miércoles, 31 de julio de 2019

Algunos libros para el verano


Algunos libros para el verano

El blog se coge un mes de vacaciones, como cada verano, y me gusta decir Hasta la vista con una entrada con recomendaciones e ideas de lecturas para el mes de agosto, pensando en ese mes en el que muchos tomamos las vacaciones, aguantamos como buenamente podemos el calor y nos movemos un poco más de nuestro lugar habitual de residencia. Mezclo en esta lista, que vale lo mismo de apuntes propios que de sugerencias para los visitantes, algunas lecturas que he hecho en los últimos meses pero que no he reflejado en el blog, con otros libros que son más bien mis proyectos para leer este próximo mes, y algunos recuerdos de buenas lecturas veraniegas de otros años. De la idoneidad de algunos de estos libros para el verano puedo por lo tanto responder, de otros confío en que verdaderamente valgan la pena.

Empiezo por los cuentos, y comienzo con la que debería ser (pero no lo es, claro, que nadie se alarme) la noticia del verano en el mundo editorial. Después de años postergándolo, editan en España los Cuentos completos, de Mario Levrero (Mondadori). Desde que me caí (como Obélix en la marmita del druida cuando era pequeño) en La novela luminosa en 2013, cambié como lector, como escritor y supongo que hasta como persona. Desde entonces fui completando mis lecturas levrerianas, echando siempre en falta poder devorar sus cuentos. Hasta ahora solo he podido leer el libro La máquina de pensar en Gladys, que compré de importación. Es una colección maravillosa, pero muy corta, en la que se ve que la manera de afrontar los cuentos de Levrero está (como lo estaban sus primeras novelas) cerca de Kafka. Ahora estoy deseando tener este libro entre mis manos para conocer todos los cuentos que me faltan, hasta más de sesenta dice la editorial, en los que me imagino que Montevideo se llenará de situaciones absurdas y filosóficamente fantásticas.

Mientras llega el día de tener el libro de Levrero conmigo, estoy leyendo algunos relatos de los Cuentos completos de Roald Dahl (DeBolsillo), quien siempre es un autor muy divertido, con un punto cruel bastante evidente y un muy buen uso de la estructura clásica del cuento. Y aprovecho para recomendar otra vez a otro autor de tono kafkiano, como puede serlo Levrero, aunque lo combina con historias que parecen venir de la tradición oral judía, Isaac Bashevis Singer, un muy buen novelista, pero si se me permite decirlo así, todavía mejor cuentista. Es uno de esos ganadores del Premio Nobel (en 1978 en su caso) sobre cuyo merecimiento no nos queda ninguna duda después de leerlo. Siempre encuentro una sorpresa entre sus relatos, que tengo en la edición de Lumen (Cuentos, de Isaac Bashevis Singer).

Puestos a ponernos kafkianos, tal vez la mejor idea sea leer los Cuentos completos del propio Franz Kafka. Tengo la edición de Valdemar y es estupenda, y si Kafka es el novelista que dibujó el siglo XX, y lo fue, es sin duda un cuentista al menos igual de bueno. Releo sus cuentos con mucha más frecuencia que sus novelas, a las que apenas he vuelto desde mi primera (e impactante) lectura, con la sensación de que siguen suficientemente frescas en mi memoria. Pero no descarto darme un paseo este verano por América, que desde que compré y leí hace tantos años ha pasado a llamarse habitualmente El desaparecido. También quiero leer algunos cuentos de Guy de Maupassant, otro de los padres del género (Cuentos esenciales, DeBolsillo). 

Después de leer los cuentos de Mariana Enríquez, cuyo libro Los peligros de fumar en la cama vuelvo a recomendar, le daré una segunda oportunidad a Las cosas que perdimos en el fuego. Y la lectura del libro de Enríquez me hizo acordarme de Anna Starobinets. Recuerdo que Una edad difícil (Nevsky) me pareció un libro maravilloso (a ratos desagradable, pero maravilloso), y nunca he leído La glándula de Ícaro: el libro de las metamorfosis, y podría estar bien buscarlo por las bibliotecas y echarle un ojo. También tiene publicadas en España un par de novelas, pero como me gustaron mucho los primeros cuentos, seguiré en ese género.

