viernes, 8 de febrero de 2019

Diecisiete instantes de una primavera, de Yulián Semiónov


Diecisiete instantes de una primavera, de Yulián Semiónov (Hoja de Lata)

Cuando compré este libro (por recomendación de sus editores, Hoja de Lata), lo primero que hice fue quitarle, y perderla, la faja que calificaba a Isáyev / Stirlitz, el protagonista de esta novela (y otras) como el James Bond soviético. Primero, porque pensé que no sería verdad por la descripción que me habían dado. Segundo, porque llevado por el pensamiento mágico, pensé que aunque fuera verdad, el gesto de quitar la llamada publicitaria haría que yo no me diera cuenta. Empiezo diciendo que no soy especialmente aficionado a las novelas (ni las películas) de espías, y que si hay un personaje al que detesto profundamente, de los referentes de la ficción mundial, es (aparte de la mitología de Star Wars) a James Bond. Me parece un patán rancio y chulesco.

Por suerte la historia que nos van a contar en Diecisiete instantes de una primavera, y sobre todo la personalidad de su protagonista, compleja, dibujada con sombras y referencias, quedan muy lejos de James Bond y su mitología. Stirlitz, como se le conoce durante esta novela, está destinado en Berlín. Lleva allí siguiendo desde cerca (y dentro) los pasos del gobierno nazi. Tiene una pequeña red de confidentes cercanos y él mismo es un hombre de confianza para algunos secundarios de la administración de Hitler.

No puede morir, como no puede morir en este mundo la exploración y la búsqueda, porque lo principal en el ser humano es el deseo de buscar. Los que han tenido suerte lo buscan en la física, y los que nacieron tontos, como nosotros, lo buscan en el contraespionaje.

La historia que nos cuenta esta novela es bastante conocida, son los últimos (diecisiete) días antes de la caída de Berlín, con Hitler en el bunker, el régimen nazi cayéndose y como pasa siempre en los últimos momentos de estos regímenes, las ratas huyendo del barco. Algunos que han estado con el nazismo ensayan ante el espejo, y ante los atentos oídos de Stirlitz, que nunca comulgaron con las ideas, y desde luego no con los métodos extremos. Algo que nos suena en España y que podría revisarse en las biografías de todos aquellos que pasado el año 70 empezaron a buscar un sitio para seguir cómodamente en la España postfranquista después de haber estado muy cómodamente en la España franquista. Vale la pena leer La gallina ciega, de Max Aub, aparte de por el gran valor del libro, por ver cómo el autor, que sí fue un derrotado de la Guerra Civil y un exiliado durante más de treinta años, los veía venir. El truco era sencillo, después de pasar una dictadura cómoda, sin meterse en política, se aprovechaba la repartura apertura de los medios en los últimos años para mostrarse un poco crítico con algún aspecto y cuando Franco muriera poder decir ya siempre que se estuvo en contra y sacar rédito de ello. Yendo al chiste, es lo que decía aquel personaje de la película Uno, dos, tres de Billy Wilder cuando le preguntaban por su posición durante el nazismo, y respondía que él estaba trabajando en el metro y allí abajo no se enteraba demasiado de nada de lo que estaba pasando arriba. Yendo a lo serio, es la idea de la banalidad del mal que Hannah Arendt habla en Eichmann en Jerusalén, la de todos esos nazis que quisieron exhimirse de culpa, al menos en un plano moral, diciendo que se limitaban a cumplir órdenes.

Estoy ahora releyendo a los autores rusos: a Pushkin, Saltikov, Dostoyevski, … Lamento mucho no conocer su idioma, porque la literatura rusa es asombrosa; me refiero a literatura del siglo XIX. En la segunda mitad del XIX les permitieron desahogarse y hay que estudiar cuidadosamente este período porque su desahogo no fue tanto sobre el pasado como sobre el futuro.

