Diecisiete instantes de una primavera, de Yulián Semiónov
(Hoja de Lata)
Cuando
compré este libro (por recomendación de sus editores, Hoja de
Lata), lo primero que hice fue quitarle, y perderla, la faja que
calificaba a Isáyev / Stirlitz, el protagonista de esta novela (y
otras) como el James Bond soviético. Primero, porque pensé que no
sería verdad por la descripción que me habían dado. Segundo,
porque llevado por el pensamiento mágico, pensé que aunque fuera
verdad, el gesto de quitar la llamada publicitaria haría que yo no
me diera cuenta. Empiezo diciendo que no soy especialmente aficionado
a las novelas (ni las películas) de espías, y que si hay un
personaje al que detesto profundamente, de los referentes de la
ficción mundial, es (aparte de la mitología de Star Wars) a
James Bond. Me parece un patán rancio y chulesco.
Por
suerte la historia que nos van a contar en Diecisiete instantes de
una primavera, y sobre todo la personalidad de su protagonista,
compleja, dibujada con sombras y referencias, quedan muy lejos de
James Bond y su mitología. Stirlitz, como se le conoce durante esta
novela, está destinado en Berlín. Lleva allí siguiendo desde cerca
(y dentro) los pasos del gobierno nazi. Tiene una pequeña red de
confidentes cercanos y él mismo es un hombre de confianza para
algunos secundarios de la administración de Hitler.
No
puede morir, como no puede morir en este mundo la exploración y la
búsqueda, porque lo principal en el ser humano es el deseo de
buscar. Los que han tenido suerte lo buscan en la física, y los que
nacieron tontos, como nosotros, lo buscan en el contraespionaje.
La
historia que nos cuenta esta novela es bastante conocida, son los
últimos (diecisiete) días antes de la caída de Berlín, con Hitler
en el bunker, el régimen nazi cayéndose y como pasa siempre en los
últimos momentos de estos regímenes, las ratas huyendo del barco.
Algunos que han estado con el nazismo ensayan ante el espejo, y ante
los atentos oídos de Stirlitz, que nunca comulgaron con las ideas, y
desde luego no con los métodos extremos. Algo que nos suena en
España y que podría revisarse en las biografías de todos aquellos
que pasado el año 70 empezaron a buscar un sitio para seguir
cómodamente en la España postfranquista después de haber estado
muy cómodamente en la España franquista. Vale la pena leer La
gallina ciega, de Max Aub, aparte de por el gran valor del libro,
por ver cómo el autor, que sí fue un derrotado de la Guerra Civil y
un exiliado durante más de treinta años, los veía venir. El truco
era sencillo, después de pasar una dictadura cómoda, sin meterse en
política, se aprovechaba la repartura apertura de los medios en los
últimos años para mostrarse un poco crítico con algún aspecto y
cuando Franco muriera poder decir ya siempre que se estuvo en contra
y sacar rédito de ello. Yendo al chiste, es lo que decía aquel
personaje de la película Uno, dos, tres de Billy Wilder
cuando le preguntaban por su posición durante el nazismo, y
respondía que él estaba trabajando en el metro y allí abajo no se
enteraba demasiado de nada de lo que estaba pasando arriba. Yendo a
lo serio, es la idea de la banalidad del mal que Hannah Arendt habla
en Eichmann en Jerusalén, la de todos esos nazis que
quisieron exhimirse de culpa, al menos en un plano moral, diciendo
que se limitaban a cumplir órdenes.
Estoy
ahora releyendo a los autores rusos: a Pushkin, Saltikov,
Dostoyevski, … Lamento mucho no conocer su idioma, porque la
literatura rusa es asombrosa; me refiero a literatura del siglo XIX.
En la segunda mitad del XIX les permitieron desahogarse y hay que
estudiar cuidadosamente este período porque su desahogo no fue tanto
sobre el pasado como sobre el futuro.
