El cura y los mandarines,
Historia secreta del bosque de los letrados, de
Gregorio Morán (Editorial Akal)
Cuando apareció, o más bien cuando estaba a
punto de aparecer y de repente no apareció, este libro despertó una cierta
polémica. Tampoco fue una de esas polémicas que a nadie le quitan el sueño. No
fue nada por lo que Pablo Iglesias y Eduardo Inda discutieran en la televisión
ni las redes se incendiaron, como tan a menudo se dice. Fue una de esas
polémicas de las que se enteran seguramente quinientas personas que se indignan
mucho pero que no encuentran demasiados problemas para pasar al siguiente día
de sus vidas. ¿Cuál fue el problema? Que Planeta, la editorial que lo tenía
contratado, le pidió a Gregorio Morán que eliminara o matizara un capítulo bastante
insignificante sobre la RAE en el que se hacía algún comentario poco amable
sobre Víctor García de la Concha, su director hasta 2010. He leído el libro y
la verdad es que el comentario tampoco es para tanto. Es decir, no es que Morán
lo acuse de nada particularmente horrible. Lo acusa, es cierto, de medrar para
llegar a ser director de la RAE y de ser un mediocre con ínfulas, pero la
verdad es que durante las 800 páginas del libro no hace otra cosa con casi
cualquiera de los personajes a los que retrata.
¿Es posible que el mundo cultural español, ese
bosque de los letrados al que alude Gregorio Morán, esté tan acostumbrado a
moverse de halago en halago, entre celebraciones mutuas, que no acepte ninguna
crítica? Es posible. No hay demasiada mirada crítica hacia los que ya han
llegado arriba. Ni hacia los que llegaron antes. La nueva novela de Muñoz
Molina o de Javier Marías es mejor que la anterior, así lo anuncia la crítica
de los periódicos, y así llega a los potenciales lectores. A Eduardo Mendoza le
dan el Premio Cervantes y la recepción es unánime. Es un premio a un autor del
que todos los españoles han leído algún libro, dijo el ministro de Educación y
Cultura. Y ya está bien de darle premios a esos autores a quienes no lee nadie,
¿no? La demagogia la inventamos entre todos. Hay quienes ponen en duda que
Muñoz Molina y Javier Marías y Juan José Millás y Luis Landero no paren de
mejorar como novelistas y que el mejor autor en español al que darle el
Cervantes sea Eduardo Mendoza, y hacen bien. Hay quienes han dejado de
interesarse hace tiempo por lo que escriben Muñoz Molina y Javier Marías y Juan
José Millás y Eduardo Mendoza y están en su derecho. Hay quien no sabe ni cómo
se llama el ministro de Educación y Cultura y quien prefiere no enterarse de
quiénes forman el jurado de los Cervantes o los Princesa de Asturias. Sólo
quiero resituar el debate, dejar claro que los ajustes de cuentas de Morán, que
los hay, escandalizan poco, y a pocos. A mí mismo no me interesan
especialmente, no más que como otro episodio de la gran novela rosa que es la
cultura oficial española, al que asisto desde lejos y con la mueca irónica en
la cara. No creo que Morán sea el valiente que se atreve a gritar que el rey
está desnudo esencialmente porque hace años que muchos han dejado de mirar al
rey, precisamente porque anda desnudo y la visión no es agradable.
El libro de Morán es interesante porque hace un
repaso por un período definitorio de nuestro mundo cultural actual, el que va
de 1962, uno de esos años en los que parece que todo pasó, a 1996, año en el
que el PSOE pierde las elecciones y Aznar llega a presidente del Gobierno. ¿Por
qué esos años? Porque Morán entiende que en 1962 muchos empezaron a resituarse
de cara a la muerte de Franco, a liderar movimientos y posturas críticas con el
franquismo, que les permitieron luego pasar por héroes de la transición y
finalmente situarse en el olimpo de la cultura en los años del PSOE. Y nadie
discute la cultura, porque queda feo e incívico hacerlo. Muchos de esos
pidieron que no se mirara su pasado y así se hizo. Muchos de los que se habían
llevado los honores y los premios con el franquismo ajustaron cuentas con su
propio pasado de una manera quizá amable y siguieron llevándose los honores y
los premios con la renacida democracia. Muchas veces, y esto lo entiende Morán,
no lo hicieron tanto por el afán de mentir como por el de sobrevivir, o por el
de explicarse a sí mismos sus posturas de una manera amable. Convivir con el
propio pasado no siempre es fácil.
