Cuentos
completos, de Mario Levrero (Mondadori)
Para
mi último cumpleaños, en agosto, me regalaron los Cuentos
completos de Mario Levrero. Llevaba años, y no exagero,
esperando esta edición, de la que Ignacio Echevarría llevaba años
comentando que estaba preparada en Mondadori pero nunca
acababa de salir. Ha sido el verano de 2019, ya quince años después
de la muerte de Levrero, cuando por fin ha llegado a nuestro mercado.
Me alegro. Y creo que cualquiera que llegue hasta estos cuentos,
sabiendo quien es Levrero de antes o descubriéndolo sobre la marcha,
se alegrará. Los levreristas, que somos objetivamente pocos pero muy
convencidos en esa fe y proselitistas, tenemos un nuevo libro que
recomendar, que regalar, con el que invadir las conciencias de
quienes no han experimentado aún el mágico momento de abrir ciertos
pasajes de la obra de Mario Levrero. Desde mi conversión en 2013, he
regalado muchos ejemplares de La novela luminosa y El
discurso vacío, y de cada uno de ellos ha nacido un levrerista
más, y en los casos en que no ha sido así, es solo porque no han
leído todavía el libro, pero lo leerán y se harán seguidores de
su obra.
Dejo
la ironía del primer párrafo, para que no se me pueda confundir con
un iluminado. Desconfío en general de quienes han visto la luz,
salvo que no pretendan iluminarme con ella, y se limiten a contarme
que se la encontraron, que refulgía y metieron la mano dentro.
Levrero, como Philip K. Dick, creía realmente en lo sobrenatural, en
lo paranormal (a la que dedicó parte de su vida de superviviente
profesional, escribiendo en revistas de esa temática y escribiendo
incluso un Manual de parapsicología a finales de los setenta)
y en las señales que el más allá le enviaba a uno, a las puertas
de la muerte. Por eso se puso a escribir La novela luminosa,
para relatar su visita a esas luces y puertas antes de someterse a
una delicada operación en la década de los ochenta.
Hasta
ahora, yendo a los cuentos, había podido leer únicamente el primer
libro de relatos de Levrero: La máquina de pensar en Gladys,
de 1970, en una reedición montevideana de 2010 (Irrupciones Grupo
Editor) que compré (a precio de caviar, aunque por suerte son
cuentos – caviar) en una Feria del Libro de hace unos años. Me
había encontrado algunas ediciones más en La Central pero me
las había prohibido a mí mismo por esos precios, y porque ya había
oído hablar de la futura edición de sus cuentos completos y la
esperaba.
Hay
muchos criterios para editar los Cuentos completos de un
autor. Hay ediciones de Cuentos completos que realmente no son tales,
sino los cuentos completos que han sobrevivido a un cierto filtrado
del autor u otros, y son por lo tanto los cuentos relativamente
completos de un autor, o sus cuentos completos autorizados. Pasa con
las ediciones de Cheever o de Fogwill, por ejemplo. Otros optan por
hacer una antología en lugar de una edición realmente (o
fingidamente) completa, como Tobias Wolff. Por último, en el caso de
quienes sí pretenden entregar al lector una edición verdaderamente
completa de los cuentos de un autor, surge también la duda de cómo
hacerlo, entregándose a un orden cronológico (sea de pura escritura
o de edición), o jugando a una cierta reescritura y buscando
afinidades temáticas y bloques en los que presentar los cientos de
relatos al lector. Creo que lo más honesto, o quizá no honesto pero
sí lo más valioso para el lector que quiere empaparse de la
cuentística de un autor, lo que incluye ver caminos, errores,
crecimiento, rectificaciones, es ofrecer los cuentos tal cual, en
orden de escritura. Así son por ejemplo los Cuentos completos
de J. G. Ballard, así son también estos Cuentos completos de
Mario Levrero.
