Cara de pan, de Sara Mesa (Anagrama)
Mi relación con los libros de Sara Mesa es la de aquel que
fue fan desde el momento en el que no la conocía nadie. O prácticamente nadie,
claro. Siempre hay alguien que conoce a alguien a una autora, alguien que nos
habla de ella. En este caso yo conocí el nombre de Sara Mesa a través de una
entrevista y reseña que le hicieron en el extinto blog El síndrome Chéjov,
que durante algunos años dio vida y eco en internet al mundo del relato en
español (sobre todo español pero no solo). Miguel Ángel Muñoz, autor almeriense
detrás de aquella página, buen cuentista él mismo y conocedor en aquellos años
de cualquier cosa que se moviera en el universo del relato, encontró un libro
inencontrable, No es fácil ser verde, lo leyó y lo compartió con todos.
Entre esos todos (que debíamos ser en España en aquel momento y debemos seguir
siendo a día de hoy unos 500) estaba yo, y busqué (infructuosamente) ese libro,
por librerías, por la caseta de la editorial (Everest) en la Feria del Libro de
Madrid, y resignado a que nunca podría comprarlo, acabé enterándome de que
estaba en una biblioteca pública madrileña, y hasta allí me fui un día, como
quien sale de excursión al campo a recoger setas (que es una afición que nunca
he entendido pero que a mucha gente ocupa durante el otoño, y es posible que
muchos de esos recogedores de setas no entiendan que alguien se cruce a la otra
punta de Madrid para ir a una biblioteca a buscar un libro sobre el que ha
leído en un blog dedicado al relato breve) y volví con el libro. Lo leí en
éxtasis. Con los años se me va haciendo más difícil repetir ciertos éxtasis
lectores, todo se ha vuelto más racional, supongo que también he escrito mucho
más y eso modifica definitivamente la manera de leer. No es fácil ser verde
era un libro soñador, desatado, imaginativo, juguetón, redondo, me atrevería a
decir.
Desde la distancia, y casi diría que desde el cariño de fan
de algo muy pequeñito, seguí la publicación de El trepanador de cerebros
y Un incendio invisible. Los dos libros nunca se acercaron por las
bibliotecas que frecuentaba, ni aparecieron por las mesas de novedades de las
librerías que visitaba. Es triste, pero es la realidad de miles de libros al
año. Entre esos miles, por supuesto, los habrá malos, pero da pena pensar en
todos los que serán buenos y nadie se enterará. Quizá hoy en día, con amazon en
nuestras rutinas, los hubiera conseguido, pero no entonces. En 2012 volví a oír
hablar de Sara Mesa porque quedó finalista del Premio Herralde con Cuatro
por cuatro, una historia colegial con internado clasista y crueldad de
fondo (en realidad en primer plano).
Sobre esta novela ya escribí
Cicatriz, su siguiente novela, tuvo aún más éxito,
obtuvo esa clase de reconocimientos como novela española del año en los
suplementos culturales (un éxito al que parece que se sumará este año Cara de pan). A mí personalmente me
pareció un paso en falso, al menos una historia menos acertada, desviada en
algunos aspectos de su escritura fina y sensible. Mala letra, una
colección de relatos de 2016, me parece que dibujaba perfectamente el camino
que Sara Mesa había recorrido entre 2008, cuando publicó No es fácil ser
verde, una colección de relatos, y esta. De un libro de cuentos redondo a
otro lleno de aristas, mucho más rugoso pero igualmente conseguido. Un libro de
cuentos de primera. En 2008 el libro desbordaba imaginación y fiesta literaria.
Mala letra, otro gran libro de cuentos era totalmente distinto: era
introspectivo, amargo, estaba plagado de personajes de los márgenes, no quedaba
más imaginación que aquella que permite sobrevivir a los marginados. ¿Qué
marginados? En muchos de estos cuentos adolescentes, preadolescentes y
postadolescentes que habían optado por distanciarse de la tribu, y tenían que
convivir con las consecuencias de esa decisión de separarse y hacerse notar.
Hay quien se hace fuerte en su individualidad y se construye a partir de ese
momento de separación, y hay a quien ese momento y las miradas que conlleva le
pesan excesivamente durante todo lo que viene después.