Dejando
al margen las referencias históricas, el espía Stirlitz, del que
poco se sabe porque poco se puede saber, es un hombre melancólico,
que a veces fantasea con renunciar a la patria que le obliga a estar
lejos de casa (y la casa que él quiere es aquella en la que está su
mujer) y volver, aunque sea a enfrentarse con la acusación de
traición y la vergüenza, y no lo hace, entre otras cosas, porque
sabe que no sería solo la vergüenza, sino la casi segura muerte.
Stirlitz es un hombre leído, que puede pasear por los salones
importantes de un país extranjero sin despertar sospechas. Stirlitz
está viendo, como testigo privilegiado, cómo se deshilacha el poder
nazi. Los propios nazis ya saben que están perdiendo, y cuando
hablan entre ellos no lo disimulan. Se buscan culpables, se rifan
venganzas, se ofrecen algunos para cambiar de bando. En esos momentos
de descomposición es peligroso ser Stirlitz y que puedan
descubrirle. Y peor para un hombre íntegro, que puedan descubrir a
nadie que le haya ayudado, algo que nunca se perdonaría, como le
pasa en algunos libros al siempre atormentado Smiley de LeCarré.
¿Es
un interrogatorio?
No.
Es
decir, ¿puedo no responder?
Debe
responder.
¿Y
si me niego?
No
se negará.
De
acuerdo con el prólogo, Diecisiete instantes de una primavera
fue un éxito en la Unión Soviética y su versión televisiva sigue
siendo un clásico para muchas generaciones. Nunca se sabe con esta
clase de afirmaciones, pero podría ser perfectamente. Como novela de
misterio y espías funciona perfectamente, la escritura es buena,
variada, hay amplias referencias culturales, se adivina la visión
que los europeos tienen de Rusia y los rusos de Europa, los matices
que se van ofreciendo, en lo sociopolítico, son ricos, nada
maniqueos, todos los buenos son un poco malos, aunque algunos de los
malos apenas tengan lado bueno, pero es que hay malos que no tienen
ni un poco de luz entre las sombras.
Entonces,
¿ustedes deciden quién es culpable ante ustedes y quién no lo es?
Sin
duda alguna.
Entonces,
¿Ustedes saben de antemano qué es lo que quiere un hombre
determinado y dónde se equivoca y dónde no se equivoca?
Sabemos
lo que quiere el pueblo.
El
pueblo. ¿Y de qué está compuesto el pueblo?
De
gente.
¿Y
cómo sabe lo que quiere el pueblo sin saber lo que quiere cada uno
en particular? ¿O es que usted sabe de antemano lo que quiere cada
uno, dictándolo, ordenándolo?
Un
Hitler aislado conduce sin saber a dónde los ejércitos de todos los
que tienen más claro lo que habría que hacer. Algunos ya solo
esperan que acaben los últimos días. Stirlitz está en permanente
tensión. Sus superiores parece que muchas veces viven desorientados.
El espía de pie de calle sabe cómo se mueve todo mucho antes de que
se enteren arriba, y esto es algo común a muchos espías (no a esos
del tipo James Bond, que no pisan la calle, que la sobrevuelan en
artefactos de alta tecnología como action man) y a muchos
directores de servicios de inteligencia.
¡Qué
bien que esté lloviendo! –pensó–, así al menos ocurre algo.
Cuando estás esperando y todo está tranquilo te pones más
nervioso. Pero si nieva o llueve, no te sientes tan solo.
Semiónov
nos deja una novela que se lee con gusto, que acompaña, que da pena
que se acabe. Después de terminarla me he encontrado en la
biblioteca la primera aventura de Stirlitz, todavía Isayév, un
libro llamado Diamantes para la dictadura del proletariado
(uno de esos títulos insuperables), una historia de contrabando de
diamantes en los primeros tiempos tras el triunfo de la Revolución
de 1917. Estoy con ella, detectando todos los sellos de estilo que me
gustaron ya en Diecisiete instantes de una primavera, notando los
cambios de escenario, régimen, década, y todas las continuidades,
pensando en aquella frase que un policía francés le dijo a Trotski
cuando lo detuvieron: “Los políticos pasan, la policía
permanece”.
Ya
llegó la primavera –pensó–. Ahora crecerá la hierba.
Seguiremos
leyendo
Felices
lecturas
Sr. E
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