Si alguien identifica las lecturas veraniegas con tumbonas, playas, desgana, el rumor del mar, las largas noches y las mañanas pesadas, tengo una recomendación. Leí hace un par de meses Agua salada, de Charles Simmons, una de esas historias de familias acomodadas que se están resquebrajando por dentro, con un padre que posee todos los privilegios del clan y una madre que los sobrelleva como puede. Hay una bonita historia de amor adolescente y un ahogamiento en el mar, está todo lo que uno puede esperar en esta clase de libros. La prosa es impecable, muy americana y pulida, y aunque las referencias insistían en emparentarlo con El guardián entre el centeno, creo que Holden Caulfield rechaza el modo de vida acomodado de sus padres, mientras que aquí el adolescente lo disfruta y apura. Pensé de modo mucho más directo en Buenos días, tristeza, de Francçoise Sagan, quizá la novela de verano y desgana más importante de la historia. La leí hace casi 20 años pero sigo recordando pasajes, momentos, y sobre todo sensaciones, porque creo que es un libro de sensaciones, fragilidad, tal vez sus palabras concretas puedan haberse quedado un poco desfasadas desde los años 50 pero recuerdo que traía cantos de poesía para esas mañanas en las que no se tiene la cabeza demasiado lúcida.

Somos muchos, creo, los que nos planteamos el verano como un tiempo para afrontar novelones: largos, decimonónicos, absorbentes, envolventes. Entre mis candidatos a tal tipo de lectura tengo en mente (luego no se hará todo, claro, pero qué ilusión hace planificar) darle una relectura veraniega a Moby Dick, de Herman Melville, volver a leer mucho tiempo después La saga / fuga de J. B. de Gonzalo Torrente Ballester o leer al fin completa Casa desolada, de Charles Dickens. También quiero volver a leer algo de Wilkie Collins, de quien leí hace mucho La dama de blanco y La piedra lunar, estupendos. Todos estos son libros exigentes, largos, literarios, completos, pero que recuerdo (o conozco parcialmente en el caso del de Dickens) además muy amenos. Quizá más complicados, aunque no creo que haya que huir de los libros complicados, y aunque se lean solo unos cientos de páginas se puede aprender mucho de algunos libros, rondan también por mi cabeza El hombre sin atributos, de Robert Musil y La trilogía de los sonámbulos, de Hermann Broch. Hablando de libros complicados y largos, se me ocurría, mientras escribía este párrafo, que en Casa desolada hay probablemente un antecedente de Su pasatiempo favorito, de William Gaddis. Gaddis, tan brillante como por momentos duro, puede ser también una muy buena apuesta de lectura (y puesto a empezar con él, recomendaría entrar por la puerta grande de Los reconocimientos (Sexto Piso)).

Una buena lectora con la que a veces cruzo recomendaciones me pedía que le recomendara una lectura de Bolaño que no fuera ni Los detectives salvajes ni 2666. Le recomendé que se pusiera con La literatura nazi en América, un librito borgiano, una divertida enciclopedia falsa de nombres, filiaciones y obras, y el primer libro con el que Bolaño tuvo algún reconocimiento. Tal vez también lo relea estas próximas semanas, es un libro que siempre me ha encantado. Y aunque no está entre mis preferidos de Bolaño, quizá también haga una relectura de Una novelita lumpen. Por recomendación de otro amigo estoy embarcado en la lectura nocturna y alevosa de El mito de Sísifo y El hombre rebelde, de Albert Camus, dos libros que (lo confieso) he leído con anterioridad y poco provecho y a los que creo que ahora estoy sacando mucho más jugo.

