Este
pasado lunes tuve la suerte de poder presentar en Madrid la novela
Cariño, de Miguel Ángel González, editada recientemente por
Alianza Editorial. El acto (que fue un éxito, lleno absolutérrimo)
tuvo lugar en la Librería Cervantes, y nos permitió hablar durante
algo menos de una hora sobre el libro en concreto, pero en general
sobre la literatura, su literatura y su manera de afrontar y
disfrutar la escritura, la lectura, las historias y los libros.
A modo
de breve reseña y a modo de invitación a acercaros al libro, quiero
transcribir aquí algunas de las notas que tomé para preparar la
presentación, ordenadas con más esmero que en los papeles con los
que acudí al acto.
Cariño,
de Miguel Ángel González (Alianza Editorial)
Desconfío
profundamente de todo aquel (o aquella) que decida presentarse como
genuino o auténtico. Desconfío de quienes proclaman que nunca han
cambiado ni cambiarán. Casi diría que me dan miedo. Me encanta, sin
embargo, la gente que es auténtica y genuina, que vive con pasión
lo que hace, pero que nunca lo proclama (sí proclama su pasión, no
su autenticidad). La gente que mantiene sus esencias porque considera
que así debe hacerlo y cambia lo que considera que debe ir
cambiando, porque estamos vivos y evolucionamos.
Me
pasa eso con mis amigos y me pasa eso con mis escritores, con mis
músicos, con mis referentes culturales, vengan de donde vengan. Me
pasa eso cuando leo Cariño, la nueva novela de Miguel Ángel
González.
Conocí
a Miguel Ángel González en la entrega de Premios del Certamen de
Creación Joven del Injuve en 2011. Yo era el finalista en la
modalidad de Narrativa y él era el ganador en la de Poesía.
Recuerdo que leyó un poema sobre una chica a la que todos sus
compañeros de clase miraban con anhelo, una chica que una vez
desvelados sus secretos no era quizá para tanto, pero que aún así
merecía la pena, porque en un mundo lleno de apariencias y
desengaños, esperamos que algo quede. Aunque solo sean las
expectativas de los demás. Me acordé de ese poema cuando empecé a
leer Cariño, porque pensé que en aquella poesía tan
narrativa estaba el germen de este libro. Porque el autor había ido
sumando años de escritura, aprendizaje, lectura y vida, y todo
seguía un camino natural, mucho más maduro, seguramente, más
perfeccionado, pero en el fondo en la línea genuina de aquel poema
de hace muchas tardes.
Llego
a Cariño y me encuentro con una figurita de Elvis Presley en
la portada. ¿Por qué Cariño y por qué Elvis? Porque Cariño es un
lugar, un pequeño pueblo de la costa gallega, y el cariño es una
necesidad del ser humano. Queremos querer y queremos, quizá por
encima de todo, que nos quieran. Y, ¿por qué Elvis? Porque su
sombra, más que su figura, en forma de padre ausente, de padre que
nunca fue, sobrevuela la historia. Supongo que porque no hay nada
peor que imitar a otro, y peor si ese otro ha sido imitado hasta el
aburrimiento, hasta quedar solo en figurita kitsch. Cariño
son, en realidad, dos historias de frío y desamparo. Tenemos a una
chica, Sofía, a la que podemos imaginar en la treintena, con un
trabajo que no le convence, con fantasmas alrededor, sola, con una
relación que se murió hace seis años pero de la que se sigue
acordando, como se acuerda de los libros que ha leído, de las
películas que ha visto, de los libros que aún quiere leer, de los
viajes que no hizo. Se acuerda porque es la manera más cómoda de
refugiarse de la intemperie. Porque podría explotar si no, y de
hecho explota, pero lo hace mucho más adelante, en el pequeño
pueblo gallego, a donde ha ido a visitar a aquel ex – novio, que ha
tenido un accidente y que desde ese momento de renacer decide
llamarla.
En
aquel pueblo andan mientras pendientes de un chaval, preadolescente,
que se ha escapado de casa, en un intento absurdo y desesperado,
buscando no se sabe muy bien qué. Se sabe qué, en realidad, pero es
casi la nada. Ese chico no ha tenido padre, pero sabe, por lo que su
madre le ha contado, que una vez, antes de que él naciera, su padre
ganó el concurso de imitadores de Elvis que se celebró en ese
pueblo. Y decide ir a buscarlo. ¿Puede encontrarse a un padre así?
¿Merece siquiera la pena? ¿Es eso un padre? ¿Es mejor no tener un
padre y tener la sensación de que se podía haber tenido o hubiera
sido mejor tener en casa a un padre que imita a Elvis? El camino es
el proceso, y el crío huye de la realidad entre autobuses y
fantasías. Huye de la realidad porque la realidad da miedo. Su madre
se está muriendo. Lleva unos meses muriéndose y él no puede estar
allí. Llega el momento final y no quiere soportarlo. La muerte de su
madre, de hecho, lo cogerá lejos, en un pueblo gallego perdido,
buscando a un fantasma, encontrándose a cambio a otra chica perdida,
mayor, que cuidará, quizá, de él.
