martes, 27 de marzo de 2018

Agosto, octubre, de Andrés Barba y Cuatro por cuatro, de Sara Mesa


Dos buenos escritores, dos muy buenos libros: Cuatro por cuatro, de Sara Mesa y Agosto, octubre, de Andrés Barba

Tengo la sensación, y sé que no soy el único, de que el catálogo de Anagrama siempre ha sido más potente en su vertiente de literatura extranjera que española. Quizá por el mero hecho estadístico de que puede haber 20 escritores de verdadera primera división en cada momento en el mundo pero es muy improbable que se concentren 20 de esos escritores en un mismo país. En cualquier caso creo que tanto Sara Mesa como Andrés Barba pertenecen a la categoría de narradores de primera división, en general, y que si fueran franceses o ingleses y nos los trajeran traducidos recibirían muchas más loas de las que ya reciben (y ya las reciben, no creo que tengan queja).

No sé hasta qué edad un autor sigue siendo etiquetado como joven escritor o joven escritora. A veces parece un recurso que servirá hasta los cincuenta años. Si yo fuera un autor que ha ganado (por poner un ejemplo) el Premio Herralde de Novela y que antes de eso ya llevaba más de quince años publicando en Anagrama, me preocuparía por esa tendencia a hacer la referencia constantemente a la juventud. Sobre todo si ya he cumplido los cuarenta años. Pero no está en la mano del joven escritor decidir algo así. Es más bien un (otro) lugar común al que recurre la crítica y las agencias de comunicación para ahorrar neuronas. A Sara Mesa le pasa algo parecido, da igual lo buenas que sean sus novelas, la joven escritora madrileña afincada en Sevilla desde la infancia le persigue. No tengo nada en contra de los jóvenes escritores, sobre todo teniendo en cuenta que aún soy uno (según las bases de algunos certámenes de narrativa al menos), pero me da la sensación de que se hace un tanto de menos a aquel cuya obra se va a comentar si se empieza con el joven / la joven, como si todo lo que pudiera decirse ya fuera: para ser joven no está mal. Quizá influye el hecho de que la generación de los críticos de los principales periódicos y los escritores más asentados en España estén por encima de los sesenta y desde ahí les parecerán siempre autores jóvenes, porque por definición joven es todo aquel que lo es más que nosotros.

De Andrés Barba había leído hace muchos años el libro de nouvelles La recta intención, que me gustó mucho, y las novelas Versiones de Teresa y Las manos pequeñas, que gustándome menos me parecieron destacables, valiosas en su trabajo de orfebrería narrativa y condensación, diferentes a lo que habitualmente se publica en las grandes editoriales. Las manos pequeñas es un libro que ha crecido en mi recuerdo (y que debería releer) como uno de esos libros que retratan la infancia como una época no necesariamente feliz, a los niños como seres no necesariamente inocentes, y la vida, en general, no como un valle de rosas que se van marchitando con la llegada de la adultez. Aquella niña, Marina, y sus desventuras, eran quizá el contrapunto negro y ácido a una película que ha tenido mucho éxito en el último año, Verano 1993, y que particularmente a mí me ha dicho bastante menos que a otros. 

Con ese recuerdo de Las manos pequeñas creo que Agosto, octubre se conecta con esa narración. Aquí no hay una desgracia tan repentina y el protagonista, Tomás, es un adolescente, pero el libro también tiene algo de despertar. En este caso Tomás va de veraneo al mismo pueblo gallego de todos los años, pero lo hace desde el principio sabiendo que no será como los anteriores. ¿Por qué? Probablemente porque él no es como era. Todos hemos pasado por esos momentos, y todos hemos visto que intentar repetir ciertas rutinas o experiencias que fueron placenteras no hace sino convertirlas en una versión doméstica y personal de aquello que decía Karl Marx de que la historia se repite, y la segunda vez como farsa. Tomás está incómodo con su familia, mucho más incómodo de lo que lo había estado nunca, no quiere volver a ver a los chicos con los que se juntaba en los veranos anteriores, está a punto de ahogarse en uno de esos momentos tragicómicos de la adolescencia, en un a que no pasa nada si … y empieza a frecuentar un grupo de macarras del pueblo. A partes iguales le fascinan y repugnan. Le abren algunas puertas de la vida. Las de las chicas, esencialmente. Aunque Tomás nunca pasa del nivel de pardillo.

La última noche que pasa con ellos cruzan una puerta, la de la violación, y aunque estrictamente hablando él no participa, está allí, en el grupo, no trata de detener a nadie, los jalea, pide su turno. Después se ceñirá sobre él el silencio. Mientras él salía con aquellos chicos su tía, hermana de su padre, se estaba muriendo. A principios de verano estaba mala y antes de que volvieran a Madrid estaba muerta. No queda claro si por esa tendencia de los padres de los adolescentes a seguir tratándolos como niños y ocultarles lo que realmente está pasando o porque no sabían que la enfermedad era tan grave. Agosto, la primera parte (y que ocupa más de tres cuartas partes), narra ese verano, y es quizá la más valiosa de la novela. Podría de hecho haber sido una novela ella sola, sin más, y tal vez sería una novela más perturbadora. Octubre es la vuelta a Madrid, que todo lo confunde y olvida, al instituto, al silencio, a los pequeños cambios que se han producido en él y en su familia, especialmente en su padre. Se trata de un libro corto, como un café concentrado y bien aromático, intenso.