Estoy leyendo, aunque en inglés, con lo que avanzo más lento, Espía y traidor, de Ben Macintyre. Está muy bien escrita y la historia de mentiras, falsas apariencias, engaños y confianzas traicionadas que narra va mucho más allá de la típica novela de espías. Trasciende lo concreto de la trama (que es bastante impactante, todo quede dicho) y habla de temas fundamentales. Por construcción, es más bien una novela de no - ficción, de hecho. También tengo entre mis lecturas actuales Mientras agonizo, de William Faulkner. Me gustó mucho a finales del año pasado Las palmeras salvajes, y este me está pareciendo también brutal (desolador y brutal). Después de años intentando leer algo de Faulkner y sin conseguirlo, parece que estoy entrando en su mundo. No sé si el verano dará para más, pero siempre he oído hablar de la relación entre Cormac McCarthy y Faulkner. Leí (y me gustó, pero de un modo lejano, como algo que lees y te gusta pero desde luego no te marca) Meridiano de sangre hace mucho tiempo, y me apetece probar algo más.

En cuanto a ensayos, llevo entre manos La invención de la naturaleza: El nuevo mundo de Alexander Von Humboldt, de Andrea Wulf (Taurus), cuyo título ya cuenta de qué va, y que me está pareciendo que es muy interesante y que está muy bien contado. Y leí no hace mucho la biografía de J. D. Salinger de Kenneth Slawenski (Galaxia Gutenberg), y de ahí me puse a releer sus Nueve cuentos (Alianza) después de muchos años sin abrirlos. Combiné ese libro con La noche de la pistola, de David Carr (Libros del KO), un libro perturbador, a medio camino entre las memorias y la reflexión social sobre la adicción a las drogas, que creo que puede perturbar e interesar mucho a mucha gente, a todos los que nos planteamos, como estuve haciendo yo durante aquellas páginas, que todos somos, aunque estemos fuera de las drogas ilegales, adictos y dependientes en mayor o menor grado (pensemos desde los medicamentos y drogas legales que tomamos al uso que hacemos de las redes sociales, quizá también en nuestra propia relación con la lectura y la escritura, en los atracones de series de televisión, …). También me interesa el libro El ojo del observador, de Laura J. Snyder (Acantilado), un ensayo que nos lleva a la Holanda del siglo XVII y nos muestra la aparición de las ideas y técnicas de Vermeer, Van Leeuwenhoek, Huygens y Spinoza, los cuatro relacionados con la idea de la luz y el cambio en la mirada, en su concepto y su forma, desde el trabajo común de las artes, las humanidades y las ciencias.

Algunas de mis mejores lecturas de los últimos años las hice durante este mes de agosto, de vacaciones, a veces en casa y a veces de viaje. No me olvido de recomendar, de esa memoria de apuntes de otras temporadas: Canadá, de Richard Ford (Anagrama), un autor que a veces me interesa moderadamente, otras incluso menos y en este libro y algunos más me seduce totalmente. Esta me parece su mejor novela de lejos. Otro libro que me flipó (literalmente) durante toda una semana de vacaciones en Santander, de este recuerdo ese detalle perfectamente, fue El mago, de John Fowles (Anagrama). Estupendo, culto, divertido, muy bien escrito, que mezcla la mitología con la locura, el ansia por mandar y la creación artística, el deseo y la desorientación, y resulta muy difícil de soltar de las manos. También fue en verano cuando leí por primera vez a James Ellroy, y después de haber releído no hace mucho Jazz blanco, quizá haga ahora lo mismo con La dalia negra (Mondadori), la que creo que sigue siendo su mejor novela (de las de pura ficción, sigo viendo por encima Mis rincones oscuros y A la caza de la mujer). Y hace aún más años leí los dos libros de memorias de Anthony Burgess, un autor conocido casi exclusivamente por La naranja mecánica pero que creo que tenía mucho más. En estas memorias muestra mucho sentido del humor, sarcasmo, mala leche, y muchas páginas de muy buena escritura y una visión muy personal de la vida. Se llaman El pequeño Wilson y el gran Dios (el primer volumen) y Ya viviste lo tuyo (el segundo). La pena es que solo están en bibliotecas que se han olvidado de que los tienen y en librerías de viejo. Alguna editorial de las que quieren vestirse de realmente literarias debería contratar los derechos y reeditarlos, porque son una maravilla. Quizá vaya esta misma tarde a por ellos a mi biblioteca habitual y comience así el mes de agosto lector.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

miércoles, 24 de julio de 2019

Los peligros de fumar en la cama, de Mariana Enríquez


Los peligros de fumar en la cama, de Mariana Enríquez (Anagrama)

