domingo, 20 de marzo de 2022

Queremos tanto a Ray: reseña de Tokio ya no nos quiere

Queremos tanto a Ray: reseña de Tokio ya no nos quiere

Cuando yo era un crío, pero literalmente un crío, había un escritor que salía en la tele (quizá no mucho, quizá no continuamente, quizá no con la frecuencia con la que uno puede ver a Francisco Marhuenda si pone La sexta o con la que se encontraba a Pablo Iglesias Turrión en las tertulias del año 2015, pero sí en la tele) que se llamaba Ray Loriga. Posaba de chulo, aunque lo haya querido negar con los años, y hay que reconocerle que molaba. No se llamaba realmente Ray, aunque los niños aún no sabíamos que se llamaba Jorge. Suponíamos, niños como éramos, que lo de Ray era un homenaje poco disimulado a Raymond Carver. Había escrito un par de libros y parecía que había traído, él solo, la modernidad a la prosa española. La posmodernidad, en realidad. El individualismo, las referencias pop, el realismo sucio. Y claro, como todas las cosas que se puedan decir sobre un tipo, por guay que fuera, trayendo algo a su país, es una exageración. Pero dentro de toda exageración hay algo de verdad, como él mismo escribió en cualquiera de aquellos libros llenos de frases redondas, rotundas, inadaptados, cerveza y música rock.

Cuando yo era un crío, pero literalmente un crío, los libros de Ray Loriga estaban expuestos en la biblioteca pública de mi pueblo y Loriga era un tío que salía en la portada de sus libros, algo que luego dijo que había sido idea de Constantino Bértolo y que no era para tanto, porque a ver si Leonard Cohen o Bob Dylan se habían podido pasar la vida saliendo en las portadas de sus discos y él no iba a poder salir en la de sus libros, con el pelo largo, las manos llenas de anillos y un tercio en la mano.

Cuando se murió Kurt Cobain yo no había cumplido los diez años, pero me enteré, a saber cómo, de qué iba aquella historia. Cuando se murió Kurt Cobain yo no había leído a Ray Loriga pero conocía su nombre y seguía, desde la lejanía, su naciente carrera. Y me disculparéis si la frase se parece demasiado a la de aquella Miss (o algo así) que dijo que no había leído ni una página del famoso Nobel hispano – peruano, pero que hacía años que lo seguía. Loriga se casó, como en los cuentos, con una princesa que cantaba canciones en lo – fi y todo se parecía demasiado a una historia de las que la prensa rosa devora y por eso se fueron a vivir a Nueva York. Locos años noventa en los que la fama era excesiva para un escritor joven y su mujer cantautora.

El caso es que aunque todo eso pudiera llevar a pensar, al lector de 2022 de este blog, que Loriga era un personaje ideal para que nos quisieran engatusar con él, y para revelar, más antes que después, que era mucho más personaje que escritor, el tío era un escritor de verdad, con un mundo propio, un estilo propio, un fraseo y referencias que iban más allá de esos Carver y Bukowski a los que se confesaba adicto y de los que se declaraba, en un texto de Días extraños, quizá el primero de sus libros que leí, deudor. El lector de Loriga se encontraba (aunque por supuesto yo no lo supiera entonces, eso solo lo haya sabido el relector de Loriga) también con un fondo de lectura y escritura por el que habían pasado, casi seguro, J. D. Salinger, William Saroyan, Hubert Selby Jr., Barry Gifford, Hanif Kureishi, Nick Hornby y a su manera Scott Fitzgerald, Nabokov y Martin Amis. Aquel Loriga personaje escondía a un escritor de los de verdad. Algo que tampoco se debe olvidar, y me perdonaréis el desvío, cuando pensemos en el célebre Nobel hispano – peruano, quien por más que ahora ande convertido en personaje de las revistas del corazón, es uno de los más grandes novelistas del siglo XX (probablemente el más perfecto a la hora de estructurar sus novelas al que yo haya leído, tal vez solo igualado por Thomas Mann; y repito, de los que yo he leído).

Llegó el momento de leer a Loriga y el de releerlo, y se fueron quedando sus libros por los estantes, hasta que se convirtieron en esos viejos amigos a los que tienes mucho aprecio pero poco tiempo para ver. Ya doy por sabidos sus libros, he entrado menos (en algunos casos mucho menos) en sus historias de los últimos quince años, su voz contamina la mía con demasiada facilidad cuando estoy escribiendo.

