Dos buenos
escritores, dos muy buenos libros: Cuatro por cuatro, de Sara
Mesa y Agosto, octubre, de Andrés Barba
Tengo la sensación, y sé que no soy el único, de que el catálogo
de Anagrama siempre ha sido más potente en su vertiente de
literatura extranjera que española. Quizá por el mero hecho
estadístico de que puede haber 20 escritores de verdadera primera
división en cada momento en el mundo pero es muy improbable que se
concentren 20 de esos escritores en un mismo país. En cualquier caso
creo que tanto Sara Mesa como Andrés Barba pertenecen a la categoría
de narradores de primera división, en general, y que si fueran
franceses o ingleses y nos los trajeran traducidos recibirían muchas
más loas de las que ya reciben (y ya las reciben, no creo que tengan
queja).
No sé hasta qué edad un autor sigue siendo etiquetado como joven
escritor o joven escritora. A veces parece un recurso que servirá
hasta los cincuenta años. Si yo fuera un autor que ha ganado (por
poner un ejemplo) el Premio Herralde de Novela y que antes de eso ya
llevaba más de quince años publicando en Anagrama, me preocuparía
por esa tendencia a hacer la referencia constantemente a la juventud.
Sobre todo si ya he cumplido los cuarenta años. Pero no está en la
mano del joven escritor decidir algo así. Es más bien un (otro)
lugar común al que recurre la crítica y las agencias de
comunicación para ahorrar neuronas. A Sara Mesa le pasa algo
parecido, da igual lo buenas que sean sus novelas, la joven escritora
madrileña afincada en Sevilla desde la infancia le persigue. No
tengo nada en contra de los jóvenes escritores, sobre todo teniendo
en cuenta que aún soy uno (según las bases de algunos certámenes
de narrativa al menos), pero me da la sensación de que se hace un
tanto de menos a aquel cuya obra se va a comentar si se empieza con
el joven / la joven, como si todo lo que pudiera decirse ya fuera:
para ser joven no está mal. Quizá influye el hecho de que la
generación de los críticos de los principales periódicos y los
escritores más asentados en España estén por encima de los sesenta
y desde ahí les parecerán siempre autores jóvenes, porque por
definición joven es todo aquel que lo es más que nosotros.
De Andrés Barba había leído hace muchos años el libro de
nouvelles La recta intención, que me gustó mucho, y las
novelas Versiones de Teresa y Las manos pequeñas, que
gustándome menos me parecieron destacables, valiosas en su trabajo
de orfebrería narrativa y condensación, diferentes a lo que
habitualmente se publica en las grandes editoriales. Las manos
pequeñas es un libro que ha crecido en mi recuerdo (y que
debería releer) como uno de esos libros que retratan la infancia
como una época no necesariamente feliz, a los niños como seres no
necesariamente inocentes, y la vida, en general, no como un valle de
rosas que se van marchitando con la llegada de la adultez. Aquella
niña, Marina, y sus desventuras, eran quizá el contrapunto negro y
ácido a una película que ha tenido mucho éxito en el último año,
Verano 1993, y que particularmente a mí me ha dicho bastante
menos que a otros.
Con ese recuerdo de Las manos pequeñas
creo que Agosto, octubre se conecta con esa narración. Aquí
no hay una desgracia tan repentina y el protagonista, Tomás, es un
adolescente, pero el libro también tiene algo de despertar. En este
caso Tomás va de veraneo al mismo pueblo gallego de todos los años,
pero lo hace desde el principio sabiendo que no será como los
anteriores. ¿Por qué? Probablemente porque él no es como era.