Hace dos o tres años sonó mucho el nombre de Mariana Enríquez, con el primer libro que Anagrama editaba en España, Las cosas que perdimos en el fuego. Debo reconocer que lo cogí de la biblioteca cuando lo pude pillar libre y no conecté con él. Tras mi nueva experiencia con la autora es algo que me extraña mucho, y creo que pudo ser una cuestión de que no me interesaran sus dos primeros cuentos, después de los cuales dejé el libro. Aunque a mí el libro no me transmitiera demasiado, funcionó bien y la editorial hizo una de las jugadas clásicas cuando esto sucede con una autora extranjera, reeditar un libro anterior, en este caso otro de relatos, el primero de la autora, de 2009, titulado Los peligros de fumar en la cama.

Los peligros de fumar en la cama es una colección de 12 relatos de temas reconcentrados y que se repiten con cierta ansia cíclica y tonos y tratamientos muy variados. Hay narradores de todo tipo de voz y consistencia, y hay unos mundos reconocibles, urbanos, centrados en Buenos Aires, de donde se sale con frecuencia pero a donde siempre se vuelve, mundos que son a veces los de la adolescencia, con sus rarezas, a veces los del final de la adolescencia, otras los de la adultez precaria en la que se siguen moviendo profesionales de más de treinta que nunca van a dejar de ser adolescentes. La normalidad lo define todo, y supongo que eso hace que la referencia a Cortázar sea acertada.

Uno, como lector, encuentra en las páginas de Mariana Enríquez rastros de finura de Cortázar, roturas de lo cotidiano en forma fantástica que recuerdan al argentino pero también tienen algo de Shirley Jackson. Aunque en este libro Mariana Enríquez es mucho menos sutil que Jackson. Y eso no lo digo como algo malo, me parece una marca de estilo y construcción de la autora, la sutilidad está muy bien cuando es la marca natural de la historia, pero no hay por qué forzarla. En su falta de sutilidad, en que la idea potente del relato aparezca de repente, rompa la escena cuando es necesario y quede bien expuesta, a la vista, para nuestro horror, he pensado en muchos cuentos de Stephen King, Richard Matheson y Anna Starobinets. También, por el tono cruel y desapegado con el que las narradoras cuentan algún suceso, he pensado en Patricia Highsmith, y el retrato de la fuerza de los grupos de chicas adolescentes me ha hecho acordarme en lo que he leído de Mónica Ojeda.

Al final reconocemos en cada libro nuevo que leemos rastros de los muchos libros que ya hemos leído antes, pero eso no habla más que de nuestros sesgos lectores. En cualquier caso, para ir convenciendo al posible lector de esta entrada de la conveniencia de leer el libro de Mariana Enríquez, repito: Cortázar, Shirley Jackson, Stephen King, Richard Matheson, Anna Starobinets, Patricia Highsmith, Mónica Ojeda. Nada mal.

Agarrándonos a un horrible tópico, diríamos que los 12 cuentos de Los peligros de fumar en la cama son 12 puñaladas. 12 historias en las que aparecen con frecuencia los elementos fantásticos, extraordinarios, pero en muchos de ellos, cuando lo hace, sirve de escape, llega para resolver la historia, darle salida al malestar que la autora ha ido creando en nosotros. Lo inquietante, lo verdaderamente inquietante, y es la palabra, inquietante, que mejor describe estas historias, no se construye ni con espíritus ni con comportamientos perturbados, sino con la llamada normalidad, con la rutina, con las amigas, con la familia, con las relaciones diarias y con sus grietas y silencios. En algunos relatos la irrupción del elemento fantástico, que lleva a la resolución del relato (y en muchas historias lo hace al final, de repente, apareciendo, y por eso hablo de una cierta anti – sutilidad, porque la construcción de la atmósfera es suave y delicada, y su ruptura es un choque rápido y violento).

