El cártel, de Don Winslow (RBA) vs. Fariña, de Nacho Carretero (Libros del K.O.)
He leído casi seguidos, con alguna
lectura por medio que no he considerado interesante reseñar, estos dos libros
que tocan, entre otros temas, uno común y principal en ambos, el narcotráfico.
Son dos libros de narcotráfico y frontera, libros que por lo tanto abundan en
historias que se prestan a la leyenda. En los dos libros hay una sustancia central, la cocaína, que por lo que vemos manda mucho más en el mundo de lo que nos gustaría creer. Uno va de México a Estados Unidos y el
otro de Portugal a Galicia. Y viceversa. Los dos pasan por Colombia y por los
paraísos fiscales donde se blanquea el dinero y se guardan los secretos. En los
dos hay policías corruptos y ciudadanos que hacen como que no pasa nada. En
ambos hay agentes de la DEA y dinero, mucho dinero, blanco, negro y gris.
Cochazos y prostitutas. Políticos amigos. Policías con dobles sueldos. Uno es
una novela bien documentada que empieza a contarnos la fuga de un
narcotraficante mexicano de la cárcel y su vuelta al mundo de los negocios. Una
de esas novelas tan documentadas que podrían ser reales. El otro es una crónica
de la llegada y auge del narcotráfico a Galicia, un libro tan lleno de realidad
que parece mentira.
Algunos capítulos del libro de Winslow,
quitándoles diálogos y los momentos más personales, podrían haber salido en el
periódico. Si Nacho Carretero hubiera dicho que Fariña era una novela y la hubiera enviado a un agente o a un
editor, este probablemente le hubiera dicho que era un buen libro, bien
escrito, interesante, pero que lo que ahí se contaba no era creíble, que debía
trabajar la verosimilitud de la trama. Porque la vida, y sobre todo la vida en
ciertos lugares y momentos, parece ficción.
El cártel, de Don Winslow:
Yo mismo bromeaba en mis recomendaciones veraniegas sobre que parecía mentira
que Don Winslow fuera una única persona, la que firmó El poder del perro y la que firmó el resto de los libros que han
ido llegando bajo su nombre. La verdad es que debo reconocer que también
disfruté bastante con Vida y muerte de
Bobby Z. y que aún siendo una fórmula que se veía muy clara, Salvajes no estaba mal. Ninguna se
acercaba ni un poco a El poder del perro
pero eran dignas y entretenidas. De otros libros suyos no puedo decir algo
parecido. El cártel tampoco es El poder del perro pero sí es un libro
ambicioso, mucho más ambicioso que esos otros. No obstante, es la continuación
de El poder del perro, y eso es una
responsabilidad. Continúa con los personajes principales de aquella novela (Art
Keller y Adán Barrera, el gato y el ratón), continúa con la situación de
descontrol del narcotráfico en la frontera entre México y Estados Unidos,
continúa con la violencia extrema, con los ataques y las venganzas, con la
táctica, las estrategias, los engaños y las traiciones.
Al principio de la historia Adán Barrera
está en la cárcel, traicionado por su mujer, y Art Keller se encuentra en un
monasterio, camuflado. Pero Barrera se fuga y eso hace que Keller tenga que
reactivarse. Por un lado su propia vida vuelve a correr peligro. Por otro se
siente obligado a volver a ir tras la pista del narco. La novela funciona bien
porque los papeles de Barrera y Keller se van intercambiando, pasan de
perseguidor a perseguido varias veces, parece que ganará uno, o el otro, o
ninguno, porque la tesis de Winslow es que seguramente no gana ninguno, sino
que pierden los de siempre, los que arriesgan su vida para llevar la droga de
un lado a otro, los que se juegan el cuello bajo las balas, y por supuesto, los
que se drogan. Una de las ideas más interesantes que plantea, y que conecta con
Fariña, es la lógica que mueve a estos capos del narcotráfico. ¿Para qué
quieren seguir ganando más y más dinero si tienen que vivir en constante huida?
Huyen de la ley y huyen también de otros narcos. Lo primero que tiene que hacer
Adán Barrera antes de ponerse a reconstruir su imperio perdido es demostrar a
los otros capos que sigue siendo el más duro, el más temible, al que nunca le
tiembla el pulso. Los enemigos más temibles son siempre los que quieren ocupar
tu puesto. A Keller, en realidad, le pasa algo parecido. Ni la DEA ni el FBI ni
los mexicanos se fían de él, de su pose de samurái solitario, de su pasado, de
su lucha sin cuartel. Keller les parece poco pragmático, y a veces les estorba.
Otra de las bazas que juega la novela es dibujar claramente paralelismos entre
los dos personajes, haciendo un perfil de enemigos íntimos, cuya existencia
tiene poco sentido sin la del otro.
No diré cómo termina la historia ni
quién gana, claro. Pero la sensación es de desencanto. Parece que todos los
participantes en la guerra están hastiados, que nada tiene sentido pero que no
saben hacer otra cosa y deben seguir ahí, al pie del cañón. La trama avanza a
golpes, a golpes de diálogo y a explosiones violentas. Sorprende menos que El poder del perro, es menos ágil y
parece estar escrita a partir de un guión cinematográfico lleno de explosiones
y ataques por sorpresa. El cártel es
más previsible y pierde uno de los puntos que me parece que enriquecían El poder del perro, sus lecturas
políticas sobre los juegos del gobierno de Estados Unidos en el extranjero.
