El
jardín,
de Ismael Grasa (Ed. Xordica)
Uno
de mis libros de relatos preferidos, una pequeña obra maestra de
esas que sientes tuyas, es Trescientos
días de sol,
de Ismael Grasa (Xordica, 2007). Recuerdo que aquel libro sonó
bastante (lo bastante que suena un libro de relatos en España, lo
bastante como para ganar el Premio Ojo Crítico de Narrativa y como
para que yo empezara a preguntar por él en librerías hasta que en
la Feria del Libro de Madrid di con él).
Trescientos
días de sol
vive en mi estantería de los libros predilectos, y es uno de los
libros de relatos con los que comparo las colecciones que escribo, y
aunque sé que perderé en la comparación, lo que pretendo decir es
que lo considero dentro del patrón oro de la narrativa breve
española, junto a Gritar,
de Ricardo Menéndez Salmón, Crímenes
triviales,
de Rafael Balanzá o Mala
letra,
de Sara Mesa. Entre otros.
Ismael
Grasa fue finalista del Premio Herralde a los 26 años, en aquellos
años 90 en los que los autores jóvenes copaban los premios
literarios más importantes. No he leído aquellas novelas de
Anagrama, solo lo conozco como cuentista. Puede parecer, que si uno
empieza siendo finalista del Herralde y publicando en Anagrama, lo
que venga después será una cierta caída. Menos distribución,
menos medios. Pero quizá también más tranquilidad. Parece que
Ismael Grasa escribe tranquilamente, a su ritmo (después del
relativo éxito de Trescientos
días de sol,
pasaron 7 años hasta el siguiente libro de ficción, entre medias un
ensayo sobre su experiencia dando clases, es profesor de instituto),
sin presiones, lo que le va apeteciendo. Eso no tiene precio.
Lanzo
una pregunta al aire. ¿Qué tiene Huesca para los cuentistas? Ismael
Grasa, Carlos Castán, Cristina Grande, Óscar Sipán, todos nacieron
en aquella provincia y forman, cada uno con su estilo y
características, obras personales, apartadas de los carriles
centrales de la literatura, en los márgenes en muchos sentidos.
Los
relatos de Ismael Grasa son de estirpe inequívocamente realista. Uno
coge un relato de Ismael Grasa y piensa en Cheever, en Carver, en
Wolff. Los relatos son realistas pero no olvidan, en ningún momento,
que la realidad está llena de dobleces y lugares oscuros. A veces el
realismo peca de simplificador. No es el realismo de Ismael Grasa un
realismo magro, lacónico, mínimo, que caiga en lugares comunes y
frases que no arriesgan. Su estilo es lacónico, cierto, pero muy
preciso y certero. El
jardín,
este libro, pasó desapercibido, o me pasó desapercibido. Es una
pena que libros redondos se nos queden fuera del radar. Por suerte
hay segundas oportunidades. No sabía de su existencia hasta que me
lo tropecé en la biblioteca la semana pasada, y me dio una gran
alegría. Me acompañó durante un viaje en tren y antes de llegar a
mi destino ya estaba terminado. Luego repasé un par de cuentos
durante el viaje de vuelta, y los he repensado. Es esa clase de
libro.
El
jardín
es un libro que se sitúa en los márgenes. Desde un cierto
distanciamiento, Ismael Grasa se torna en un observador agudo, y
aunque no podemos decir que en sus relatos sucedan acontecimientos
especialmente destacables, en el sentido narrativo sí están llenos
de acción. La historia avanza constantemente, se desvía poco de su
carril, no hay descripciones irrelevantes, no hay reflexiones
gratuita. Son relatos magros, sin digresiones. Que conste que la
digresión bien utilizada, bien engarzada, me parece un recurso muy
bueno, y disfruto muchísimo con ellas. Soy un firme creyente en esa
frase de Rodrigo Fresán que habla de ir de A a B, en lo narrativo,
pasando por Z. Ismael Grasa no lo hace, utiliza un buen gps y llega
de A a B. No resulta sin embargo previsible, no hay una receta que se
adivine, es sencillo como lo es Chejov, no suena a solución fácil,
a trillado.
De
manera totalmente gratuita, y después de haber leído varias veces
Trescientos
días de sol,
he establecido una especie de canon de Ismael Grasa. He decidido,
arbitrariamente, que los relatos Mecedoras,
Tablón de anuncios, Trescientos días de sol y
No me gustan los psicólogos,
incluidos entre los 12 de aquel libro, son la esencia, el destilado
de la manera de escribir cuentos de Ismael Grasa. No sé ni explicar
por qué, pero de alguna manera lo siento, como siento que si alguien
me pidiera que le explicara qué es Cortázar con un relato, le
diría: Los
venenos,
aunque estaría quizá apartando la mirada de otros muchos Cortázares
posibles. Desde esa arbitrariedad, y sabiendo que me lo he inventado,
he reconocido esas esencias de Grasa en
El jardín.
El
jardín
está compuesto por cinco relatos que se van a las 25 – 30 páginas.
Una característica de los relatos de Ismael Grasa que lo aleja,
quizá, de sus compañeros de generación y camino, es que sus
narradores no son escritores. Son seres más o menos anónimos, que
miran, apuntan, observan, tienen miedo y se equivocan. Hay conserjes,
jardineros, funcionarios aburridos, kioskeros, clase obrera ahora que
está desaparecida. Hablan de ciudades medianas y de pueblos en la
montaña. De hijos que no se comunican bien con sus padres, parejas
que no funcionan, amigos que se odian, profesores que no se enteran
de lo que va el juego. Sus personajes no paran de equivocarse, y la
mirada del autor es siempre compasiva, o por lo menos comprensiva.
¿Quién no se equivoca 100 veces al día?, nos dice de alguna
manera. Y como lectores, y como seres humanos equivocados, le damos
la razón.
Los
relatos de El
Jardín
se llaman Instrucciones
de verano, El vigilante, Reflejo nocturno, Huellas de jabalí y
El jardín.
Los cinco merecen la pena, los cinco nos dejarán un rato pensando.
Creo que es muy importante que las historias de un autor sean capaces
de establecer un diálogo con nosotros. Y estas, y todas las que yo he leído de
Ismael Grasa, nos hablan. Nos preguntan qué somos a base de
mostrarnos qué son ellas. Totalmente recomendado.
Seguiremos
leyendo
Felices
lecturas
Sr.
E
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