombre de Esther García Llovet estaba en mi lista de autores a los que seguir, y he leído que la autora afirma que aquella novela tuvo como 500 lectores, así que en cierto modo Esther García Llovet y yo somos familia, y por ese parentesco literario me alegré mucho cuando vi su nombre como finalista del último Premio Herralde de Novela. La novela no ha sido la finalista institucional del premio sino una de las novelas que llegaron a la última selección del jurado y que este recomendó que se publicara junto a la ganadora y la finalista. No recuerdo qué novelas ganaron este año ni tengo especial interés en leerlas ahora mismo, pero creo que conseguir ese reconocimiento fuera de lo establecido por las bases tiene un mérito especial. Algo habrá visto el jurado. Algo que no debe ser premiado. Hay que leerlo, urgentemente.

De Submáquina recuerdo que el ritmo era cinematográfico (dicho esto como sinónimo de que muchas acciones quedaban más esbozadas que desarrolladas, como en un guión) y que la manera de expresarse y moverse por el mundo de su protagonista me recordaba la escritura de Roberto Bolaño, siempre entre lo policial y lo metaliterario. Curioseando ahora sobre la autora veo que estudió cine y que en un artículo en una revista cultural de hace unos años le echaba la culpa de haberse puesto a escribir a Roberto Bolaño, en concreto a Nocturno de Chile. La sombra de Bolaño es alargada y sigue sobrevolándonos a muchos de los que hemos llegado a la escritura en el siglo XXI.
  
Cómo dejar de escribir es una novela que sigue los pasos del gran Ronaldo, el último tótem de la literatura latinoamericana, el autor mítico, chileno para más detalle, que recuerda por su procedencia y por esa mitomanía que parece despertar, a Roberto Bolaño. Aunque en realidad sigue los pasos de su hijo, un escritor que no escribe. Esa es una de las claves de la novela, la figura de los que no escriben y rodean al mundillo literario. Ese negativo de la fotografía. Todo el mundo que habla sobre el gran Ronaldo parece que estuvo con él en algún momento clave. Todo el mundo lo vio en cierto momento, lugar y circunstancia y quiere contarlo mientras se toma una copa. Parece que lo de menos fue lo que escribió, porque él mismo, convertido en personaje, fue su obra. Su gran obra. Casi como en la vida de Bolaño, con la salvedad de que tras la figura y el mito un tanto disparatado del chileno hay una obra de peso.

El narrador de la novela, apático y distante, es el hijo del gran Ronaldo. Un personaje sin amigos, aparte de un ex – convicto y un vagabundo, y al que parece que todo le da bastante igual. Va a alguna fiesta en la que no paran de decirle que dónde se ha metido, que parece que vive encerrado. Y es que vive casi encerrado en la vieja casa de su padre. Investigando sobre el gran Ronaldo, sin descubrir nada demasiado sustancioso, y buscando su novela inédita, la búsqueda sobre la que precariamente se sustenta la trama. Y la trama se sustenta con precariedad sencillamente porque es lo de menos, es un falso esqueleto que usar como percha para escribir.

La escritura del libro se eleva constantemente, y va iluminando rincones de Madrid con ojos de turista, y va, sobre todo, iluminando rincones del alma humana. Esos rincones del alma que los turistas no suelen visitar. El gran mérito de Cómo dejar de escribir es que parece escrita con ligereza, se lee con ligereza, trata esencialmente de nada, pero cuando acabamos de leerla, sentimos que esa aparente nada era la misma nada de la que está hecha la vida, así que era un libro que trataba de la vida. De la del gran Ronaldo y de la de su hijo y de sus extraños amigos y por supuesto, de la nuestra.

Y así, como pretendía seguramente desde una intención inicial maquiavélica de su autora, Cómo dejar de escribir se convierte en el libro de autoayuda envenenado perfecto, pues como pasa con los textos de Bolaño, tanto con sus novelas como con sus relatos, es una narración perfectamente hilvanada que invita a la relectura y lanzará a escribir a quien acabe el libro. Suerte a los imprudentes en el empeño.

Seguiremos leyendo y escribiendo.

