jueves, 14 de febrero de 2019

Oficio, de Serguei Dovlátov


Oficio, de Sergei Dovlátov (Fulgencio Pimentel)

¿Es muy arriesgado decir que a mediados de febrero ya sé que he leído el que probablemente sea el mejor libro de este año para mí? Quizá sea mucho decir, no sé. Pero creo que no me equivoco demasiado afirmándolo. En la vida de todo lector hay x momentos especiales en los que se topa con libros o autores inesperados, esa clase de libros o autores que le hacen caerse de su sillón de lector, normalmente ya desgastado y acomodado por los mismos nombres, los mismos temas y los mismos títulos. Sería muy interesante poder acceder a esos x libros de cada lector y que nos explicara cómo, cuándo y por qué le llegó a las manos ese título y qué sintió. Hablo de esos pocos libros de los que decía Nabokov que se leían con la espina dorsal. Nabokov restringía el uso a esas llamadas obras maestras, y en junio tuve la suerte de escuchar a Cartarescu hablando en la Feria del Libro sobre esas sensaciones de lector, unas señales que recorren la columna y que él no sentía con Nabokov, aunque sí, siempre, con Dostoievski, a quien Nabokov aborrecía (o al menos valoraba escasamente). Más mundano, me imagino, la última vez que recordaba haber notado de verdad ese escalofrío había sido con La novela luminosa de Levrero y Submundo de Don DeLillo, en ciertas páginas de Solenoide de Cartarescu.

Leo muchos libros que me entretienen, otros que me obsesionan durante un tiempo, otros que solamente me acompañan y también leo muchos en los que encuentro, además de la compañía como lector de un buen libro, rastros de una muy buena labor literaria, méritos técnicos indudables, pero que son otra cosa. Ese latigazo que echaba en falta, me ha recorrido hasta cierto punto con Oficio, de Serguéi Dovlatov. No creo que Nabokov (quien falleció en 1977) llegase a leer a Dovlátov (cuya popularidad, si alguna vez ha pasado de los mínimos de la popularidad, empezó a ser tal en la década de los 80).

Tiene usted que confesar sus errores.
¿Qué errores?
Eso no importa. Lo esencial es confesar algún error. Reconocer algo. ¿Es usted un ángel o qué?
No soy ningún ángel.
Pues confiéselo. Todos tenemos algo que confesar.
Pero es que no me siento culpable de nada …
¿Fuma?
Fumo, sí. ¿Por qué?
Con eso basta. Fumar es un hábito nocivo e insensato. ¿Está de acuerdo? Entonces, escriba: “Arrepentido de mi insensatez, solicito que …”. Y luego mencione el libro. Confiese algo, pero en forma nebulosa, enigmática. Escriba al primer secretario, Kebin …
¿Usted también ha tenido que acusarse de algo alguna vez?
Cómo no. Montones de veces. Lo tengo casi por costumbre.
¿Y de qué tipo de cosas se ha acusado?
Pues … De preparar un atentado contra Uborévich. Menos mal que justo por esos días detuvieron a Uborévich. Si no recuerdo mal, por el atentado contra Blújer … Y a Blújer, por el atentado contra Yakir. Y a Yakir …

Me ha llegado ese momento Dovlátov y debo decir que hasta cierto punto me lo esperaba. Me explico: El año pasado leí dos novelas del autor ruso: La extranjera y Retiro. Ambas me gustaron, ambas me parecieron obra de uno de esos autores de los que se podría decir, parafraseando a Levrero, que iba bastante más allá de escribir bien o hacerlo mal, era uno de esos autores que estaba apostando la vida en lo que estaba escribiendo. Lo que he ido viendo de Dovlatov, y lo que este libro confirma (ampliado) es que Dovlatov es un autor y su material narrativo es, esencialmente, la vida de Serguéi Dovlatov, ciudadano soviético, después residente americano, pero esencialmente escritor, y dentro de esta gran familia, de la subespecie de los fracasados.

Estaba desconcertado. Había decidido vender mi alma a Satanás, ¿y a qué condujo todo aquello? A que acabé regalándosela. ¿Puede haber algo más patético?

¿Es entonces un (otro) libro de autoficción? En gran medida, pero tampoco nos dejemos confundir por las etiquetas, ni perdamos de vista que autoficción son algunas de las mejores novelas de Philip Roth o de Bolaño. No se trata de ejercicios de desnudez y exhibicionismo, para nada. La mirada literaria se nota, se ve el embellecimiento (el formal, el que a veces exige que se rebajen las condiciones de la realidad para acercarlas a la parodia) de lo escrito, hay un autor trabajando sobre el material, descartando a veces el camino verosímil por considerar que no es el más adecuado.

