En
el corazón del corazón del país, de William H. Gass (Ed. La
Navaja Suiza)
Mi
único contacto con William H. Gass había sido como prologuista de
mi edición (de la editorial Sexto Piso) de Los reconocimientos,
de William Gaddis. Ambos, Gaddis y Gass (de hecho Gass bromeaba en el
prólogo de Los reconocimientos con que lo habían confundido
con Gaddis más de una vez) son dos de los autores más conocidos y
nombrados del posmodernismo estadounidense, maestros de Foster
Wallace, por ejemplo. No he leído las novelas de Gass (que en
algunos casos no han sido traducidas al español, y en otros apenas
lo han sido, y hace mucho tiempo), así que no puedo establecer la
comparativa con las de Gaddis. En la medida en que su labor como
cuentista sea representativa de su narrativa en general, el autor de
En el corazón del corazón del país es un narrador más
cercano a lo clásico, desde luego (aunque, por supuesto, hay peros).
El
primer relato de esta colección tiene casi cien páginas, lo que la
acerca a la novela corta, aunque sus características (yendo a los
cánones clásicos) la mantienen en mayor medida en el relato que en
la novela corta. Se trata de El chico de los Pedersen, un
texto que Richard Ford incluyó en su Antología del cuento
norteamericano (Galaxia Gutenberg – Círculo de Lectores,
2002). Es, con cierta diferencia, el mejor texto del libro, y su
inclusión en esa antología está más que justificada, pues se
trata de un relato que bien podría valer por un curso entero de
narrativa y escritura creativa. Dividido en tres partes y narrado
desde la perspectiva de un adolescente atemorizado por la realidad de
su propia casa, nos cuenta una pequeña historia de terror doméstico.
Digo terror porque es la principal sensación que produce en el
lector, terror, agobio, angustia. Terror al modo que encontré hace
unos meses en los cuentos de Shirley Jackson. Sin ningún elemento
sobrenatural, no, pero con algo que podemos llamar una presencia que
no se retira. La del entorno violento en el que se mueven estos
personajes, al borde de la tormenta, personalizado en el padre del
chico que nos cuenta la historia. Un borracho violento que se porta
como un dios arbitrario repartiendo castigos y alguna que otra
recompensa. Alguien que odia profundamente la vida, la suya y por
extensión la de los demás. Un tipo con el que la convivencia y la
comunicación son imposibles y que odia a sus vecinos, los Pedersen.
Hay muchas teorías que relacionan el terror con el color blanco (un
terror filosófico que puede seguirse desde Moby Dick, que
está en La narración de Arthur Gordon Pym, un terror que
emparenta la nieve con el espacio vacío en el que no se transmiten
sonidos). El chico de los Pedersen es un relato con una
presencia continua de la nieve y por lo tanto del frío y por
extensión del terror. El chico de los Pedersen, ese chico, aparece
en la casa del narrador, al borde de la congelación, casi helado,
sin que se sepa muy bien en ningún momento de dónde llega, cómo ha
llegado hasta allí. Ese chico de los Pedersen, al que intentan
socorrer, parece estar muerto. Y los esfuerzos de quienes le ayudan,
por lo tanto, condenados a la inutilidad.
El
primer y mayor de los esfuerzos, el que crea la sensación de
inevitabilidad y de miedo a lo cotidiano en el lector es el de ir a
despertar al padre, borracho, para pedirle whisky. El chico de los
Pedersen, sobre la mesa de la cocina, como una pierna de cordero mal
descongelada para alguna comilona navideña, agoniza, y el padre no
colaborará fácilmente. La corporeidad de ese chico, la manera en la
que lo manipulan, los golpes que le dan involuntariamente y que les
hacen temer que la cosa pueda empeorar (pero, ¿realmente puede
empeorar? ¿acaso está vivo?) van generando uno de los grandes
malestares del texto, o al menos me lo han provocado a mí. Y
mientras su cuerpo espera alguna ayuda concreta, mientras no saben
muy bien qué hacer con él, van surgiendo las preguntas. ¿De dónde
viene? ¿Por qué? ¿Cómo se le ocurrió salir de casa cuando se
avecinaba esa tormenta? ¿Acaso huía de algo mucho peor que la
nieve?