Aquí hay algunas referencias, claro, pero suenan a repetición poco ambiciosa.
Es una buena novela para el verano, un bestseller bien construido, trabajado,
pero que no sorprenderá.
Fariña: Fariña sí me ha sorprendido. Recuerdo un reportaje de Documentos TV de hace años, llamado La marea blanca. En él se hablaba de la
juventud que se había ido quedando por el camino por culpa de la droga en los
años ochenta y noventa en un pequeño pueblo de las Rías gallegas. Nacho
Carretero habla de ese documental en este libro. Y habla de otras muchas cosas.
El libro comienza con la anécdota que todos hemos oído, hecha anécdota o hecha
chiste, del viejo que cruza la frontera todos los días en bicicleta con un
pequeño bulto que resulta sospechoso a los agentes de aduanas. El viejo hacía
contrabando de bicicletas. La clave está, como tantas veces, en distraer la
atención del vigilante.
Los contrabandistas gallegos llevaban
décadas cruzando la frontera con gasolina, alimentos, bienes, y en los sesenta
empezaron a centrarse en el tabaco. Para ello usaban barcos de faena pesquera,
y hasta los lugares relacionados con la pesca, como las bateas de mejillones,
algo tan extendido que hizo que se hablara del tabaco de batea. Unos cuantos
intrépidos empezaron a hacer trabajo fácilmente, y ante cierta permisividad de
las autoridades y la falta de reproche social, vieron cómo pronto su fortuna
crecía, y su papel en la sociedad. Estos primeros contrabandistas a gran escala
financiaban las fiestas municipales, mantenían al equipo de fútbol o ayudaban
en las obras de sus pueblos y de la región. Entre eso y que daban trabajo a
mucha gente en zonas donde este no sobraba, hizo que se convirtieran en
personas respetables, tan respetables como cualquier otro, al menos.
Con la llegada de la democracia muchos
de esos mismos contrabandistas se hicieron concejales y hasta alcaldes de sus
pueblos. Muchos fueron en las filas de Alianza Popular, pero todos declararon
haber financiado a todos los partidos gallegos. El PSOE de Felipe González
intentó alguna operación contra ellos en los ochenta pero no les salieron bien,
y hasta les costaron votos. Esas operaciones fracasadas sí sirvieron, sin
embargo, para que los contrabandistas gallegos se encontraran en la cárcel con
narcotraficantes colombianos. Aportaban oficio y destreza a la hora de mover
mercancía, y los colombianos necesitaban un puerto de entrada en Europa. Nació
el narcotráfico en Galicia.
Hay cuatro nombres que se repiten
continuamente en los mentideros periodísticos y en las investigaciones
policiales de los ochenta y los noventa: Sito Miñanco, Laureano Oubiña, Marcial
Dorado y el Clan de los Charlines. Sólo Marcial Dorado (en compañía del cual
fotografiaron al hoy presidente de Galicia, Núñez Feijoó) sigue insistiendo en
que nunca se dedicó al narcotráfico, sólo al contrabando de tabaco. La realidad
es que saltaran todos o no todos al narcotráfico, durante casi dos décadas
fueron los reyes absolutos de las Rías. Hicieron y deshicieron lo que
quisieron. Le dieron su parte a muchos políticos y a muchos guardias civiles,
descargaron toneladas de hachís y de cocaína, y durante mucho tiempo nadie los
miró mal ni los vio como delincuentes. Se contruyeron mansiones, compraron
pazos, blanquearon kilos de dinero (literalmente se cuenta que llevaban el
dinero a Suiza pesado, y se decían: te debo tres kilos de billetes), cerraron
para fiestas privadas los mejores locales, tuvieron cochazos y aviones
privados. Hasta la Operación Nécora nadie les plantó cara desde la justicia, y
el resultado no fue espectacular. Hasta principios de la década de los 2.000 no
consiguieron meter a algunos en la cárcel, y como siempre desde Al Capone,
teniendo que recurrir para ello al delito fiscal. Todo el mundo sospecha que
incluso desde la cárcel siguen dirigiendo desembarcos de droga, porque uno de
los puntos que los conecta es que no saben parar a tiempo, siguen hasta que los
pillan.
La situación actual parece ser que no
hay clanes tan potentes como los de los ochenta y noventa, pero que sigue
habiendo clanes, unos nuevos y otros reencarnaciones de los de siempre. Siguen
moviendo mucha droga, pero parece que ya no es un problema que preocupe a la
prensa. No es algo prioritario pero precisamente hace que eso sea más
peligroso.
La colección de anécdotas recogida en Fariña es brutal, algunas, si no fueran
por el tema en el que aparecen, serían casi cómicas. Muchas hablan de la
sensación de impunidad con la que estos clanes se movieron, y de la cantidad de
gente que miró para otro lado: cargos electos, cargos policiales y judiciales,
pero también gente normal, vecinos, esos que luego se quejan de la corrupción.
Todos caracterizan un tiempo y una región. Y muchas de las políticas que se
tomaron allí contra el narcotráfico tienen lecturas directas con cómo es este
país a la hora de afrontar sus problemas y orquestar sus políticas. Un libro
muy recomendable, que nos saca de la imagen de amable nostalgia con la que la
televisión nos recuerda constantemente los ochenta.
Seguiremos leyendo.
Felices lecturas
Sr. E
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