El desentierro de la Angelita, el primer cuento, no da miedo, es un relato de extrañamiento, una familia descubre sin querer los huesos de una hermana de la abuela, que murió de niña, y ese espíritu, esa angelita, con la carne podrida, incapaz de comunicarse, empieza a convivir con la nieta, quien no sabe qué hacer para deshacerse de ella.

La virgen de la tosquera, el segundo, ha sido mi primer encuentro con el verdadero malestar. Un grupo de amigas, celos por un chico, descubrimientos, humillaciones cruzadas, malas miradas, rencores y un final crudo en que el elemento sobrenatural no es más que el medio que encuentra la crueldad de una de las chicas para vengarse de las humillaciones sufridas. En este relato, como en otros muchos, la narradora es parte de la acción, está en el grupo, pero no es ni la víctima directa, o la víctima que se lleva la peor parte, ni la parte más activa de las castigadoras, porque hay un cierto elemento de castigo.

Carrito es uno de los que menos me ha impactado, aunque está muy bien narrado. Un mendigo es humillado en una calle de la ciudad y la desgracia se cierne sobre los habitantes del vecindario, que empiezan por perder trabajos y dinero y acaban desnaturalizados y llegando al primitivismo. La familia de la única mujer que defendió al mendigo es la única que se libra de su maldición, pero eso no significa ni mucho menos que puedan estar tranquilos, pues pueden despertar los celos de todos los demás.

El aljibe es una de esas historias de violencia familiar. Deja muy mal cuerpo. Una familia que parece cargar con la maldición del miedo, un miedo que tiene casi paralizadas a las mujeres del clan, decide hacer un viaje a la costa a visitar a una bruja que puede solucionarlo. Y lo soluciona, pero pasándole la maldición, concentrada, a la más pequeña de las hijas, que vivirá con ello, hasta que descubra que su madre y su abuela firmaron ese pacto con el diablo.

Rambla triste viaja hasta Barcelona, y más allá de la ambientación local, cuenta una historia muy bien hecha de barrios que se quedan atrapados en sus dinámicas locas en medio de ciudades cada vez más vendidas a los turistas. La identificación que la historia hace entre las fuerzas que llevan a alguien que se pasa el rato maldiciendo su entorno a no salir jamás de él y esos típicos duendes de historias que boicotean a los humanos me ha parecido brillante.

El mirador es una historia de fantasmas de la que mejor no contar mucho. Una chica que está pasando por una mala racha, depresiones y pastillas, se va de vacaciones a un hotel. Allí siempre se ha contado que hay un fantasma. La fantasma, porque también es una chica, se fija en ella.

Dónde estás, corazón, es un relato raro. Creo que uno de los que más me ha hecho pensar en la extraña crueldad de Highsmith y la relación de las narraciones de Anna Starobinets con la enfermedad y los problemas físicos. Es un relato sobre deseo y fetichismo. Una chica va descubriendo que le excitan los enfermos graves, aquellos que están cerca de la muerte, y que su mayor pasión son los enfermos del corazón, aquellos que tienen soplos, taquicardias, problemas para recuperar el pulso después del esfuerzo, aquellos que siempre están expuestos a que la vida les falle.

Carne es un cuento desagradable. Adolescencia, fanatismo, música rock y canibalismo. Una mezcla así. Perturba pero quizá es demasiado crudo para mi gusto.

Ni cumpleaños ni bautismos vuelve al mundo de los fetichismos. Un chico con una cámara de cine se ofrece para grabar cosas raras. Pronto tiene encargos de pedófilos, fetichistas, y el caso que centra la historia, una familia que quiere demostrarle a su hija que realmente no la posee ningún demonio. La graba durante sus posesiones, y no hay nada extraño, más allá de tabúes, silencios familiares, y mirones. Surgirá un extraño amor. Otra vez la opción de la narradora es la de la amiga del cámara, una segunda voz que se implica por momentos en la historia.