Felices lecturas


Sr. E

martes, 24 de enero de 2017

Manual para mujeres de la limpieza, de Lucia Berlin

Manual para mujeres de la limpieza, de Lucia Berlin (Ed. Alfaguara)

Desconfío de los nuevos Raymond Carver, los nuevos Bukowskis, los escritores a los que nunca leyó nadie en vida pero a quienes descubren y redescubren después de su muerte, los autores de relato americano que llegan a España con avisos de sus editores informándonos de que son la última joya oculta de la narrativa americana. Desconfío también de los libros del año de Babelia y de las solapas en las que se destaca el número de hijos de la autora, si bebía demasiado o qué trabajos alimenticios tuvo que ejercer. Desconfío de los libros con una frase en la portada como: “En la profunda noche oscura del alma, las licorerías y los bares están cerrados”, una frase que me recuerda a aquella famosa cita de Charles Bukowski, aquella de: “Dios es un local vacío donde no hay filetes”. Me imagino que no soy el único lector al que se la ha recordado.

Todo esto para empezar la reseña diciendo que desconfiaba profundamente del libro, de este Manual para mujeres de la limpieza, de Lucia Berlin. Y la sigo alegrándome por no haberme dejado vencer por mis prejuicios. Esta colección de relatos, auténticos pedazos de vida, es un libro fantástico. Como tanto se ha destacado, cada historia parece salida de las entrañas de su autora, Lucia Berlin, pero no creo que haya que mirar si realmente salieron de su vida, porque como bien deberíamos saber ya, lo más importante es que esas historias suenen reales, se lean como un pedazo de historia personal, no que le hayan pasado, o no, a su autora.

Manual para mujeres de la limpieza se sitúa en esa línea de autores americanos que descienden de Chéjov después de pasar por una licorería a por una botella de whisky. Lucia Berlin recuerda a Carver y a Wolff. Sus protagonistas son infelices que no saben qué han hecho mal para estar donde están y que se esfuerzan por sobrevivir. Hay mucha clase obrera, gente que está siempre en la precariedad o al borde de la misma. Hay estados fronterizos con México, y parecen a veces casi estados del alma más que territorios. La prosa de Berlin, siendo cortante y fibrosa, no lo es tanto como la de Carver. Y esto lo digo como una virtud. Me parece que su escritura eleva a veces el vuelo y busca imágenes potentes, algunas metáforas que queden en la cabeza de quien las lee. No todo es laconismo, y eso, la emparenta, dentro de mis lecturas americanas, con Lorrie Moore, que se mete en las vidas difíciles de sus compatriotas sin olvidarse nunca de tratar de hacer poesía con ella. También veo esa mirada melancólica de quien perdió los sueños al terminar la adolescencia, si no incluso antes, que recuerdo de los relatos de Carson McCullers, aunque hace años que los leí.

Los relatos reunidos en Manual para mujeres de la limpieza son auténticos, es cierto, pero no lo fían todo a eso tan difícil de concretar que es la autenticidad, y que no siempre tiene por qué ser una virtud. Los relatos de Manual para mujeres de la limpieza son también cuentos que demuestran un muy buen dominio de la técnica, y un cierto estudio de las estructuras y las construcciones antes de abordarlos. Y es que, no olvidemos que por mucho que la editorial haya destacado tanto que Lucia Berlin se casó a los 17 años y fue madre de 4 niños y trabajó limpiando casas (y no quiero meterme en el clasismo que desprende una afirmación así por parte de los editores, pero creo que clama al cielo), también fue profesora de Letras y de Escritura Creativa en algunas universidades.

Uno de los relatos que más me ha gustado es precisamente un juego metaliterario, un ejercicio teórico – práctico de construcción de un relato, titulado Punto de vista. Hay muchos hospitales, muchas desintoxicaciones y muchas enfermedades. Hay internos y hay personal sanitario. Hay drogas y hay bebida. Hay relatos en los que todo eso aparece como elemento central, como en Mi jockey, Su primera desintoxicación o Apuntes de la sala de urgencias, 1977 o Paso.

