Escritores
que leen a otros escritores y presumen de ello: H. P. Lovecraft: Contra el mundo, contra la vida, de Michel
Houellebecq, Flores en las grietas,
de Richard Ford.
Creo que siempre se puede aprender algo de lo
que otros escritores quieran explicarnos. Creo que los que escribimos siempre
aprenderemos algo, pero creo que también aprenderemos algo como lectores, pues
el camino natural que lleva a la escritura es (o debería ser) el de la lectura.
He comprobado en propia carne y he comentado con otras personas que escriben
que la manera de leer cambia, inevitablemente, cuando nos lanzamos nosotros
mismos a escribir. Uno empieza a ver defectos que antes le pasaban
inadvertidos, es cada vez más difícil dejarse seducir por cierto tipo de
narrativa, el escritor va canibalizando una parte de nuestro yo lector.
Agradezco encontrarme de vez en cuando con
escritores de tanto renombre como Houellebecq y Ford que se enfrentan a sus
lecturas, a las que les han marcado y a las que siguen marcándoles, con
sinceridad y desde la admiración. Me da la sensación de que hay demasiados
escritores que tratan de ocultar en gran medida sus lecturas, las reales, para
que los lectores y los críticos no les rastreen las referencias, cuando la
verdad es que lo más natural del mundo es tener referencias y que estas se
noten con cierta naturalidad en lo escrito. Lo que no es homenaje es plagio,
suele decirse, y es verdad, y queda un poco falso escuchar a cientos de
escritores contemporáneos que ante la pregunta de si se inspiraron en algún
autor u obra en concreto para la construcción de su nueva novela responden El quijote o Pérez Galdós. Resulta
cansino que presuman de no leer literatura contemporánea porque saben que no
les interesa (pese a que no la leen) o que pretendan decirnos que la novela más
moderna que han leído es Guerra y Paz
(sobre todo cuando utilizan mecanismos narrativos posteriores, que hemos de
suponer que habrán descubierto en casa, haciendo pruebas, como si alguien
dijera que no usa tecnología moderna pero tuviera en la cocina un microondas,
deberías suponer que lo ha inventado solo).
El número de autores a los que uno puede llegar
a leer a lo largo de su vida lectora adulta con verdadera atención y provecho
es necesariamente limitado. Por suerte, dentro de esa limitación Ford y
Houellebecq leen a autores de los últimos cien años e incluso a sus
contemporáneos. Y aún más a celebrar, hablan bien de ellos.
El libro de Houellebecq analiza la figura de
Howard Philip Lovecraft, quizá el escritor de terror (o fantástico, no se trata
de meternos en peleas por etiquetas) más importante que ha habido desde Poe.
Como bien dice Houellebecq, el primer Lovecraft habla de su admiración por los
constructores de buenos relatos góticos, por los maestros antiguos y
particularmente por Poe, aunque se fue alejando de esa línea y esa influencia
con los años y creando algo totalmente distinto. No me gusta Lovecraft, la
verdad, pese a lo cual cuando lo he intentado leer he visto en él una fuerza
(bruta, por qué no decirlo) propia que lo hace sin duda un escritor importante.
Como bien señala Houellebecq, es un escritor que expone al lector a unos picos
de intensidad con una frecuencia que no es para todos, pero aquellos que se
sienten llamados por su prosa se convierten en fanáticos. Una particularidad que
también destaca es que es uno de los pocos escritores de los que podemos
localizar a autores que se declaran directamente continuadores de su mundo y su
obra, aunque esto está extendiéndose (a otro nivel, normalmente menor, tanto
literario como de sentimiento de pertenencia casi religiosa) con internet y la
proliferación de lo que suele llamarse fan
– fiction.
Houellebecq no escribe sobre Lovecraft desde la
perspectiva de un seguidor incondicional. Señala algunos de sus defectos como
narrador, y muchos de sus defectos como persona. Rastrea en su obra y en su
vida los motivos y las pruebas de su rechazo hacia el mundo moderno y su
innegable racismo. Houellebecq sigue su evolución y va marcando ciertos hitos
en ella. Se ve que es un lector atento y perspicaz, que creo que se identifica
con Lovecraft en algunos aspectos. Incluso para Houellebecq, que tiene fama
prácticamente de sociópata, Lovecraft es un tanto extremo en su decisión de
abandonar y casi odiar todo lo que no fuera directamente la escritura, de vivir
de espaldas a todo lo que no fuese su literatura. El Houellebecq que escribió
este libro, tampoco lo perdamos de vista, es un autor que apenas había
publicado nada antes (la biografía se publicó 3 años antes que Ampliación del campo de batalla, su primera
novela), y que aquí prueba a escribir una biografía como si fuera una novela,
según sus propias palabras, aunque no da esa sensación al leerla, pues es una
biografía, narrativa, eso sí, podríamos decir que a veces hasta conversacional,
pero una biografía al fin y al cabo.
