viernes, 9 de diciembre de 2016

El cura y los mandarines, de Gregorio Morán

El cura y los mandarines, Historia secreta del bosque de los letrados, de Gregorio Morán (Editorial Akal)

Cuando apareció, o más bien cuando estaba a punto de aparecer y de repente no apareció, este libro despertó una cierta polémica. Tampoco fue una de esas polémicas que a nadie le quitan el sueño. No fue nada por lo que Pablo Iglesias y Eduardo Inda discutieran en la televisión ni las redes se incendiaron, como tan a menudo se dice. Fue una de esas polémicas de las que se enteran seguramente quinientas personas que se indignan mucho pero que no encuentran demasiados problemas para pasar al siguiente día de sus vidas. ¿Cuál fue el problema? Que Planeta, la editorial que lo tenía contratado, le pidió a Gregorio Morán que eliminara o matizara un capítulo bastante insignificante sobre la RAE en el que se hacía algún comentario poco amable sobre Víctor García de la Concha, su director hasta 2010. He leído el libro y la verdad es que el comentario tampoco es para tanto. Es decir, no es que Morán lo acuse de nada particularmente horrible. Lo acusa, es cierto, de medrar para llegar a ser director de la RAE y de ser un mediocre con ínfulas, pero la verdad es que durante las 800 páginas del libro no hace otra cosa con casi cualquiera de los personajes a los que retrata.

¿Es posible que el mundo cultural español, ese bosque de los letrados al que alude Gregorio Morán, esté tan acostumbrado a moverse de halago en halago, entre celebraciones mutuas, que no acepte ninguna crítica? Es posible. No hay demasiada mirada crítica hacia los que ya han llegado arriba. Ni hacia los que llegaron antes. La nueva novela de Muñoz Molina o de Javier Marías es mejor que la anterior, así lo anuncia la crítica de los periódicos, y así llega a los potenciales lectores. A Eduardo Mendoza le dan el Premio Cervantes y la recepción es unánime. Es un premio a un autor del que todos los españoles han leído algún libro, dijo el ministro de Educación y Cultura. Y ya está bien de darle premios a esos autores a quienes no lee nadie, ¿no? La demagogia la inventamos entre todos. Hay quienes ponen en duda que Muñoz Molina y Javier Marías y Juan José Millás y Luis Landero no paren de mejorar como novelistas y que el mejor autor en español al que darle el Cervantes sea Eduardo Mendoza, y hacen bien. Hay quienes han dejado de interesarse hace tiempo por lo que escriben Muñoz Molina y Javier Marías y Juan José Millás y Eduardo Mendoza y están en su derecho. Hay quien no sabe ni cómo se llama el ministro de Educación y Cultura y quien prefiere no enterarse de quiénes forman el jurado de los Cervantes o los Princesa de Asturias. Sólo quiero resituar el debate, dejar claro que los ajustes de cuentas de Morán, que los hay, escandalizan poco, y a pocos. A mí mismo no me interesan especialmente, no más que como otro episodio de la gran novela rosa que es la cultura oficial española, al que asisto desde lejos y con la mueca irónica en la cara. No creo que Morán sea el valiente que se atreve a gritar que el rey está desnudo esencialmente porque hace años que muchos han dejado de mirar al rey, precisamente porque anda desnudo y la visión no es agradable.

El libro de Morán es interesante porque hace un repaso por un período definitorio de nuestro mundo cultural actual, el que va de 1962, uno de esos años en los que parece que todo pasó, a 1996, año en el que el PSOE pierde las elecciones y Aznar llega a presidente del Gobierno. ¿Por qué esos años? Porque Morán entiende que en 1962 muchos empezaron a resituarse de cara a la muerte de Franco, a liderar movimientos y posturas críticas con el franquismo, que les permitieron luego pasar por héroes de la transición y finalmente situarse en el olimpo de la cultura en los años del PSOE. Y nadie discute la cultura, porque queda feo e incívico hacerlo. Muchos de esos pidieron que no se mirara su pasado y así se hizo. Muchos de los que se habían llevado los honores y los premios con el franquismo ajustaron cuentas con su propio pasado de una manera quizá amable y siguieron llevándose los honores y los premios con la renacida democracia. Muchas veces, y esto lo entiende Morán, no lo hicieron tanto por el afán de mentir como por el de sobrevivir, o por el de explicarse a sí mismos sus posturas de una manera amable. Convivir con el propio pasado no siempre es fácil.

