Oficio, de
Sergei Dovlátov (Fulgencio Pimentel)
¿Es
muy arriesgado decir que a mediados de febrero ya sé que he leído
el que probablemente sea el mejor libro de este año para mí? Quizá
sea mucho decir, no sé. Pero creo que no me equivoco demasiado
afirmándolo. En la vida de todo lector hay x momentos especiales en
los que se topa con libros o autores inesperados, esa clase de libros
o autores que le hacen caerse de su sillón de lector, normalmente ya
desgastado y acomodado por los mismos nombres, los mismos temas y los
mismos títulos. Sería muy interesante poder acceder a esos x libros
de cada lector y que nos explicara cómo, cuándo y por qué le llegó
a las manos ese título y qué sintió. Hablo de esos pocos libros de
los que decía Nabokov que se leían con la espina dorsal. Nabokov
restringía el uso a esas llamadas obras maestras, y en junio tuve la
suerte de escuchar a Cartarescu hablando en la Feria del Libro sobre
esas sensaciones de lector, unas señales que recorren la columna y
que él no sentía con Nabokov, aunque sí, siempre, con Dostoievski,
a quien Nabokov aborrecía (o al menos valoraba escasamente). Más
mundano, me imagino, la última vez que recordaba haber notado de
verdad ese escalofrío había sido con La novela luminosa de
Levrero y Submundo de Don DeLillo, en ciertas páginas de
Solenoide de Cartarescu.
Leo
muchos libros que me entretienen, otros que me obsesionan durante un
tiempo, otros que solamente me acompañan y también leo muchos en
los que encuentro, además de la compañía como lector de un buen
libro, rastros de una muy buena labor literaria, méritos técnicos
indudables, pero que son otra cosa. Ese latigazo que echaba en falta,
me ha recorrido hasta cierto punto con Oficio, de Serguéi
Dovlatov. No creo que Nabokov (quien falleció en 1977) llegase a
leer a Dovlátov (cuya popularidad, si alguna vez ha pasado de los
mínimos de la popularidad, empezó a ser tal en la década de los
80).
Tiene
usted que confesar sus errores.
¿Qué
errores?
Eso
no importa. Lo esencial es confesar algún error. Reconocer algo. ¿Es
usted un ángel o qué?
No
soy ningún ángel.
Pues
confiéselo. Todos tenemos algo que confesar.
Pero
es que no me siento culpable de nada …
¿Fuma?
Fumo,
sí. ¿Por qué?
Con
eso basta. Fumar es un hábito nocivo e insensato. ¿Está de
acuerdo? Entonces, escriba: “Arrepentido de mi insensatez, solicito
que …”. Y luego mencione el libro. Confiese algo, pero en forma
nebulosa, enigmática. Escriba al primer secretario, Kebin …
¿Usted
también ha tenido que acusarse de algo alguna vez?
Cómo
no. Montones de veces. Lo tengo casi por costumbre.
¿Y
de qué tipo de cosas se ha acusado?
Pues
… De preparar un atentado contra Uborévich. Menos mal que justo
por esos días detuvieron a Uborévich. Si no recuerdo mal, por el
atentado contra Blújer … Y a Blújer, por el atentado contra
Yakir. Y a Yakir …
Me ha
llegado ese momento Dovlátov y debo decir que hasta cierto punto me
lo esperaba. Me explico: El año pasado leí dos novelas del autor
ruso: La extranjera y Retiro. Ambas me gustaron, ambas
me parecieron obra de uno de esos autores de los que se podría
decir, parafraseando a Levrero, que iba bastante más allá de
escribir bien o hacerlo mal, era uno de esos autores que estaba
apostando la vida en lo que estaba escribiendo. Lo que he ido viendo
de Dovlatov, y lo que este libro confirma (ampliado) es que Dovlatov
es un autor y su material narrativo es, esencialmente, la vida de
Serguéi Dovlatov, ciudadano soviético, después residente
americano, pero esencialmente escritor, y dentro de esta gran
familia, de la subespecie de los fracasados.
Estaba
desconcertado. Había decidido vender mi alma a Satanás, ¿y a qué
condujo todo aquello? A que acabé regalándosela. ¿Puede haber algo
más patético?
¿Es
entonces un (otro) libro de autoficción? En gran medida, pero
tampoco nos dejemos confundir por las etiquetas, ni perdamos de vista
que autoficción son algunas de las mejores novelas de Philip Roth o
de Bolaño. No se trata de ejercicios de desnudez y exhibicionismo,
para nada. La mirada literaria se nota, se ve el embellecimiento (el
formal, el que a veces exige que se rebajen las condiciones de la
realidad para acercarlas a la parodia) de lo escrito, hay un autor
trabajando sobre el material, descartando a veces el camino verosímil
por considerar que no es el más adecuado.
En
horas perdidas traté de dilucidar un asunto: ¿quién tiene
realmente posibilidades de ser publicado?
Pude
documentar siete categorías:
1.