Es un libro que habla de un ser humano y un
autor concreto, H. P. Lovecraft, y de la huella que su escritura dejó. Es un
libro interesante en lo que consigue hacer pasar del caso concreto de Lovecraft
a lo universal de los escritores y más en general aún los seres humanos. A mí,
que nunca he podido acabar un texto largo de Lovecraft, me ha interesado en
esos aspectos, lo que es sin duda un indicador de que el libro trasciende la
figura concreta que a priori está analizando.
Houellebecq no se mete demasiado en análisis
técnicos de Lovecraft, pero analiza dos puntos muy interesantes. Por un lado,
la sobreintensidad de todos sus textos. Escribe como no se debe escribir, y ese
estilo sobrecargado es su marca personal. Por otro, me ha gustado la comparación
que hace entre las estrategias clásicas del relato fantástico (ejemplificándolo
con unos textos de Richard Matheson), un relato en el que se presenta primero
una normalidad y luego se rompe, y la manera de proceder de Lovecraft, que
empieza ya en lo anormal, y muchas veces, para no dejar fuera al lector, sigue
su propia estrategia de normalización utilizando un lenguaje que imita al
científico para describir las atrocidades. Quizá, dice Houellebecq, nadie se ha
sabido valer del lenguaje científico con esa propiedad (aunque en realidad sea
impropiedad) en sus obras de ficción.
Flores en
las grietas es una colección de ensayos y pequeños
textos que la Editorial Anagrama decidió recopilar para los lectores de Richard
Ford en español. No es por lo tanto una traducción de un libro de Ford propiamente
hablando, sino una recopilación exclusivamente diseñada para nuestro mercado.
Los libros recogidos así adolecen a veces de la
sensación de ser saldos. Si así fuera, la culpa no sería en ningún caso del
autor, sino más bien de la editorial. Sintiendo que ésta decidió aprovechar la
creciente popularidad de Ford (aunque no es un libro editado post – Premio Princesa
de Asturias), tampoco siento que me estén ofreciendo textos de segunda, de
relleno o sin interés. Unos me han interesado más y otros menos, algunas ya los
había leído antes, pero me parece aún así un libro interesante, que peca de
falta de unidad pero que tiene apuntes muy valiosos.
No es Richard Ford un autor por el que en
general pierda la cabeza, aunque sí tiene una novela que coloqué en un altar desde
la primera vez que la leí, Canadá. Es
en cualquier caso un escritor consolidado, que seguro que tiene algo
interesante que comentarnos sobre su oficio.
Lo que más me ha gustado en general del libro
es precisamente esa palabra, oficio. Los textos de Ford en general me han
parecido honestos, sin misticismos. No ha querido que los lectores pensemos que
el escritor es un iluminado al que la inspiración acude, sino que escribir
tiene mucho de oficio, y como oficio que es, se aprende a escribir mejor
escribiendo más, se roba de lo que se lee, y muchas veces hay que dejar que la
escritura repose durante temporadas completas y no obsesionarse por ello. Ford
tiene claro que hay una vida y que hay una vida literaria, y que lo más
importante, rebajando la figura romántica del autor, es la vida.
Cuatro de los textos son introducciones a
libros. A las novelas Revolutionary Road,
de Richard Yates y a Años luz, de
James Salter. A Ford le gusta Yates, a quien se siente cercano, y creo que
admira a Salter, de quien dice que es el autor que mejor utiliza el inglés
americano, y que hay muy pocas dudas al respecto. También están los prólogos
que escribió para dos colecciones de las que fue antólogo, una colección de
relato americano para la revista Granta, en la que va presentando todos los
textos, lo que permite encontrarse con nombres conocidos (Cheever, Wolff,
Carver) y obliga a anotar otros hasta ahora nunca escuchados. Ford destaca
algunos puntos fuertes de cada uno, y busca relaciones entre unas y otras
historias. La otra colección es una selección de relatos de Chéjov (que es la
misma que yo tengo, la que ha venido publicando DeBolsillo en los últimos
años), y el texto viene bajo el título de Por
qué nos gusta Chéjov. Además de analizar los 20 relatos seleccionados
(entre unos 600 que se estima que escribió el ruso) habla de su experiencia
como lector de Chéjov, y reconoce que lo había leído muy poco hasta que le
encargaron hacer de editor. Es decir, lo había leído en la década de sus veinte
años, pero no había acabado de entender por qué era tan importante Chéjov.
Esto, como bien afirma, puede sonar grave para alguien que empezó a lograr el
reconocimiento escribiendo relatos, y cuyo estilo estuvo cercano al propio
Chéjov, como en el caso de su amigo Carver.
