domingo, 4 de septiembre de 2016

Proyecto Perec: Las cosas, Un hombre que duerme, El secuestro, Lo infraordinario

Proyecto Perec: Las cosas, Un hombre que duerme, El secuestro, Lo infraordinario. 

Leamos con atención el comienzo de El secuestro, de Georges Perec:
“Tres obispos, un religioso judío, un coronel del Opus y un trío de mediocres politicuchos, siguiendo los deseos de un trust inglés, difundieron por televisión, y luego en letreros, el inminente riesgo de morir por desnutrición. Primero se pensó en un mero rumor, elementos nocivos, según dijeron. Pero el pueblo se lo creyó. Todos se proveyeron de un sólido fuste. “Queremos comer”, gritó persistentemente el pueblo, profiriendo vituperios sobre jefes, ricos y poderes públicos. Por doquier, se urdieron complots e intentos de subversión. Los polis tuvieron miedo de los turnos de noche. En Bourg – en – Bresse se tomó un sitio público. En Grenoble se robó un stock: bonito, leche, kilos de dulces, montones de trigo, pero todo podrido. En Metz perecieron veintisiete jueces de un solo golpe en un cruce, luego se quemó un periódico vespertino que, según supusieron todos, se pronunció por el gobierno. Los rebeldes se hicieron por todo el territorio con depósitos, docks y comercios”.
Búsquese, como en uno de esos ejercicios de los tests de inteligencias que nos pasaban a los niños en los noventa, y que espero que ya no se utilicen, un elemento característico de dicho párrafo. La solución estará al final de la entrada.

Estoy saliendo de un momento Perec y uno sale confuso de ciertas experiencias. Durante el verano tengo varios tiempos y lugares de lectura a lo largo del día. Leo después de desayunar, o antes si me despierto demasiado temprano, en la cama. Leo en el sofá después de comer. Leo al final de la tarde en un sillón – mecedora. Leo en la cama antes de dormir. Leo en trenes. En playas y piscinas. En las terrazas de los bares. Y leo en el parque por las mañanas, mientras mi hijo sube y se lanza por toboganes y demás juguetes. Es una lectura ligera, un rato agradable que pasamos juntos antes de que el calor apriete demasiado, en las primeras horas de la mañana. Como la lectura no es más que una actividad secundaria, que en ningún caso puede interponerse con la principal –vigilarlo– los libros del parque no son los mismos que leo en el sofá después de comer o en la cama antes de dormir. Me convierto en un lector fragmentario. Este verano, aunque no ha sido lo único, he leído en el parque a Georges Perec. No sé por qué pensaba, leyéndolo allí, que a Perec le gustaría que lo leyeran en los parques. La literatura de Perec es callejera, es de paseo, es bastante vagabunda. Perec paseaba mucho, y se paraba en los parques de París.

Dicen que Roberto Bolaño dijo que Georges Perec era sin duda el escritor más importante de la segunda mitad del siglo XX. Seguramente es verdad que lo dijo. Seguramente lo pensaba cuando lo dijo, pero la verdad es que Bolaño decía demasiadas veces esas cosas, y probablemente no fue el único autor de quien lo afirmó. Creo que no comparto ese entusiasmo por Perec. No lo calificaría del mejor escritor de ninguna década del siglo XX. Pero sí me acerco a lo que dijo Enrique Vila – Matas: Entre los libros que me cambiaron la vida estuvieron siempre los de Perec. Recuerdo haberlos leído con fascinación. La lectura de Perec es fascinante. Perec es fascinante. Este proyecto veraniego es mi segunda lectura del autor. En la primera leí La vida: instrucciones de uso, su obra magna, que sí me pareció un libro del que alguien podría decir: esta es una de las mejores novelas de la segunda mitad del siglo XX. Creo que lo es. La veo una clara vecina de Rayuela de Cortázar y Los detectives salvajes de Bolaño. También leí Me acuerdo. Leí primero el Me acuerdo de Brainard y debo reconocer que aunque el de Perec me gustó, me gustó más el del americano. También debo reconocer que fue con el de Perec con el que me di cuenta del cuerpo que podían tomar algunas notas que estaba trabajando y de las que acabó naciendo mi novela Mil dolores pequeños.

