Proyecto
Perec: Las cosas, Un hombre que duerme,
El secuestro, Lo infraordinario.
Leamos con atención el comienzo de El secuestro, de Georges Perec:
“Tres obispos, un religioso judío, un
coronel del Opus y un trío de mediocres politicuchos, siguiendo los deseos de
un trust inglés, difundieron por televisión, y luego en letreros, el inminente
riesgo de morir por desnutrición. Primero se pensó en un mero rumor, elementos
nocivos, según dijeron. Pero el pueblo se lo creyó. Todos se proveyeron de un
sólido fuste. “Queremos comer”, gritó persistentemente el pueblo, profiriendo
vituperios sobre jefes, ricos y poderes públicos. Por doquier, se urdieron
complots e intentos de subversión. Los polis tuvieron miedo de los turnos de
noche. En Bourg – en – Bresse se tomó un sitio público. En Grenoble se robó un
stock: bonito, leche, kilos de dulces, montones de trigo, pero todo podrido. En
Metz perecieron veintisiete jueces de un solo golpe en un cruce, luego se quemó
un periódico vespertino que, según supusieron todos, se pronunció por el
gobierno. Los rebeldes se hicieron por todo el territorio con depósitos, docks
y comercios”.
Búsquese, como en uno de esos ejercicios de los
tests de inteligencias que nos pasaban a los niños en los noventa, y que espero
que ya no se utilicen, un elemento característico de dicho párrafo. La solución
estará al final de la entrada.
Estoy saliendo de un momento Perec y uno sale confuso de ciertas experiencias. Durante el
verano tengo varios tiempos y lugares de lectura a lo largo del día. Leo
después de desayunar, o antes si me despierto demasiado temprano, en la cama.
Leo en el sofá después de comer. Leo al final de la tarde en un sillón – mecedora.
Leo en la cama antes de dormir. Leo en trenes. En playas y piscinas. En las terrazas de los bares. Y leo en el parque por las mañanas, mientras mi
hijo sube y se lanza por toboganes y demás juguetes. Es una lectura ligera, un
rato agradable que pasamos juntos antes de que el calor apriete demasiado, en
las primeras horas de la mañana. Como la lectura no es más que una actividad
secundaria, que en ningún caso puede interponerse con la principal –vigilarlo– los
libros del parque no son los mismos que leo en el sofá después de comer o en la
cama antes de dormir. Me convierto en un lector fragmentario. Este verano,
aunque no ha sido lo único, he leído en el parque a Georges Perec. No sé por
qué pensaba, leyéndolo allí, que a Perec le gustaría que lo leyeran en los
parques. La literatura de Perec es callejera, es de paseo, es bastante
vagabunda. Perec paseaba mucho, y se paraba en los parques de París.
Dicen que Roberto Bolaño dijo que Georges Perec
era sin duda el escritor más importante de la segunda mitad del siglo XX.
Seguramente es verdad que lo dijo. Seguramente lo pensaba cuando lo dijo, pero
la verdad es que Bolaño decía demasiadas veces esas cosas, y probablemente no
fue el único autor de quien lo afirmó. Creo que no comparto ese entusiasmo por
Perec. No lo calificaría del mejor escritor de ninguna década del siglo XX.
Pero sí me acerco a lo que dijo Enrique Vila – Matas: Entre los libros que me cambiaron la vida estuvieron siempre los de
Perec. Recuerdo haberlos leído con fascinación. La lectura de Perec es
fascinante. Perec es fascinante. Este proyecto veraniego es mi segunda
lectura del autor. En la primera leí La
vida: instrucciones de uso, su obra magna, que sí me pareció un libro del
que alguien podría decir: esta es una de las mejores novelas de la segunda
mitad del siglo XX. Creo que lo es. La veo una clara vecina de Rayuela de Cortázar y Los detectives salvajes de Bolaño.
También leí Me acuerdo. Leí primero
el Me acuerdo de Brainard y debo
reconocer que aunque el de Perec me gustó, me gustó más el del americano.
También debo reconocer que fue con el de Perec con el que me di cuenta del
cuerpo que podían tomar algunas notas que estaba trabajando y de las que acabó
naciendo mi novela Mil dolores pequeños.