La lectura vuelve a incidir en esa idea de que
hay ciertos momentos en la vida para aprender a leer de otra manera, de nuevo
en torno a los veinticinco – treinta años, y que la perspectiva de quien da ese
cambio se ve bastante alterada desde entonces.
Hay una serie de textos que rememoran momentos
de la vida de Ford, o sensaciones, como habitar en el hotel que su abuelo
poseía después de la muerte de su padre, recuerdos del boxeo, del golf. Me han
parecido algo anodinos salvo Un padre y una bicicleta, en el que recuerda lo
torpe que era su padre para esas cosas que se supone que los hombres saben
hacer bien, como montar un armario, y cómo una vez, una única vez, para su
cumpleaños, su padre, que murió cuando él tenía 16 años, le trajo una bicicleta
perfectamente montada, y cómo vio en ese adulto que en ocasiones era muy
distante, al niño que había sido. Me ha resultado un texto emotivo sin ser
empalagoso, tal vez porque yo también soy padre y soy torpe.
Si un padre modelo puede reparar un
cortacésped, instalar correctamente un saco de boxeo, ofrecerte sugerencias
para tu proyecto científico o consejo para obtener el certificado de
socorrista, ayudarte en tus deberes escolares de matemáticas, armar una
bicicleta nueva o cambiar la mosquitera de la puerta del patio, el mío no era
un padre modelo.
La parte más interesante del libro la he
encontrado en los textos relacionados con el oficio de escribir. Y a veces con
sus consecuencias indeseadas. En Qué escribimos, por qué lo escribimos y a
quién le importa, Ford ataca bastante frontalmente al sistema de críticos y
académicos dedicados a analizar lo que el autor ha querido decir en cada letra
de su texto, muchas veces en contra de lo que el mismo autor dice haber
escrito. Pone ejemplos de malentendidos a los que han llevado sus textos, y
habla de la Universidad que él conoció en los sesenta y de cómo ciertas
corrientes críticas se fueron adueñando de ella en los setenta y tratando de
dar más valor a las lecturas de las obras que a las obras en sí. También
arremete contra ciertos excesos de la corrección política, tratando de dejar
claro algo que debería ser tan obvio como que si uno de sus personajes hace un
comentario hiriente, estúpido o racista es porque él considera que así la
narración queda más viva, pues hay personas hirientes, estúpidas o racistas,
pero que es infantil traspasar esos calificativos automáticamente al autor, y
es una de las maneras de leer a las que nos estamos enfrentando últimamente.
¿De dónde
viene la escritura? y Holgazanear mientras la Musa recarga pilas tratan de arrojar cierta
luz sobre ese manido tema de la inspiración. Un tema que viene inquietando a
quienes escriben y a quienes los leen desde la antigua Grecia al menos. Ford,
como cualquier escritor, no sabe realmente de dónde viene la escritura ni a
dónde va, pero sí sabe que la escritura mejora con la práctica y con la lectura
sincera de maestros. Y plantea que muchas veces cuando no tiene sobre qué
escribir es mejor no escribir, sino ver un partido de béisbol o una serie en la
televisión, a la espera de que vuelva a haber algo que decir. Esto, que dicho
así suena un poco ramplón, es cierto, y es por dónde van las investigaciones
neurocientíficas más recientes. El cerebro creativo necesita desactivarse, “olvidarse”
de lo que pretendía hacer, distraerse, y así se volverá a conectar.
El buen Raymond retrata su amistad con Raymond
Carver, una amistad que duró unos diez años, desde que eran escritores apenas
conocidos que coincidieron en un pequeño congreso, hasta el fallecimiento de
Carver. Ford retrata a Carver como un ser entrañable, como un buen amigo, como
alguien que era feliz logrando que los demás fueran un poco más felices. Carver
venía del fondo y no quería volver allí por nada del mundo. Y salió. El éxito aún
le pilló en vida, y ayudó en lo que pudo a que los primeros libros de Ford se
difundieran. Richard Ford, sin embargo, no se limita hablar de su amigo, sino
también del escritor que Raymond Carver fue, analiza algunas de sus
estrategias, de sus mejores puntos como autor. Debo decir que hará unos diez
años que no leo nada de Carver (casi nada, para ser totalmente sincero, el
único relato suyo que he releído en esos años sin Carver ha sido Caballos en la niebla, que es un relato
que me parece excepcional, además de por su calidad, por su difícil encaje
junto al centro de la obra de Carver), y la lectura de este texto me ha
despertado ciertas ganas de volver a coger ¿Quieres
hacer el favor de callarte, por favor?
Creo que si un libro de textos más o menos ensayísticos
te aporta dos o tres ideas interesantes y te despierta las ganas de leer
algunos relatos, ya habría merecido la pena. Este, además de eso, tiene algunas
páginas realmente valiosas.
Seguiremos leyendo
Felices lecturas
Sr. E
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