¿Por qué ese título? La referencia a los
mandarines viene de una conocida obra de Simone de Beauvior, y quizá no por
casualidad aparecen también en una extraña novela de los años 70, del murciano
Miguel Espinosa, una novela que se quedó como una rareza extra – canon, Escuela
de mandarines. El cura y los mandarines es un relato de cómo se construye un
canon conservador y cobarde, de cómo se entra en el mandarinato y cómo es
esencial que para que haya un dentro haya un fuera, y cómo algunos se cayeron
por los márgenes y nunca más se supo de ellos. ¿Quién es el cura del título?
Jesús de Aguirre, que fue cura en los sesenta, que estuvo en el mundo editorial
con Taurus y Santillana, que más o menos siguió esa línea de reconversión
política, que fue amigo de muchos y de todos y por lo tanto de ninguno, y que
en un movimiento que extrañó a muchos, acabó siendo Duque de Alba consorte. Y
murió apartado de muchos de esos amigos y prácticamente solo. Me parece que
Morán apunta demasiado alto al dibujarlo como una figura central en todos esos
momentos que retrata. Él conoce la situación y la ha investigado, y yo sólo he
leído su libro, pero me parece que por la misma narrativa de la época, no
encaja que Aguirre tuviera un papel tan central. Quizá fue más bien un
figurante central que un protagonista, alguien que sí estuvo en todo, cerca de
todo, aunque probablemente pintara menos de lo que otros le suponían y como
ocurre muchas veces en estos casos, de lo que él mismo pensaba.
Morán empieza su revisión de la construcción
cultural de nuestro país en 1962 porque ahí empiezan a blanquear su pasado
muchos intelectuales. El libro en realidad empieza a hablarnos desde 1956 y las
tímidas revueltas estudiantiles en Madrid. Allí asoman por primera vez algunos
nombres de futuros intelectuales de la Transición y los primeros gobiernos de
la democracia. Muchos de ellos venían de familias que habían ganado la guerra y
que se estaban rebelando contra su pasado, pero sin renunciar a los
privilegios. En 1962 coincidieron las huelgas mineras en Asturias, que remitían
en la memoria colectiva a las de 1934 y el llamado Contubernio de Munich, en el
que 118 intelectuales españoles pidieron medidas aperturistas. Aguirre orbitó
alrededor de ambos acontecimientos, y en Munich empezaron a cuestionar su
pasado falangista personajes como Dionisio Ridruejo y Pedro Laín Entralgo.
Aparecen personajes que permanecerán en primera línea en política y en los periódicos
hasta el día de su muerte, como Tierno Galván o José Vidal – Beneyto. En 1962
también se produce un acontecimiento cultural de primer orden, casi lo más
importante en la literatura española del siglo XX según Gregorio Morán. Luis
Martín Santos publica Tiempo de silencio. Morán hace un recorrido bastante
exhaustivo por su trayectoria política, vital y literaria, hasta su fatídica
muerte, y resulta muy interesante conocer su pasado familiar, la enfermedad de
su mujer, cómo se movía por San Sebastián o su curiosa militancia en el PSOE,
cuando prácticamente nadie era del PSOE. En el dibujo que Morán hace de la
literatura española, pobre y poco original, hay dos figuras, y prácticamente
son las únicas que le parece que merezcan el calificativo de figuras: Camilo
José Cela y Luis Martín Santos. Son los únicos escritores realmente importantes
de todo el franquismo para Morán, y olvidando al personaje en que se convirtió
Cela, y su increíble capacidad para dar siempre la nota y llamar la atención, quedan
sus obras. Con la muerte de Luis Martín Santos, la literatura española queda
huérfana. Aprovecha la figura de Martín Santos para tocar la de Carlos Barral,
que nunca fue su amigo pero sí su compañero, y fue quien editó su novela. Y
vemos cómo la figura central de la edición independiente y renovadora en los
sesenta quedó en prácticamente nada y murió solo y acabado, dejando sus
memorias para quien quisiera releerlas.
