viernes, 12 de abril de 2019

Una semana en la nieve, de Emmanuel Carrère


Una semana en la nieve, y algo de pasada sobre El bigote, de Emmanuel Carrère (Anagrama)

Este es un breve comentario sobre dos novelas, y una pregunta abierta sobre el escritor que era y podía haber sido y el que ha acabado siendo Emmanuel Carrère. Lo haré desde la certeza de que aquel que podíamos haber sido y no hemos sido (en cualquier ámbito, no solo como escritor) siempre tiene más posibilidades que el que la realidad ha traído. Carrère es uno de los autores europeos actuales más indiscutibles, por buscarles algún adjetivo. Está en el top 10 de autores cuyos nuevos libros significan algo, en cuanto a expectativas entre los lectores, editores, la prensa y otros escritores. Eso, que está muy bien, no quiere decir nada sobre la calidad de sus libros, y quizá abre más reflexión sobre qué papel ocupan y cuánto importan (cuán poco) los escritores en la Europa contemporánea. ¿Qué porcentaje de la sociedad real conoce a Emmanuel Carrère y sabría nombrar dos libros que haya escrito? Todos podemos participar en el divertido juego de dar un número por debajo del 10% y acertar. Pero no se trata de eso.

No sé muy bien de qué se trata exactamente, quizá solo de leer y disfrutar leyendo. He leído bastante a Carrère y me gusta. No está entre mis indiscutibles pero me parece un autor sólido, lo he comentado aquí siempre que he reseñado alguno de sus libros, y siempre estaré pendiente de lo que vaya publicando. Aunque parece que no tiene prisa por volver a hacerlo. Él dice (de un modo que resulta tan teatral que hace sospechar que sea mentira) que se ha quedado sin ideas. Menuda mañana la de ese escritor que se levanta y no tiene una nueva idea a la que agarrarse, a modo de tablón de salvamento. No es desacertado el título de su libro de escritos periodísticos, sacado a modo de libro entre ediciones nuevas: Conviene tener un sitio a donde ir.

La historia de la fama de Carrère viene esencialmente de 1999, cuando publicó El adversario, una novela de no – ficción en la estela (con bastantes comillas) de la célebre A sangre fría, en la que recogía el monstruoso (y a priori inexplicable) crimen de Jean Claude Romand. Desde entonces Carrère, como autor, está asociado a ese título y a esa clase de libros, a unas novelas de no – ficción que se acercan en ciertas páginas mucho a la autoficción y que van de temas de un interés muy personales del autor (Limónov, El Reino) a otros muy cercanos directamente a su vida y su entorno más cercano (De vidas ajenas, Una novela rusa). Pero, ¿qué era como escritor Carrère antes de 1999? Hasta el éxito de El adversario, a los 42 años, Carrère era un escritor de cierto éxito (había ganado el premio Femina por Una semana en la nieve, por ejemplo), pero no tanto como luego lo fue, un discreto novelista y autor de ensayos. A medio camino entre ambos ha encontrado su sitio, que muchas veces es lo que buscan los escritores. Pero quizá ha dejado detrás otros caminos que fueron posibles y ya no lo son. Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, la biografía (novelada en gran medida) de Philip K. Dick, publicada en 1993, aparcada cogiendo polvo en bibliotecas públicas en la vieja edición de Minotauro y hace poco recuperada por Anagrama, era un buen libro, y tiene muchos puntos en común con libros muy posteriores como El Reino (con el que digamos que comparte ventana temporal). He leído en las últimas semanas (releído realmente, repasado para pensarlas mejor) dos novelas de su primera etapa en la narrativa, como autor puro de ficción: El bigote, de la que hablaré poco, y Una semana en la nieve, de la que hablaré un poco más.

El bigote es una novela que nace con aspecto de relato kafkiano y evoluciona como lo haría un relato kafkiano, es por lo tanto una novela (casi novela corta) de tono y corte kafkiano pero es una muy buena novela kafkiana, y no todos esos ejercicios de imitación de Kafka sacan tan buen resultado. Imaginemos a un hombre gris, aburrido, ese marido insulso y ese compañero de oficina al que conocemos desde hace diez años y que no nos ha dado ni una sorpresa ni esperamos que vaya a hacerlo en los próximos treinta. El protagonista, uno de esos, lleva toda la vida con bigote, y decide, para sorprender a todos en su entorno, quitárselo. Lo hace como un niño travieso que piensa: ¡ya verás qué sorpresa se llevan todos! Y parece que nadie se da ni cuenta. Esa es la primera impresión, y nos enfrenta a la deshumanización, esas historias de gente que no mira al vecino, incluso matrimonios que llevan años durmiendo de espaldas. Pero luego irá derivando hacia una de las opciones narrativas más atractivas, el entorno enrarecido que empieza a decirle: ¿qué bigote? Nunca has llevado bigote. ¿Será que se ha vuelto loco? Vale la pena leerla.