Las tres últimas historias son probablemente las más sutiles, las que sí insinúan más de lo que cuentan, y nunca explicitan.
Chicos que faltan es una historia de adolescentes que se han ido de casa, a los que las familias echan de menos, a los que buscan, y que un día, sin aviso previo, empiezan a volver, todos a la vez. Aparecen en lugares aleatorios, con la cara ausente, y pronto se va descubriendo que muchos de ellos estaban muertos. Las familias al principio los aceptan, pero pronto, asustadas, los van devolviendo.

Los peligros de fumar en la cama habla de soledad, silencio y camas. Corto y muy bonito.

Cuando hablábamos con los muertos recupera la voz colectiva, en primera persona del plural, de un grupo de adolescentes, las que eran entonces, cuando hacían ouijas buscando espíritus. Hay una trama leve de desaparecidos de la dictadura argentina, rebeldía adolescente y encuentros frente a un tablero de ouija.

Vuelvo a insistir en que esta colección de cuentos me ha parecido muy buena y muy recomendable.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E


jueves, 18 de julio de 2019

El expreso de Tokio, de Seicho Matsumoto


El expreso de Tokio, de Seicho Matsumoto (Libros del Asteroide)

Llegué a este libro de Seicho Matsumoto después de oír en un programa de radio que hablaban de él como del Simenon japonés. Desconfío de expresiones como esa, del García Márquez indio, del Philip Roth esloveno, del García Lorca argentino, etc. Pero es frecuente que me apetezca leer una novela de Simenon, que es una experiencia que quienes hagan con frecuencia conocerán qué quiere decir, y quise probar a otro Simenon. Busqué y vi que en la biblioteca había dos libros de Matsumoto editados por Libros del Asteroide y elegí este.

Hay un cierto parentesco entre la escritura de Matsumoto y Simenon, ciertamente, pero luego descubrí que aparte del cierto ambiente común y una cercanía en la escritura, una sencillez aparente, un retrato despiadado del hombre y la mujer grises, aparentemente inofensivos pero capaces, como todos, de lo peor, se habla de él como del Simenon japonés porque igual que el autor belga era muy prolífico (aunque no tanto).

El expreso de Tokio, por ir pasando al libro, no es una obra maestra de la literatura, ni lo pretende. Está diseñado para ser una obra popular y parece ser que a mediados de los años cincuenta consiguió serlo de sobra en Japón. Pero nunca olvidemos que Hitchcock también hacía cine con pretensiones populares, y eso no desmereció nunca su calidad. El expreso de Tokio es un bestseller, cierto, pero es un bestseller bien hecho.

Un hombre y una mujer, aparentemente amantes, aunque nadie en sus círculos más cercanos conocía dicha relación (podían sospechar que tenían un amante, pero no sabían nada sobre quién era), se suicidan, simultáneamente y se supone que de acuerdo, en una playa al sur de Japón. Los habían visto partir, casualmente, unas compañeras de trabajo de ella (que era camarera) y un cliente del restaurante que casualmente conocía al hombre, contacto suyo en un ministerio para el que es proveedor de maquinaria.

La policía, tirando del hilo hacia atrás, llega a esos testigos, y analizando el comportamiento un tanto errático de los dos suicidas desde que salieron de Tokio hasta que sucedió el hecho, empiezan a dudar de que realmente sea un suicidio. Hay una densa historia de corrupción en los ministerios japoneses, enfermos, visitas, y muchos viajes en tren. Ese testigo accidental de la salida de los dos amantes de Tokio se convierte en la clave para un policía al que todos los hilos sueltos que encuentra en la investigación están mosqueando. Pero su coartada en cada momento clave es perfecta. Siempre tiene testigos y siempre tiene pruebas de dónde estaba, que casi siempre era viajando. Sus coartadas son tan perfectas que solo hacen que el policía sospeche más. Son demasiado perfectas.