El caso es que hace cosa de una semana saqué de una estantería una edición de Tokio ya no nos quiere  que compré pensando en releerla en algún momento. Era un libro al que no había vuelto nunca, desde la única lectura que hice, hará dieciséis o diecisiete años. Un libro que me parece que ha circulado menos por librerías y bibliotecas que otro, que se ha reeditado en voz baja cuando Loriga cambió de editorial (claro que pueden ser sesgos de espectador). Cogí la edición del Círculo de Lectores que compré por un precio ridículo hace cosa de un año y empecé a leerla y me encontré con una novela magnífica, que recordaba con bastante detalle pero que me iba recordando a cada página lo que había olvidado.

Loriga es seguramente mejor prosista que narrador. No es particularmente hábil a la hora de crear tramas y estructurar sus libros, y sí lo es al escribir con la gracia de un bailarín de rock and roll de los años cincuenta. Hay algo de Elvis y algo de Bowie en la manera en la que sus palabras van formando las frases. Tiene facilidad para la frase redonda, y eso le juega muchas veces en contra, pero tal vez sea en Tokio ya no nos quiere donde menos sucede entre sus libros. Hay una historia que lo articula todo y que como en casi toda su obra es la de alguien solo en un mundo hostil que no lo comprende ni ayuda. Aquí se trata de un comercial (o camello que trabaja para una organización legal y reconocida) que vende una droga que destruye la memoria de quien decide consumirla, precisamente porque este quiere olvidar algo con lo que ya no puede seguir viviendo. La novela es de 1999 y el fin de milenio estaba a la vuelta de la esquina y Loriga aprovecha esa circunstancia para colarnos en un mundo que suena a un futuro lejano, que lleva a pensar en Ballard aunque (habiendo violencia y mal rollo, que los hay) con menos violencia y oscuridad.

La novela parece estar, de hecho, cocinada entre la escritura del primer Loriga y la escritura de un Ballard que se estaba volviendo por entonces adicto a la memoria. Unos mundos, los de la memoria y los peligros de manipularla, que tampoco le quedarían lejanos a Rodrigo Fresán (con quien me imagino que Loriga habrá hablado alguna vez de libros). Y la novela, leída ahora, con tantos años más (a mi espalda) y un mundo tan extraño como el que habitamos, se ha tornado, como los libros de Ballard, otro mito del futuro pasado.

No han parado de venirme a la cabeza, durante la lectura, paralelismos con los cerebros que tenemos destrozados y desmemoriados por el abuso del móvil. He pensado en esa droga (tan triste) que promete a quienes la consumen que potenciará su empatía y podrán regalar abrazos y comunión a su grupo de amigos. He pensado, al leer las memorias a contrarreloj de ese agente que va olvidando, en todas las drogas que nos recetan para llevar mejor el día a día sin dejar de ser productivos.

He pensado en todo eso, pero lo he pensado porque estaba en mí. La novela es de las buenas, de las que sugieren lo que necesitas que sugieran, de las que sintonizan con el mundo, da igual cuándo la leas. Y me ha alegrado reencontrarme con Loriga y redescubrir sus libros. Porque pasan los años, pasamos con ellos, y quedan agarres a los que ir volviendo y en los que ver cómo cambiamos nosotros, cómo cambian ellos y cómo cambia todo, pero queda algo. Hace un par de semanas fui al cine a ver esa versión depresiva (no lo digo como algo malo, solo descriptivo) de Batman, y escuché (el cine comercial es quizá la más obvia de las perversiones del arte, y algunas bandas sonoras valen como prueba) Something in the way, de Nirvana. Y sentí ese cosquilleo del reconocimiento, pero ese cosquilleo que solo se produce cuando el reconocimiento nos conecta con nuestro pasado, pero con algo que sigue sirviendo en nuestro presente. Y pensé en cuánto hacía que no me ponía un disco de Nirvana. Y empecé a tirar del hilo y a recordar que cuando Kurt Cobain se suicidó yo era un niño que aún no había leído ni una línea de Ray Loriga.

Animaos a pasar a por vuestros propios recuerdos por las páginas de Tokio ya no nos quiere. Valdrá la pena.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E