Y esa
sospecha final los hace recorrer el camino inverso, ser ellos los que
salen en la nieve rumbo al encuentro con la verdad, como exploradores
en tierra ignota. Buscan encontrarse con la verdad o con algo que se
parezca ligeramente a la verdad, aunque lo más verdadero con lo que
se van a ir encontrando es con sus rencillas y odios, con sus
limitaciones, y con cierta esperanza, la del hijo viendo que en el
fondo su padre, alcohólico, violento, odioso, no es más que un
infeliz, y que quizá más que miedo debería tenerle piedad. El
chico de los Pedersen, en su lectura, me ha ido remitiendo por el
lado obvio a Faulkner y Cormac McCarthy, pero también a un
chejovismo trabado con el realismo sucio e incluso con los ecos del
terror clásico.
El
chico de los Pedersen ya es prácticamente un libro que merece
lectura individual. Después del subidón literario que produce
terminarlo, seguir con el libro se me hizo difícil, porque los
relatos posteriores me parecieron mucho más planos, ramplones y poco
interesantes. Lo achacaba, decía, a la comparación con El chico de
los Pedersen, con el que siempre perderán. La señora Ruin, el
segundo, una mirada satírica sobre las señoras correctas de los
pueblos y las ciudades de provincias, no me dijo nada. Carámbanos,
el siguiente, es quizá incluso más flojo. Repito que tal vez sean
dos buenos relatos, pero leídos el día siguiente a El chico de los
Pedersen, se me antojaron inanes. En Carámbanos nos encontramos con
un vendedor atrapado (espiritualmente pero en un sentido que acaba
revelándose también físico). Estuve a punto de dejar ahí el
libro. Con el primer relato ya me había compensado la lectura. Pero
pensé (y bien) que si el relato que daba título a la colección era
el último, por algo sería.
Antes
de llegar a ese último relato está El orden de los insectos. Este
sí es un buen cuento. Uno de esos de asco e incomodidad, que se
apoya en uno de los clásicos de la literatura, la invasión de seres
que no han sido invitados, esos insectos que se adueñan de todo y
nos producen asco. Algunas de las mejores páginas de la literatura
han partido de ahí (de Casa tomada de Cortázar a La metamorfosis de
Kafka). Un ama de casa va virando (al modo de una verdadera
transformación, casi de una epifanía) del asco y el malestar
inicial a una especie de fascinación, entre el morbo y el verdadero
interés (casi diría afecto) por esos habitantes de su casa. El
cuento se lee con un gesto de extrañeza en la cara (¿pero qué más
le pedimos a un buen relato?) y es realmente bueno. Me hizo recuperar
la fe en el libro y llegar con ganas al último relato.
En el
corazón del corazón del país (que es un título que me encanta,
que me parece muy difícil de superar) se recrea en la realidad del
Medio Oeste, que es donde Gass sitúa esta pequeña historia escrita
de América (me refiero en general al libro, todo él situado en
pequeñas ciudades entre lo rural y lo urbano, en un paisaje medio,
en ninguna parte, en lo que se podría llamar con tópica
condescendencia el corazón del país) y allí nos mete en una
especie de cuaderno de notas de un escritor que vive allí. Aislado,
mirando por la ventana, filtrando el frío en sus páginas, nos
asomamos a su corazón, que es un órgano que late de manera
comunitaria (muchas de las entradas de ese texto entre el diario y la
libreta de notas de un autor están escritas en la primera persona
del plural). El texto va juntando textitos encabezados por un pequeño
título. No están estrictamente relacionados pero van formando, poco
a poco, algo en nuestra cabeza. Ese fragmentarismo en el corazón del
país nos abre, poco a poco, la puerta al corazón de ese mismo
corazón. El frío se va volviendo calidez, nos identificamos (porque
ese lugar que no es ninguna parte es tan normal que podría ser el
lugar en el que vive cualquiera) con los personajes que pasean por
esas notas y acabamos sintiéndonos habitantes de esa misma realidad,
y con el libro de cuentos en otro de sus máximos.
Aunque
la diferencia de nivel entre tres de los relatos (El chico de los
Pedersen, El orden de los insectos y En el corazón del corazón del
país) y los otros dos sea casi un precipicio, la lectura del libro
en su conjunto está más que justificada. Así como quizá esté
justificada la carrera de un escritor si simplemente es capaz de
escribir tres relatos de esa altura. Como también puede estar
justificada la traducción de algunas de sus novelas premiadas (al
menos esas), para que podamos juzgarlas.
Seguiremos leyendo
Felices lecturas
Sr. E
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