La novela se convierte en la historia de un policía tratando de resolver un puzzle, tirando del hilo de una madeja que quiere desenredar, una labor en la que siempre tropieza con un tren que salió puntualmente, con un revisor que vio al hombre, o con un viejo conocido que se lo encontró en el momento del trasbordo. El libro tiene algo más de doscientas páginas y es un policial perfecto (he leído mucho a Simenon y solo este libro de Matsumoto, pero diría desde ese desequilibrio que aquí pesa mucho más el elemento de novela policial y resolución de un enigma que en las novelas de Simenon, más dadas a recrearse en los ambientes y en los detalles, más negras, aunque casi siempre son grises, más que policiales). Termina con uno de esos dobles tirabuzones que cuestionan nuestra capacidad de creer en lo inverosímil o en lo rebuscado, pero se le perdona perfectamente. El juego estructural con los trenes, los horarios, los viajes y las coartadas encaja muy bien y nos guía en hora a cada nueva pista.

Se lee en poco más de tres horas y nos dejará un buen sabor de boca. Se puede disfrutar en una tarde larga en el sillón que más nos guste para leer en casa o en un parque a la sombra. Lo recomiendo para una lectura ligera, quizá, por qué no, como una compañía perfecta para un viaje en tren.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

jueves, 11 de julio de 2019

Ensayo sobre el jukebox y Ensayo sobre el cansancio, de Peter Handke


Ensayo sobre el jukebox y Ensayo sobre el cansancio, de Peter Handke (Alianza)

Hay un viejo texto de Félix Romeo que circula con asiduidad por internet y que habla más de quién era Romeo (un escritor romántico, un personaje auténtico, a ratos extremo, tanto en sus textos como en sus filias y lecturas) que de Handke. En ese texto, Desesperadamente buscando a Peter Handke, que años después fue incluido en el libro Peter Handke y España, Romeo narra una excursión excéntrica y sin mucho sentido. Algo así como todo lo que debía hacer el escritor español, que decide ir a Soria a ver si se encuentra con Peter Handke.

Aquel viaje que emprende Félix Romeo se produjo en 2006, cuando Handke volvió a significarse políticamente a favor del bando serbio en la Guerra de los Balcanes y creo (apostaría a ello) que hundió definitivamente su carrera. Y me explico, porque no estoy hablando de su escritura sino que estoy hablando de su carrera literaria. Estoy convencido de que allá por 1975, teniendo Peter Handke poco más de treinta años y habiendo publicado ya El miedo del portero al penalty, La mujer zurda, El momento de la sensación verdadera o Desgracia impeorable, era una buena apuesta ponerle unos cuantos marcos a que sería ganador del Premio Nobel en las tres décadas siguientes. Si le quedaban opciones a mediados de la década de los 2000, las terminó de enterrar poniéndose otra vez al lado de Milosevic. ¿Y dejó de escribir bien Handke? Creo que no.

No me puedo definir como un experto en su obra, de la que he leído seis o siete de sus novelas más conocidas y ahora estos dos “ensayos” (y ya explicaremos más adelante las comillas), pero es una obra que se sostiene por sí misma de sobra. Las novelas de Handke, esas de los primeros setenta, son la obra de un hombre joven que ha decidido quemarlo todo, que apunta a Albert Camus y a un existencialismo vacío, que profundiza aún más en la idea del absurdo del escritor francés y le quita la poca esperanza que aquel dejaba. El miedo del portero al penalty, que releí hace unos meses, me hace pensar en El extranjero, y me parece aún más desoladora.

Llegaba, decía, a Ensayo sobre el jukebox desde el artículo de Félix Romeo. Romeo cuenta que en su adolescencia leía sin parar a Handke y le daba muy fuerte. Y es comprensible. Cuando eres adolescente, y ningún escritor vocacional deja de serlo del todo nunca, ese tipo de prosa, que aparte de hipnótica (y lo es) parece claramente entregada a la literatura. Handke es el escritor que lo apuesta todo al lápiz y su cuaderno, y es con eso con lo que sueña (aunque luego no lo haga) el escritor vocacional, ese lector adolescente en busca de modelos. Romeo va a Soria a buscar a Handke porque por allí pasó, a finales de los ochenta, el escritor austríaco durante la escritura de su Ensayo sobre el jukebox.

