Dos
acercamientos a la novela de autoficción: El dolor de los demás,
de Miguel Ángel Hernández (Anagrama) vs. El último samurai,
de Helen DeWitt (Mondadori)
Desde
hace un par de años (al menos, o quizá han sido menos pero se me
han hecho muy largos) se cuestiona mucho la narrativa de autoficción.
Se habla como cuestionándola, intentando que los lectores (y aún
más los que también escribimos) pensemos qué, cómo y por qué de
la autoficción. Me interesa (moderadamente) la autoficción. Igual
que me interesa la narrativa de no – ficción, el ensayo, la novela
negra, el relato, las grandes novelas rusas del siglo XIX o el
posmodernismo. Hay géneros que me gustan más que otros, pero en
general en un libro me centro en si ese libro en particular me toca o
no, y por qué. Pienso que hay buena y mala autoficción, igual que
hay buenas y malas novelas negras, buenas y malas novelas de terror,
buenas y malas novelas de buenos y malos autores que ganaron (o
ganarán) el Premio Nobel.
En
este caso me he fijado en dos libros que he leído en los últimos
meses (el de Miguel Ángel Hernández en verano, el de Helen DeWitt a
mediados de octubre), dos libros de los que se ha hablado muy bien,
uno que me ha gustado bastante y otro que me ha gustado bastante
poco. De Miguel Ángel Hernández había leído su primera novela,
Intento de escapada, con la que fue finalista del premio
Herralde. Aquel libro me gustó más en unos aspectos que en otros
(la idea sobre la que planeaba me pareció muy interesante, bien
buscada, bien tirada, pero la consecución del libro no me pareció
redonda). No conocía el nombre de Helen DeWitt hasta que hace unos
meses lo leí en una reseña sobre esta novela, que acababa de ser
reeditada.
Empiezo
haciendo una pequeña sinopsis de cada uno de los libros. El dolor
de los demás, de Miguel Ángel Hernández, es la rememoración
(más que reconstrucción) de lo que sucedió justo al lado de su
casa en la Nochebuena de 1995. El que era su mejor amigo (leyendo el
libro parece que casi su único amigo) mató a su hermana y luego se
suicidó. Aquello se quedó enterrado en el pasado del futuro autor,
cerca de donde enterró su infancia, sus vergüenzas, su pasado en la
huerta murciana (que tiene en la novela el peso de lo tradicional, lo
inmutable, con todas esas gentes que no se mueven nunca de allí y
cada vez que lo ven de visita lo encuentran más extraño), sus
creencias trascendentales, su gordura adolescente, el deseo por
cualquier chica que le hiciera algo de caso, su vida familiar con
hermanos mucho mayores que él, con un padre serio, con una madre con
continuas depresiones. La historia que nos cuenta Miguel Ángel
Hernández nos va mostrando que él en realidad quería escribir una
novela de no – ficción, algo así como un A sangre fría en
la huerta murciana. Pero incapaz de encontrar respuestas en aquel
suceso terrible del pasado, Miguel Ángel Hernández se limita a
mirar fotos, a abrir heridas (las suyas, las de algunos parientes,
seres cercanos), a pasear por el pasado, preguntar, escuchar las
habladurías del pueblo (esa clase de pueblo que es cualquier pueblo,
en el que nunca se calla pero todo queda casi silenciado), a darse
cuenta de que en realidad no sabía nada de aquel amigo suyo, que
nunca se preocupó por lo que le había pasado a su hermana, que
dejar el pueblo tiene siempre un poco de huida vergonzosa, de
abandono de quienes lo quisieron. En ese sentido es magistral la
sinceridad con la que mira las enfermedades de sus padres, la pena
que le producen, pero cómo dice: yo no voy a ocuparme de eso.