Todos hemos pasado por esos momentos, y todos hemos visto que
intentar repetir ciertas rutinas o experiencias que fueron
placenteras no hace sino convertirlas en una versión doméstica y
personal de aquello que decía Karl Marx de que la historia se
repite, y la segunda vez como farsa. Tomás está incómodo con su
familia, mucho más incómodo de lo que lo había estado nunca, no
quiere volver a ver a los chicos con los que se juntaba en los
veranos anteriores, está a punto de ahogarse en uno de esos momentos
tragicómicos de la adolescencia, en un a que no pasa nada si … y
empieza a frecuentar un grupo de macarras del pueblo. A partes
iguales le fascinan y repugnan. Le abren algunas puertas de la vida.
Las de las chicas, esencialmente. Aunque Tomás nunca pasa del nivel
de pardillo.
La última noche que pasa con ellos cruzan una puerta, la de la
violación, y aunque estrictamente hablando él no participa, está
allí, en el grupo, no trata de detener a nadie, los jalea, pide su
turno. Después se ceñirá sobre él el silencio. Mientras él salía
con aquellos chicos su tía, hermana de su padre, se estaba muriendo.
A principios de verano estaba mala y antes de que volvieran a Madrid
estaba muerta. No queda claro si por esa tendencia de los padres de
los adolescentes a seguir tratándolos como niños y ocultarles lo
que realmente está pasando o porque no sabían que la enfermedad era
tan grave. Agosto, la primera parte (y que ocupa más de tres cuartas
partes), narra ese verano, y es quizá la más valiosa de la novela.
Podría de hecho haber sido una novela ella sola, sin más, y tal vez
sería una novela más perturbadora. Octubre es la vuelta a Madrid,
que todo lo confunde y olvida, al instituto, al silencio, a los
pequeños cambios que se han producido en él y en su familia,
especialmente en su padre. Se trata de un libro corto, como un café
concentrado y bien aromático, intenso.
De escritura concentrada y aromática podría dar clases Sara Mesa.
Con su estilo limpio y en principio claro, dibuja unas telarañas
poéticas que la convierten en una de las escritoras que más sigo y
de las que siempre espero lo mejor dentro del panorama narrativo
actual. Así como de Andrés Barba he leído libros como de modo
casual, un total de ellos que no es parte sustancial de su producción
publicada, de Sara Mesa he leído sus obras completas, salvo Un
incendio invisible. Descubrí a Sara Mesa en la entrevista que le
hicieron en el blog El síndrome Chéjov (y que parece
desaparecida del histórico de los buscadores) hace muchos años y
rebusqué en los fondos de todas las bibliotecas de la Comunidad de
Madrid (ya que en librerías no existía, no constaba, era un libro
fantasma) hasta poder leer No es fácil ser verde. No sé
cuántas personas lo habremos leído en España, pero es una
maravilla. Me pareció un libro lleno de extravagante imaginación,
de fantasía y una escritura que ya entonces me enamoró. Tuve la
ocasión de comentárselo a la autora en la Feria del Libro 2016, a
donde acudí a que me firmara Mala letra. No sé, por cierto,
por qué no he escrito nada sobre ese otro libro de cuentos, un libro
que en una primera lectura es menos impactante que No es fácil
ser verde pero en el que luego reencontré rasgos de aquella
primera escritora mezclados con los aires melancólicos y pausados de
otra escritora más segura y madura en la que reconocía ecos de
Carson McCullers especialmente, tan proclive a recrear las vidas de
seres extraños y apartados.
Dejando al margen mi trayectoria lectora con Sara Mesa, que espero
que no haya sonado a un: “Yo la leía antes de que fuera
mainstream”, fue con la novela Cuatro por cuatro con
la que Sara Mesa se hizo precisamente una autora del mainstream,
con la que quedó finalista del Premio Herralde y pasó de
editoriales pequeñas a Anagrama. Creo que es muy valorable que en
los últimos años autores con poca obra previa, o con poca obra
previa con visibilidad, como Miguel Ángel Hernández, Sara Mesa o
Esther García Llovet hayan llegado a publicar con la editorial a
través del Premio, sin haberlo ganado.
