lunes, 8 de octubre de 2018

En el corazón del corazón del país, de William H. Gass


En el corazón del corazón del país, de William H. Gass (Ed. La Navaja Suiza)

Mi único contacto con William H. Gass había sido como prologuista de mi edición (de la editorial Sexto Piso) de Los reconocimientos, de William Gaddis. Ambos, Gaddis y Gass (de hecho Gass bromeaba en el prólogo de Los reconocimientos con que lo habían confundido con Gaddis más de una vez) son dos de los autores más conocidos y nombrados del posmodernismo estadounidense, maestros de Foster Wallace, por ejemplo. No he leído las novelas de Gass (que en algunos casos no han sido traducidas al español, y en otros apenas lo han sido, y hace mucho tiempo), así que no puedo establecer la comparativa con las de Gaddis. En la medida en que su labor como cuentista sea representativa de su narrativa en general, el autor de En el corazón del corazón del país es un narrador más cercano a lo clásico, desde luego (aunque, por supuesto, hay peros).

El primer relato de esta colección tiene casi cien páginas, lo que la acerca a la novela corta, aunque sus características (yendo a los cánones clásicos) la mantienen en mayor medida en el relato que en la novela corta. Se trata de El chico de los Pedersen, un texto que Richard Ford incluyó en su Antología del cuento norteamericano (Galaxia Gutenberg – Círculo de Lectores, 2002). Es, con cierta diferencia, el mejor texto del libro, y su inclusión en esa antología está más que justificada, pues se trata de un relato que bien podría valer por un curso entero de narrativa y escritura creativa. Dividido en tres partes y narrado desde la perspectiva de un adolescente atemorizado por la realidad de su propia casa, nos cuenta una pequeña historia de terror doméstico. Digo terror porque es la principal sensación que produce en el lector, terror, agobio, angustia. Terror al modo que encontré hace unos meses en los cuentos de Shirley Jackson. Sin ningún elemento sobrenatural, no, pero con algo que podemos llamar una presencia que no se retira. La del entorno violento en el que se mueven estos personajes, al borde de la tormenta, personalizado en el padre del chico que nos cuenta la historia. Un borracho violento que se porta como un dios arbitrario repartiendo castigos y alguna que otra recompensa. Alguien que odia profundamente la vida, la suya y por extensión la de los demás. Un tipo con el que la convivencia y la comunicación son imposibles y que odia a sus vecinos, los Pedersen. Hay muchas teorías que relacionan el terror con el color blanco (un terror filosófico que puede seguirse desde Moby Dick, que está en La narración de Arthur Gordon Pym, un terror que emparenta la nieve con el espacio vacío en el que no se transmiten sonidos). El chico de los Pedersen es un relato con una presencia continua de la nieve y por lo tanto del frío y por extensión del terror. El chico de los Pedersen, ese chico, aparece en la casa del narrador, al borde de la congelación, casi helado, sin que se sepa muy bien en ningún momento de dónde llega, cómo ha llegado hasta allí. Ese chico de los Pedersen, al que intentan socorrer, parece estar muerto. Y los esfuerzos de quienes le ayudan, por lo tanto, condenados a la inutilidad.

El primer y mayor de los esfuerzos, el que crea la sensación de inevitabilidad y de miedo a lo cotidiano en el lector es el de ir a despertar al padre, borracho, para pedirle whisky. El chico de los Pedersen, sobre la mesa de la cocina, como una pierna de cordero mal descongelada para alguna comilona navideña, agoniza, y el padre no colaborará fácilmente. La corporeidad de ese chico, la manera en la que lo manipulan, los golpes que le dan involuntariamente y que les hacen temer que la cosa pueda empeorar (pero, ¿realmente puede empeorar? ¿acaso está vivo?) van generando uno de los grandes malestares del texto, o al menos me lo han provocado a mí. Y mientras su cuerpo espera alguna ayuda concreta, mientras no saben muy bien qué hacer con él, van surgiendo las preguntas. ¿De dónde viene? ¿Por qué? ¿Cómo se le ocurrió salir de casa cuando se avecinaba esa tormenta? ¿Acaso huía de algo mucho peor que la nieve?

