El fantasma en el libro, de Javier Calvo (Ed. Seix Barral)
Conozco
a Javier Calvo como novelista (Mundo
maravilloso me parece una muy buena novela, con un mundo propio muy
potente, y El jardín colgante me
parece que hacía parodia de algunos puntos oscuros de la democracia, pero
precisamente con esa parodia se permitía sacarlos a la luz y retratarlos).
También conozco a Javier Calvo como traductor, especialmente de David Foster
Wallace y J. M. Coetzee, y en este libro se retrata sobre todo como traductor. En principio, basándome en mis experiencias como lector de su ficción y sus traducciones, me interesa lo que tenga que decirme sobre cualquiera de las dos labores.
El fantasma en el libro
es una obra que trata de retratar un oficio, el de traductor literario. Javier
Calvo hace en primer lugar un repaso por la historia de esta profesión, muy
ligada en sus orígenes a los textos clásicos y sagrados. Aparte de aprender un
poco de historia, nos va mostrando cómo el oficio ha ido cambiando, y cómo ha
ido virando desde una labor casi equiparable a la de escritura, en la que el
traductor, además de volcar el texto de un idioma a otro, se tomaba la libertad
de arreglarlo según su criterio, a una labor en la que se entiende que lo
principal es que la versión en el idioma al que se traduce sea lo más parecida
a la versión original, considerándose malas traducciones aquellas que reforman
o cambian sentidos. Esto, claro, hace que nos acerquemos a los tiempos de las
máquinas traductoras.
La
traducción creativa de la que habla Javier Calvo abría las puertas a que
prácticamente un libro se convirtiera en otro. Se habla de ejemplos quizá
extremos, como el de un traductor francés que dejó La odisea en la mitad de páginas y pasajes porque consideraba que
así era más ágil, o de Leandro Fernández de Moratín traduciendo a Shakespeare y
tomándose la libertad de introducir o quitar personajes, añadiendo escenas,
eliminándolas, etc. Estos son los excesos, en algunos casos motivados porque el
traductor es un escritor y se cree capaz de mejorar el original, en otros
porque no domina realmente el idioma y más que traducir adapta, o porque juzga
que una cierta adaptación facilita la lectura, en otros casos por motivos más
oscuros como la censura o la autocensura. Pero salvando los excesos, hubo
grandes traductores creativos que reivindicaban esa labor creativa, ese añadido
que daba el traductor. Un ejemplo clave es Borges, quien por ejemplo dotó a
Faulkner de un lenguaje y un ritmo propios en castellano (recuerdo a Piglia
diciendo que en su juventud leía mucho a Faulkner traducido por Borges, que era
algo así como leer a Onetti). Otro, aunque como discurso defendía justamente lo
contrario, fue Nabokov. Nabokov es además un ejemplo muy interesante de
autotraducción, ya que se encargó de pasar sus primeras novelas rusas al
inglés, y sus novelas americanas al ruso. Nabokov es un tipo de autotraducción
de alguien que se ha criado con varias lenguas y que las domina perfectamente.
Otro de los ejemplos de autotraducción que se estudia es el de Beckett, aunque
el francés de Beckett no era tan rico como su inglés y eso hace que sus obras
en uno u otro idioma no sean exactamente iguales. El mismo Beckett hablaba de
que le gustaba escribir en francés, con sus limitaciones idiomáticas, porque
eso potenciaba el efecto de extrañeza en sus textos.
Calvo
se lamenta de que no se valore suficientemente al traductor, y que eso esté
convirtiendo su trabajo en poco apreciado, por lo tanto mal pagado, y como
normalmente sucede cuando un trabajo se paga mal, al final de poca calidad.
Calvo habla de una generación de traductores anterior a la suya que tuvieron un
importante papel en las editoriales, un cierto peso, vivieron muy ligados a los
autores en los que estaban especializados, y fueron verdaderamente sus voces en castellano. El
castellano, el español, su uso y las traducciones que pretenden abarcar desde
Valladolid hasta Cali es otro de los temas que se tratan en el libro. Calvo
cree que esos grupos multinacionales que intentan que los texto suenen neutros
han acabado creando un idioma plano, sin matices, que en realidad no existe.
Hay un castellano traducido que en realidad no se habla en ningún sitio y a
todos espanta pero es con el que tenemos que leer. Con el peligro añadido de
que el lector de traducciones acabe adaptándolo como anglicismos
castellanizados.
Otro
punto importante es el de las traducciones que vienen de traducciones, algo que
en España fue típico para leer a autores rusos u orientales, a los que casi
siempre se traducía desde el francés, no desde el idioma original. Algo que ha
ido cambiando.
Otras
de las cosas que han ido cambiando al dar cada vez menos importancia a la labor
del traductor, y que abre interesantes temas, es que si se busca un idioma
neutro, sin matiz, sin literatura, llegará el día en el que los traductores
automáticos sean suficientemente buenos para lograrlo y el traductor como tal
desaparezca. Otro es que el lector, precisamente, al no ser más exigente,
legitima la mala traducción. Javier Calvo habla de un fenómeno al que estamos
llegando en los últimos años, y no sólo en la traducción, que es el de la gente
que genera contenido gratuito, sin mayor nivel de exigencia, pero que hace lo
que llama fantraducciones, muy ligadas a sagas fantásticas, que mediante las
voluntariosas traducciones de fans entregados permiten al lector impaciente
acercarse a la historia (aunque quede desfigurada por las malas traducciones)
antes de que llegue por los cauces editoriales habituales al lector. Quitándole
en muchos casos, además, lectores a la editorial que oficialmente tiene los
derechos. Esto apunta a una idea muy interesante, como dice Calvo, el llamado crowdsourcing, del que se aprovechan Twitter, Wikipedia, Google o Facebook, plataformas que consiguen que
miles de personas generen contenidos gratuitos para ellos.
El fantasma en el libro
es una obra muy interesante, que conviene leer y sobre la que conviene
reflexionar, pues nos pone otra vez ante un mundo que se acaba, el de la
edición tradicional, y que viene a ser sustituido muchas veces por algo dudoso
y cuestionable. El título, que no hemos comentado, viene a hacer referencia al
papel del traductor como una presencia necesaria, innegable, pero que no debe
notarse demasiado en el resultado del libro, pues dejando al margen las
libertades creativas que los traductores se hayan tomado en la historia, la
traducción sólo suele notarse cuando falla, cuando nos enfrenta a palabras que
suenan raras, a frases mal construidas, a referencias mal dadas.
Seguiremos
leyendo y reflexionando sobre lo leído.
Felices
lecturas
Sr.
E
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