Hay viajes a México, y frontera. Hay hasta una estudiante universitaria chilena en la universidad de Nuevo México, en el relato Querida Conchi, que como su  título sugiere, toma forma de relato epistolar. Hay mucha rebeldía adolescente, en general explosiva y poco productiva, que Berlin retrata magníficamente, en relatos como Doctor H. A. Moyniham, Buenos y malos o Gamberro adolescente. La autora es muy hábil convirtiendo en material narrativo interesante sus rutinas, algo que hace en Volver al hogar o en Lavandería Ángel, el relato que abre la colección.

De esa rutina también se alimentan dos relatos que hablan directamente de las mujeres de la limpieza, utilizando a una como voz narrativa y como personaje principal. Esos relatos son Luto y el que da título al libro, Manual de mujeres para la limpieza, que toma una original estructura de consejos que una descreída veterana le da a las que se incorporen al servicio doméstico. Tal vez sean dos de mis relatos preferidos de todo el libro, junto con Triste idiota, una melancólica celebración de un cumpleaños más, del paso de la vida.

Todos los relatos del libro tienen un punto de lúcida melancolía y una prosa fluida, bien trabajada. El ritmo es ágil y hay metáforas muy buenas. Hay historias que quieres releer y otras que piensas mejor antes de pasar a la siguiente. Deja un regusto triste pero también abre los ojos de quien lo lee a vidas que a veces quedan fuera de los focos narrativos. No obstante, creo que los editores y periodistas deberían evitar recomendar el libro basándose en que su autora fuera mujer, en su clase social o en los trabajos alimenticios que desarrolló, porque todos esos énfasis suenan condescendientes, y este es un libro duro que sabe defenderse perfectamente solo, gracias a que está lleno de literatura.

Seguiremos leyendo y comentándolo

Felices lecturas

Sr. E



lunes, 16 de enero de 2017

Rey de Picas: Una novela de suspense, de Joyce Carol Oates

Rey de Picas: una novela de suspense, de Joyce Carol Oates

 Leí hace menos de un mes otra novela de Carol Oates, Carthage. Rey de Picas confirma que es una escritora con un magnífico pulso narrativo, interesante, buena constructora de historias, y siempre un poco oscura. Cualquier comentario sobre Rey de Picas debe incluir en algún momento el término novela menor. Y ciertamente lo es. No por el resultado, que ahora entraremos en ello, sino por la ambición. Es una novela que funciona perfectamente como lo que pretende ser. Es un divertimento, una novela entretenida muy solvente, que es lo que pretende ser. Aún así, la vi entre las diez mejores novelas extranjeras del año para El Cultural. Carol Oates es una novelista importante, que se lanza casi anualmente a escribir una novela llena de rincones oscuros, compleja, enigmática, de 600 páginas o más. 

Comparada con eso, Rey de Picas está en la categoría de obras menores. Es un pequeño homenaje al oficio de escritor. Es una novela negra, bastante negra, que funciona perfectamente. Es un homenaje al terror gótico clásico, al de casas extrañas y comportamientos perturbados, al de maléficos gatos negros, y es, seguramente, un libro que Joyce Carol Oates se divirtió mucho escribiendo. Es una novela que engancha y que se lee de un tirón. Ya dije con Carthage, y me repito y reafirmo, que quizá hablar de esta autora para el Premio Nobel sea exagerado, pero no cabe duda de que juega en la élite. Por ponerla en unos términos futbolísticos que ciertamente no domino, Carol Oates no ganaría nunca ese famoso premio que se llama Balón de Oro, pero jugaría de titular y sería muy importante en un equipo como el Real Madrid o el Barcelona.