Leí La
vida: instrucciones de uso a finales de 2.011, y leí Me acuerdo en el verano de 2.012. Para eso vale ir apuntando lo que
uno lee. Le dejé La vida: instrucciones
de uso a una persona que se mostró muy interesado en leerlo y pasó lo que
suele pasar, que no me lo devolvía, por lo que tuve que acabar colándome en su
casa el pasado otoño y recuperarlo. Es posible que aún no haya notado su
ausencia.
Y no había vuelto a Perec desde hace cuatro
veranos. Hasta que en una visita a la biblioteca a principios de agosto estuve
ojeando Las cosas, y acabé saliendo
de allí con cuatro libros del autor francés. La lectura de Georges Perec es un
estado de ánimo. No creo que tenga demasiado sentido entrar en detalles
concretos de cada uno de los libros, aunque tocaré algunos que me ayuden a
entender mejor a su autor. Es un autor engañoso. Leí un artículo de Vila –
Matas en el que decía que Perec ponía normas arbitrarias que trataban de imponer
cierto orden al mundo. Es verdad. Parece una lectura ligera, que se puede hacer
en el parque sin más, y se puede hacer en el parque, pero porque parte de la
labor de lectura de Perec es seguir pensando en sus páginas cada vez que se
cierra el libro. Los cuatro libros que he leído seguidos me llevan a pensar que
aunque Georges Perec es un autor divertido, que toca temas que parecen
anodinos, es en realidad un representante juguetón de cierto existencialismo,
pues nos enfrenta al sinsentido de la existencia, la nada, la pena, lo perdido,
la desmemoria.
Perec es un escritor crítico con la sociedad, pero no uno de esos escritores críticos que sermonea y trata de imponer su visión del mundo. Las cosas fue su primera novela, y creo
que da la clave en su subtítulo: una
historia de los años sesenta. Y esa historia de los años sesenta, escrita
en 1965, empieza con una enumeración de todos los objetos que una joven pareja
querría tener en su casa soñada, una casa de ricos para la que se sienten
preparados. Esa historia de los años sesenta es una historia crítica con el
papel que los años sesenta, y esencialmente los jóvenes de los años sesenta, se
estaban dando a sí mismos desde aquel mismo momento. Perec es uno de esos
jóvenes que describe. Mira a su alrededor con ironía y eso salva su labor. Viene
de una familia modesta, ha estudiado en la universidad, ha tenido trabajos mal
pagados, tiene una pareja, van al cine, fuman y hablan con otras parejas
parecidas, leen semanarios progresistas, se manifiestan en contra de algunas
cosas y a favor de otras. Echan de menos no haber nacido en otras épocas en las
que los conflictos morales estaban más claros y era más sencillo dónde estaba
el bien y dónde estaba el mal y en qué lado había que posicionarse. Uno sabía
en qué bando situarse en la primera guerra mundial o en la segunda. A uno le
gusta pensar que habría estado en la resistencia, pero no sabe dónde situarse
ante la guerra de Argelia. Las cosas están cambiando pero tampoco es para
tanto, parece decir. No nos entusiasmemos demasiado.
Un hombre
que duerme fue su tercer libro, y es en el que más veo
al autor que bebe del existencialismo llevándolo a una mirada irónica, como si
pensara que la vida tampoco es un asunto tan grave. Un estudiante de sociología
(como Perec lo fue) decide no levantarse para acudir a sus exámenes y de alguna
manera se borra de la vida. Al final acabará saliendo de la cama, y acabará
hasta saliendo de su casa, pero lo hará como un hombre que está en mitad de un
sueño. El sueño remite necesariamente a Kafka como otro autor referente, y debe
serlo, pues a él pertenece el epígrafe con el que se inicia la novela. El
personaje del libro, al que el narrador interpela con una segunda persona que llega
a hacer sentir incómodo al lector, saldrá de casa, paseará, irá al cine,
observará, pero todo parecerá parte de un proceso de desnaturalización. Está
desprendiéndose de todas las necesidades superfluas, de todos los objetivos que
la sociedad le ha marcado, camino de un mundo esencial e individual, como en
una epopeya budista en mitad de la metrópolis. Vuelvo a detectar esa cierta
decepción con todos los cambios, esa crítica irónica a la sociedad de consumo y
sus nuevos modelos.
