Escritores
sobre los que no leeremos en los suplementos de libros: Miguel Sánchez
Robles.
Donde empieza la nada (Ed. Algaida) y Tantos ángeles rotos (Ed. Gollarín)
A los que nos movemos por el circuito de
los premios literarios de ayuntamientos y provincias, subsuelo de la
literatura, mundo sin memoria del que nunca sale la gloria pero en el que
obtenemos golosinas para el ego y para el bolsillo y vemos impreso nuestros
nombres de vez en cuando, a esos, decía, nos suenan nombres de escritores que
se repiten de uno a otro y que a veces esconden a escritores de gran calidad
que no llegan a un público amplio, por mala suerte o por el desinterés del sistema editorial, y en algunos
casos también porque esos autores prefieren quedarse en los márgenes y sólo de
vez en cuando pescar. Uno de esos nombres que más nos suenan, de los que
faltan en el palmarés de muy pocos de los premios más importantes, es el de
Miguel Sánchez Robles, a quien he oído o leído nombrar muchas veces por parte
de esos escritores con sillón académico y editorial de peso detrás que pueblan
algunos jurados como un autor al que no se sabe por qué no le ha llegado un
reconocimiento mayor.
El principal problema de estos autores
es que resulta difícil encontrar sus libros para leerlos, porque muchas de las
publicaciones que conllevan los premios acaban perdidas o sólo son distribuidas
en las zonas de influencia de la diputación o pequeña editorial
correspondiente. A veces alguno de esos ejemplares acaba en una biblioteca, y
de una biblioteca he sacado en la última semana dos libros de Miguel Sánchez
Robles, Donde empieza la nada, una
novela con la que ganó el Premio Diputación de Córdoba de Novela Corta en 2008,
y Tantos ángeles rotos, una colección de relatos.
Todos los relatos de Tantos ángeles
rotos han ganado algún premio importante. Lo cual apunto pero no creo que
deba ser un factor a tener demasiado en cuenta a la hora de leerlos. Sí creo
que dice algo que jurados por toda España elijan textos de un mismo autor para
premiarlos. La colección de relatos es de 2006, y desde entonces Miguel Sánchez
Robles ha ganado certámenes suficientes como para hacer otra colección con esos
nuevos textos premiados. Que realmente no sé si habrá hecho, porque como ya
decía, es difícil seguir la pista de publicaciones y a qué se corresponden
exactamente.
Los relatos incluidos en Tantos ángeles rotos (magnífico y
sugerente título, por cierto) tocan muy pocos temas. Uno es la familia, como
epicentro de muchos de los grandes conflictos del ser humano a lo largo de la
vida, como cárcel para los hijos, como consolación para los padres, la familia
vista como una relación duradera que muchas veces parece una condena de por
vida. Otro es la escritura y la lectura, y una cierta manera de estar en el
mundo que se deduce inevitablemente del hecho de leer y haber leído mucho, a
veces también de haber visto mucho cine, y de escribir, de hacerlo de cierta
manera. Y hablo de leer y escribir y no hablo de literatura porque los
personajes y ese narrador casi único de Sánchez Robles no es un cursi literato,
sino es alguien que ha leído mucho y alguien que escribe porque tiene que
sobrevivir y la escritura no es lo que permite llevar la existencia, sino que
es la existencia. Y ese narrador que desprecia lo literario pero vive en lo que
escribe parece un alter ego poco disfrazado del autor, poeta, solitario,
profesor, de Murcia, muchas veces más concretamente de Caravaca, su ciudad, que
va a los bares y bebe, que se queda en casa y fuma, que lee y escribe de
madrugada, que juega a las cartas con los del bar, que los retrata en dos
pinceladas implacables, que se frustra con los alumnos que le tocan, pero no es
una frustración inútil, pues envidia su energía y su tiempo por delante, hay
melancolía de los cuerpos jóvenes y del ayer, melancolía de leer ciertos libros
por primera vez, pues con los años parece que a los narradores les llega la
derrota y les cuesta cada vez más terminar el libro que han empezado a leer o
ver con ilusión una película. Hay una mujer que en algunos textos está enferma
o en otros está muerta o en otros parece un grillete que encadena. Hay miradas
a los cuerpos de las chicas jóvenes y hay una fascinación por las leyendas que
se crean con los malentendidos, con lo que dice aquel viejo de la barra del bar
que se come las vocales o por cómo junta palabras ese otro, o por cómo hablaba
el padre del narrador o su tío o un viejo cura o un profesor. Se aprende de
Cioran y se aprende de aquel viejo que apura un coñac y suelta su verdad con
acidez en el esófago. No hablo de tramas concretas de relatos concretos porque
todos se confunden en un único relato al modo en que todas las películas de
Woody Allen son una misma película, pero lo importante es que esa película,
este año, salga bien, o no. Aquí el relato sale bien en cada intento. Y no son,
para nada, relatos perfectos. No son relatos con juegos técnicos. Son relatos escritos
con el hígado y son relatos para que los lea la espina dorsal, como diría
Nabokov. Miran a las entrañas de la vida y le cantan. Y muchas veces la
maldicen. Le vomitan encima y le piden que pague la cuenta. Y para muestra,
algunos títulos, que advierten de por dónde nos movemos: Todos nosotros, La tristeza del animal omega, Cáncer de pulmón, Miss
autoescuelas, El paraíso está para perderlo o Ya no tienen hambre los gorriones.
