sábado, 30 de noviembre de 2019

Los nuestros, de Serguéi Dovlátov


Los nuestros, de Serguéi Dovlátov (Fulgencio Pimentel)

En la editorial Fulgencio Pimentel han seguido este otoño publicando las obras de Dovlátov. Podría decir sin exagerar demasiado que este autor ruso ha sido mi gran descubrimiento de 2019, aunque ya había leído antes algo suyo. Y sin ninguna exageración también puedo decir que la labor editorial de este sello está siendo impecable con la obra del ruso. Espero cada nueva entrega ya con la devoción del fan entregado, y me gustaría (por si alguien de la editorial lee estas palabras y quiere tomar nota) que el siguiente libro fuese La zona.

La peripecia editorial de Dovlátov había sido hasta estas nuevas reediciones inconstante y variada. Si uno busca viejos ejemplares en bibliotecas, se da cuenta de que aparecieron, cuando lo hicieron, en editoriales pequeñas, que sacaron uno o dos libros y al no obtener con ellos ni ventas ni prestigio, renunciaron. Ya lo he contado, pero el primer libro de Dovlátov que leí, La extranjera, lo rescaté de un expurgo en una biblioteca municipal. Estaba ahí ya descatalogado, dejando pasar las horas hasta que un monstruo triturador se lo llevara por delante, o hasta que alguien lo rescatara.

El año pasado ya leí Retiro, en las ediciones de Fulgencio Pimentel, y confirmé que Dovlátov iba a ser alguien importante en esta etapa lectora de mi vida. Las lecturas a principios de año de Oficio y La maleta lo confirmaron y como contaba, me convirtieron en uno de esos fans irredentos que esperan cualquier novedad relacionada con su obsesión, su nueva obsesión. Y tampoco es que me pase el día pendiente de si salen nuevas traducciones de Dovlátov, pero este otoño, de paseo por librerías, vi que había llegado Los nuestros y rápidamente lo cogí y lo traje a casa.

Los nuestros, como La maleta, como tantas páginas de Dovlátov, es autoficción, de esa que ahora se cuestiona y critica tanto. Pero claro, no critiquemos lo colectivo y leamos a los autores. Y Dovlátov es un escritor de primera. Y como en La maleta, lo que Dovlátov hace en Los nuestros es escribir su autobiografía, o parte de la misma, de modo indirecto. En La maleta recurría a los objetos que definían su vida, los que le acompañarían en una modesta maleta de exiliado que abandonaba finalmente Leningrado y se marchaba a los Estados Unidos, y a través de esos objetos nos contaba lo que realmente le interesaba contarnos, su vida. Aquí recurre a parientes, amigos y seres cercanos, y a través de sus andanzas (o pensamientos, porque algunos se mueven más bien poco, hay algún aventurero en este libro de Dovlátov, pero hay más imprudentes sedentarios que aventureros, abundan en la estirpe de Dovlátov los bocazas capaces de buscarse la ruina sin apenas poner el pie en el portal, un rasgo que comparte con orgullo el escritor) dibuja su vida, su personalidad y hace un retrato colectivo de un momento concreto de la URSS.

El libro, aunque no alcanza el nivel (aunque lo releeré, porque no sé si la culpa será de que no estaba yo tan predispuesto al nirvana lector como con Oficio o La maleta) de otras obras que he ido leyendo de Dovlátov, es estupendo. Y Dovlátov brilla entre la mediocridad de novedades que se acumulan. Es un oasis para un lector como yo. Un lector que ya espera nuevas entregas (y vuelve a recomendar a la editorial que pase por La zona, los cuadernos de la época que Dovlátov pasó como guardia en un campo de concentración soviético) y seguirá atento a los nuevos rescates del autor ruso. Mientras tanto, releeré pronto este, y quizá también Oficio y La maleta.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

martes, 26 de noviembre de 2019

La Odisea ilsutrada, de Miguel Brieva y Carmen Estrada


La Odisea ilustrada, adaptación de Miguel Brieva y Carmen Estrada (Malpaso)

No vamos a descubrir el Mediterráneo y decir que La Odisea (como La ilíada o como Las mil y una noches) es un libro, no solo fundacional de nuestra tradición cultural y de la Literatura, así contada, con mayúsculas, sino además un libro que cuenta una historia que permanece con el mismo poder de seducción y entretenimiento que siempre ha tenido.

