Algunas lecturas del verano
Después, la realidad es otra y
las horas de lectura, aunque sean muchas, siempre son menos. Pero es que la
realidad siempre es otra y las promesas nunca acaban de cumplir todo lo que nos
imaginamos que nos darían.
Llegué al verano, como llego a
los veranos, pero especialmente a este, con una lista enorme de libros
pendientes para ir leyendo. Había novedades del invierno a las que decidí dejar
al menos medio año de margen, clásicos pendientes, libros especialmente gordos
o especialmente exigentes y libros de los que esperaba tanto, pero tanto, que
quise guardarlos para un momento especial.
Quizá la lección a aprender (y
que difícilmente aprenderemos) es que el momento especial debe ser siempre el
más cercano y que haga posible esa lectura. Carpe
diem, que decían los clásicos, también para la lectura.
El caso es que no he leído
durante el verano muchos de los libros que había señalado para estas fechas,
pero no hemos venido aquí a llorar. Algunos los empecé pero los dejé pronto. A
veces notas que no es el momento, y no me da ningún miedo dejar los libros sin
terminar de leer, ni me hace sentir mal darme cuenta de que no es su momento.
Apunto en estas obras que serán para otra verano (que es posible que también
nos decepcione respecto a las expectativas creadas) El cuarteto de Alejandría, que lleva probablemente una década entre
los clásicos que esperarán al verano.
A cambio de esos libros previstos
y finalmente no leídos, han aparecido otros que no esperaba. Las
circunstancias, o un regalo, o cualquier lectura que te lleva a otra, va
torciéndote los planes. Y bien está que así sea. Es famosa la fórmula de Javier
Marías según la cual hay escritores que se mueven siguiendo una brújula y otros
siguiendo un mapa. Como lectores creo que somos algo parecidos, y en mi caso,
aunque me empeño en dedicar horas a trazar mapas, acabo echando mano de la
brújula con mucha más frecuencia.
Terminé junio con dos libros que
creo que están entre los más particulares que he leído en lo que va de año, y
ya estamos empezando septiembre.
Uno es Amor, de Maayan Eitan. Una novela corta, muy directa, que juega a
subvertir la idea de amor y a convertirla, como tantas otras, en negocio. Y que
lo hace a través de las vivencias de una deslenguada prostituta israelí que
analiza su llegada a ese negocio y la trayectoria que va siguiendo en él.
El otro es Nostalgia de otro mundo, de Ottessa Mosfegh. La autora sonó
bastante hace un par de años con una novela que debía ser bastante diferente (Mi año de descanso y relajación). Esta
es una colección de relatos, irregular, si se quiere (toda colección de
relatos, con las conocidas y canonizadas excepciones, siempre nos lo va a
aparecer) pero llena de viveza, mirada propia, narradoras con un voces muy bien
caracterizadas, y variedad de tonos en relatos en los que siempre hay algo
incómodo, que en ocasiones cruza hasta la sórdido. Hacía mucho que no leía un
libro de cuentos que me descolocara tanto, y hacía más tiempo aún que un libro
de relatos no me diera tanta envidia y me diera tantas ganas de sentarme a
escribir cuentos para poder compararlos con lo que acababa de leer (y darme
cuenta, pero esa es otra historia, de lo vergonzoso de la comparación).
He leído bastante relato este
verano, y he aprovechado para hacer relecturas de Las armas secretas, de Cortázar, y una relectura casi completa
(salvo por su último libro) de los cuentos editados en España de Etgar Keret.
Aunque me da la sensación de que se está tendiendo en los últimos años a una
cierta caricaturización de Cortázar, creo que cuando se leen sus cuentos sus
páginas nos recuerdan lo que es un autor de primerísimo nivel. Keret es
diferente, más directo y extraño, pero otro genio. Y uno con el que es fácil reír,
para que después se te quede la sonrisa congelada y te des cuenta de cómo
trabaja, con qué maestría, ideas como la de la soledad del ser humano.
No es lo mejor que he leído de
Zadie Smith, pero sus relatos de Grand
Union me parecen recomendables, y quizá una buena primera lectura de esta
autora. Tal y como comentábamos sobre las colecciones, irregular, pero los que
son buenos (en algunos se nota demasiado que fueron encargos de revistas y se
le pidió ceñirse a ciertos temas, cierto número de palabras, o que debió pensar
en la clase de lectores que iba a tener) son realmente buenos.
No he tenido tanta suerte con los
cuentos de Francamente, Frank, de
Richard Ford. Y el caso es que Ford, como cuentista, me ha gustado mucho otras
veces (De mujeres con hombres es un
libro al que vuelvo frecuentemente, recuerdo con gusto Pecados sin cuento). Pero su personaje Bascombe y yo no acabamos de
entendernos. La lectura interrumpida de su novela El periodista deportivo suma más puntos a esa tesis.
He leído novelas de las que
guardo una impresión positiva (Leña
menuda, de Marta Barrio, La edad del
alambre, de Bárbara Blasco) y otras que ya he olvidado. He leído novelitas
de autores de los que en otras ocasiones (otros veranos, mismamente) había
leído obras de más enjundia. Brighton
Rock, de Graham Greene, quizá represente mejor que ninguna esa categoría.