Leí La vida: instrucciones de uso a finales de 2.011, y leí Me acuerdo en el verano de 2.012. Para eso vale ir apuntando lo que uno lee. Le dejé La vida: instrucciones de uso a una persona que se mostró muy interesado en leerlo y pasó lo que suele pasar, que no me lo devolvía, por lo que tuve que acabar colándome en su casa el pasado otoño y recuperarlo. Es posible que aún no haya notado su ausencia.

Y no había vuelto a Perec desde hace cuatro veranos. Hasta que en una visita a la biblioteca a principios de agosto estuve ojeando Las cosas, y acabé saliendo de allí con cuatro libros del autor francés. La lectura de Georges Perec es un estado de ánimo. No creo que tenga demasiado sentido entrar en detalles concretos de cada uno de los libros, aunque tocaré algunos que me ayuden a entender mejor a su autor. Es un autor engañoso. Leí un artículo de Vila – Matas en el que decía que Perec ponía normas arbitrarias que trataban de imponer cierto orden al mundo. Es verdad. Parece una lectura ligera, que se puede hacer en el parque sin más, y se puede hacer en el parque, pero porque parte de la labor de lectura de Perec es seguir pensando en sus páginas cada vez que se cierra el libro. Los cuatro libros que he leído seguidos me llevan a pensar que aunque Georges Perec es un autor divertido, que toca temas que parecen anodinos, es en realidad un representante juguetón de cierto existencialismo, pues nos enfrenta al sinsentido de la existencia, la nada, la pena, lo perdido, la desmemoria.

Perec es un escritor crítico con la sociedad, pero no uno de esos escritores críticos que sermonea y trata de imponer su visión del mundo. Las cosas fue su primera novela, y creo que da la clave en su subtítulo: una historia de los años sesenta. Y esa historia de los años sesenta, escrita en 1965, empieza con una enumeración de todos los objetos que una joven pareja querría tener en su casa soñada, una casa de ricos para la que se sienten preparados. Esa historia de los años sesenta es una historia crítica con el papel que los años sesenta, y esencialmente los jóvenes de los años sesenta, se estaban dando a sí mismos desde aquel mismo momento. Perec es uno de esos jóvenes que describe. Mira a su alrededor con ironía y eso salva su labor. Viene de una familia modesta, ha estudiado en la universidad, ha tenido trabajos mal pagados, tiene una pareja, van al cine, fuman y hablan con otras parejas parecidas, leen semanarios progresistas, se manifiestan en contra de algunas cosas y a favor de otras. Echan de menos no haber nacido en otras épocas en las que los conflictos morales estaban más claros y era más sencillo dónde estaba el bien y dónde estaba el mal y en qué lado había que posicionarse. Uno sabía en qué bando situarse en la primera guerra mundial o en la segunda. A uno le gusta pensar que habría estado en la resistencia, pero no sabe dónde situarse ante la guerra de Argelia. Las cosas están cambiando pero tampoco es para tanto, parece decir. No nos entusiasmemos demasiado.

Un hombre que duerme fue su tercer libro, y es en el que más veo al autor que bebe del existencialismo llevándolo a una mirada irónica, como si pensara que la vida tampoco es un asunto tan grave. Un estudiante de sociología (como Perec lo fue) decide no levantarse para acudir a sus exámenes y de alguna manera se borra de la vida. Al final acabará saliendo de la cama, y acabará hasta saliendo de su casa, pero lo hará como un hombre que está en mitad de un sueño. El sueño remite necesariamente a Kafka como otro autor referente, y debe serlo, pues a él pertenece el epígrafe con el que se inicia la novela. El personaje del libro, al que el narrador interpela con una segunda persona que llega a hacer sentir incómodo al lector, saldrá de casa, paseará, irá al cine, observará, pero todo parecerá parte de un proceso de desnaturalización. Está desprendiéndose de todas las necesidades superfluas, de todos los objetivos que la sociedad le ha marcado, camino de un mundo esencial e individual, como en una epopeya budista en mitad de la metrópolis. Vuelvo a detectar esa cierta decepción con todos los cambios, esa crítica irónica a la sociedad de consumo y sus nuevos modelos.