¿Por qué ese título? La referencia a los mandarines viene de una conocida obra de Simone de Beauvior, y quizá no por casualidad aparecen también en una extraña novela de los años 70, del murciano Miguel Espinosa, una novela que se quedó como una rareza extra – canon, Escuela de mandarines. El cura y los mandarines es un relato de cómo se construye un canon conservador y cobarde, de cómo se entra en el mandarinato y cómo es esencial que para que haya un dentro haya un fuera, y cómo algunos se cayeron por los márgenes y nunca más se supo de ellos. ¿Quién es el cura del título? Jesús de Aguirre, que fue cura en los sesenta, que estuvo en el mundo editorial con Taurus y Santillana, que más o menos siguió esa línea de reconversión política, que fue amigo de muchos y de todos y por lo tanto de ninguno, y que en un movimiento que extrañó a muchos, acabó siendo Duque de Alba consorte. Y murió apartado de muchos de esos amigos y prácticamente solo. Me parece que Morán apunta demasiado alto al dibujarlo como una figura central en todos esos momentos que retrata. Él conoce la situación y la ha investigado, y yo sólo he leído su libro, pero me parece que por la misma narrativa de la época, no encaja que Aguirre tuviera un papel tan central. Quizá fue más bien un figurante central que un protagonista, alguien que sí estuvo en todo, cerca de todo, aunque probablemente pintara menos de lo que otros le suponían y como ocurre muchas veces en estos casos, de lo que él mismo pensaba.

Morán empieza su revisión de la construcción cultural de nuestro país en 1962 porque ahí empiezan a blanquear su pasado muchos intelectuales. El libro en realidad empieza a hablarnos desde 1956 y las tímidas revueltas estudiantiles en Madrid. Allí asoman por primera vez algunos nombres de futuros intelectuales de la Transición y los primeros gobiernos de la democracia. Muchos de ellos venían de familias que habían ganado la guerra y que se estaban rebelando contra su pasado, pero sin renunciar a los privilegios. En 1962 coincidieron las huelgas mineras en Asturias, que remitían en la memoria colectiva a las de 1934 y el llamado Contubernio de Munich, en el que 118 intelectuales españoles pidieron medidas aperturistas. Aguirre orbitó alrededor de ambos acontecimientos, y en Munich empezaron a cuestionar su pasado falangista personajes como Dionisio Ridruejo y Pedro Laín Entralgo. Aparecen personajes que permanecerán en primera línea en política y en los periódicos hasta el día de su muerte, como Tierno Galván o José Vidal – Beneyto. En 1962 también se produce un acontecimiento cultural de primer orden, casi lo más importante en la literatura española del siglo XX según Gregorio Morán. Luis Martín Santos publica Tiempo de silencio. Morán hace un recorrido bastante exhaustivo por su trayectoria política, vital y literaria, hasta su fatídica muerte, y resulta muy interesante conocer su pasado familiar, la enfermedad de su mujer, cómo se movía por San Sebastián o su curiosa militancia en el PSOE, cuando prácticamente nadie era del PSOE. En el dibujo que Morán hace de la literatura española, pobre y poco original, hay dos figuras, y prácticamente son las únicas que le parece que merezcan el calificativo de figuras: Camilo José Cela y Luis Martín Santos. Son los únicos escritores realmente importantes de todo el franquismo para Morán, y olvidando al personaje en que se convirtió Cela, y su increíble capacidad para dar siempre la nota y llamar la atención, quedan sus obras. Con la muerte de Luis Martín Santos, la literatura española queda huérfana. Aprovecha la figura de Martín Santos para tocar la de Carlos Barral, que nunca fue su amigo pero sí su compañero, y fue quien editó su novela. Y vemos cómo la figura central de la edición independiente y renovadora en los sesenta quedó en prácticamente nada y murió solo y acabado, dejando sus memorias para quien quisiera releerlas.