En horas perdidas traté de dilucidar un asunto: ¿quién tiene realmente posibilidades de ser publicado?
Pude documentar siete categorías:
1. Autor conocido, burócrata literario eminente, cuyo mismo nombre ya sirve como salvoconducto. (Ciento por ciento de probabilidad).
2. Profesional del aparato de bajo nivel, amigo personal de Sajarnov. (Probabilidad del sesenta por ciento).
3. Funcionario de organismo paralelo, con el que haya que vivir en armonía. (Cincuenta por ciento).
4. Autor desconocido, que milagrosamente haya creado una obra a la vez talentosa y ajustada a las exigencias de la coyuntura. (Cuarenta por ciento).
5. Autor desconocido, que haya creado una obra falta de interés pero ajustada a las exigencias de la coyuntura. (Treinta por ciento).
6. Auto con talento, sin más. (Probabilidad cercana a cero. Caso prácticamente insólito. Objetivo seguro de represalias por parte del Comité Regional).
7. Autor inepto, e indiferente ante las exigencias de la coyuntura, además. (No considero la variante. En ese supuesto, las probabilidades se expresan en cantidades negativas).

Oficio son las memorias de Dovlátov formándose como escritor. Y ¿cómo se forma uno, sea soviético o español, sea Dovlátov o un Cualquiera, como escritor? Esencialmente escribiendo. Y a eso se dedica Dovlátov, a escribir de manera cáustica en su Leningrado, a llegar tarde a todos los círculos, a tener encargos en los periódicos, a recibir palmaditas en la espalda y explicaciones de por qué sería impensable que nunca la burocracia y la censura aprueben uno de sus libros. Dovlátov se va labrando un lugar seguro y casi un prestigio como sombra. Todo el mundo dice de sus relatos que tienen valor pero que no son lo que el sistema quiere promocionar. Dovlatov escribe La zona rememorando su experiencia como vigilante en un campo de castigo, y se le señala repetidamente que llega después de Un día en la vida de Iván Denisovich, de Solzhenitsin, pero sin su humanismo, sino como un libro aún más oscuro, sin ningún atisbo de esperanza y un extraño sentido del humor.

Sus dotes literarias eran del mejor de los tipos. La completa ausencia de valía no suele ser recompensada. El talento pone nerviosa a la gente. El genio infunde espanto. La divisa que mejor cotiza es una discreta aptitud literaria.

Los repetidos intentos y tropiezos de Dovlátov no distan mucho, realmente, de los de cualquier aspirante a escritor. Los mecanismos de censura de la dictadura soviética no distan tampoco tanto de los que el mercado marca hoy en día. Dovlátov no es un enemigo del pueblo, no es un perseguido, simplemente es alguien que escribe bien, en eso coinciden todos los que leen y evalúan sus textos, pero que escribe algo que no interesa a quienes deben publicarlo porque entienden que no va a tener salida (en aquel Leningrado porque irritaría a las autoridades, hoy en día porque no lo querría el lector medio al que se dirige el editor). Las idas y venidas y los encuentros de Dovlátov con otros escritores también son los esperables en un escritor novel y en formación. Su manera de no saber combinar las ansias literarias con la vida diaria tampoco sorprenden a estas alturas. La envidia que siente por quienes sí están triunfando, las normales. Todo es aparantemente lo esperado y todo lo conocemos, pero el contexto en el que lo pone y la mirada de Dovlátov, capaz de mantener un tono irónico durante 400 páginas, con lo difícil que resulta algo así sin cansar al lector ni entrar en una dinámica de gracietas.

América era nuestra idea del paraíso. Porque el paraíso es, al fin y al cabo, lo que no tenemos.

En la segunda parte del libro Dovlátov acaba a finales de los setenta exiliándose en los Estados Unidos, y allí tampoco se encuentra con facilidades. Participa en un periódico para los exiliados rusos, bebe, desespera a su mujer, no se integra, sufre estúpidos accidentes más o menos domésticos, intenta salir lo menos posible de casa, bebe más, escribe, tampoco parece que sus escritos despierten ningún entusiasmo, aunque quizá sí, un poco, encuentra a una traductora que se interesa por su trabajo, vende algunos libros, llega a publicar algún relato en el New Yorker, sigue comunicándose casi siempre con los mismos exiliados rusos, bebe, se da cuenta de que la vida es al final en un gran porcentaje soledad y silencio, incomprensión y nada, pero que debe vivirla. Y la vive. Escribiéndola. Tal vez, decía al principio, sea demasiado decir que este es el mejor libro que leeré en 2019. Ojalá haya muchos más. Pero no lo creo.

A caballo de otros cuatro dobles me vi abordando el asunto de la soledad. Un asunto, como es sabido, inagotable. Otra cosa no, pero soledad hay siempre de sobra. El dinero se acaba. La soledad, nunca …

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

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