Rey de Picas es el seudónimo con el que Andrew J. Rush, el Stephen King de los caballeros, firma sus novelas más crudas y salvajes. Y no es uno de esos seudónimos que algunos autores como el mismo King o la propia Oates han escrito algunos libros, seudónimos que todo el mundo conoce e identifica. No es un John Banville jugando a escribir novela negra y no firmando con su nombre. Es un seudónimo que nadie reconoce. Andrew J. Rush es un escritor con 28 novelas de misterio a sus espaldas. Tiene un éxito razonable, sin ser un Stephen King. Es un escritor concienzudo, que planifica sus libros perfectamente y los escribe con un ritmo espartano. Le molesta un poco, quizá, que nunca lo hayan considerado un escritor serio. Este juego remite continuamente a la figura de Stephen King, un escritor que ha mostrado su admiración por Joyce Carol Oates en ocasiones, y al que en cierto modo ella homenajea aquí. La contracubierta del libro habla de un homenaje a la novela gótica de Poe, y quizá lo hay, pero siempre por persona interpuesta. Es un libro que homenajea a Poe porque homenajea, a mi entender, a los escritores de terror actuales, especialmente a Stephen King. También es cierto que hay un gato negro que juega un cierto papel en el descenso a la locura de Andrew J. Rush, y eso, claro, a un reseñista de contracubiertas le ha dejado abierta la puerta de relacionarlo con Poe.

La novela es toda ella un juego de espejos, y quizá por eso es mejor encuadrarla en el apartado de novelas menores, de obras menos ambiciosas, de novelas que son juegos para aficionados al género, que reconocerán trucos, clichés e imágenes ya utilizados. Para mí, particularmente, la novela homenaje más a Misery, de Stephen King, que a Poe.
Las novelas de Rey de Picas son unas novelas editadas de manera casi secreta, sin ninguna publicidad, en una editorial pequeña, y están alejadas de la narrativa para caballeros que ha hecho famoso a Andrew J. Rush, caracterizada, además de por su pulcritud narrativa, porque los malos siempre pierden. Las novelas de Rey de Picas son más sangrientas, más crueles, más vengativas. La hija de Andrew J. Rush, que estudia Literatura Comparada en la Universidad, encuentra una de ellas y la lee y se escandaliza. Entre otras cosas se escandaliza porque encuentra allí un oscuro momento del pasado de su familia. Y cuando lee otra, encuentra otro suceso del pasado familiar. Hay un interesante juego en la novela entre la esposa y la hija de Andrew J. Rush, ambas licenciadas universitarias en Literatura, y él, el novelista, que siente que ninguna de las dos aprecia sinceramente lo que él escribe, aunque claro, viven cómodamente gracias a sus beneficios.

Rey de Picas, y eso es un hecho que no hará más que ir ganando peso en la historia según avance, es más que un seudónimo de un escritor. Es prácticamente el Mr. Hyde de ese Dr. Jeckyll que es Andrew J. Rush, la voz interior que le susurra que todos están en mayor o menor medida en su contra y que en algún momento debe tomar medidas para asegurarse el éxito.

Después de presentarnos una vida apacible, quizá un tanto mediocre, quizá alejada de la ambición con la que empezó su carrera, a Andrew J. Rush le aparece una acosadora que lo acusa de haber entrado en su casa y plagiado sus novelas, las oficiales. El juicio se desestima rápidamente y Andrew J. Rush ve a la acusadora, una mujer de buena familia que parece fuera de sus cabales. Por un lado le da pena, y por otro le hace sentir cierto orgullo ser el objeto de la obsesión de una desequilibrada, y más cuando se entera de que ya había acusado a otros autores, como por ejemplo, otra vez, King. Andrew J. Rush, empujado por las frases que Rey de Picas va poniendo en su cabeza, va un poco más allá, y va a su casa mientras la mujer está internada en un psiquiátrico. Allí encuentra algunos de sus manuscritos, incluido uno que recuerda a El Resplandor, y que está fechado en 1974, antes de la famosa novela. Y lo que más envidia Rush, una buena colección de primeras ediciones y libros firmados por autores clásicos del género de misterio y terror. Roba algunos ejemplares y se los lleva a casa, para incluirlos con los suyos, mucho menos valiosos en todos los casos.

Rey de Picas irá sembrando más confusión y acusando a cada vez más gente de estar en contra de Andrew J. Rush, hasta que este acabe derrotado, superado, prácticamente enloquecido. Eso no es ninguna sorpresa, la verdad, por lo que tampoco estoy destripándole la novela a nadie. No daré detalles sobre qué sucede exactamente, ni sobre quién entra en casa de quién, ni qué peleas y acusaciones se producen, ni cómo acaba todo. 