Esos marginados, los distintos, las distintas, que pululan
por Mala letra y que estaban con fuerza en Cuatro por cuatro y
también (aunque con menos fuerza) en Cicatriz, reaparecen en Cara de
pan. Si en Cicatriz (que no es, tal vez, más que un ensayo para esta
última novela) teníamos a dos solitarios, hombre y mujer, que se unían por el
anonimato de internet y los libros, tenemos aquí a otros dos personajes,
femenino y masculino, unidos por el estar fuera. ¿Fuera de qué? Prácticamente
de todo. Ella, Casi, es una adolescente de casi catorce años que no quiere
seguir yendo al instituto, donde la hacen sentir mal. ¿Sufre acoso, bullying? Me imagino que los protocolos
que evalúan ambas palabras en el ámbito escolar y de la orientación no se
pondrían en marcha con ella, pero hay un malestar pegajoso en su día a día, y
decide romperlo dejando de ir a clase. Se va por las mañanas a un parque en vez
de ir a clase, y como buena adolescente sabe que en el futuro eso acabará por
desvelarse (pese a las ineficaces medidas que hay interpuesto entre la noticia
y sus padres), pero de momento se siente mejor así. En ese parque, en el que se
sienta, sin mucho que hacer, se encuentra con Viejo, un cincuentón raro,
solitario, que ha estado en algún centro (y si sobre ella flota la palabra bullying sobre él pesa el estigma de la
enfermedad mental, aunque no se concrete nada en ningún momento). A él le
gustan Nina Simone y los pájaros, y le habla a Casi de ella y de ellos.
Casi decide que su rutina pase, todos los días, por su rato
en el parque con el viejo. Un acierto de la novela es que él, en el fondo, no
está hablando de Nina Simone ni de pájaros para tratar de explicarle a ella de
qué va la vida. Ni ella está tomando grandes lecciones vitales, al menos no de
un modo directo. Él habla de lo que le interesa y ella le escucha. Y él es
feliz porque tiene quien le escuche y ella porque tiene quien hable para ella.
Al menos parcialmente felices. Lo felices que un rato de exilio en el parque
permite, entre gusanitos y botellines de agua. La historia avanza con sugerencias,
con un estilo sutil y fino que es la marca de Sara Mesa como escritora, un modo
de escribir que bebe de Fleur Jaeggy, de Flannery O´Connor, de Carson
McCullers, de Scott Fitzgerald cuando despega hacia la luz. Nos hace sentir
incómodos, porque el libro surge en un momento en el que se está releyendo Lolita
bajo todo tipo de luces y lupas, y esta es una historia muy fácil de
malinterpretar desde fuera. Ese es, me parece, el punto central de Cara de
pan. ¿Acaso está limpia la mirada de quien mira? ¿Debe condicionar esa
mirada nuestra manera de comportarnos?
Lo que hacen Casi y el Viejo es sospechoso, los dos lo saben
y por eso lo ocultan. No se dicen: tenemos que ocultarlo pero saben que tienen
que ocultarlo. Una persona de cincuenta años, sin trabajo, improductiva para el
sistema, que se siente en un parque en el que hay niños ya es sospechosa. ¿El
problema lo tiene él o lo tiene la sociedad que lo mira y lo etiqueta y decide
que es peligroso? La historia de sus encuentros, sus conversaciones, se van
acumulando como momentos de vida, respiros. Pero no nos abandona en ningún
momento la sensación de que lo peor está por venir.
Y lo peor llega. En un giro que la acerca a esos llamados Relatos
misóginos de Patricia Highsmith, cuando Casi siente que la van a pillar no
duda en acusar al Viejo. Se pone el disfraz de víctima porque sabe que la
salvará y nos deja descolocados. Traiciona a su amigo con el egoísmo de una
niña malcriada. Él, que está acostumbrado a los golpes, recibe otro más. Nuevas
visitas de la policía, instrucciones para no acercarse a ella, más miradas
acusadoras. Casi retoma más o menos la rutina de una niña de su edad, clases,
compañeras, familia, y él se queda, él sí, fuera del mundo. Otra vez.
La novela termina, a modo de epílogo, con una conversación
entre ellos en una cafetería. Nada queda claro, salvo que lo que tuvieron, esa
complicidad de parque, no puede volver. Las miradas pesan demasiado. El
individualismo también. La lucha por la supervivencia social es una dura
batalla de la que no todos salen bien. Nos queda, como lectores, la sensación
de haber leído una gran novela. Una de esas que nos dejan con un sabor amargo y
muchos interrogantes. Una de las que valen la pena.
Seguiremos leyendo
Felices lecturas
Sr. E
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