Autor conocido, burócrata literario eminente, cuyo mismo nombre ya
sirve como salvoconducto. (Ciento por ciento de probabilidad).
2.
Profesional del aparato de bajo nivel, amigo personal de Sajarnov.
(Probabilidad del sesenta por ciento).
3.
Funcionario de organismo paralelo, con el que haya que vivir en
armonía. (Cincuenta por ciento).
4.
Autor desconocido, que milagrosamente haya creado una obra a la vez
talentosa y ajustada a las exigencias de la coyuntura. (Cuarenta por
ciento).
5.
Autor desconocido, que haya creado una obra falta de interés pero
ajustada a las exigencias de la coyuntura. (Treinta por ciento).
6.
Auto con talento, sin más. (Probabilidad cercana a cero. Caso
prácticamente insólito. Objetivo seguro de represalias por parte
del Comité Regional).
7.
Autor inepto, e indiferente ante las exigencias de la coyuntura,
además. (No considero la variante. En ese supuesto, las
probabilidades se expresan en cantidades negativas).
Oficio
son las memorias de Dovlátov formándose como escritor. Y ¿cómo se
forma uno, sea soviético o español, sea Dovlátov o un Cualquiera,
como escritor? Esencialmente escribiendo. Y a eso se dedica Dovlátov,
a escribir de manera cáustica en su Leningrado, a llegar tarde a
todos los círculos, a tener encargos en los periódicos, a recibir
palmaditas en la espalda y explicaciones de por qué sería
impensable que nunca la burocracia y la censura aprueben uno de sus
libros. Dovlátov se va labrando un lugar seguro y casi un prestigio
como sombra. Todo el mundo dice de sus relatos que tienen valor pero
que no son lo que el sistema quiere promocionar. Dovlatov escribe La
zona rememorando su experiencia como vigilante en un campo de
castigo, y se le señala repetidamente que llega después de Un
día en la vida de Iván Denisovich, de Solzhenitsin, pero sin su
humanismo, sino como un libro aún más oscuro, sin ningún atisbo de
esperanza y un extraño sentido del humor.
Sus
dotes literarias eran del mejor de los tipos. La completa ausencia de
valía no suele ser recompensada. El talento pone nerviosa a la
gente. El genio infunde espanto. La divisa que mejor cotiza es una
discreta aptitud literaria.
Los
repetidos intentos y tropiezos de Dovlátov no distan mucho,
realmente, de los de cualquier aspirante a escritor. Los mecanismos
de censura de la dictadura soviética no distan tampoco tanto de los
que el mercado marca hoy en día. Dovlátov no es un enemigo del
pueblo, no es un perseguido, simplemente es alguien que escribe bien,
en eso coinciden todos los que leen y evalúan sus textos, pero que
escribe algo que no interesa a quienes deben publicarlo porque
entienden que no va a tener salida (en aquel Leningrado porque
irritaría a las autoridades, hoy en día porque no lo querría el
lector medio al que se dirige el editor). Las idas y venidas y los
encuentros de Dovlátov con otros escritores también son los
esperables en un escritor novel y en formación. Su manera de no
saber combinar las ansias literarias con la vida diaria tampoco
sorprenden a estas alturas. La envidia que siente por quienes sí
están triunfando, las normales. Todo es aparantemente lo esperado y
todo lo conocemos, pero el contexto en el que lo pone y la mirada de
Dovlátov, capaz de mantener un tono irónico durante 400 páginas,
con lo difícil que resulta algo así sin cansar al lector ni entrar
en una dinámica de gracietas.
América
era nuestra idea del paraíso. Porque el paraíso es, al fin y al
cabo, lo que no tenemos.
En la
segunda parte del libro Dovlátov acaba a finales de los setenta
exiliándose en los Estados Unidos, y allí tampoco se encuentra con
facilidades. Participa en un periódico para los exiliados rusos,
bebe, desespera a su mujer, no se integra, sufre estúpidos
accidentes más o menos domésticos, intenta salir lo menos posible
de casa, bebe más, escribe, tampoco parece que sus escritos
despierten ningún entusiasmo, aunque quizá sí, un poco, encuentra
a una traductora que se interesa por su trabajo, vende algunos
libros, llega a publicar algún relato en el New Yorker, sigue
comunicándose casi siempre con los mismos exiliados rusos, bebe, se
da cuenta de que la vida es al final en un gran porcentaje soledad y
silencio, incomprensión y nada, pero que debe vivirla. Y la vive.
Escribiéndola. Tal vez, decía al principio, sea demasiado decir que
este es el mejor libro que leeré en 2019. Ojalá haya muchos más.
Pero no lo creo.
A
caballo de otros cuatro dobles me vi abordando el asunto de la
soledad. Un asunto, como es sabido, inagotable. Otra cosa no, pero
soledad hay siempre de sobra. El dinero se acaba. La soledad, nunca …
Seguiremos leyendo
Felices lecturas
Sr. E
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