Es una novela muy entretenida, que engancha desde el principio y que nos recuerda una realidad, la de que cada vez más escritores “serios” están reconociendo abiertamente las influencias y las formas de lo popular y más comercial en sus obras, jugando con sus reglas y homenajeándolas, no sé si con un mero afán comercial o con la intención de demostrar que al final, dentro de los marcos que se elijan, siempre se pueden hacer libros buenos y malos, y que normalmente los escritores buenos siempre escribirán buenos libros.

Seguiremos leyendo y dejándonos embaucar.

Felices lecturas


Sr. E

domingo, 8 de enero de 2017

Gótico carpintero vs. La escoba del sistema

Gótico carpintero, de William Gaddis (Sexto Piso) vs. La escoba del sistema, de David Foster Wallace (Pálido Fuego)

He cruzado de 2016 a 2017 a lomos de estas dos novelas, que comencé a leer en los últimos días del año pasado y he terminado en los primeros del actual. Es la primera novela que leo de Gaddis y una de las pocas obras de Foster Wallace que me restaban (ya sólo me queda La broma infinita). Empecé con esta obra de Gaddis porque sus grandes novelas me intimidaban un poco, por su tamaño y ambición.

William Gaddis publicó su tercera novela, Gótico carpintero, en 1985. Gaddis fue, como quizá deberían serlo todos, un escritor sin prisa por publicar. Alguien que no tuvo problema en dejar pasar 20 años entre su primera y su segunda novela, y 10 más entre la segunda y la tercera.

Gótico carpintero toma su título de un estilo arquitectónico americano, nacido al amparo del neogótico, en el que lo importante era el envoltorio. Los arquitectos diseñaban bonitas casas de madera que resultaban atractivas desde fuera, y luego, en un ejercicio de habilidad, trataban de encajar en su interior los pilares, tabiques y muebles. Ese es un dato que se da cuando se ha pasado la mitad de la novela, como de pasada. El casero de la pareja protagonista lo dice como si no importara. Esa pareja protagonista es, claro, una pareja mal avenida: ella hija de una fortuna de la que la herencia de su padre la ha dejado fuera, él un veterano de la guerra amargado porque no tiene dinero, uno de esos tipos que siempre tiene un gran plan para forrarse al que sólo el egoísmo y estrechez de miras de los demás impiden prosperar. Ese marido busca que el Estado lo indemnice por las consecuencias de su paso por la guerra, y la novela es una sucesión de visitas a médicos, facturas sin pagar y vasos de whisky. Ella tiene un hermano gorrón y amigos que gustan más o menos a su marido en función de las oportunidades que le presentan de sacarles dinero.

El casero es otro personaje a no olvidar, una especie de genio desaparecido, alguien que iba a ser escritor y ahora es un no – escritor, un lector perfecto que se gana la vida escribiendo textos para manuales escolares de geología, porque también es geólogo, y parece que sobre todo dedica su tiempo a fumar y a la divagación.

Todos hablan y hablan sin escucharse. Los diálogos de la novela de Gaddis están mal puntuados y tratan de reproducir el habla de personas que hace años que no escuchan y sólo hablan y hablan tratando de atropellar el discurso de los demás. La novela de Gaddis se relaciona directamente con la de Foster Wallace, su ópera prima, en ese punto, en el de los diálogos inverosímiles, largos, recargados, artificiales pero adictivos, que también son marca de la casa de Don DeLillo. Tengo apuntada una cita de la novela Ruido de fondo, de DeLillo, también de 1985, que dice que: “La familia es la principal fuente de desinformación”, porque a veces todos hablan y hablan y nadie escucha al otro.

