Como una moto: la vida galopante de John Belushi, de Bob Woodward.
Lo
primero que me llamó la atención es que el autor fuera Bob Woodward, ese famoso
periodista del Washington Post al que
interpretaba Robert Redford en Todos los hombres del presidente, uno de
los que sacaron a la luz el caso Watergate.
Supongo que me sorprendió por un problema de traslación del mundo cultural
americano al español. Me costaba imaginarme a un Iñaki Gabilondo escribiendo
sobre un humorista de vida interior atormentada y que terminó mal. ¿Quién fue
el John Belushi español?, sería la siguiente pregunta que uno se haría. Y no
vale la pena hacerse esas preguntas, aunque si veis el documental Eugenio,
veréis algunos paralelismos.
Es
un tópico ya muy usado ese del payaso triste. ¿Es que acaso todos los hombres
que nos hacen reír están rotos por dentro y buscan la aprobación y el cariño de
los demás en sus carcajadas?
Tampoco
puedo decir que leyera por primera vez este libro, o que haya estado deseando
que hubiera una reedición para poder conseguirlo y releerlo porque yo fuera un
gran admirador de John Belushi. Apenas le ponía cara, y sobre todo lo conocía como
Jake Blues en la película de los Blues
brothers, una película muy divertida, con una gran banda sonora (Belushi se
esforzó mucho por resultar convincente como cantante de blues, y aunque su
fuerza es imitativa, hay que reconocer que es realmente poderoso) y en la que,
después de leer el libro, es complicado no ver el rastro de varios kilos de
cocaína. Belushi era, en Estados Unidos, un cómico muy popular gracias al
formato del Saturday Night Live, poco
visto por aquí (aunque estoy convencido de que habrá un ejército de exclusivos
que dirán que lo conocían sobre todo por aquel programa) y peor adaptado (en el
libro se comenta, y es para olvidar, a aquel Emilio Aragón noventero diciendo,
a imitación de Chevy Chase, lo de Yo soy Emilio Aragón y usted no).
Belushi
llevó el formato, y el humor que allí se hacía, al límite. Su fuerza estaba en
la comedia física, pero también en lo rápido que sabía captar lo que iba a
hacer gracia, a veces de manera directa y a veces incómoda. Sabía manejarse con
la voz, con el cuerpo, con la música, con los juegos de palabra. Sabía buscar
petróleo en algunas heridas familiares, como lo era la escasa adaptación de sus
padres a la vida americana. Un famoso sketch de Belushi, en el que este regentaba
una hamburguesería en la que solo se podían tomar cheeseburgers (y no fries, no
Coke), con una imitación de un acento europeo poco determinado era una parodia
de su padre, que tuvo (y perdió) dos restaurantes que fueron su vida. Los
padres de Belushi, y aquí había una clave de la historia de todos ellos, venían
de Albania, un pequeño y pobre país con un régimen comunista rayano a la
locura, y nunca quisieron que se supiera en su pequeña ciudad americana, por lo
que los hijos se acostumbraron a decir que eran de origen griego, que les
parecía algo más normal y respetable. El restaurante del sketch cómico, el Olympia, sí era griego (aunque con una
carta más que limitada).
Como una moto
se puede leer como un tratado sobre la adicción. Y también como una novela.
Funciona como una historia parecida a Crónica
de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez. Como en aquella novela,
aquí se está reconstruyendo lo que sucedió. Todo el mundo que habla y opina,
todo el que convivió con el John Belushi que se hizo millonario al cumplir los
treinta años, como él mismo lo describía, tenía la sensación de que acabaría
muerto. Era cuestión de tiempo. Lo sabía su mujer. Lo sabía su hermano. Lo
sabían sus amigos, sus productores, su manager. Pero nadie hizo nada por
pararlo. Quizá, se decían, no era posible pararlo. Más que un loco en moto era
un camión bajando una cuesta sin frenos. ¿Quién va a pararlo?
Además,
no lo olvidemos, era el final de los setenta y el principio de los ochenta. La
cocaína, la principal adicción de Belushi (junto a los quaaludes que le
ayudaban a bajar y frenarse un poco) estaba bastante normalizada en el mundo
del espectáculo. Belushi tenía pánico a actuar sin ella, que le ayudaba a estar
siempre a tope, rápido, a no perder ni un chiste ni dejar que se le pasara una
situación potencialmente graciosa.
Belushi
no tenía una gran fuerza de voluntad, eso es un hecho. Le gustaban demasiado
las drogas. Pero es otro hecho que nadie era capaz de ayudarle a detenerse.
En ocasiones trataba de dejar la
cocaína, pero la gente seguía ofreciéndosela. Si la rechazaba, le apremiaban.
Belushi no era divertido viendo cómo los otros se metían; era divertido cuando
participaba. La cocaína le volvía más positivo; hacía que las cosas resultaran
importantes e intensas.
Todos
a su alrededor sabían que acabaría con él. Pero tampoco querían renunciar a la
chispa de Belushi. Ni a su parte del negocio.
En
un momento del libro se dice que el ritmo que llevaban en Saturday Night
Live era imposible de seguir sin estimulantes, y que entre todos los
posibles habían decidido que usarían la cocaína. Lo que realmente necesitaban
era cogerse unas vacaciones, pero como no se las iban a poder tomar, las drogas
eran sus vacaciones.
La
sentencia, como en la novela de García Márquez, estaba escrita desde el
principio, y todos se iban encontrando con el futuro cadáver y solo decían eso:
por ahí va alguien que está sentenciado.
Este
diálogo entre el médico del rodaje y el productor se produce casi al principio
del libro. Sobre él se construye todo.
Tienes que apartarlo de las drogas
–dijo el doctor quedamente–. Si no lo haces, sácale tantas películas como
puedas porque solo le quedan dos o tres años de vida.
Belushi
acabó reventando, y su nombre quedó asociado a la combinación de cocaína y heroína
(speedball) que se lo llevó por delante. Woodward nos cuenta que con su
muerte algo acabó en Hollywood. El abuso de drogas, hasta entonces bastante
tolerado, empezó a verse de otra manera. Muchos de sus amigos pusieron sus
barbas a remojar (el cómico Robin Williams, entonces en la cumbre de sus
adicciones, fue uno de los interrogados durante la investigación de su muerte,
ya que había pasado aquella noche con él, y contaba que ahí se dio cuenta de
que tenía que moderar mucho sus hábitos) y buscaron ayuda médica, o redujeron
mucho sus consumos.
Como
sucedió con el asesinato de Sharon Tate quince años antes, en un sentido muy
diferente, la muerte de Belushi marcó el final de algo. Nos queda este libro
para comprender un mundo y una época. Y para ver cómo terminó. Y para tener un
acercamiento más a un temperamento indomable, a una personalidad obsesiva y
adictiva, y también a una brutal fuerza creadora.
Belushi
murió a los treinta y tres años. Cuarenta años después, sigue siendo un mito.
Seguiremos
leyendo
Felices
lecturas
Sr.
E
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