Y llegamos al primer libro. Este Ensayo sobre el jukebox es apenas un ensayo, apenas dedica unos pocos párrafos a hablar de la historia de las primeras máquinas de discos. Ni siquiera es un ensayo más o menos memorialístico, no se trata de un narrador que sea Peter Handke o un trasunto cercano contando sus experiencias con los jukebox, hay de eso pero es secundario. Ni le interesa demasiado la música popular, nos dice, ni el baile. Nunca ha sido coleccionista de discos pero sí de esos momentos presididos casi por el azar en los que dejaba caer una moneda y esperaba a que arrancara el disco que la máquina tuviera reservado para él. Tal vez por eso, por esa mezcla de destino y azar, le gustaban especialmente los jukeboxes en las ciudades fronterizas, en los lugares con puerto. ¿Y dónde encaja Soria en todo eso? Pues encaja en la medida en que la lógica de Handke al escribir es una lógica torcida que va concatenando causas y efectos, razones y consecuencias que funcionan en la página pero apenas lo harían o muy difícilmente en la vida real. Aunque mientras leemos a Handke esa es nuestra vida real y nos creemos que esa es su vida real. Handke va a Soria porque está viajando por España y le llama la atención el aislamiento histórico de esa ciudad y cree que será posible encontrar en ella un jukebox, un náufrago de un tiempo que ya estaba replegándose en 1989, cuando escribe el libro, y que ahora suena mucho más antiguo. Encontrar ese jukebox en Soria parece imprescindible para arrancar ese libro que quiere escribir, el ensayo que pretende lanzar. Y se trata de un libro en marcha, efectivamente, un libro que narra las peripecias, pero más los pensamientos y las sensaciones, de un Peter Handke que renuncia ya preventivamente a escribir de verdad el libro que había planeado y va escribiendo otro distinto, sugerente, lleno de párrafos que nos emborrachan y nos llevan y traen, estos sí, a algo que suena a música del azar.

Ensayo sobre el cansancio se parece a Ensayo sobre el jukebox en que tampoco hay un estudio sistemático ni una tesis. No son esa clase de ensayos, simplemente. Supongo que Handke eligió la palabra porque pensó que necesitaba alguna con la que describir esos libros y quería que al menos quedara claro que no eran novelas. También se parecen los dos libros en que comparten la morosidad en la escritura (son libros que avanzan muy lentamente, de un modo artesano y sorprendente para sus escasas 100 páginas), la sensación de que las palabras nos están aletargando, y este libro aún más. Pero Ensayo sobre el cansancio sí se acerca más, ya que no a un ensayo al uso, sí a un libro sobre la experiencia personal de Handke con el cansancio. Supongo que en esta sociedad postindustrial y tan exigente en la que nunca se desconecta del todo y en la que el trabajo tiene largos tentáculos que nos persiguen en todo momento y lugar, todos nos hemos sentido alguna vez terriblemente cansados. Exhaustos. Esa clase de cansancio que es casi metafísico. Handke habla de esa sensación inaugural de cansancio, ese cansancio inmenso que no se cura con sueño porque no está pidiendo sueño, no solo sueño, no tiene un remedio tan fácil como tumbarse y cerrar los ojos y levantarse unas horas más tarde. Y se dedica a ir rastreándolo por su vida. A volver a él. Hay en general en los libros de Handke que he leído una tendencia a la idea de retorno, de repetición de un momento iniciático. Algo así como budista y relacionado con la reencarnación. La búsqueda permanente de la sensación verdadera de la que habla uno de sus títulos y que relaciono, no sé por qué, con la sensación que sus textos dejan de estar revisados unas mil veces cada uno, ajustando cada frase hasta que los adjetivos se han vuelto transparentes y los verbos corren con suavidad.

Vale la pena leer a Handke, y estos dos libros son un buen comienzo, menos áridos que algunas de sus novelas, más accesibles de lo que pueda parecer por la sinopsis de sus tramas (habría que escribir “sinopsis” en el caso de Handke). Ensayos poéticos o poesía pensada, como sea más adecuado decirlo.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E