Magma, de
Lars Iyer (Pálido Fuego) y Oso vs. Tiburón, de Chris
Bachelder (Ed. Automática), sin olvidar del todo La invención de
la tradición, de Eric Hobsbawm (Ed. Crítica)
Hay
libros a los que llegas sin tener muy claro cómo, ni por qué. ¿Qué
puede llevar a alguien a querer, elegir, entre todas las novelas que
se le presentan en la estantería de novedades de la biblioteca, un
libro titulado Oso vs. Tiburón? ¿Puede un libro tener un
título más horrible? ¿Y una portada más estridente? ¿Puede algo
ser tan aparentemente horrible que resulte, al final, irresistible?
No lo sé. Pero escogí Oso vs. Tiburón, de Chris Bachelder,
y lo traje a casa. Empecé a leerlo y pocas horas después quería
que no se terminara nunca. ¿Qué tenía a favor un libro así?
Sinceramente, lo único que parecía poder jugar a favor de un libro
así era su editorial, Automática, de la que leí este verano, de
manera también casi casual, una distopía soviética, Moscú
2042, que es otra maravilla.
Pero
hay maravillas que no son para todos los públicos. Desde luego que
no. Me atrevo a decir que Moscú 2042 (de Vladimir Voivónich)
es una maravilla, y lo será, claro, para un porcentaje reducido de
lectores (que son, a su vez, como ya sabemos, un porcentaje pequeño
y menguante de la población). Oso vs. Tiburón será una
maravilla solo apta para aún menos personas. Y no pretendo hacer
aquí un ejercicio de elitismo, simplemente de estadística. No creo,
de hecho, que haya que ser un lector exquisito para que Oso vs.
Tiburón te entusiasme. Quizá sea imposible que lo haga si es
realmente un lector exquisito (pienso en los verdaderos degustadores
de prosa, en esos que solamente disfrutan con las páginas de Proust,
Nabokov o Cartarescu). ¿Es el mismo lector el que disfruta de El
hombre sin atributos, de Robert Musil, o un libro así? Supongo
que hay lectores capaces de disfrutar de ambos, y otros que se
entusiasmarán con uno y no podrán leer el otro. Serán, en ambos
casos, lectores ambiciosos y decididamente literarios.
Después
de todas estas preguntas y consideraciones que no nos van a llevar a
ningún sitio, empiezo por los libros. Oso vs. Tiburón, de
Chris Bachelder, es un libro frenético, que se ramifica desde su
escritura lacónica y acelerada (acelerada al modo en que está
acelerado el ritmo de la telerrealidad respecto al de la realidad).
La novela está llena de situaciones absurdas, diálogos estúpidos,
expertos en idioteces (verdaderos filósofos capaces de dar un millón
de argumentos a favor del oso o a favor del tiburón en un hipotético
combate entre ambos), una televisión omnipresente y datos: datos
falsos, datos auténticos que sirven para manipular igualmente, datos
malinterpretados, datos que nadie entiende pero pasan de boca en
boca. Esa sobre exposición a los datos y esa aparente incapacidad
para comprender realmente de dónde vienen y a dónde van esos datos
que promueven el verdadero terror, me han recordado, de modo
inmediato a Don DeLillo, a Ruido de fondo, por ejemplo. Y la
capacidad de fascinarse (buscando que como lectores empaticemos con
esa fascinación y nos quedemos nosotros mismos fascinados) ante
cualquier hecho extraño, o (peor) algo normal que pueda mirarse de
un modo distinto y desconcertante, me ha remitido a Rodrigo Fresán.
De mi altar de lecturas, Chris Bachelder me ha traído a la cabeza,
de modo inmediato, a DeLillo, Fresán y también a David Foster
Wallace. Bachelder, con esos nombres al lado, pertenece, sin duda, a
lo que podemos llamar posmodernismo narrativo. Oso vs. Tiburón
es una novela que intenta parecerse a un programa de televisión, o
más que a un programa, a un canal que tenga que rellenar su
programación durante 24 horas con marcianadas. Y si la hubieran
escrito ahora, en vez de en 2001, esa forma sería la de
conversaciones y discusiones sin fin en Twitter o cualquier
red social en la que los seres humanos contemporáneos nos enzarzamos
en discusiones sobre la verdad, el ángulo adecuado para tratar
cualquier tema, vomitamos lecturas sin digerir de filósofos
postmarxistas o postestructuralistas que se convierten en una papilla
llena de palabrería, o simplemente nos arrojamos piedras unos a
otros.
La
gente apoya al oso porque se parece a nosotros. Tiene orejas y brazos
y ojos. Los que apoyan al oso son sencillamente etnocéntricos,
porque los osos son como los humanos. Los dos somos vertebrados.
Buscando
la tesis profunda del libro, supongo que es algo así como que los
pueblos necesitan entretenimientos que por un lado los cohesionen y
por otro los mantengan alejados de los problemas reales, no vaya a
darles por protestar. Por rara que parezca la relación, he
encontrado en Oso vs. Tiburón rasgos del ensayo La
invención de la tradición, de Eric Hobsbawm y otros autores, un
libro que he leído varias veces y que me fascina por cómo muestra
los mecanismos que convierten una falsedad en algo de toda la vida, y
cómo ese algo de toda la vida, investido de tradición, parece ser
aceptado solo por eso. El libro de Hobsbawm explica cómo en algún
momento de la historia se fueron inventando todas las tradiciones, y
lo hace centrándose en los mitos del nacionalismo galés o escocés
o de la monarquía británica, pero pueden extenderse a cualquier
folclore admitido como propio, empezando por el español. Hay un
momento en Oso vs. Tiburón en el que la novela se desnuda, y
desnuda cualquier mito:
Los
expertos no encuentran pruebas que demuestren la idea tan conocida
que dice que Darwin le dijo una vez a Huxley: Si el indolente e
inútil oso fuera capaz siquiera de arañar al terrible tiburón, me
como mi sombrero. En esencia, la historia parece inventada.