Los
más de sesenta cuentos de Mario Levrero que encontramos aquí
recogen seis libros de cuentos y unos pocos textos sueltos, y se nos
presentan en el orden en el que fueron publicados. Los libros son: La
máquina de pensar en Gladys (1970), Todo el tiempo
(1982), Aguas salobres (1983), Espacios libres (1987),
El portero y el otro (1992) y Los carros de fuego
(2003). Se incluyen otros textos no recogidos en ediciones unitarias,
Tres aproximaciones ligeramente erróneas al problema de la Nueva
Lógica y Ya que estamos, que se intercalan entre Aguas
salobres y Espacios libres respetando los años de su
publicación en revistas. Levrero, como cualquiera, guardaba textos
en los cajones, por lo que el orden cronológico nunca deja de ser
relativo, ya que un texto escrito por primera vez en 1967 y
descartado puede ser rescatado en 1989, vuelto a trabajar, reescrito,
y aparece al fin en un libro en 1992. Pero esos detalles, para el
lector llamemos estudioso de Levrero son interesantes y completan su
visión.
La
narrativa de Levrero tiene tres grandes fases, que quien ha leído
sus novelas puede ver claramente y puede valorar de manera distinta
(conozco lectores que adoran a Levrero en igual medida y prefieren
una u otra vertiente de su escritura). La primera fase, la puramente
kafkiana, está muy bien representada por su Trilogía involuntaria
(La ciudad, El lugar y El país). Son novelas esencialmente
imitativas del modelo de Kafka, especialmente de El Castillo. En mi caso esas fueron las primeras obras de
Levrero que leí, y aunque me gustaron, y lo hicieron, y me siguen
gustando, no pasan para mí de ser buenas imitaciones (entiéndase
por favor que hablo de imitaciones con un valor artístico propio) de
Kafka, pero ni siquiera centrándome en las lecturas que he hecho de
relatos con puntos absurdos en esa línea de evidente inspiración
kafkiana me resultan los mejores que he leído. Levrero nunca ha
abandonado las enseñanzas de Kafka, sus escritos nunca se han
alejado ni de la línea de absurdo que se abre en él, ni ha dejado
de lamentarse por el peso del mundo y la culpa que tan bien dibujó
el checo en sus novelas, de quien Levrero se muestra un discípulo
casi insuperable en la última parte (autobiográfica, más o menos)
de su producción.
Lo que
hizo Levrero, después de sus inicios, fue derivar durante décadas
la mayor parte de su producción narrativa por esa línea absurda,
pero con una intención más lúdica, creando un mundo surreal de
intenciones a veces cómicas, en el que muchas veces usa como modelos
de escritura novelas de detectives, sobre cuya percha va colgando
historias absurdas (algunas de las cuales, como Nick Carter se
divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo o La
banda del ciempiés se me hicieron muy cuesta arriba cuando las
leí). En sus cuentos, no se apoya tanto en este elemento
detectivesco y nos da algunos relatos magníficos en los que el mundo
fantástico y absurdo que nos ofrece es una maravilla (algo que hace
también con buen resultado en las novelas Fauna y
Desplazamientos, pero no con la brillantez de muchos de estos
cuentos; es más fácil, debemos pensar, sostener un mundo absurdo y
que no llegue a cansarnos en un cuento que en toda una novela).
La
máquina de pensar en Gladys tiene sus mejores puntos en este
absurdo, con cuentos como La calle de los mendigos, Historia
sin retorno nº 2 y Ese líquido verde. El absurdo crece y
se vuelve pesadillesco en Gelatina. Y en este libro maneja
estupendamente otros dos recursos: los cuentos de casas con alguna
clase de encantamiento (pero no se piense en fantasmas, más bien en
casas ilógicas llenas de trampillas y secretos), con dos cuentos
estupendos: La casa abandonada y El sótano, y una
especie de prosa poética minimalista que es la que mueve La
máquina de pensar en Gladys (el cuento), que abre y cierra la
colección, con el cuento y su versión alternativa (La máquina
de pensar en Gladys (negativo)), apenas distinta. Son dos
ejercicios de minimalismo, en los que acompañamos a un narrador en
el momento previo a irse a la cama, revisando que todo en su casa
está en orden, dejando abierta una pequeña rendija por la que
intuimos que lo extraordinario se cuela en lo rutinario.