Una semana en la nieve es una novela en tiempo cerrado (esa semana) que se mueve entre el relato de formación, el horror y el costumbrismo. Me ha gustado mucho en esta relectura, más que El bigote, que me parece un buen libro que se lee bien pero sin más (ni menos). Una semana en la nieve es lo que va a pasar Nicolás con sus compañeros de clase. Nicolás es un niño todavía, apenas empieza a vislumbrar de qué irá la adolescencia, como sus compañeros, y no es el chico más popular de la clase. Llegó a su nueva ciudad hace poco más de un año sin que nadie le explicara por qué exactamente tuvieron que mudarse de repente. No tiene grandes amigos, casi no tiene amigos, de hecho, ni destacados enemigos. Quizá la etiqueta más adecuada para Nicolás sea la de pringado. Y se mea encima muchas noches. Tantas que cuando su madre habló con la maestra antes de la excursión a la nieve, esta le recomendó que le pusiera en la bolsa del equipaje sábanas de recambio y una funda plástica para el colchón.

El último día, una vez embalado todo en las cajas que tenían que venir a buscar los de la mudanza cuando ellos se hubieran marchado, Nicolas se sentó en medio de su cuarto vacío y lloró como se llora cuando se tienen siete años y ocurre algo horrible que uno no comprende. Su madre quiso abrazarlo para consolarlo, no cesaba de repetir: <<Nicolas, Nicolas>>, y él sabía que le ocultaba algo, que no podía fiarse de ella. Su madre también se echó a llorar, pero como no le decía la verdad, ni siquiera podían llorar juntos.

La novela nace en uno de esos momentos que son los que más temen los niños inadaptados, esas decisiones se diría que caprichosas de sus padres que no hacen más que ponerles el foco encima para que los demás vuelvan a reparar en él y en su falta de integración. Después de un reciente accidente de autobús, su padre no quiere que viaje en bus y decide llevarlo en su propio coche. El niño se resigna, y llega a la nieve un día después que los demás. Para colmo, su padre se va con su bolsa de viaje en el maletero, y estamos a mediados de los 90, no hay móviles y el padre, viajante, no vuelve para casa, y no saben dónde localizarlo. Pronto los monitores y la maestra deciden comprarle lo necesario y que la semana arranque.

La semana arranca extraña y se irá volviendo peor. Pero, a modo de consuelo, el chico malo del grupo, aquel al que temía, decide tomarlo bajo su protección, o algo así, porque nunca se sabe con él. También le cae en gracia al monitor de esquí. Con un malestar ilocalizado, pierde días de nieve y piensa. Va mostrando rastros de su vida pasada, de su familia, de su padre, de la relación entre ambos y con su hermano, de su caja de los secretos, de su madre y cómo se mueve por casa y por la vida. Fantasea Nicolás, que se ve como un personaje de Los cinco cuando la policía empieza a buscar por la zona a un chico de aproximadamente su edad que ha desaparecido.

Nicolas, sin despegar los ojos del plato, se comió las patatas gratinadas que había preparado el cocinero para que repusieran fuerzas los excursionistas. Al final, Patrick propuso que para darle las gracias gritaran:<<¡Hip, hip, hurra!>>, tres veces, y Nicolas gritó tres veces con los demás:<<¡Hip, hip, hurra!>>

¿Quién puede hacer algo así? ¿Quién puede ser ese monstruo? ¿Qué entienden realmente los niños de la monstruosidad? ¿Y los adultos, acaso entienden más profundamente el horror? ¿Quién es capaz de reconocer en el vecino a un verdadero ogro? ¿Y en la convivencia diaria? ¿Qué hay al día siguiente de descubrir lo peor? ¿Empieza la vida después del fin? Sin querer entrar en los detalles más concretos y escabrosos de la trama, en ese desenlace de los de helar la sonrisa, diré solamente que no me extraña que esta novela la escribiera Carrère durante los años en los que estaba pensando en Jean Claude Romand y se documentaba y trataba de entenderlo. El peor de los monstruos es el que se toma el café en la barra de nuestro bar, no hay duda. Ese.

Cambiarían otra vez de ciudad, cambiarían quizá de apellido, con la esperanza de burlar el silencio y la vergüenza que los acompañarían a partir de ahora, pero eso ya no tendría nada que ver con él; él se callaría, se callaría siempre.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

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