miércoles, 5 de diciembre de 2018

Magma y Oso vs. Tiburón


Magma, de Lars Iyer (Pálido Fuego) y Oso vs. Tiburón, de Chris Bachelder (Ed. Automática), sin olvidar del todo La invención de la tradición, de Eric Hobsbawm (Ed. Crítica)


Hay libros a los que llegas sin tener muy claro cómo, ni por qué. ¿Qué puede llevar a alguien a querer, elegir, entre todas las novelas que se le presentan en la estantería de novedades de la biblioteca, un libro titulado Oso vs. Tiburón? ¿Puede un libro tener un título más horrible? ¿Y una portada más estridente? ¿Puede algo ser tan aparentemente horrible que resulte, al final, irresistible? No lo sé. Pero escogí Oso vs. Tiburón, de Chris Bachelder, y lo traje a casa. Empecé a leerlo y pocas horas después quería que no se terminara nunca. ¿Qué tenía a favor un libro así? Sinceramente, lo único que parecía poder jugar a favor de un libro así era su editorial, Automática, de la que leí este verano, de manera también casi casual, una distopía soviética, Moscú 2042, que es otra maravilla.

Pero hay maravillas que no son para todos los públicos. Desde luego que no. Me atrevo a decir que Moscú 2042 (de Vladimir Voivónich) es una maravilla, y lo será, claro, para un porcentaje reducido de lectores (que son, a su vez, como ya sabemos, un porcentaje pequeño y menguante de la población). Oso vs. Tiburón será una maravilla solo apta para aún menos personas. Y no pretendo hacer aquí un ejercicio de elitismo, simplemente de estadística. No creo, de hecho, que haya que ser un lector exquisito para que Oso vs. Tiburón te entusiasme. Quizá sea imposible que lo haga si es realmente un lector exquisito (pienso en los verdaderos degustadores de prosa, en esos que solamente disfrutan con las páginas de Proust, Nabokov o Cartarescu). ¿Es el mismo lector el que disfruta de El hombre sin atributos, de Robert Musil, o un libro así? Supongo que hay lectores capaces de disfrutar de ambos, y otros que se entusiasmarán con uno y no podrán leer el otro. Serán, en ambos casos, lectores ambiciosos y decididamente literarios.

Después de todas estas preguntas y consideraciones que no nos van a llevar a ningún sitio, empiezo por los libros. Oso vs. Tiburón, de Chris Bachelder, es un libro frenético, que se ramifica desde su escritura lacónica y acelerada (acelerada al modo en que está acelerado el ritmo de la telerrealidad respecto al de la realidad). La novela está llena de situaciones absurdas, diálogos estúpidos, expertos en idioteces (verdaderos filósofos capaces de dar un millón de argumentos a favor del oso o a favor del tiburón en un hipotético combate entre ambos), una televisión omnipresente y datos: datos falsos, datos auténticos que sirven para manipular igualmente, datos malinterpretados, datos que nadie entiende pero pasan de boca en boca. Esa sobre exposición a los datos y esa aparente incapacidad para comprender realmente de dónde vienen y a dónde van esos datos que promueven el verdadero terror, me han recordado, de modo inmediato a Don DeLillo, a Ruido de fondo, por ejemplo. Y la capacidad de fascinarse (buscando que como lectores empaticemos con esa fascinación y nos quedemos nosotros mismos fascinados) ante cualquier hecho extraño, o (peor) algo normal que pueda mirarse de un modo distinto y desconcertante, me ha remitido a Rodrigo Fresán. De mi altar de lecturas, Chris Bachelder me ha traído a la cabeza, de modo inmediato, a DeLillo, Fresán y también a David Foster Wallace. Bachelder, con esos nombres al lado, pertenece, sin duda, a lo que podemos llamar posmodernismo narrativo. Oso vs. Tiburón es una novela que intenta parecerse a un programa de televisión, o más que a un programa, a un canal que tenga que rellenar su programación durante 24 horas con marcianadas. Y si la hubieran escrito ahora, en vez de en 2001, esa forma sería la de conversaciones y discusiones sin fin en Twitter o cualquier red social en la que los seres humanos contemporáneos nos enzarzamos en discusiones sobre la verdad, el ángulo adecuado para tratar cualquier tema, vomitamos lecturas sin digerir de filósofos postmarxistas o postestructuralistas que se convierten en una papilla llena de palabrería, o simplemente nos arrojamos piedras unos a otros.

La gente apoya al oso porque se parece a nosotros. Tiene orejas y brazos y ojos. Los que apoyan al oso son sencillamente etnocéntricos, porque los osos son como los humanos. Los dos somos vertebrados.