Y esa sospecha final los hace recorrer el camino inverso, ser ellos los que salen en la nieve rumbo al encuentro con la verdad, como exploradores en tierra ignota. Buscan encontrarse con la verdad o con algo que se parezca ligeramente a la verdad, aunque lo más verdadero con lo que se van a ir encontrando es con sus rencillas y odios, con sus limitaciones, y con cierta esperanza, la del hijo viendo que en el fondo su padre, alcohólico, violento, odioso, no es más que un infeliz, y que quizá más que miedo debería tenerle piedad. El chico de los Pedersen, en su lectura, me ha ido remitiendo por el lado obvio a Faulkner y Cormac McCarthy, pero también a un chejovismo trabado con el realismo sucio e incluso con los ecos del terror clásico.

El chico de los Pedersen ya es prácticamente un libro que merece lectura individual. Después del subidón literario que produce terminarlo, seguir con el libro se me hizo difícil, porque los relatos posteriores me parecieron mucho más planos, ramplones y poco interesantes. Lo achacaba, decía, a la comparación con El chico de los Pedersen, con el que siempre perderán. La señora Ruin, el segundo, una mirada satírica sobre las señoras correctas de los pueblos y las ciudades de provincias, no me dijo nada. Carámbanos, el siguiente, es quizá incluso más flojo. Repito que tal vez sean dos buenos relatos, pero leídos el día siguiente a El chico de los Pedersen, se me antojaron inanes. En Carámbanos nos encontramos con un vendedor atrapado (espiritualmente pero en un sentido que acaba revelándose también físico). Estuve a punto de dejar ahí el libro. Con el primer relato ya me había compensado la lectura. Pero pensé (y bien) que si el relato que daba título a la colección era el último, por algo sería.

Antes de llegar a ese último relato está El orden de los insectos. Este sí es un buen cuento. Uno de esos de asco e incomodidad, que se apoya en uno de los clásicos de la literatura, la invasión de seres que no han sido invitados, esos insectos que se adueñan de todo y nos producen asco. Algunas de las mejores páginas de la literatura han partido de ahí (de Casa tomada de Cortázar a La metamorfosis de Kafka). Un ama de casa va virando (al modo de una verdadera transformación, casi de una epifanía) del asco y el malestar inicial a una especie de fascinación, entre el morbo y el verdadero interés (casi diría afecto) por esos habitantes de su casa. El cuento se lee con un gesto de extrañeza en la cara (¿pero qué más le pedimos a un buen relato?) y es realmente bueno. Me hizo recuperar la fe en el libro y llegar con ganas al último relato.

En el corazón del corazón del país (que es un título que me encanta, que me parece muy difícil de superar) se recrea en la realidad del Medio Oeste, que es donde Gass sitúa esta pequeña historia escrita de América (me refiero en general al libro, todo él situado en pequeñas ciudades entre lo rural y lo urbano, en un paisaje medio, en ninguna parte, en lo que se podría llamar con tópica condescendencia el corazón del país) y allí nos mete en una especie de cuaderno de notas de un escritor que vive allí. Aislado, mirando por la ventana, filtrando el frío en sus páginas, nos asomamos a su corazón, que es un órgano que late de manera comunitaria (muchas de las entradas de ese texto entre el diario y la libreta de notas de un autor están escritas en la primera persona del plural). El texto va juntando textitos encabezados por un pequeño título. No están estrictamente relacionados pero van formando, poco a poco, algo en nuestra cabeza. Ese fragmentarismo en el corazón del país nos abre, poco a poco, la puerta al corazón de ese mismo corazón. El frío se va volviendo calidez, nos identificamos (porque ese lugar que no es ninguna parte es tan normal que podría ser el lugar en el que vive cualquiera) con los personajes que pasean por esas notas y acabamos sintiéndonos habitantes de esa misma realidad, y con el libro de cuentos en otro de sus máximos.

Aunque la diferencia de nivel entre tres de los relatos (El chico de los Pedersen, El orden de los insectos y En el corazón del corazón del país) y los otros dos sea casi un precipicio, la lectura del libro en su conjunto está más que justificada. Así como quizá esté justificada la carrera de un escritor si simplemente es capaz de escribir tres relatos de esa altura. Como también puede estar justificada la traducción de algunas de sus novelas premiadas (al menos esas), para que podamos juzgarlas.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

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