¿Y
dónde nos deja esto, Tom?
Bueno,
los tipos que estudian la cuestión están esencialmente de acuerdo
en que el problema Oso vs. Tiburón, tal y como se plantea por lo
general en la actualidad, es decir: ¿Quién ganaría en una pelea
entre un oso y un tiburón?; no proviene ni de la Antigüedad ni del
medievo, ni siquiera de la época victoriana, sino que de hecho se
remonta, en esencia, a no más de ocho o diez años.
Curtis
dice: La cuestión es que es difícil saber qué creer.
Matthew
dice: No, la cuestión es que hay un montón de cosas que creer.
El
señor Norman dice: ¿La cuestión no es que no deberías creerte
nada?
La
camarera dice: ¿No son todos esos el mismo argumento?
El
periodista del Televisor dice: Devolvemos la conexión, Derek.
Por su
estilo dialógico, acelerado, televisivo, vacío y centrifugado, su
lectura se ha mezclado en mi mente con otro libro que vino en esa
misma visita a la biblioteca. Ese libro es Magma, de Lars
Iyer, publicado por otra editorial que hila fino, Pálido fuego,
referencia en España en la traducción de nuevos autores posmodernos
y que ha ayudado a completar las ediciones de David Foster Wallace en
nuestro país. Magma narra la historia de un alter ego de Lars
Iyer, llamado Lars, y su mejor (y único) amigo, W. Los dos hablan
sin parar, en una cháchara vacía, dotada de una trascendencia
intelectual y una impostura que hace pensar a ratos en el propio
Foster Wallace y en otros momentos en la obra Esperando a Godot,
de Samuel Beckett. Estos Vladimir y Estragón con título superior
hablan de lo divino y lo humano, tratan con reverencia a todos esos
autores que deberían ser sus referentes pero a los que son
conscientes que ni siquiera comprenden bien, de Kafka (estrella polar
de esta navegación por los libros y el absurdo) al cineasta húngaro
Béla Tarr.
¿Cuándo
lo supiste?, dice W. con gran insistencia. ¿Cuándo supiste que no
ibas a llegar a nada? ¿Lo supiste? Pues a veces sospecha que nunca
lo he sabido.
¿Tendría
el Mesías estúpido seguidores estúpidos?, se pregunta W.
¿Seguidores tan estúpidos que no sabrían a quién estarían
siguiendo, ni qué significa seguir. Un misterio tras otro.
W.
se pregunta si nosotros también hemos descubierto el infinito a
nuestro modo. Nuestra incesante charla. Nuestra incesante sensación
de fracaso total.
¿Es
él el Mesías? ¿Lo soy yo? El Mesías nunca llevaría una camisa
como esa, dice W. Nunca llevaría los pantalones ondeando por los
tobillos. El Mesías no se compraría la ropa en Primark, dice W.,
eso lo tiene claro.
Tienes
que reconocer que no eres Kafka, dice W., eso es lo primero.
Naturalmente,
W. nunca se confunde a sí mismo con Kafka, como yo hago. Él nunca
ha pensado en sí mismo sino como en un Max Brod. Pero la cuestión
es que los otros son siempre Kafka, de ahí que nunca debas escribir
sobre ellos ni agarrarte a sus conversaciones, no digamos ya
inventarlas. Sí, el otro es siempre Kafka, dice W., incluso yo. Él
lo reconoce, ¿por qué yo no?
¿De
qué pensábamos que éramos capaces? ¿De dónde venía esa
esperanza feroz? La nuestra es una clase de idiotez bastante pura,
admitimos. Somos idiotas, reconocemos, idiotas que no comprenden del
todo la profundidad de su idiotez. Somos los místicos de la idiotez,
admitimos, idiotas místicos, perdidos en nuestra nube de ignorancia.
Seguiremos leyendo,
y dejándonos sorprender.
Felices lecturas
Sr. E
Me gustó mucho 'Magma' por esa relación tan tóxica de amistad que tenían los personajes donde Lars se dejaba someter por W. para conservar a su único amigo. Eso sumado a la metáfora de la casa comida de hongos y humedades como símbolo de que el tiempo va podiendo con ellos y con los sueños a los que deberían admitir que han renunciado fue bestial. Una lectura que no te deja indiferente desde luego.
ResponderEliminarEs un gran libro, sin duda. Los dos lo son, y reflejan muy bien los tiempos. Si en Magma hay dos pobres individuos, en Oso vs. Tiburón encontrarás si lo lees una foto de la estupidez colectiva.
EliminarUna pregunta: ¿Has leído los otros libros de Lars Iyer de esa trilogía que empieza con Magma? Yo aún no he llegado, pero lo haré.
Estoy como tú. Espero leerlos en 2019.
EliminarSobre 'Oso vs. Tiburón', cuando lo ví anunciado por Automática me pareció la clase de literatura de serie B que estaba haciendo una editorial que se quedaba sin presupuesto y quería seguir publicando a sus autores de calidad, por lo que no le presté mucha atención, pero, por lo visto, el libro, a pesar de su poco confiable título, es hasta bueno.