No pretendemos descubrir el Mediterráneo, pero sí está muy bien que recordemos que este clásico, como otros, es un libro que habría que leer más. Quizá respetarlo menos y leerlo más sería una buena recomendación.

La Odisea, como saben todos los que no la han leído, narra las vicisitudes de Odiseo (o Ulises) en su regreso a Ítaca, su reino, tras el fin de la Guerra de Troya. Odiseo consumirá la misma cantidad de tiempo en regresar que el que empleó en la propia guerra. Quizá porque la verdadera guerra a la que se debe enfrentar es la de la vuelta al hogar.

A mi hijo, de 6 años, le flipan las aventuras de Odiseo, y las de la Guerra de Troya y las de Jasón y sus argonautas. Es cierto que ningunas de estas le gustan más que las de los trabajos de Heracles, que son sin duda sus aventuras preferidas entre las de la mitología. Pero las leemos recurrentemente, en un par de ediciones para niños que tenemos en casa y que son parte del menú habitual de nuestras lecturas de antes de dormir.

Cito a mi hijo de 6 años y su fascinación por La Odisea y otras leyendas épicas como ejemplo de que son historias tremendamente atractivas, que se siguen con interés natural, que nos inquietan y nos hacen desear saber cómo seguirán.

No deberíamos dejar que esa fascinación se perdiera, y deberíamos ejercitarla, leyendo estas leyendas y otras. La edición de La Odisea ilustrada por Miguel Brieva, con textos de Carmen Estrada, es un libro muy útil en ese camino. No es una traducción de La Odisea al uso, y no lo pretende. Asume, como proyecto, que hay lectores que van a recurrir a la fuente clásica y otros que no lo harán, y a los que será más fácil acercarse desde otros planteamientos. Y eso es lo que se hace aquí con un texto simplificado y muy ágil, que se lee con fruición y se disfruta. No es La Odisea, pero es una versión de La Odisea muy divertida, muy bien trabajada y con la que uno conecta con Homero a través de dos médiums, una del lenguaje y otro que le presta apoyo gráfico a la historia.

Al margen del tema lingüístico, los dibujos de Brieva sacan el poema épico de su apariencia tradicional y lo envuelven en un aspecto gráfico lleno de referentes al cómic americano (sin caer en la estirpe de los superhéroes, porque no necesita Odiseo que lo tomen por un Batman cualquiera). Dotan al libro de un valor artístico muy importante y hacen que sea un objeto que vale la pena tener para releer de cuando en cuando. Además del lenguaje, el texto también adapta la estructura, acercándola más a la que un lector contemporáneo sin especiales intereses en las Humanidades y las Letras Clásicas pueda tener, asumiendo que el lector se sentirá más cómodo en la novela moderna y en la lectura de novelas gráficas e incluso en el visionado de series de televisión, y dándole un libro que se adapta a esos ritmos y expectativas.

Creo que sería un libro muy aprovechable en una asignatura de Cultura Clásica de instituto, y una buena idea también para cualquier lector adulto que nunca haya encontrado el momento de enfrentarse a uno de los clásicos fundacionales de la Literatura, uno de esos pocos libros de los que se puede decir realmente que salen todos los demás. Una muy buena opción de lectura y disfrute.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

domingo, 10 de noviembre de 2019

Stop - time, de Frank Conroy


Stop – time, de Frank Conroy (Libros del Asteroide)

Hablaba hace unos días con un buen amigo y buen lector de la cantidad de libros que nos llegan a España con la etiqueta de obras maestras de la narrativa norteamericana, la sensación en Estados Unidos, un clásico norteamericano, etc. Por no hablar de los maestros desconocidos de Faulkner, los eslabones perdidos del posmodernismo o los representantes de la última moda que acaba de salir y va a durar quince minutos. Nos preguntábamos también a cuántos de esos había prologado Rodrigo Fresán. Venía la malvada broma precisamente porque le decía que había cogido este libro de la biblioteca, y se rastreaban en él todos los lugares comunes de la excelencia desconocida en España, y el libro legendario americano, y estaba prologado (cómo no) por Rodrigo Fresán.