Dejando al margen las referencias históricas, el espía Stirlitz, del que poco se sabe porque poco se puede saber, es un hombre melancólico, que a veces fantasea con renunciar a la patria que le obliga a estar lejos de casa (y la casa que él quiere es aquella en la que está su mujer) y volver, aunque sea a enfrentarse con la acusación de traición y la vergüenza, y no lo hace, entre otras cosas, porque sabe que no sería solo la vergüenza, sino la casi segura muerte. Stirlitz es un hombre leído, que puede pasear por los salones importantes de un país extranjero sin despertar sospechas. Stirlitz está viendo, como testigo privilegiado, cómo se deshilacha el poder nazi. Los propios nazis ya saben que están perdiendo, y cuando hablan entre ellos no lo disimulan. Se buscan culpables, se rifan venganzas, se ofrecen algunos para cambiar de bando. En esos momentos de descomposición es peligroso ser Stirlitz y que puedan descubrirle. Y peor para un hombre íntegro, que puedan descubrir a nadie que le haya ayudado, algo que nunca se perdonaría, como le pasa en algunos libros al siempre atormentado Smiley de LeCarré.

¿Es un interrogatorio?
No.
Es decir, ¿puedo no responder?
Debe responder.
¿Y si me niego?
No se negará.

De acuerdo con el prólogo, Diecisiete instantes de una primavera fue un éxito en la Unión Soviética y su versión televisiva sigue siendo un clásico para muchas generaciones. Nunca se sabe con esta clase de afirmaciones, pero podría ser perfectamente. Como novela de misterio y espías funciona perfectamente, la escritura es buena, variada, hay amplias referencias culturales, se adivina la visión que los europeos tienen de Rusia y los rusos de Europa, los matices que se van ofreciendo, en lo sociopolítico, son ricos, nada maniqueos, todos los buenos son un poco malos, aunque algunos de los malos apenas tengan lado bueno, pero es que hay malos que no tienen ni un poco de luz entre las sombras.

Entonces, ¿ustedes deciden quién es culpable ante ustedes y quién no lo es?
Sin duda alguna.
Entonces, ¿Ustedes saben de antemano qué es lo que quiere un hombre determinado y dónde se equivoca y dónde no se equivoca?
Sabemos lo que quiere el pueblo.
El pueblo. ¿Y de qué está compuesto el pueblo?
De gente.
¿Y cómo sabe lo que quiere el pueblo sin saber lo que quiere cada uno en particular? ¿O es que usted sabe de antemano lo que quiere cada uno, dictándolo, ordenándolo?

Un Hitler aislado conduce sin saber a dónde los ejércitos de todos los que tienen más claro lo que habría que hacer. Algunos ya solo esperan que acaben los últimos días. Stirlitz está en permanente tensión. Sus superiores parece que muchas veces viven desorientados. El espía de pie de calle sabe cómo se mueve todo mucho antes de que se enteren arriba, y esto es algo común a muchos espías (no a esos del tipo James Bond, que no pisan la calle, que la sobrevuelan en artefactos de alta tecnología como action man) y a muchos directores de servicios de inteligencia.

¡Qué bien que esté lloviendo! –pensó–, así al menos ocurre algo. Cuando estás esperando y todo está tranquilo te pones más nervioso. Pero si nieva o llueve, no te sientes tan solo.

Semiónov nos deja una novela que se lee con gusto, que acompaña, que da pena que se acabe. Después de terminarla me he encontrado en la biblioteca la primera aventura de Stirlitz, todavía Isayév, un libro llamado Diamantes para la dictadura del proletariado (uno de esos títulos insuperables), una historia de contrabando de diamantes en los primeros tiempos tras el triunfo de la Revolución de 1917. Estoy con ella, detectando todos los sellos de estilo que me gustaron ya en Diecisiete instantes de una primavera, notando los cambios de escenario, régimen, década, y todas las continuidades, pensando en aquella frase que un policía francés le dijo a Trotski cuando lo detuvieron: “Los políticos pasan, la policía permanece”.

Ya llegó la primavera –pensó–. Ahora crecerá la hierba.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

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