martes, 6 de noviembre de 2018

Cariño, de Miguel Ángel González


Este pasado lunes tuve la suerte de poder presentar en Madrid la novela Cariño, de Miguel Ángel González, editada recientemente por Alianza Editorial. El acto (que fue un éxito, lleno absolutérrimo) tuvo lugar en la Librería Cervantes, y nos permitió hablar durante algo menos de una hora sobre el libro en concreto, pero en general sobre la literatura, su literatura y su manera de afrontar y disfrutar la escritura, la lectura, las historias y los libros.
A modo de breve reseña y a modo de invitación a acercaros al libro, quiero transcribir aquí algunas de las notas que tomé para preparar la presentación, ordenadas con más esmero que en los papeles con los que acudí al acto.

Cariño, de Miguel Ángel González (Alianza Editorial)

Desconfío profundamente de todo aquel (o aquella) que decida presentarse como genuino o auténtico. Desconfío de quienes proclaman que nunca han cambiado ni cambiarán. Casi diría que me dan miedo. Me encanta, sin embargo, la gente que es auténtica y genuina, que vive con pasión lo que hace, pero que nunca lo proclama (sí proclama su pasión, no su autenticidad). La gente que mantiene sus esencias porque considera que así debe hacerlo y cambia lo que considera que debe ir cambiando, porque estamos vivos y evolucionamos.

Me pasa eso con mis amigos y me pasa eso con mis escritores, con mis músicos, con mis referentes culturales, vengan de donde vengan. Me pasa eso cuando leo Cariño, la nueva novela de Miguel Ángel González.

Conocí a Miguel Ángel González en la entrega de Premios del Certamen de Creación Joven del Injuve en 2011. Yo era el finalista en la modalidad de Narrativa y él era el ganador en la de Poesía. Recuerdo que leyó un poema sobre una chica a la que todos sus compañeros de clase miraban con anhelo, una chica que una vez desvelados sus secretos no era quizá para tanto, pero que aún así merecía la pena, porque en un mundo lleno de apariencias y desengaños, esperamos que algo quede. Aunque solo sean las expectativas de los demás. Me acordé de ese poema cuando empecé a leer Cariño, porque pensé que en aquella poesía tan narrativa estaba el germen de este libro. Porque el autor había ido sumando años de escritura, aprendizaje, lectura y vida, y todo seguía un camino natural, mucho más maduro, seguramente, más perfeccionado, pero en el fondo en la línea genuina de aquel poema de hace muchas tardes.

Llego a Cariño y me encuentro con una figurita de Elvis Presley en la portada. ¿Por qué Cariño y por qué Elvis? Porque Cariño es un lugar, un pequeño pueblo de la costa gallega, y el cariño es una necesidad del ser humano. Queremos querer y queremos, quizá por encima de todo, que nos quieran. Y, ¿por qué Elvis? Porque su sombra, más que su figura, en forma de padre ausente, de padre que nunca fue, sobrevuela la historia. Supongo que porque no hay nada peor que imitar a otro, y peor si ese otro ha sido imitado hasta el aburrimiento, hasta quedar solo en figurita kitsch. Cariño son, en realidad, dos historias de frío y desamparo. Tenemos a una chica, Sofía, a la que podemos imaginar en la treintena, con un trabajo que no le convence, con fantasmas alrededor, sola, con una relación que se murió hace seis años pero de la que se sigue acordando, como se acuerda de los libros que ha leído, de las películas que ha visto, de los libros que aún quiere leer, de los viajes que no hizo. Se acuerda porque es la manera más cómoda de refugiarse de la intemperie. Porque podría explotar si no, y de hecho explota, pero lo hace mucho más adelante, en el pequeño pueblo gallego, a donde ha ido a visitar a aquel ex – novio, que ha tenido un accidente y que desde ese momento de renacer decide llamarla.

En aquel pueblo andan mientras pendientes de un chaval, preadolescente, que se ha escapado de casa, en un intento absurdo y desesperado, buscando no se sabe muy bien qué. Se sabe qué, en realidad, pero es casi la nada. Ese chico no ha tenido padre, pero sabe, por lo que su madre le ha contado, que una vez, antes de que él naciera, su padre ganó el concurso de imitadores de Elvis que se celebró en ese pueblo. Y decide ir a buscarlo. ¿Puede encontrarse a un padre así? ¿Merece siquiera la pena? ¿Es eso un padre? ¿Es mejor no tener un padre y tener la sensación de que se podía haber tenido o hubiera sido mejor tener en casa a un padre que imita a Elvis? El camino es el proceso, y el crío huye de la realidad entre autobuses y fantasías. Huye de la realidad porque la realidad da miedo. Su madre se está muriendo. Lleva unos meses muriéndose y él no puede estar allí. Llega el momento final y no quiere soportarlo. La muerte de su madre, de hecho, lo cogerá lejos, en un pueblo gallego perdido, buscando a un fantasma, encontrándose a cambio a otra chica perdida, mayor, que cuidará, quizá, de él.