Sin
dar más detalles de la trama (que quizá ya he explicado en demasía)
cuento que uno entra en la novela a través de un pequeño prólogo
que ya siembra algunas pistas sobre la historia. Los narradores
(Ella, Sofía, y Él, Mateo) se van sucediendo, amablemente, en una
estructura más o menos clásica y fácil de seguir. La prosa es
evocadora y reparte con acierto digresiones, meandros que permiten
que la narración respire, nosotros tomemos aire, los personajes se
resitúen, y que un poco al modo de las parábolas nos cuentan algo
sobre lo que está sucediendo (y cómo y por qué) en la corriente
principal del río de la novela. Hay una sensación de suave montaje
cinematográfico, de que el autor va manipulando los tiempos,
acelerando, dilatando, esperando a que llegue lo inevitable. Lo
inevitable acude puntual a la cita, por supuesto.
Cariño
nos emociona, como nos emocionó hace casi 3 años Todos los
miedos. Miguel Ángel González sabe provocar ese efecto en
nosotros, sus lectores, y lo hace sin recurrir al melodrama fácil y
barato. Esta historia, en manos de un mal escritor, sería un
culebrón. Incluso cuando parece que la historia puede bordear esa
lágrima fácil, primero sube sacándonos una sonrisa, para después
dejarse caer por una pendiente. Nos recuerda, en un par de gestos,
que es humano buscar la sonrisa, y que incluso en los peores momentos
la queremos, porque nos consuela y nos distrae, y luego nos pide que
no nos olvidemos de que lo que puede empeorar, tiene visos de
empeorar.
Las
historias de Miguel Ángel González ignoran eso que creo que Tobias
Wolff recomendaba, que era escribir como si nunca se hubiera abierto
un libro. En este libro se habla expresamente de Richard Ford, que
creo que está muy presente en la construcción de la novela, y más
que por Canadá por Incendios, que es como la hermana
pequeña y precursora de Canadá, algo de Kenzaburo Oé, y
desde que leí Un asunto personal soy incapaz de leer algo en
un hospital y no pensar en ese libro. Están los ecos del Ray Loriga
de los 90, de Salinger, de Saroyan, de John Fante e incluso he creído
detectar un pequeño homenaje a Ahora sabréis lo que es correr, de
Dave Eggers, en forma de un dinero que nadie quiere y que acaba
sufragando una excursión necesaria a Menphis, Tenesse. Está John
Cheever, en el mayor homenaje del libro, aunque creo, y vuelvo a
cerrar el círculo, que estos narradores, solipsistas ellos, son
personajes de Tobias Wolff. Se acurrucan entre sus propios cuentos y
esperan a que pase el chaparrón. Está, al final, la voz propia de
un autor que se ha ido construyendo con los años y las páginas a
partir de todas esas lecturas, seguro que otras muchas más, y el
ensayo y el error, hasta que ha dado con su tono, este, cálido y
evocador sin dejar de ser amargo.
Muchas
historias de Miguel Ángel González se sitúan en el paso del final
de la infancia a la adolescencia. Ese momento, entre los 12 y los 14
años, en los que parece que los monstruos se empeñan en asomar los
dientes, amenazar, dar miedo, provocar catástrofes. Recuerdo que en
Todos los miedos un personaje citaba al Steve Zissou
interpretado por Bill Murray en la película de Wes Anderson,
diciendo algo así como: “11 años y medio, esa fue mi edad
favorita”. Como diría Vargas Llosa, a partir de esa edad es como
si el Perú ya tuviera que joderse. Parece que Mateo está en esa
edad y es a la vez un niño indefenso que no acaba de comprender su
realidad, lo horrible que realmente es, y lo duradera que será, y
que pese a ello, es a veces tremendamente lúcido, al modo en que
solo un niño sabría serlo. La construcción de la voz de un niño
en tiempo real, digamos, creo que es un acierto, porque por un lado
lo aleja de la construcción más clásica de la literatura (la de
Canadá, de Richard Ford, por ejemplo, la del adulto que mira
hacia atrás y cuenta su infancia y desde su madurez entiende más y
mejor) y por otro hace que reflexione menos, que es como un niño
realmente atravesaría algo así, sin ser realmente consciente de lo
que se le viene encima.
Termino
diciendo algo que quienes escriben entenderán mejor que quienes no
tienen ese vicio. Cariño, ya en su primera lectura, intuitiva
y rápida, fue un libro que me estuvo empujando al teclado de mi
ordenador. Hay libros, que más allá de otras consideraciones, nos
hacen querer sentarnos a escribir. Para dialogar con ellos, para
contestarles, para sacarles ideas, no sé muy bien por qué. Pero lo
hacen. Y Cariño lo hizo de un modo inmediato.
Y
supongo que no me queda más que desaparecer, con elegancia de mago
clásico (y quienes lean la novela entenderán esta referencia), e
invitaros a su lectura.
Seguiremos
leyendo y hablando de libros.
Felices
lecturas
Sr. E
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