Como novela de misterio no deja de ser pasable (cualquier libro de Simenon
funciona mejor en ese sentido), y no tiene mayores valores literarios, aunque
intenta aparentarlo (que quizá es lo peor).
En los días de playa leí junto al mar, bajo la sombrilla, Hay más cuernos en un buenas noches, una selección de artículos de Manuel Jabois. Fue una lectura muy agradable. Ligera, divertida. Ni soy especialmente seguidor de Jabois ni suelo (quizá haya sido mi primera vez) leer selecciones de artículos. El caso es que disfruté con estas columnas.
Viajé hasta Irlanda y me compré
un ejemplar de bolsillo (ediciones de clásicos, bien cuidados, con buena letra,
a 3 euros, lo digo por si tenemos que replantearnos algo en España) de Dublineses. Lo había leído, traducido,
hace quince (si no veinte) años. Y no recordaba que me hubiera dicho mucho. Esta
segunda lectura me ha hecho pensar en que estaba ante una obra maestra. No
habiendo sido capaz de leer completo el Ulises
hasta ahora, esto al menos me acerca un poco más a la figura de Joyce (de quien
sí había leído con gusto el Retrato de un
artista adolescente). No creo que la diferencia esté en haberlo leído en
inglés. Es posible que estas historias, tan contenidas, tan chejovianas, necesitaran
un poco más de edad y bagaje lector por mi parte.
Releí, después del atentado que
sufrió, Joseph Anton, de Salman
Rushdie. Es un libro de memorias en el que habla de sus años perseguido y
escondido. Y es un libro que creo que nos enseña por qué puede molestarle un
autor como él a los fanáticos. Entre otras cosas porque no se toma nada (ni
siquiera las amenazas de muerte recibidas) con especial solemnidad. Y los
fanáticos se pierden ante la ironía y la inteligencia. Y esto no es algo que
solo le pase a los fanáticos que utilizan cuchillos o pistolas, sino a todos.
Terminé el verano con un amigo de
Rushdie, Hanif Kureishi. Hace unos años leí seguidos varios de sus libros, y me
gustaron mucho. Subió mucho en la escala de mi consideración. Este verano he
releído, desde esa nueva posición, El
buda de los suburbios, la única de sus novelas que había leído antes de
aquel atracón. Tiene mucho ritmo, retrata muy bien lo que es criarse en una
familia desclasada y llena de contradicciones de origen y destino, y se ríe
mucho tanto de los viejos ingleses como de los nuevos ingleses. Y todo sucede
en unos confusos años setenta, con buen rock de fondo y muchos padres
desorientados buscando nuevos rumbos amorosos y espirituales. Un muy buen
libro.
Como también lo han sido las dos
últimas novelas de las vacaciones. Mientras el mundo espera la publicación de
la traducción de los diarios de Patricia Highsmith, yo decidí echar en la
última maleta del verano dos de sus novelas. El cuchillo es una historia de suspense malsano muy propia de la
autora. Con matrimonios envenenados, movimientos psicopáticos, y un punto de
culpa dostoievskiana. Recuerda a algunos de los personajes de Extraños en un tren y me ha llevado a
pensar en que Gillian Flynn la había leído cuando se puso a escribir Perdida (detecto una cierta familiaridad
en el aire enrarecido de esas casas, sin más, igual que digo que Highsmith había
leído Crimen y castigo). Y el segundo
de estos libros fue El diario de Edith.
Mucho menos de suspense y mucho más costumbrista. Perturbador y bastante
enfermizo. He visto que es una novela escrita en 1977 y leída desde hoy tiene
muchas lecturas posibles sobre el papel de la mujer en la sociedad, los
cuidados y otros temas importantes para el feminismo. Un libro que te deja con
muy mal cuerpo, eso seguro.
Voy a cruzar la frontera entre
las vacaciones y la rutina del trabajo con Principiantes,
de Raymond Carver. Hasta ahora me había resistido a leerlo. Para quien no lo
sepa, son las versiones iniciales de los cuentos que acabarían formando parte
del libro que conocemos como De qué
hablamos cuando hablamos de amor. Releí esos cuentos, precisamente, hace un
par de años, durante aquella época de confinamiento. Y volvieron a enamorarme
de la prosa de Carver. Y al final me he decidido a leer esta versión. Para
quienes no conozcan demasiado la historia, el editor Gordon Lish trabajó mucho
en la labor de poda y recorte de los cuentos de Carver, dándole lo que los
lectores hemos identificado durante años como el estilo de Carver, que quizá
sea un estilo más de Lish que de Carver en algunos aspectos. Supongo que iré
leyendo algunos cuentos con su hermano más breve en paralelo. De momento me
estoy encontrando con buenos relatos, pero con relatos que no parecen de Carver
en muchos momentos, quizá cuando son realmente más de Carver que otros muchos.
Las contradicciones del sistema editorial y los caminos torcidos que llevan a
la fama.
Seguiremos leyendo
Felices lecturas
Sr. E
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