Decía Vila – Matas en ese mismo artículo que citaba antes que El secuestro era la mejor novela de Perec y por añadidura una de las mejores novelas europeas de las últimas décadas. Es sin duda una novela extraña, de lectura alucinada. Perec vuelve a enfrentarnos, en esta su cuarta novela, a la nada. Un hombre desaparece, aparentemente secuestrado. Y pronto todo se irá revelando como un sinsentido. Es un libro que parece jugar con unas reglas diferentes, propias, las de Perec, que de alguna manera nos permite jugar como lectores sin habernos explicado antes cómo se debe jugar. Es un placer volver a un estado de lectura propio de la infancia. Y quizá sea la manera adecuada de jugar, pues nadie estudia nunca las instrucciones de un videojuego antes de ponerse a jugar. Y Perec, como Cortázar y sus amigos parisinos, escribe jugando. El secuestro está relacionada con Un hombre que duerme y con Las cosas. Las tres fueron escritas en un intervalo de unos cinco años en la segunda mitad de los sesenta, y quizá la mejor manera de verlas sea como capítulos de una gran novela, introducción, nudo y desenlace sui generis a los años sesenta franceses. La narrativa de Perec en estas tres novelas evoluciona de lo poco a la nada, y consigue resultados excelentes con ese material.


Me alegro de haber leído en último lugar Lo infraordinario. Por lo que comentaba de contemplar las tres novelas como partes de una misma obra, si sigue habiendo autores de los que tiene sentido hablar de una poética propia, Georges Perec es sin duda uno de ellos. El título ya dice todo, o dice mucho. A Perec le interesaba sobremanera lo anodino, lo que queda por debajo de la atención de los demás. Lo que sólo era suyo. Creo que hay dos grandes tipos de novelistas: los que inventan y los que miran la realidad de una manera distinta. Los del qué y los del cómo. Perec no necesita casi qué porque es un maestro del cómo. En el libro, publicado póstumamente, Perec se lanza a describir su barrio, o su escritorio, o trata de enumerar todo lo que comió y bebió en 1.974. Ejercicios que podrían ser insustanciales si no estuvieran tan bien dibujados. Lo infraordinario reúne ocho textos que vienen a enseñarnos quién era Perec, qué escribía, y por qué. Perec era hijo de judíos muertos en la Segunda Guerra Mundial (su madre murió en Auschwitz, su padre en el frente) y no debía ser fácil ser él. A veces parece que huía de sí mismo. Lo infraordinario nos permite saber qué le interesaba y por qué tenía esa alma de clasificador de la existencia. No debe ser casual que durante muchos años fuera archivero y documentalista, y no debe serlo tampoco que lo fuera en un importante laboratorio, pues su prosa tiene algo de científico, de ese lenguaje fascinante pero algo oscuro que insinúa la realidad más que la enseña.

La narrativa de Georges Perec funciona como una granada que después de activada espera para explotar. La granada va explotando a cámara lenta y aunque ya haya escrito estas palabras aún noto que su efecto persistirá por un tiempo. Quizá sea conveniente dejar pasar otros cuatro veranos antes de volver a leer a Perec y hacerlo en ese año 2.020 sólo en las orillas de piscinas y playas. Quizá haya que marcarse reglas sin sentido aparente y respetarlas como si fueran las palabras de un dios, así, con minúsculas, un dios modesto, hasta algo anodino, sin ansias de grandeza. Por cierto que el párrafo inicial no contiene ninguna a, igual que toda la novela. Y no se puede más que admirar al traductor que hizo tal labor, pues la novela original en francés carece de la e y el encaje de juegos y lugares debió de llevarle años.

Seguiremos leyendo y hablando de lo leído.

Felices lecturas


Sr. E

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