La
máquina de pensar en Gladys, y me refiero ahora a la colección,
es un libro compacto y lleno de sentidos, muy bien escrito, que
domina registros muy variados sin dejar de ser coherente. Es
sorprendente su redondez (y casi diría sabiduría) para ser el
primer libro de cuentos de un autor, un autor que empezó a escribir
como por casualidad y probando. Todo el tiempo (1982) reúne
tres relatos y ocupa casi cien páginas. Aquí no hay minimalismo,
son relatos que se extienden, que podrían estar más podados pero a
los que, con la forma que tienen, no se les advierten tiempos
muertos. Lo fantástico prima pero no es el mismo tipo de fantástico
de La máquina de pensar en Gladys. Aquí hay menos
imaginación surrealista y absurda y un acercamiento más canónico
(“canónico”, en manos de Levrero) a algo parecido a la ciencia –
ficción en el caso de La cinta de Moebius y Todo el
tiempo. El primer cuento, por contra, aunque entra en rupturas de
la realidad más o menos esperable, es un ejercicio de memoria y
dolor, un salvaje cuento del oeste con el desamor y el desgarro como
temas. Alice Springs (El circo, el demonio, las mujeres y yo)
nos muestra a un Levrero enamorado y un Levrero desenamorado, en una
historia que pone en marcha la marcha a Australia (a la ciudad de
Alice Springs) de una amiga que acabaría siendo su mujer y madre de
su hijo Nicolás, quien firma uno de los dos prólogos y el epílogo.
Es un cuento buenísimo, que me ha entusiasmado desde el principio y
que me parece, con toda la antología ya digerida, de los mejores
textos de Levrero, un cuento que he encontrado emparentado con dos
novelas cortas de Levrero, en las que lo fantástico toma forma
onírica pero no llegan a las cotas del absurdo que en ocasiones
hacía sus textos desmesurados. Me refiero a Desplazamientos
(escrita más o menos en la misma época) y El alma de Gardel
(de 1996).
Los
textos intermedios de Aguas salobres (1983) y los que no
estaban recogidos en colecciones y ya nombré al principio me parecen
interesantes, pero no redondos. Son interesantes para encontrar
algunos caminos que Levrero estaba probando pero que no dominaba, que
aparecerán más adelante en su narrativa pero aún no acababa de
tener claros. Espacios libres (1987) me parece, junto a La
máquina de pensar en Gladys, el otro gran libro recogido aquí.
Casi doscientas páginas y 18 relatos, de muy variada confección.
Levrero es un escritor de obsesiones, y aparecen en esta colección
cuentos de personajes perdidos en alguna clase de trampa lógica (El
laberinto), casas de las que no hay manera de escapar (Nuestro
iglú en el Ártico), cuentos de dobles (El factor identidad),
algún circo o feria ambulante (Feria ambulante). Una de sus
principales obsesiones, de las que pueblan sus sueños y sus cuentos
más parecidos a sueños (que son bastantes, cuentos en los que una
escena sucede a otra sin cambio lógico) es el sexo. En las novelas y
cuentos de Levrero aparece con frecuencia la mujer que hace perder la
cabeza al protagonista y desencadena una serie de acontecimientos que
se convierten en la trama que estamos leyendo. Esas mujeres, que en
algunos casos tienen apuntes de mujer fatal de cine negro clásico,
pero en muchos otros no, suelen ser exuberantes, hacen que pierda
toda mesura el protagonista y se pone a perseguirlas de un modo
obsesivo. Leídos algunos de estos cuentos (muchos tienen detalles,
otros se basan casi por completo en la obsesión por una mujer) en
2019 llevan a pensar en que esas escenas de sexo, muchas veces
forzado, tendrían pocas opciones de que se las hubieran publicado
hoy. Y cuentos como Apuntes de un voyeur melancólico podrían
haberle dado problemas. En este libro tenemos hasta una fábula de
animales, Los ratones felices, en la que asoma un tema que
también inquietó siempre a Levrero y que lo mantendrá siempre
emparentado con Kafka, el miedo a la autoridad ajena, esa que no
hemos elegido y que está en condiciones de mandarnos y condicionar
nuestra vida. Levrero siempre entendió las obligaciones (laborales,
familiares, sociales) como un obstáculo para su arte, y cualquier
lector de La novela luminosa sabe cuánto le perturbaban esas
invasiones de su ocio que los aspectos prácticos de la vida
suponían. Aquí también están presentes esas ideas, que van de
Dios (una especie de Dios nos habla en Irrupciones) a los
jefes de la oficina o aquellos familiares que nos roban el tiempo.