Cuatro por cuatro es un libro de lectura absorbente y
digestión difícil. Nos situamos en el interior de un colegio –
internado de lujo, o que así se presenta. Aunque, como toda
institución carísima, trata de presentarse ante el exterior como de
élite más que de lujo. Como si los alumnos llegaran allí por su
talento y no por el dinero de sus padres. Aunque hay una excepción,
los becados, hijos de trabajadores del centro. Estos conviven allí
con los alumnos de pago, conformando dos grupos separados por la
frontera más importante que queda hoy en día, la del origen de cada
uno y el dinero. El entorno del Wybrany College (no sé si Sara Mesa
es profesora cuando no escribe, y si lo es no sé si ha trabajado en
esta clase de centros, pero el nombre es perfecto, dada la querencia
por todo lo que suene anglosajón y sofisticado de quienes los
dirigen) es cerrado y asfixiante. En teoría no debe ser así, solo
debe ser ordenado, pero de la construcción de una sociedad fuera de
la sociedad, cerrada y con niveles de separación infranqueables no
puede salir nada más que esa falta de aire.
La escritura es fragmentaria y elíptica. Hay frases cortas y
separación de ideas. Eso transmite a veces la sensación de la
espontaneidad y a veces deja en el aire reflexiones que el lector
mastica. La primera parte de la novela está escrita por una alumna
insatisfecha de ese colegio, que va sembrando dudas sobre su
funcionamiento real, sobre el comportamiento de algunos de sus
profesores y especialmente del Guía, un orientador y factótum que
levanta nuestras sospechas en esta primera parte, algo que no hará
más que confirmarse a lo largo del libro. Celia, que así se llama
la niña, se muestra como una retratista de momentos inconformista,
protestona, y a la vez sensible. Como todo testimonio en la novela,
nos genera la duda de lo fiable que será. Pero el cruce de la
versión de la alumna con los demás testimonios irá dibujando un
retrato coherente, que se refuerza y nos asusta sin llegar a ser del
todo completo.
La segunda parte de la novela la escribe Isidro Bedragare, un
sustituto que llega a ese colegio como tantos jornaleros de la
educación que van enlanzando sustituciones en colegios públicos,
concertados o privados, lo que se puede en cada momento. Viene a
sustituir a García Medrano, un profesor desaparecido (y de nombre
creo que inequívocamente bolañesco). Registrará en su diario
entradas sobre el profesorado, la dirección, el Guía, los alumnos
de pago y los becados, el funcionamiento y el clima interno, y sobre
los rumores sobre el propio García Medrano, que funciona como
macguffin de la novela. Este profesor sustituto va dibujando un arco
de sentimientos desde la primera fascinación hasta casi el asco, y
es en ese pre – asco en el que llegamos a la tercera parte, donde a
modo de epílogo se nos presentan los papeles de García Medrano, se
confirman algunos de nuestros temores y aún se dejan cabos sueltos,
según ha decidido la autora. A mí personalmente me parece que la
narración queda suficientemente completa y que precisamente con el
modo de escribir y presentarnos la historia no hubiera sido coherente
un cierre total con explicación de todos los detalles. Aunque sí se
explica, la elección del título, que hasta aquí puede resultar
algo enigmática.
La escritura es de primera y es probablemente el mejor libro para
llegar a la literatura de Sara Mesa, aunque quizá mis preferencias
sigan estando en su faceta de cuentista, y prometo que no pasará
demasiado hasta que aborde una relectura comentada de Mala letra.
Entre tanto, celebremos a estos dos autores con mundos propios
encerrados entre la infancia y la adultez, con una mirada en
ocasiones cruel y una prosa depurada e intensa, para nada
exhibicionista pero que da la sensación de ser en cada página la
que la historia va necesitando.
Recomendados quedan como lecturas para estos días de vacaciones. Los dos están además disponibles en edición de bolsillo.
Seguiremos leyendo
Felices lecturas
Sr. E
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