Vuelta
al cole, vuelta al blog (I)
Todos
los veranos son largos (más largos cuando uno trabaja como profesor,
y ya pueden empezar las rondas de críticas populistas al gremio en
este punto) y la lectura es una de las mejores maneras de llenarlos.
Llevo una vida, la que tengo desde que aprendí a leer, llenando los
veranos con libros. Libros que hacen que el tiempo pase a veces más
rápido, a veces más lento, que lo vuelven casi siempre más
completo.
Como
cada año, había planeado ciertas lecturas y ciertos proyectos de
escritura para el verano. He acabado arrancando dos proyectos nuevos
de escritura, ninguno de los cuales es el que tenía planeado, y he
seguido con laxitud mis propios planes de lectura, esos que
inocentemente apuntaba aquí
No me
inquieto, por supuesto, me gusta que unos libros me abran las puertas
de otros, me gusta pasear sin rumbo por los pasillos de las
bibliotecas, asomarme a sus mesas de novedades, leer reseñas y
dejarme influir. Ya tenemos demasiados caminos estrechos y vías
marcadas en la vida, seguimos demasiadas dietas como para convertir
la lectura en otra actividad atlética, estresante o neutra y
equilibrada.
He
leído libros decepcionantes este verano, y también muy buenos
libros. También esa clase de lecturas que ni te acaban de convencer
ni atrapar, que quizá incluso podrías decir que no te han gustado,
pero que te hacen repensarlas y dialogar con ellas, te convencen de
que insistirás con el autor, tratando de entender por qué no has
acabado de entrar en la obra.
He
leído mucha narrativa, bastante ensayo, algunos cómics y ciertos
libros de esos que son difíciles de clasificar. Resumo y destaco, y
me valen como resumen del verano y espero que a alguien como lista de
recomendaciones para la vuelta al cole los siguientes:
Relatos
Cuentos
completos, de Mario Levrero: Me pilla el final del verano aún
con los Cuentos completos de Mario Levrero en marcha, así que
primero los terminaré y después tendrán su reseña propia.
Adelanto, aunque no es sorpresa, que me están resultando
apasionantes. Por varios motivos, el primero, porque en su
composición, en su prólogo y su epílogo, dibujan a un Levrero
entregado a su arte (¿?, quizá él rechazaría esa palabra),
decidido a enfrentarse al sentido práctico del mundo, dispuesto a
quemarlo todo por escribir un cuento más. Uno de los suyos, de los
extraños, de los más extraños, lo que fuera salvo convertirse en
lo que denominó (en ese texto ya editado y ahora recuperado,
titulado Diario de un canalla,
uno de sus primeros escritos en la línea de El discurso
vacío y La novela
luminosa, un texto semilla
poderoso en el que ya aparecen la obsesión caligráfica y la
operación que le hizo enfrentarse con la muerte, los puntos de
partida de ambos textos) un canalla. Me fascina la imagen que
de su padre dibuja su hijo Nicolás al final del libro, la de un
escritor sin apenas reconocimiento, un creador que no tenía ni
copias de sus propios libros para regalarle a su hijo cuando iba a
pasar los veranos con él. Pero me fascinan mucho más los textos
extraños, a veces simbólicos y a veces simplemente absurdos que
forman los cuentos de Levrero, esa colección de disparates, malas
ideas, imágenes poderosas y mala suerte. La manera en que lo
fantástico rompe las puertas del cuarto de lo real y provoca
destrozos. Los cuentos de Levrero pueden ser un buen punto de
comienzo para quien quiera conocer cierta parte de su obra (la
alocada, fantástica, en la que apenas asoma la reflexica,
autoconsciente) y es sin duda un destino estupendo para quienes ya lo
conozcan y quieran más.
Para
seguir con cuentos, ya hablé de Los peligros de fumar en la
cama, de Mariana Enríquez, que vuelvo a recomendar.
Novelas
La
mujer helada, de Annie Ernaux: Este es uno de esos
libros de los que decía que no me han gustado, estrictamente
hablando, porque el modo de escribir de la autora, alejado de lo que
está contando, frío, a ratos casi objetivista, no me ha hecho
entrar en la historia, me ha mantenido siempre detrás de una barrera
desde la que se me permitía asomarme. Pero por otro lado su
contención y el peculiar uso del lenguaje, con una composición casi
carente de ritmo, una escritura quirúrgica que no busca la música
sino la transparencia, y el enfoque con el que se enfrenta a esta
remembranza / ajuste de cuentas con las mujeres de su infancia, me
han hecho querer leer más libros de la autora.