Capítulo XXX es un relato muy potente, denso y perfectamente
dosificado que podría estar en una antología de relatos de terror
de corte lovecraftiano (o bueno, de inspiración lovecraftiana). En
Espacios libres hay hasta cuentos decididamente vanguardistas,
aunque hay que dejar claro que la escritura de Levrero siempre (o con
mucha frecuencia) tiene algo vanguardista, de interrupción de la
realidad, discontinuidad del sueño, escritura automática, pero aquí
me refiero a relatos posmodernos y experimentales como Ejercicios
de natación en primera persona del singular y La nutria es un
animal del crepúsculo (collage). Espacios libres, el
cuento que da título, es de los más comedidos de toda la colección,
y también uno muy divertido y bastante redondo. Una pequeña
historia de búsqueda de una mujer, en la que se suceden
malentendidos y secuencias de una historia detectivesca.
En El
portero y el otro (1992) hay cuentos que repiten temas e ideas, y
destaco la finura de Interminables tardes de verano, las parodias
detectivescas de El inspector y Una confusión en la serie
negra o un nuevo ejercicio de collage (me imagino de hecho a
Levrero recomponiendo párrafos escritos y desechados para componer
un nuevo texto, muy sugerente) que dibuja esos malentendidos del día
a día, Confusiones cotidianas. Los más interesantes, de
todas maneras, entre los textos, me parecen Entrevista imaginaria
a Mario Levrero, una especie de manifiesto como escritor de
Levrero que escribe en forma de una entrevista que él mismo realiza
a Mario Levrero, el escritor, y dos textos de mediados de los ochenta
en los que se empieza a ver esa escritura autobiográfica que
centraría sus últimos años, que irrumpe en su obra de ficción
parcialmente en El alma de Gardel y Dejen todo en mis manos
y que se hace manifiesta y central en El discurso vacío y La
novela luminosa. Esos textos son Apuntes bonaerenses, que
tiene además la curiosidad de presentar, veinte años antes, una
especie de adelanto del capítulo de las palomas de La novela
luminosa y Diario de un canalla, que yo ya había leído
como segunda parte de Burdeos, 1972, y en el que un Levrero
con una vida y un trabajo estable, quizá por primera vez en su vida,
se lamenta de esa estabilidad y las traiciones a las que ha sometido
a su arte para mantener una vida más estable. También son muy
divertidos los Cuentos cansados, que he estado leyendo a mis
hijos por la noche este último mes y se han convertido ya en textos
tan clásicos para ellos como algunos de los Cuentos por teléfono
de Gianni Rodari.
Los
carros de fuego (2003) recoge cinco relatos finales, que no
destacan dentro del conjunto de su faceta cuentística, quizá con la
excepción del propio Los carros de fuego. Aún no abandonaría
el libro después de cerrar el último cuento, pues las notas finales
del hijo de Levrero, en las que relaciona algunos cuentos con
momentos de la vida del hijo y la relación con su padre, me parecen
tiernos y muy significativos de la vida y obra de un autor, Levrero,
que nunca gozó de un reconocimiento masivo, que de hecho estuvo muy
lejos de tenerlo, y que como nos cuenta su hijo solo disponía a
veces de un único ejemplar de sus propios libros y solo se los podía
prestar a él de uno en uno, y hasta que no le devolvía una de las
novelas o colecciones de cuentos no podía llevarse el siguiente.
Un
libro que ha tardado años en llegar a España pero que al fin ha
llegado y que creo que es una obra imprescindible para los
levreristas, seamos quienes seamos, y que puede ser un buen
acercamiento, siempre original y divertido, para quien nunca se haya
sentado a ver pasar la vida, con sus pasos, sus desvelos, sus
presiones y molestias, al lado de Mario Levrero.
Seguiremos
leyendo
Felices
lecturas
Sr. E
Muy buena reseña, gracias.
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