Aparecen figuras de más o menos peso, todas prescindibles según el criterio del autor del libro. Me ha llamado la atención la obsesión por dejar claro que pese a que José Hierro estuvo en la cárcel, y eso es indudable, cuando salió fue rehabilitado por los poderes fácticos de Santander, de donde también era Aguirre, y nunca le faltaron el trabajo ni los reconocimientos. Se recrea en los actos de celebración de los veinticinco años de paz de Franco y en quiénes y cómo se aprovecharon para sacar la cabeza y pillar cacho del pastel. Me ha gustado la reconstrucción que hace de Max Aub y Jorge Semprún, por ejemplo, de cómo fueron dos exiliados que resultaban incómodos para los acomodaticios, uno porque nunca volvió y otro porque intentó estar presente desde la clandestinidad real. Cuando leí La gallina ciega de Max Aub el año pasado tuve sensaciones parecidas a las de Morán, Aub se da cuenta de que no le importa realmente a nadie y que su presencia casi incomoda, y predice que muchos de esos luego asumirán un papel de resistentes que nunca tuvieron y cogerán migajas de gloria. Parece que el único narrador de peso, aunque sólo sea por su propia conciencia de grandeza, que ve en el panorama posterior a Martín Santos, es Juan Benet, a quien sin embargo le hace un traje. Básicamente Morán tiene trajes para todos: para los novísimos, para los autores de la llamada nueva narrativa española, para los editores que pusieron en marcha El País y el peso que este diario ha tenido en la conciencia y el sentido crítico de España. Morán empieza por resituar dicho diario, dejando claro que nace de una derecha, si se quiere llamar así reformista, pero derecha que venía del franquismo.

Llegó la democracia y la transición resituó a todos. Y llegaron los gobiernos del PSOE y los intelectuales, como grupo, como nueva figura, se aprovecharon de todo lo que pudieron. Morán cita el famoso artículo de Sánchez Ferlosio en 1984, con el que comparte mirada y condena.
Morán reparte por todos lados, y a veces creo que le ciega un cierto resentimiento. Y esto lo digo asumiendo que el resentimiento puede ser un motor válido, pero a veces ciega. Algunas de las verdades que el libro canta apuntan a los mandarines pero nos apuntan a todos los que quizá hemos comprado el relato oficial durante demasiado tiempo sin criticarlo. Pero vuelvo al principio, el relato oficial ha estado tan plagado de mentiras que creo que pocos quedan ya que tomen Babelia como un referente a la hora de elegir culturas, que aplaudan las concesiones de los premios oficiales, que vean en las luminarias patrias talentos comparables a las luminarias mundiales, que se tomen en serio instituciones como la RAE, que no sospechen de quienes saltan de un barco a otro y siempre consiguen estar de viaje. La figura de Aguirre se desdibuja y el hombre acaba muriendo, como haremos todos. Me parece en ese sentido que esa figura central que vertebraba la cultura oficial desde 1962 se queda un poco floja, lo cual no quita interés al libro pero quizá sí a la manera de plantearlo.

Morán termina el libro atizando a la RAE, a la que ve como un cementerio de elefantes. Creo que nadie la ve de otra manera. Nadie está particularmente interesado por lo que opinen sus miembros. Nadie les da un papel de árbitros reales en ninguna discusión. Nadie que comience a publicar creo que tenga como gran aspiración llegar a la RAE. Me ha parecido muy acertado que Morán describiera el desdén con el que en los años 30 García Lorca y los vanguardistas miraban a los rancios novelistas que poblaban la institución y cómo hoy los progresistas bien instalados aspiran, igual que los conservadores bien instalados, a estar en ella. Y mantienen una ficción, otra más, en marcha. Me ha parecido sublime, y no sé cómo de verídica será, pero es brillante igualmente, el momento en el que dice que Almudena Grandes y Luis García Montero prometieron, o se prometieron, no aceptar el nombramiento para la RAE si no era en pareja.

¿Merece la pena leer El cura y los mandarines? A mí me la ha merecido. ¿Era para tanto la polémica? Creo que no. Creo que para nada. Para quien circule por internet las críticas le parecerá que no son para tanto. Llevamos algunos años con virulentos ataques a Muñoz Molina, a Marías, a Mendoza, a todos los que llegaron al sillón y se quedaron la silla. Ataques virulentos que se encuentran con un muro de silencio. Porque estas peleítas de intelectuales no le importan básicamente a nadie. Estos duelos a espada bajo el sol son ejercicios de esgrima en el salón de té. Me ha mostrado algunos nombres que yendo y viniendo siempre han conseguido estar. Y otros que siguen estando y lo seguirán por décadas. No sé cuánto arriesga Morán al poner algunos nombres y algunos apellidos encima de la mesa. Ni sé cuánto araña el prestigio de aquellos a quienes ataca. Ni sé realmente cuánto de prestigio real tienen esos personajes, o si no son más que una ficción que se sostiene sobre sí misma, prestigios de pega que se soportan unos a otros y se dan premios de ida y vuelta.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas


Sr. E

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