El
desierto y su semilla, de
Jorge Barón Biza:
Es este un libro terrible, de dibujo oscuro y prosa plástica, en la
línea de las obras de Ernesto Sabato, que remite a El
túnel
pero empeorando todo, volviéndolo todo más cercano y terrible,
haciendo uso de esa maldición que siempre se invoca cuando una
historia empieza diciendo que se basa en hechos reales. Aquí, Barón
Biza, hijo, recrea el ataque brutal que su padre, también Barón
Biza, también escritor, hizo a su madre a principios de los sesenta,
rociándola con ácido, y el lento peregrinar de esa madre
desfigurada con ese hijo que mira continuamente al abismo por
clínicas y reconstrucciones. El
desierto y su semilla,
novela difícil de olvidar para quien entre en ella (con lo bueno y
lo malo de esa frase hecha), fue la obra tardía de un novelista que
estuvo preparándose toda su vida para contar esa historia horrible
por escrito, y que poco después de hacerlo, vacío ya, se arrojó
por la ventana de un edificio.
Vampiro,
de Hanns Heinz Ewers: Valdemar tiene un fondo casi ilimitado de
literatura gótica. El verano pasado disfruté mucho con El
escarabajo, de Richard Marsh, una novela que en su tiempo
compitió en popularidad con Drácula, y hoy prácticamente
olvidada. Igual de olvidada, y emparentada con Drácula por
motivos obvios, El vampiro, de Ewers, es una novela que mezcla
la idea del vampiro con el derrumbe histórico de Europa a principios
del siglo XX, trazando un dibujo de derrotas que va de un continente
a otro entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Ewers escribe
una novela expresionista, y en ella no habla de nada sobrenatural,
pero relaciona esa pestilencia ideológica que permitió que Alemania
cayera en el nazismo con la presencia constante de manipuladores
inmortales que van asumiendo una y otra forma, uno y otro discurso,
dando como tesis de fondo que el mal nunca descansa, jamás se agota.
La
hija de Jezabel, de Wilkie Collins: En la misma
categoría de novelas de misterio decimonónicas (aunque esta es más
una novela de detectives, sin serlo, que una novela fantástica, pues
aquí no hay más fantasía que una concepción cercana a la brujería
de la química primitiva, aunque es cierto que aquella química de
principios del XIX era algo alejado de lo que hoy es esa ciencia)
está esta. De Collins leí hace muchos años La piedra lunar y La
dama de blanco, estas dos sí novelas de misterio detectivesco, de
hecho para algunos críticos los primeros modelos de esa clase de
novela, y he vuelto a leerlo con esta historia de amores
folletinescos, envenenamientos, locos, clases sociales separadas por
abismos, empresas familiares, secretos científicos y malas
intenciones. Se lee con gusto e interés aunque es cierto que es
previsible (casi demasiado, uno está esperando que la respuesta no
sea la obvia y siempre es la obvia), pero está escrita con buen
estilo, mucho ritmo (un ritmo que se mantiene bastante joven pese a
los más de 150 años de la novela) y los trucos que estos novelistas
victorianos utilizaban a final de cada capítulo para llamar la
atención del lector (es una novela cuya primera vida fue en entregas
con los periódicos, y querían asegurarse que alguien quisiera
comprar la siguiente entrega), pese a lo baratos que resultan (al
nivel de una serie como Cómo defender a un asesino, por compararla
con más o menos actual y que peca de poca delicadeza a la hora de
lanzar el anzuelo), funcionan.
Las
hermanas Lacroix, de Georges Simenon: Es esta una de
las novelas llamadas duras de Simenon. Una historia de podredumbre,
asfixia en un clima pequeño, encierro en una familia llena de
secretos, dobles intenciones, silencio, maldad. Un novelón de apenas
150 páginas que puede leerse en una tarde y que quizá sea una gran
idea cogerla en una biblioteca y llevársela a un parque (o a una
playa, ahora que se vacían considerablemente, quien pueda coger
ahora las vacaciones y disfrutar de ellas) y merendársela en una
tarde, antes de que acorten definitivamente. Se sigue incidiendo poco, me parece, en el gran autor que fue Simenon, autor de unas cuatrocientas novelas (más o menos oficialmente reconocidas) con un nivel medio siempre más que aceptable. Aprovecho también para recomendar una miniserie de episodios independientes con casos del comisario Maigret que vi este verano. Está protagonizada por Rowan Atkinson (sí, Mr. Bean).