Bromas malvadas aparte, la verdad es que aunque no todo lo que recomienda y alaba Fresán me gusta (ni puede gustarme, pues es un prescriptor que descubre autores que le resultan maravillosos cada semana) y Libros del Asteroide, como cualquier editorial, no siempre acierta, son dos puntos de referencia bastante fiables. Por recordar ahora mismo un libro que me pareció maravilloso y que venía de la unión de la misma editorial con el mismo prologuista, nunca dejaré de recomendar Postales de invierno, de Ann Beattie (aunque no debió ser demasiado exitoso, pues nunca ha vuelto a aparecer un libro de la autora canadiense en España). Unos días después de coger Stop - time de la biblioteca, lo cogí para llevarlo en el metro por la mañana. Y aunque al principio pudo costarme un poco entrar en él (no fue uno de esos amores a primera línea, pero no todos los amores tienen por qué ser fáciles ni inmediatos), en un par de capítulos había caído rendido ante su fuerza y su belleza. Cuando te montas en el metro a las siete o a las ocho de la mañana, dependiendo del horario de trabajo de cada día, y un libro te lleva muy muy lejos y a lugares exquisitos hasta el punto de estar deseando montarte en el transporte público para retomar la sensación, es que tienes algo valioso entre manos.

Stop – time, que pasaría por ser un libro de referencia para quien escriba autoficción desde que apareció en 1967, es una autobiografía de la infancia, que empieza con la vida de Frank Conroy y acaba cuando cumple 18 años y va a acceder a la universidad. Es una novela de formación, como tantas primeras novelas, solo que el autor decidió no esconderse bajo el nombre de otro sino coger su historia tal cual y llamar a todo el mundo por su nombre. Acompañamos al pequeño Frank Conroy de una casa a otra durante todos esos años, con su madre (su padre pasó grandes períodos de su vida en clínicas psiquiátricas y murió cuando él aún era pequeño) y sus sucesivas parejas, con su hermana, haciendo nuevos amigos en cada nueva ciudad, fracasando de un colegio en otro, acostumbrándose de hecho a esa idea del fracaso y escapando de todo gracias a las pilas de libros de bolsillo que va atesorando y sus discos de jazz (Conroy fue casi más pianista de jazz que escritor, apenas escribió cuatro libros en cuarenta años, aunque sí se dedicó a la enseñanza de la escritura creativa en la famosa escuela de Iowa, de la que fue director).

Asistimos a la formación de un carácter y a los malos tragos que la infancia va dando, porque no es ese lugar dulcificado y eternamente feliz que se intenta vender, al menos no para todos, aunque por otro lado siempre sea posible sacar de las circunstancias que a cada uno le tocan una sensación de felicidad, por relativa que sea. Y lo mejor del libro, que no se diferencia tanto de El guardián entre el centeno o los relatos de formación de Bukowski, Fante o Tobias Wolff, está en la escritura. Porque las historias al final son muy limitadas en variantes, por más personales que sean, y aquí es la prosa la que nos atrapa y arrastra, con su fuerza y lirismo. Me ha gustado mucho más esta historia de infancia y primera adolescencia que los relatos que siempre he sentido más histriónicos y forzados de Fante y Bukowski. Me ha gustado tanto como Vieja escuela o Vida de este chico, de Tobias Wolff, un autor al que no se está reeditando en España y que vale mucho la pena.

La escritura de Conroy me ha hecho pensar, por su aparente sencillez y profunda complejidad, por su dulce amargura, en John Cheever, y en cuanto al recurrente tema de los últimos años de si la autoficción sí o no, creo que lo importante aquí es la potencia literaria del libro, una obra de primera, no sé si realmente un clásico americano contemporáneo, pero sí sé que un libro que merecería estar en muchos cánones. Si lo que hace es tirar de memoria y usar su nombre para contar una historia que va recorriendo espacios y tiempos distintos, y queremos llamarlo autoficción, adelante. Sobre este tema de la recepción de las obras en cada momento, libros como los que citaba antes de Tobias Wolff fueron recibidos en España como novelas en su momento, sin más. Pero volviendo a Stop – time, si nos limitáramos a discutir si el libro es un galgo o un podenco, estaríamos olvidando dos cosas muy importantes a mi parecer. La primera, que quien recuerda y le da forma literaria a ese recuerdo está haciendo literatura, pretenda ponerle la etiqueta de ficción o no, y que esa memoria es la base sobre la que trabaja todo novelista literario. La segunda, que se llame como se llame el género al que adscribamos este libro, es un gran libro, uno que vale la pena leer y paladear.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E