De escritura concentrada y aromática podría dar clases Sara Mesa. Con su estilo limpio y en principio claro, dibuja unas telarañas poéticas que la convierten en una de las escritoras que más sigo y de las que siempre espero lo mejor dentro del panorama narrativo actual. Así como de Andrés Barba he leído libros como de modo casual, un total de ellos que no es parte sustancial de su producción publicada, de Sara Mesa he leído sus obras completas, salvo Un incendio invisible. Descubrí a Sara Mesa en la entrevista que le hicieron en el blog El síndrome Chéjov (y que parece desaparecida del histórico de los buscadores) hace muchos años y rebusqué en los fondos de todas las bibliotecas de la Comunidad de Madrid (ya que en librerías no existía, no constaba, era un libro fantasma) hasta poder leer No es fácil ser verde. No sé cuántas personas lo habremos leído en España, pero es una maravilla. Me pareció un libro lleno de extravagante imaginación, de fantasía y una escritura que ya entonces me enamoró. Tuve la ocasión de comentárselo a la autora en la Feria del Libro 2016, a donde acudí a que me firmara Mala letra. No sé, por cierto, por qué no he escrito nada sobre ese otro libro de cuentos, un libro que en una primera lectura es menos impactante que No es fácil ser verde pero en el que luego reencontré rasgos de aquella primera escritora mezclados con los aires melancólicos y pausados de otra escritora más segura y madura en la que reconocía ecos de Carson McCullers especialmente, tan proclive a recrear las vidas de seres extraños y apartados.


Dejando al margen mi trayectoria lectora con Sara Mesa, que espero que no haya sonado a un: “Yo la leía antes de que fuera mainstream”, fue con la novela Cuatro por cuatro con la que Sara Mesa se hizo precisamente una autora del mainstream, con la que quedó finalista del Premio Herralde y pasó de editoriales pequeñas a Anagrama. Creo que es muy valorable que en los últimos años autores con poca obra previa, o con poca obra previa con visibilidad, como Miguel Ángel Hernández, Sara Mesa o Esther García Llovet hayan llegado a publicar con la editorial a través del Premio, sin haberlo ganado.

Cuatro por cuatro es un libro de lectura absorbente y digestión difícil. Nos situamos en el interior de un colegio – internado de lujo, o que así se presenta. Aunque, como toda institución carísima, trata de presentarse ante el exterior como de élite más que de lujo. Como si los alumnos llegaran allí por su talento y no por el dinero de sus padres. Aunque hay una excepción, los becados, hijos de trabajadores del centro. Estos conviven allí con los alumnos de pago, conformando dos grupos separados por la frontera más importante que queda hoy en día, la del origen de cada uno y el dinero. El entorno del Wybrany College (no sé si Sara Mesa es profesora cuando no escribe, y si lo es no sé si ha trabajado en esta clase de centros, pero el nombre es perfecto, dada la querencia por todo lo que suene anglosajón y sofisticado de quienes los dirigen) es cerrado y asfixiante. En teoría no debe ser así, solo debe ser ordenado, pero de la construcción de una sociedad fuera de la sociedad, cerrada y con niveles de separación infranqueables no puede salir nada más que esa falta de aire.

La escritura es fragmentaria y elíptica. Hay frases cortas y separación de ideas. Eso transmite a veces la sensación de la espontaneidad y a veces deja en el aire reflexiones que el lector mastica. La primera parte de la novela está escrita por una alumna insatisfecha de ese colegio, que va sembrando dudas sobre su funcionamiento real, sobre el comportamiento de algunos de sus profesores y especialmente del Guía, un orientador y factótum que levanta nuestras sospechas en esta primera parte, algo que no hará más que confirmarse a lo largo del libro. Celia, que así se llama la niña, se muestra como una retratista de momentos inconformista, protestona, y a la vez sensible. Como todo testimonio en la novela, nos genera la duda de lo fiable que será. Pero el cruce de la versión de la alumna con los demás testimonios irá dibujando un retrato coherente, que se refuerza y nos asusta sin llegar a ser del todo completo.

La segunda parte de la novela la escribe Isidro Bedragare, un sustituto que llega a ese colegio como tantos jornaleros de la educación que van enlanzando sustituciones en colegios públicos, concertados o privados, lo que se puede en cada momento. Viene a sustituir a García Medrano, un profesor desaparecido (y de nombre creo que inequívocamente bolañesco). Registrará en su diario entradas sobre el profesorado, la dirección, el Guía, los alumnos de pago y los becados, el funcionamiento y el clima interno, y sobre los rumores sobre el propio García Medrano, que funciona como macguffin de la novela. Este profesor sustituto va dibujando un arco de sentimientos desde la primera fascinación hasta casi el asco, y es en ese pre – asco en el que llegamos a la tercera parte, donde a modo de epílogo se nos presentan los papeles de García Medrano, se confirman algunos de nuestros temores y aún se dejan cabos sueltos, según ha decidido la autora. A mí personalmente me parece que la narración queda suficientemente completa y que precisamente con el modo de escribir y presentarnos la historia no hubiera sido coherente un cierre total con explicación de todos los detalles. Aunque sí se explica, la elección del título, que hasta aquí puede resultar algo enigmática.

La escritura es de primera y es probablemente el mejor libro para llegar a la literatura de Sara Mesa, aunque quizá mis preferencias sigan estando en su faceta de cuentista, y prometo que no pasará demasiado hasta que aborde una relectura comentada de Mala letra.

Entre tanto, celebremos a estos dos autores con mundos propios encerrados entre la infancia y la adultez, con una mirada en ocasiones cruel y una prosa depurada e intensa, para nada exhibicionista pero que da la sensación de ser en cada página la que la historia va necesitando.

Recomendados quedan como lecturas para estos días de vacaciones. Los dos están además disponibles en edición de bolsillo.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

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