Buscando la tesis profunda del libro, supongo que es algo así como que los pueblos necesitan entretenimientos que por un lado los cohesionen y por otro los mantengan alejados de los problemas reales, no vaya a darles por protestar. Por rara que parezca la relación, he encontrado en Oso vs. Tiburón rasgos del ensayo La invención de la tradición, de Eric Hobsbawm y otros autores, un libro que he leído varias veces y que me fascina por cómo muestra los mecanismos que convierten una falsedad en algo de toda la vida, y cómo ese algo de toda la vida, investido de tradición, parece ser aceptado solo por eso. El libro de Hobsbawm explica cómo en algún momento de la historia se fueron inventando todas las tradiciones, y lo hace centrándose en los mitos del nacionalismo galés o escocés o de la monarquía británica, pero pueden extenderse a cualquier folclore admitido como propio, empezando por el español. Hay un momento en Oso vs. Tiburón en el que la novela se desnuda, y desnuda cualquier mito:

Los expertos no encuentran pruebas que demuestren la idea tan conocida que dice que Darwin le dijo una vez a Huxley: Si el indolente e inútil oso fuera capaz siquiera de arañar al terrible tiburón, me como mi sombrero. En esencia, la historia parece inventada.
¿Y dónde nos deja esto, Tom?
Bueno, los tipos que estudian la cuestión están esencialmente de acuerdo en que el problema Oso vs. Tiburón, tal y como se plantea por lo general en la actualidad, es decir: ¿Quién ganaría en una pelea entre un oso y un tiburón?; no proviene ni de la Antigüedad ni del medievo, ni siquiera de la época victoriana, sino que de hecho se remonta, en esencia, a no más de ocho o diez años.


Curtis dice: La cuestión es que es difícil saber qué creer.
Matthew dice: No, la cuestión es que hay un montón de cosas que creer.
El señor Norman dice: ¿La cuestión no es que no deberías creerte nada?
La camarera dice: ¿No son todos esos el mismo argumento?
El periodista del Televisor dice: Devolvemos la conexión, Derek.

Por su estilo dialógico, acelerado, televisivo, vacío y centrifugado, su lectura se ha mezclado en mi mente con otro libro que vino en esa misma visita a la biblioteca. Ese libro es Magma, de Lars Iyer, publicado por otra editorial que hila fino, Pálido fuego, referencia en España en la traducción de nuevos autores posmodernos y que ha ayudado a completar las ediciones de David Foster Wallace en nuestro país. Magma narra la historia de un alter ego de Lars Iyer, llamado Lars, y su mejor (y único) amigo, W. Los dos hablan sin parar, en una cháchara vacía, dotada de una trascendencia intelectual y una impostura que hace pensar a ratos en el propio Foster Wallace y en otros momentos en la obra Esperando a Godot, de Samuel Beckett. Estos Vladimir y Estragón con título superior hablan de lo divino y lo humano, tratan con reverencia a todos esos autores que deberían ser sus referentes pero a los que son conscientes que ni siquiera comprenden bien, de Kafka (estrella polar de esta navegación por los libros y el absurdo) al cineasta húngaro Béla Tarr.

¿Cuándo lo supiste?, dice W. con gran insistencia. ¿Cuándo supiste que no ibas a llegar a nada? ¿Lo supiste? Pues a veces sospecha que nunca lo he sabido.


¿Tendría el Mesías estúpido seguidores estúpidos?, se pregunta W. ¿Seguidores tan estúpidos que no sabrían a quién estarían siguiendo, ni qué significa seguir. Un misterio tras otro.


W. se pregunta si nosotros también hemos descubierto el infinito a nuestro modo. Nuestra incesante charla. Nuestra incesante sensación de fracaso total.


¿Es él el Mesías? ¿Lo soy yo? El Mesías nunca llevaría una camisa como esa, dice W. Nunca llevaría los pantalones ondeando por los tobillos. El Mesías no se compraría la ropa en Primark, dice W., eso lo tiene claro.


Tienes que reconocer que no eres Kafka, dice W., eso es lo primero.


Naturalmente, W. nunca se confunde a sí mismo con Kafka, como yo hago. Él nunca ha pensado en sí mismo sino como en un Max Brod. Pero la cuestión es que los otros son siempre Kafka, de ahí que nunca debas escribir sobre ellos ni agarrarte a sus conversaciones, no digamos ya inventarlas. Sí, el otro es siempre Kafka, dice W., incluso yo. Él lo reconoce, ¿por qué yo no?


¿De qué pensábamos que éramos capaces? ¿De dónde venía esa esperanza feroz? La nuestra es una clase de idiotez bastante pura, admitimos. Somos idiotas, reconocemos, idiotas que no comprenden del todo la profundidad de su idiotez. Somos los místicos de la idiotez, admitimos, idiotas místicos, perdidos en nuestra nube de ignorancia.

Seguiremos leyendo, y dejándonos sorprender.

Felices lecturas

Sr. E

3 comentarios:

  1. Me gustó mucho 'Magma' por esa relación tan tóxica de amistad que tenían los personajes donde Lars se dejaba someter por W. para conservar a su único amigo. Eso sumado a la metáfora de la casa comida de hongos y humedades como símbolo de que el tiempo va podiendo con ellos y con los sueños a los que deberían admitir que han renunciado fue bestial. Una lectura que no te deja indiferente desde luego.

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    1. Es un gran libro, sin duda. Los dos lo son, y reflejan muy bien los tiempos. Si en Magma hay dos pobres individuos, en Oso vs. Tiburón encontrarás si lo lees una foto de la estupidez colectiva.

      Una pregunta: ¿Has leído los otros libros de Lars Iyer de esa trilogía que empieza con Magma? Yo aún no he llegado, pero lo haré.

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    2. Estoy como tú. Espero leerlos en 2019.

      Sobre 'Oso vs. Tiburón', cuando lo ví anunciado por Automática me pareció la clase de literatura de serie B que estaba haciendo una editorial que se quedaba sin presupuesto y quería seguir publicando a sus autores de calidad, por lo que no le presté mucha atención, pero, por lo visto, el libro, a pesar de su poco confiable título, es hasta bueno.

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