Creo
que lo que me gusta del libro de Miguel Ángel Hernández es que se
mira en un espejo poco favorecedor. Es despiadado con aquel
adolescente de la huerta que no se enteraba de nada y es
condescendiente con el profesor de universidad moderno en el que se
ha convertido. No deja de señalar los nexos entre uno y otro. No
duda en dejarse en mal lugar. Es cruel cuando toca. Y lo es
especialmente consigo mismo. Tiene piedad con todos, incluso con el
asesino, pero se guarda poca para él. Lo que menos me gustó del
libro no tuvo que ver con esa voz ni con la trama, sino con la
estructura, con ese permamente: “querría escribir otro libro pero
no sé, solo me sale este”; “no sé si debería estar escribiendo
este libro pero aquí estoy”. Es un juego que ya está quizá
demasiado visto, y que se lleva demasiadas páginas, pero aún así
la lectura mereció mucho la pena. Lo universal que puede llegar a
ser una pequeña pedanía de la huerta murciana, con sus
construcciones sociales, convenios no explicitados, tradiciones etc.
da bastante miedo. El libro me perturbó, me sigo acordando de él
casi tres meses después de haberlo leído.
Lo que más me gustó en El dolor de los demás es lo mismo que
me disgustó en El último samurai. El último samurai
(una referencia a una película, Los siete samurais, de Akira
Kurosawa que tiene un peso bastante grande en la trama) me gusta como
forma y me aburre en el fondo. Creo que lo que hay que aplaudirle a
Miguel Ángel Hernández, ese narrador que mira a lo feo de sí mismo
y lo expone, es lo que hay que criticarle a la narradora de DeWitt,
el contarnos que es una mujer super brillante, hija de un hombre
super brillante y madre de un chico que es un genio. Son todos tan
inteligentes que me aburren. Y supongo que la pregunta es si acaso
esos seres super inteligentes no se merecen una novela, y supongo que
la respuesta será que sí, pero que no es un libro que a mí me
interese excesivamente. Creo que es muy fácil escribir en la
frontera de la autoficción diciendo: “¡qué listos somos todos
aquí, qué difícil es nuestra vida!”.
Luego,
como artefacto, el libro está muy bien trabajado, bien hilado,
mezcla la voz de la madre con recuerdos del padre de la narradora,
con reflexiones agudas sobre películas, libros, músicos, genios
precoces, descarrilamientos, conversaciones con un pequeño talento
precoz de cinco años, y el propio diario del niño, que se pregunta
quién es, de dónde ha salido, quién es su padre. Y me parece que
se hace también una montaña de un hecho que por supuesto es
importante, no tener padre, pero que comparten muchas personas, sin
que parezcan desquiciados por dar con un buen modelo masculino
sustitutivo. He leído en críticas comparaciones con El guardían
entre el centeno (que no veo por ninguna parte) y sobre que no es
más que una historia (otra más) que trata de comprender algo tan
difícil de entender como qué es (y qué no es) un padre. ¿Para qué
sirve un padre?, podría titularse. Formalmente, repito, está muy
bien ligada, es brillante (al modo en el que los textos de David
Foster Wallace son brillantes, hasta el punto de que a veces cansan
por su propia brillantez) y se lee con agrado. Pero una vez pasadas
unas horas, la supuesta aventura autoral me parece una labor bastante
cómoda. Un libro para enseñar y decir: Mira qué brillante me ha
quedado esto, mira qué inteligentes somos todos los que salimos en
él. Lo contrario de lo que encontré en el libro de Miguel Ángel
Hernández, un libro incómodo de escribir y de enseñar, lleno de
heridas purulentas, menos conseguido como novela pero más duradero
en mi memoria.
Claro,
esto no es más que mi percepción como lector. Pero de eso va este
blog, me temo.
Seguiremos
leyendo
Felices
lecturas
Sr. E
Hola, Señor E.
ResponderEliminarSomos los chicos de Relibro, que nos hemos unido al The Blogger Recognition Award, y que te hemos seleccionado: https://relibro.blogspot.com/2018/11/the-blogger-recognition-award.html
¿Te animas a participar en el juego?
Un saludo.
Relibro.
Hola chicos de ReLibro,
Eliminarinteresado, claro, pero no tengo mucha idea de qué va la cosa, ¿me lo podéis explicar?