Novelas
negras discutibles, fáciles, entretenidas, placeres culpables:
Una con una trama bien construida y una escritura bastante
discutible, otra con una ambientación y un tono más duros y una
escritura más sólida pero una trama más previsible, casi tópica.
Las dos son de la colección Roja y Negra, que fundó, aunque
no sé si sigue dirigiendo Rodrigo Fresán, a la que sigo mirando de
cuando en cuando, siendo cierto que no ha repetido los niveles de
excelencia de sus primeros títulos, aquella legendaria trilogía de
Jake Arnott, el Sospechosos de David Thomson o la primera
edición de El poder del perro de Don Winslow. Son Y tú,
¿qué clase de madre eres? (con un título bastante confuso, la
verdad, aunque toma sentido en la trama), de Paula Daly, una novela
muy oscura en entorno doméstico, que me ha recordado (aunque le
falta mucha de su fuerza) las historias de Gillian Flynn, y Sirenas,
de Joseph Knox, uno de esos retratos crudos y líricos de la noche en
la ciudad, donde todos los gatos son pardos y la sangre de una
víctima se confunde con la de la siguiente.
Relecturas:
Moby
Dick, de Herman Melville. No ha sido una relectura
completa, pero sí han sido más de doscientas páginas iniciales y
algunos saltos hacia delante, y ha sido sobre todo un reencuentro
plenamente satisfactorio con uno de mis libros preferidos, uno de
esos ejemplos verdaderos de novela total, en los que cada idea apunta
a muchas más, cada tema, por cerrado que parezca, se abre al mundo
al completo, y nosotros, lectores limitados, tratamos de atrapar
todos los sentidos que tememos que se nos estén escapando.
Rascacielos,
de J. G. Ballard: No soy en realidad un gran experto en la obra
de Ballard, aunque sí soy un entusiasta de aquellos libros que sí
he leído. Sus cuentos (sus Cuentos completos, una mole que ocupa
medio estante ella sola) me acompañan de cerca, y las novelas que he
leído, que no han sido ni todas ni la mayoría, me han dejado
huella. Una que leí hace años en una vieja edición y de la que
luego vi una película interesante (aunque no buena), y que Alianza
reeditó hace unos meses, es Rascacielos. Como casi todas las novelas
setenteras (como la mayor parte de su obra posterior a los setenta,
salvo la memorialística) de Ballard, dibuja una distopía cercana,
en la que el principal problema es el egoísmo humano, el peligro y
la sensación de que el aislamiento salvará a unos elegidos de la
ira de los demás. Rasacielos dibuja a mediados de los setenta
una nueva sociedad de clases, casi de castas, representadas
físicamente por la planta en la que se pueden permitir en este
futurista edificio. Y lo hace con la expresividad y la violencia
poética con la que Ballard solía enfrentarse a los fantasmas.
Pre
– lecturas
Caliento
para la primera semana de trabajo. Compré en mi último viaje
vacacional una novela, de esas clásicas, poderosas, inmensas, de las
que dibujan el mundo que narran y la historia de la literatura. La
cartuja de Parma, de Stendahl, de la que ya he leído algunas
páginas, será mi primera lectura nueva del curso. Y de mi última
visita veraniega a la biblioteca he vuelto con otro clásico, este
del siglo XX y más cercano al culto, Trampa 22, de Joseph
Heller. Y Las chicas, de Emma Cline, una novela que no es clásica pero que generó mucho revuelo (parecía uno de estos éxitos prefabricados, con autora novel a la que se estaba esperando para subirla a un pedestal, con mil traducciones contratadas en la Feria de Frankfurt antes de que el libro como tal existiese, etc.) y que me he decidido a leer ahora, habiendo dejado pasar un tiempo que me aleje del ruido inicial y me valga de colchón.
Y como
me estoy extendiendo y esto se está haciendo muy largo, y así no habrá quien pueda ni quiera leerlo, seguiré en
la próxima entrada.
Felices
lecturas
Sr. E
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