Aparecen figuras de más o menos peso, todas
prescindibles según el criterio del autor del libro. Me ha llamado la atención
la obsesión por dejar claro que pese a que José Hierro estuvo en la cárcel, y
eso es indudable, cuando salió fue rehabilitado por los poderes fácticos de
Santander, de donde también era Aguirre, y nunca le faltaron el trabajo ni los
reconocimientos. Se recrea en los actos de celebración de los veinticinco años
de paz de Franco y en quiénes y cómo se aprovecharon para sacar la cabeza y
pillar cacho del pastel. Me ha gustado la reconstrucción que hace de Max Aub y
Jorge Semprún, por ejemplo, de cómo fueron dos exiliados que resultaban
incómodos para los acomodaticios, uno porque nunca volvió y otro porque intentó
estar presente desde la clandestinidad real. Cuando leí La gallina ciega de Max Aub el año pasado tuve sensaciones
parecidas a las de Morán, Aub se da cuenta de que no le importa realmente a
nadie y que su presencia casi incomoda, y predice que muchos de esos luego
asumirán un papel de resistentes que nunca tuvieron y cogerán migajas de
gloria. Parece que el único narrador de peso, aunque sólo sea por su propia
conciencia de grandeza, que ve en el panorama posterior a Martín Santos, es Juan
Benet, a quien sin embargo le hace un traje. Básicamente Morán tiene trajes
para todos: para los novísimos, para los autores de la llamada nueva narrativa
española, para los editores que pusieron en marcha El País y el peso que este
diario ha tenido en la conciencia y el sentido crítico de España. Morán empieza
por resituar dicho diario, dejando claro que nace de una derecha, si se quiere
llamar así reformista, pero derecha que venía del franquismo.
Llegó la democracia y la transición resituó a
todos. Y llegaron los gobiernos del PSOE y los intelectuales, como grupo, como
nueva figura, se aprovecharon de todo lo que pudieron. Morán cita el famoso
artículo de Sánchez Ferlosio en 1984, con el que comparte mirada y condena.
Morán reparte por todos lados, y a veces creo
que le ciega un cierto resentimiento. Y esto lo digo asumiendo que el
resentimiento puede ser un motor válido, pero a veces ciega. Algunas de las
verdades que el libro canta apuntan a los mandarines pero nos apuntan a todos
los que quizá hemos comprado el relato oficial durante demasiado tiempo sin
criticarlo. Pero vuelvo al principio, el relato oficial ha estado tan plagado
de mentiras que creo que pocos quedan ya que tomen Babelia como un referente a
la hora de elegir culturas, que aplaudan las concesiones de los premios
oficiales, que vean en las luminarias patrias talentos comparables a las luminarias
mundiales, que se tomen en serio instituciones como la RAE, que no sospechen de
quienes saltan de un barco a otro y siempre consiguen estar de viaje. La figura
de Aguirre se desdibuja y el hombre acaba muriendo, como haremos todos. Me
parece en ese sentido que esa figura central que vertebraba la cultura oficial
desde 1962 se queda un poco floja, lo cual no quita interés al libro pero quizá
sí a la manera de plantearlo.
Morán termina el libro atizando a la RAE, a la
que ve como un cementerio de elefantes. Creo que nadie la ve de otra manera.
Nadie está particularmente interesado por lo que opinen sus miembros. Nadie les
da un papel de árbitros reales en ninguna discusión. Nadie que comience a
publicar creo que tenga como gran aspiración llegar a la RAE. Me ha parecido
muy acertado que Morán describiera el desdén con el que en los años 30 García
Lorca y los vanguardistas miraban a los rancios novelistas que poblaban la
institución y cómo hoy los progresistas bien instalados aspiran, igual que los
conservadores bien instalados, a estar en ella. Y mantienen una ficción, otra
más, en marcha. Me ha parecido sublime, y no sé cómo de verídica será, pero es
brillante igualmente, el momento en el que dice que Almudena Grandes y Luis
García Montero prometieron, o se prometieron, no aceptar el nombramiento para
la RAE si no era en pareja.
¿Merece la pena leer El cura y los mandarines?
A mí me la ha merecido. ¿Era para tanto la polémica? Creo que no. Creo que para
nada. Para quien circule por internet las críticas le parecerá que no son para
tanto. Llevamos algunos años con virulentos ataques a Muñoz Molina, a Marías, a
Mendoza, a todos los que llegaron al sillón y se quedaron la silla. Ataques
virulentos que se encuentran con un muro de silencio. Porque estas peleítas de
intelectuales no le importan básicamente a nadie. Estos duelos a espada bajo el
sol son ejercicios de esgrima en el salón de té. Me ha mostrado algunos nombres
que yendo y viniendo siempre han conseguido estar. Y otros que siguen estando y
lo seguirán por décadas. No sé cuánto arriesga Morán al poner algunos nombres y
algunos apellidos encima de la mesa. Ni sé cuánto araña el prestigio de
aquellos a quienes ataca. Ni sé realmente cuánto de prestigio real tienen esos
personajes, o si no son más que una ficción que se sostiene sobre sí misma,
prestigios de pega que se soportan unos a otros y se dan premios de ida y
vuelta.
Seguiremos leyendo
Felices lecturas
Sr. E
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