El Reino, de Emmanuel Carrère (Ed.
Anagrama)
Como
bien sé gracias a mis abuelas, que ayer me llamaron como si siguiera siendo un
niño pequeño, el 29 de junio es la festividad de San Pablo. San Pablo y el
evangelista Lucas son los dos personajes principales sobre los que escribe y
reflexiona Emmanuel Carrère en su último libro, El Reino.
He
leído en los últimos meses bastantes libros de Emmanuel Carrère. Siempre
escribe, me parece, lo que quiere. Siempre lo hace a su manera. Solamente eso ya lo hace un autor admirable. Nadie podrá acusarlo de lanzarse a escribir 600 páginas relacionadas con el nacimiento del cristianismo para colarse en las listas de bestsellers. A veces creo
que su narración se centra demasiado en él, sin valorar si ahí hay algo de
verdadero valor. He encontrado páginas de gran nivel en su obra, y al menos un
libro de primerísima división, El adversario.
En El Reino usa algunas estrategias que ya usó hace veinte años en su libro
sobre Philip K. Dick. Quizá en aquel libro Carrère era menos autoconsciente
como narrador. Aquel libro aparece aquí, en El
Reino, pues el momento creyente en la vida de su autor coincide con el
momento en que estaba trabajando en el libro de Dick.
El
Reino al que se refiere el título es, por supuesto el de los Cielos. Carrère
nos promete al principio tratar de acercarnos a cómo el cristianismo se fue
desarrollando como idea dominante, y cómo algo en apariencia increíble y
contrario a toda intuición, que un hombre ha resucitado, ha llegado a ser una
de las ideas más extendidas del mundo.
El
principio del libro me parece en ese sentido lo mejor, pues traza las líneas de
una obra que va a tratar de entender y explicarnos a los lectores qué
mecanismos han llevado a hacer una idea increíble el centro de la existencia de
millones de seres humanos desde hace siglos. Carrère empieza el libro desde la
serie Les revenants, de la que fue el
guionista original, en la que unas personas, esas y no otras, después de
muertas, regresan a sus casas, dando lugar a una situación incomprensible para
todos, para ellos los primeros. ¿Por qué resucitan? ¿Por qué ellos y no otros?
Nada puede fascinar tanto como lo que no se entiende. Ningún ser racional
creería en que los muertos pueden resucitar, dice Carrère, y sin embargo él
creyó. Carrère nos cuenta en las primeras ciento cincuenta páginas cómo a
principios de los noventa pasó de ser un intelectual descreído a un creyente
modesto y modélico, alguien que abrazó una fe que sus padres le habían regalado de pequeño
pero a la que realmente nunca se había dedicado. Durante apenas dos años,
Carrère fue un ferviente cristiano que iba a misa, se recreaba pensando en los
misterios de la fe, leía cada día los Evangelios y tomaba notas sobre lo que
creía aprender de ellos. Llegó a escribir, según nos cuenta, dieciocho
cuadernos enteros sobre sus lecturas del Evangelio y sus pensamientos
religiosos en el primer año de su conversión. Carrère, unos veinte años después,
de nuevo sin fe, se enfrenta a ellos y nos comenta, entre extrañado y
avergonzado, lo que ve en ellos.
Esta
primera parte, tan personal, es quizá la que menos me ha interesado. Carrère
nos cuenta que lo bautizaron al nacer, y que tenía una madrina. Nos cuenta que
nunca tuvo una fe especial, pero que alrededor de sus treinta y cinco años, en
un momento de crisis personal, abrazó esa fe. Luego la dejó. Sigue sin tenerla.
De aquellos años de fe le han quedado algunas lecturas y la amistad con el otro
ahijado de su madrina, Hervé. No veo que sea una historia particularmente
interesante, ni que me enfrente a grandes desafíos existenciales. Me parece la
historia de alguien más entre millones que no creía y empezó a creer, y otra
historia entre millones de alguien que creía y dejó de hacerlo. Quizá ahí
radica su valor, esencialmente, en ser una historia como la de tantos.