Algo estaba gestándose en 1985. Algo vieron en el aire, algo notaron DeLillo, Foster Wallace y Gaddis, que los llevó a escribir tres novelas en las que los personajes hablan y hablan. Creo que hay una crítica muy importante a la nueva sociedad que se estaba construyendo, y eso que los tiempos de whatsapp y twitter y demás redes sociales donde expresar el más mínimo de los pensamientos, y a veces pensamiento ya es un nombre excesivo, quedaba lejos. Creo que Gaddis, más que en el hecho de que uno de sus personajes sea un escritor, entra en la metanarrativa a través de esa reflexión, ese tono de cháchara sin sentido, quizá un ataque al ansia de publicar de los autores. Publicar como forma de evitar el olvido. Hablar mucho para tener más razón. Y también hace una apuesta metanarrativa en la elección del gótico carpintero, ese envoltorio sin sentido, que representa, sin duda, esa prosa experimental que no es más que forma. Y es muy significativo que autores tan buenos en la forma como DeLillo, Gaddis y Foster Wallace siempre hayan criticado la forma sin fondo.


Aunque La escoba del sistema no se publicó hasta 1987, Foster Wallace la escribió en 1985 como proyecto final de carrera y obtuvo con ella la nota máxima y la recomendación de muchos de sus profesores de que la enviara a algunos editores que podrían estar interesados. La edición de Pálido Fuego comienza, de hecho, con una carta de Foster Wallace a quien fue su primer editor, ofreciéndole uno de los capítulos de la novela para su lectura. Esta edición de la editorial Pálido Fuego ha sido la primera traducción de La escoba del sistema, y en ese sentido tiene un gran mérito, pues completa las obras de Foster Wallace, normalmente editadas en Mondadori. La edición tiene quizá más erratas de las deseables, pero espero que eso se corrija en reimpresiones.
David Foster Wallace es uno de esos escritores obsesivos, como casi todos los que acaban construyendo una obra perdurable. Sus temas han sido siempre unos pocos, y uno de ellos es la incomunicación y la presión social que los otros ejercen desde fuera, cómo lo que los demás piensan de uno lo dibujan y cómo el observador modifica a lo observado, sea una persona o sea toda la sociedad. La escoba del sistema vale como borrador de la obra completa de Foster Wallace, y ya nos mete en un ambiente de jóvenes desnortados llenos de palabrería vacía y hueca. La prosa de Foster Wallace ya es rítmica y presume de sintaxis musculosa y elástica. Su acercamiento a la juventud de la que forma parte y de la que se ríe sin dejar de verse reflejado en ella ya está ahí. Los tiempos de Foster Wallace ya son líquidos y la única herramienta de disección de la que dispone es la ironía feroz. El trabajo, el amor, la amistad, la literatura, ya no son para siempre.

La trama se sustenta sobre una familia en la que nadie se comunica, y para que quede claro, el patriarca es un altísimo ejecutivo al que es casi imposible acceder por teléfono. Siempre está fuera, siempre está reunido, nunca contesta, ni sus más estrechos colaboradores parecen saber dónde está en cada momento. Están aislados de una manera hasta física, como los habitantes de la ciudad universitaria en la que se produce el escape nuclear en Ruido de fondo, de DeLillo.

La palabra envenena y hasta mata y la gente se empeña en hablar e incluso en escribir, y en la editorial en la que trabaja la protagonista, lo saben de sobra. Algunos de los capítulos, en general independientes, en general escenas que no sustentan una trama clásica, son parafraseos que el editor hace de las historias que recibe. Por situar una trama central en La escoba del sistema, la abuela de la protagonista ha huido de su residencia de ancianos, a su vez propiedad de la familia, de ese padre omnipotente y ausente, llevándose con ella a unos veinte residentes y a varios trabajadores. Parece que los ha convencido con su palabrería y parece que tratan de ocultarse los hechos.

En las historias de Foster Wallace, como en las de DeLillo, hay muchas historias que se quieren tapar. Lo demás, la televisión, las novelas que leemos, son un gran mcguffin. Son las historias que suceden por debajo de la superficie las que dibujan realmente el momento en el que vivimos. Un momento al que Foster Wallace, Gaddis y DeLillo parecen buscarle su origen, con cierta capacidad profética, a mediados de la década de los 80, cuando todos empezamos a no escucharnos y a subir el volumen de nuestra inanidad.

Seguiremos leyendo como forma de escucha.

Felices lecturas


Sr. E