Sin dar más detalles de la trama (que quizá ya he explicado en demasía) cuento que uno entra en la novela a través de un pequeño prólogo que ya siembra algunas pistas sobre la historia. Los narradores (Ella, Sofía, y Él, Mateo) se van sucediendo, amablemente, en una estructura más o menos clásica y fácil de seguir. La prosa es evocadora y reparte con acierto digresiones, meandros que permiten que la narración respire, nosotros tomemos aire, los personajes se resitúen, y que un poco al modo de las parábolas nos cuentan algo sobre lo que está sucediendo (y cómo y por qué) en la corriente principal del río de la novela. Hay una sensación de suave montaje cinematográfico, de que el autor va manipulando los tiempos, acelerando, dilatando, esperando a que llegue lo inevitable. Lo inevitable acude puntual a la cita, por supuesto.

Cariño nos emociona, como nos emocionó hace casi 3 años Todos los miedos. Miguel Ángel González sabe provocar ese efecto en nosotros, sus lectores, y lo hace sin recurrir al melodrama fácil y barato. Esta historia, en manos de un mal escritor, sería un culebrón. Incluso cuando parece que la historia puede bordear esa lágrima fácil, primero sube sacándonos una sonrisa, para después dejarse caer por una pendiente. Nos recuerda, en un par de gestos, que es humano buscar la sonrisa, y que incluso en los peores momentos la queremos, porque nos consuela y nos distrae, y luego nos pide que no nos olvidemos de que lo que puede empeorar, tiene visos de empeorar.

Las historias de Miguel Ángel González ignoran eso que creo que Tobias Wolff recomendaba, que era escribir como si nunca se hubiera abierto un libro. En este libro se habla expresamente de Richard Ford, que creo que está muy presente en la construcción de la novela, y más que por Canadá por Incendios, que es como la hermana pequeña y precursora de Canadá, algo de Kenzaburo Oé, y desde que leí Un asunto personal soy incapaz de leer algo en un hospital y no pensar en ese libro. Están los ecos del Ray Loriga de los 90, de Salinger, de Saroyan, de John Fante e incluso he creído detectar un pequeño homenaje a Ahora sabréis lo que es correr, de Dave Eggers, en forma de un dinero que nadie quiere y que acaba sufragando una excursión necesaria a Menphis, Tenesse. Está John Cheever, en el mayor homenaje del libro, aunque creo, y vuelvo a cerrar el círculo, que estos narradores, solipsistas ellos, son personajes de Tobias Wolff. Se acurrucan entre sus propios cuentos y esperan a que pase el chaparrón. Está, al final, la voz propia de un autor que se ha ido construyendo con los años y las páginas a partir de todas esas lecturas, seguro que otras muchas más, y el ensayo y el error, hasta que ha dado con su tono, este, cálido y evocador sin dejar de ser amargo.

Muchas historias de Miguel Ángel González se sitúan en el paso del final de la infancia a la adolescencia. Ese momento, entre los 12 y los 14 años, en los que parece que los monstruos se empeñan en asomar los dientes, amenazar, dar miedo, provocar catástrofes. Recuerdo que en Todos los miedos un personaje citaba al Steve Zissou interpretado por Bill Murray en la película de Wes Anderson, diciendo algo así como: “11 años y medio, esa fue mi edad favorita”. Como diría Vargas Llosa, a partir de esa edad es como si el Perú ya tuviera que joderse. Parece que Mateo está en esa edad y es a la vez un niño indefenso que no acaba de comprender su realidad, lo horrible que realmente es, y lo duradera que será, y que pese a ello, es a veces tremendamente lúcido, al modo en que solo un niño sabría serlo. La construcción de la voz de un niño en tiempo real, digamos, creo que es un acierto, porque por un lado lo aleja de la construcción más clásica de la literatura (la de Canadá, de Richard Ford, por ejemplo, la del adulto que mira hacia atrás y cuenta su infancia y desde su madurez entiende más y mejor) y por otro hace que reflexione menos, que es como un niño realmente atravesaría algo así, sin ser realmente consciente de lo que se le viene encima.

Termino diciendo algo que quienes escriben entenderán mejor que quienes no tienen ese vicio. Cariño, ya en su primera lectura, intuitiva y rápida, fue un libro que me estuvo empujando al teclado de mi ordenador. Hay libros, que más allá de otras consideraciones, nos hacen querer sentarnos a escribir. Para dialogar con ellos, para contestarles, para sacarles ideas, no sé muy bien por qué. Pero lo hacen. Y Cariño lo hizo de un modo inmediato.

Y supongo que no me queda más que desaparecer, con elegancia de mago clásico (y quienes lean la novela entenderán esta referencia), e invitaros a su lectura.

Seguiremos leyendo y hablando de libros.

Felices lecturas

Sr. E

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