Carrère
nos lleva a la peripecia de Pablo, que se cayó del caballo camino de Damasco y se convirtió. Pasó
de lapidador a principal apóstol del nuevo credo. Pablo quedó más fascinado por
la resurrección de Cristo que por sus enseñanzas. Para él, lo importante, tal y
como lo retrata Carrère, es el momento posterior a la muerte, en el que se
muestra como alguien que no es un simple mortal. Eso es lo que le diferencia de
cualquier otro. Eso es lo que hace que Pablo decida seguirlo y hablar a todos
de él.
Carrère
analiza las cartas de Pablo. Esas cartas, como nos explica, no son más que eso,
cartas. No estaban escritas con la idea de sentar una doctrina, sino que eran
noticias e indicaciones que Pablo iba escribiendo a las comunidades de
seguidores que había ido fundando por el Mediterráneo.
Pablo,
para Carrère, es el primer moralista de la Iglesia Católica. Según lo entiende
Carrère, no fue Jesús de Nazaret el que puso las bases de muchas de las
indicaciones morales de la misma, sino Pablo, que interpretaba, o
malinterpretaba en algunos casos, sus enseñanzas. Pablo es, a la vez que ese
primer moralista, un cristiano incómodo, uno de esos versos libres de los que
se habla en los partidos políticos. Pablo se pone a predicar y no encuentra el
apoyo de los primeros cristianos institucionalizados, los propios discípulos de
Jesús, sobre los que fundó su Iglesia. Pedro y Santiago se entrevistan con
Pablo y no acaban de entender exactamente de qué va ni si está a favor o en
contra de ellos.
Las
peripecias vitales y de fe de San Pablo pueden interesarme más o menos, más
bien poco, pero Carrère logra sacarle algunos ángulos muy interesantes al situarlo
en contexto con los otros cristianos, o al analizar algunos de sus escritos. De
esa parte me ha gustado especialmente que Carrère compare el cristianismo con
otras religiones que en aquellos momentos estaban afianzadas o empezando a nacer, y
analiza sus puntos fuertes y débiles comparadas con ellas.
Uno
de los seguidores que Pablo consigue para el cristianismo es Lucas. Lucas, que
acabará escribiendo uno de los evangelios canónicos, llega a saber de Jesús de
Nazaret a través de San Pablo. Lucas, como insiste Carrère, no es un judío. Es
un médico romano, culto, que se siente atraído por el cristianismo por motivos
parecidos a los que llevan hoy en día a algunas personas a acercarse al
budismo, como una forma de espiritualidad amable, comprensiva y abierta, sin demasiadas
restricciones. Lucas se va dejando fascinar por la figura de Jesús y por las
palabras de Pablo y va investigando más, conociendo a quienes lo conocieron, y
escribiendo su propia versión.
Como
escritor, y como lector de Carrère, me ha interesado especialmente, de la
segunda parte del libro, entre nuevas entradas y salidas de Carrère y su
relación con su propia fe, el análisis y la reconstrucción que hace de la
investigación y escritura de Lucas. Me ha gustado mucho cómo Carrère se fija en
escenas y pasajes de los Evangelios que sólo aparecen en uno de ellos, o que en
uno tienen más detalles, y cómo trata de explicar por qué puede ser. Carrère
también busca y analiza en la historia que Lucas cuenta trucos de novelista.
Trucos de buen novelista y trucos de mal novelista.
En
resumen, El Reino es un libro
interesante que no ha acabado de satisfacerme. Seguramente por un problema de
expectativas mal satisfechas. Durante los días en que estuve leyéndolo tenía la
necesidad de leer más y más, pero en ningún momento llegó a gustarme realmente.
Fui esperando que acabara de centrarse y diera algo más en las siguientes
páginas y al final acabé sus aproximadamente seiscientas páginas sin llegar al
núcleo que pensaba que el libro me explicaría. Carrère al principio me prometió
explicarme qué mecanismos llevan a que millones de personas crean en lo
increíble. En algunos momentos se acerca a los mecanismos de construcción de
ficción que subyacen al cristianismo, y los compara con otras mitologías que
hoy en día no son más que eso, mitologías. Pero no llega a explicarme en ningún
momento por qué la gente que cree puede creer. Quizá porque al final Carrère se
dio cuenta de que no tiene explicación y lo único que podíamos hacer como
lectores era acompañarlo en su camino. Y ese camino vale la pena, aunque no
tenga la recompensa prometida.
Felices
lecturas
Sr.
E
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