Antes de los relatos leí la novela Donde empieza la nada. El título ya advierte
del territorio por el que nos moveremos, el del hombre contemporáneo y el
vacío, el del tiempo de mirar por el retrovisor y ver que no hay esperanza, que
estamos cayendo. La trama aquí es mínima. Un narrador que va de hotel en hotel
o que se queda en casa, según la temporada, un narrador que es comercial de
libros y complementos variados, que va con su tenderete a institutos y mesas
redondas, despotrica contra el mundo. Y lo hace en una primera parte de la
novela en 2025, al final del primer cuarto del siglo XXI, y le canta las
verdades al siglo, al que ve vacío, muerto. Y en la segunda parte de la novela
vuelve a escribir, a mediados del siglo XXI, para ver que sus predicciones
tenían razón y que hasta se quedaban cortas. Donde empieza la nada duele y descoloca. Denuncia lo que se pierde
y que no se gana nada a cambio, pero para nada es una diatriba ni una novela
social. La novela se mueve manejando la tensión entre la memoria íntima, la de
quien ha conocido un mundo que se le ha derrumbado y la memoria colectiva, la
bienintencionada y que dibuja un mundo de colores alegres que no se parece
realmente al de casi nadie. Hay pesismismo, desesperanza, y cierta lucidez
amarga. La lucidez de quien al final de la noche en vela escribiendo frente al
ordenador da un último trago de whisky y lanza la maldición que abre el nuevo
día. La novela es sobre todo un ejercicio de prosa. Y eso era la literatura,
¿no? Y no hablamos de una prosa poética, que sí, que lo es, pero no en ese
sentido amable y lírico que tan temible resulta. Ni es una prosa deliciosa. Es
una prosa descarnada que destapa y retrata en ocasiones con crudeza las
verdades que se asumen sin más. Y al revés, una prosa que a veces descubre un
rapto de belleza en un rinconcito que se quedó sin barrer, en una mancha del
avance de la historia poco revisada, en una adolescente sin la ESO, en un
paraje sin cultivar, en el fondo de un vaso, en una pantalla de televisión que
no se ha apagado y llega hasta una película olvidada.
Diríamos que son dos libros, estos de
Miguel Sánchez Robles, que se escapan de lo que normalmente podemos leer. Y
diríamos, si quisiéramos ser aún más tópicos y que el narrador de Donde empieza la nada nos despedazara
por obvios y bienintencionados, que quizá hace años que se perdió alguna
frontera que separaba la literatura como se entendía hasta hace unas décadas de
lo que se publica hoy en los canales mayoritarios. Y el espacio para una
lectura exigente, y cuando digo exigente no digo difícil, pues son dos libros
que apetece estar leyendo a cada momento, dos libros que nos bailan entre las
neuronas y de los que uno subrayaría si no fueran de la biblioteca muchos
pasajes, buscando metáforas muy afortunadas, y otras menos pero igualmente
insólitas. Dos libros para recordar que escribir era tratar de sorprender al
lector, desafiarlo. O dos libros para gritar que pueden darle por culo al
lector, que se preocupe él de lo que lee y deje al escritor pelearse contra las
sombras. Dos libros para recordar que escribir es a veces lo único que nos hace
estar vivos, la única opción posible. Dos libros para celebrar los encuentros
fortuitos en las bibliotecas que quedan.
Seguiremos leyendo
Felices lecturas
Sr. E
Soy amigo de Miguel. Los dos seguimos viviendo en Caravaca. Hemos hecho burradas juntos y convivido muestras familias; pero no sería capaz de retratar su obra como tú lo has hecho. Enhorabuena.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu visita y por tus palabras, Jesús, las tomo como un cumplido hacia mi capacidad lectora. La prosa de Miguel me ha impactado y me ha parecido, dentro de lo sospechosa que me resulta la palabra, auténtica, salida de algún sitio muy dentro del autor.
EliminarMe gusta la forma con la que has descrito las obras de Miguel Sánchez Robles a quien conocí a través de su libro La tristeza del barro y gracias al mismo he podido leer otras de sus publicaciones. Para mí será siempre un gran escritor. Gracias por haberlo mencionado. Carolina Viñamata
ResponderEliminarBienvenida Carolina. Gracias por asomarte a esta cueva y tratar de ver algo con forma en sus sombras. Espero yo también poder ir accediendo a más libros de Miguel Sánchez Robles para seguir adentrándome en su escritura.
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