Decía Vila – Matas en ese mismo artículo que
citaba antes que El secuestro era la
mejor novela de Perec y por añadidura una de las mejores novelas europeas de
las últimas décadas. Es sin duda una novela extraña, de lectura alucinada.
Perec vuelve a enfrentarnos, en esta su cuarta novela, a la nada. Un hombre
desaparece, aparentemente secuestrado. Y pronto todo se irá revelando como un
sinsentido. Es un libro que parece jugar con unas reglas diferentes, propias,
las de Perec, que de alguna manera nos permite jugar como lectores sin habernos
explicado antes cómo se debe jugar. Es un placer volver a un estado de lectura
propio de la infancia. Y quizá sea la manera adecuada de jugar, pues nadie estudia
nunca las instrucciones de un videojuego antes de ponerse a jugar. Y Perec,
como Cortázar y sus amigos parisinos, escribe jugando. El secuestro está relacionada con Un hombre que duerme y con Las
cosas. Las tres fueron escritas en un intervalo de unos cinco años en la
segunda mitad de los sesenta, y quizá la mejor manera de verlas sea como
capítulos de una gran novela, introducción, nudo y desenlace sui generis a los
años sesenta franceses. La narrativa de Perec en estas tres novelas evoluciona
de lo poco a la nada, y consigue resultados excelentes con ese material.
Me alegro de haber leído en último lugar Lo infraordinario. Por lo que comentaba
de contemplar las tres novelas como partes de una misma obra, si sigue habiendo
autores de los que tiene sentido hablar de una poética propia, Georges Perec es
sin duda uno de ellos. El título ya dice todo, o dice mucho. A Perec le
interesaba sobremanera lo anodino, lo que queda por debajo de la atención de
los demás. Lo que sólo era suyo. Creo que hay dos grandes tipos de novelistas: los que inventan y los que miran la realidad de una manera distinta. Los del qué y los del cómo. Perec no necesita casi qué porque es un maestro del cómo. En el libro, publicado póstumamente, Perec se lanza a describir su barrio, o su escritorio, o trata de enumerar todo lo que comió y bebió en 1.974. Ejercicios que podrían ser insustanciales si no estuvieran tan bien dibujados. Lo
infraordinario reúne ocho textos que vienen a enseñarnos quién era Perec,
qué escribía, y por qué. Perec era hijo de judíos muertos en la Segunda Guerra
Mundial (su madre murió en Auschwitz, su padre en el frente) y no debía ser
fácil ser él. A veces parece que huía de sí mismo. Lo infraordinario nos permite saber qué le interesaba y por qué
tenía esa alma de clasificador de la existencia. No debe ser casual que durante
muchos años fuera archivero y documentalista, y no debe serlo tampoco que lo
fuera en un importante laboratorio, pues su prosa tiene algo de científico, de
ese lenguaje fascinante pero algo oscuro que insinúa la realidad más que la
enseña.
La narrativa de Georges Perec funciona como una
granada que después de activada espera para explotar. La granada va explotando
a cámara lenta y aunque ya haya escrito estas palabras aún noto que su efecto
persistirá por un tiempo. Quizá sea conveniente dejar pasar otros cuatro
veranos antes de volver a leer a Perec y hacerlo en ese año 2.020 sólo en las
orillas de piscinas y playas. Quizá haya que marcarse reglas sin sentido
aparente y respetarlas como si fueran las palabras de un dios, así, con
minúsculas, un dios modesto, hasta algo anodino, sin ansias de grandeza. Por
cierto que el párrafo inicial no contiene ninguna a, igual que toda la novela.
Y no se puede más que admirar al traductor que hizo tal labor, pues la novela
original en francés carece de la e y el encaje de juegos y lugares debió de
llevarle años.
Seguiremos leyendo y
hablando de lo leído.
Felices lecturas
Sr. E
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