Una semana en
la nieve, y algo de pasada sobre El bigote, de Emmanuel
Carrère (Anagrama)
Este
es un breve comentario sobre dos novelas, y una pregunta abierta
sobre el escritor que era y podía haber sido y el que ha acabado
siendo Emmanuel Carrère. Lo haré desde la certeza de que aquel que
podíamos haber sido y no hemos sido (en cualquier ámbito, no solo
como escritor) siempre tiene más posibilidades que el que la
realidad ha traído. Carrère es uno de los autores europeos actuales
más indiscutibles, por buscarles algún adjetivo. Está en el top 10
de autores cuyos nuevos libros significan algo, en cuanto a
expectativas entre los lectores, editores, la prensa y otros
escritores. Eso, que está muy bien, no quiere decir nada sobre la
calidad de sus libros, y quizá abre más reflexión sobre qué papel
ocupan y cuánto importan (cuán poco) los escritores en la Europa
contemporánea. ¿Qué porcentaje de la sociedad real conoce a
Emmanuel Carrère y sabría nombrar dos libros que haya escrito?
Todos podemos participar en el divertido juego de dar un número por
debajo del 10% y acertar. Pero no se trata de eso.
No sé
muy bien de qué se trata exactamente, quizá solo de leer y
disfrutar leyendo. He leído bastante a Carrère y me gusta. No está
entre mis indiscutibles pero me parece un autor sólido, lo he
comentado aquí siempre que he reseñado alguno de sus libros, y
siempre estaré pendiente de lo que vaya publicando. Aunque parece
que no tiene prisa por volver a hacerlo. Él dice (de un modo que
resulta tan teatral que hace sospechar que sea mentira) que se ha
quedado sin ideas. Menuda mañana la de ese escritor que se levanta y
no tiene una nueva idea a la que agarrarse, a modo de tablón de
salvamento. No es desacertado el título de su libro de escritos
periodísticos, sacado a modo de libro entre ediciones nuevas:
Conviene tener un sitio a donde ir.
La
historia de la fama de Carrère viene esencialmente de 1999, cuando
publicó El adversario, una novela de no – ficción en la
estela (con bastantes comillas) de la célebre A sangre fría,
en la que recogía el monstruoso (y a priori inexplicable) crimen de
Jean Claude Romand. Desde entonces Carrère, como autor, está
asociado a ese título y a esa clase de libros, a unas novelas de no
– ficción que se acercan en ciertas páginas mucho a la
autoficción y que van de temas de un interés muy personales del
autor (Limónov, El Reino) a otros muy cercanos
directamente a su vida y su entorno más cercano (De vidas ajenas,
Una novela rusa). Pero, ¿qué era como escritor Carrère
antes de 1999? Hasta el éxito de El adversario, a los 42
años, Carrère era un escritor de cierto éxito (había ganado el
premio Femina por Una semana en la nieve, por ejemplo), pero
no tanto como luego lo fue, un discreto novelista y autor de ensayos.
A medio camino entre ambos ha encontrado su sitio, que muchas veces
es lo que buscan los escritores. Pero quizá ha dejado detrás otros
caminos que fueron posibles y ya no lo son. Yo estoy vivo y
vosotros estáis muertos, la biografía (novelada en gran medida)
de Philip K. Dick, publicada en 1993, aparcada cogiendo polvo en
bibliotecas públicas en la vieja edición de Minotauro y hace
poco recuperada por Anagrama, era un buen libro, y tiene
muchos puntos en común con libros muy posteriores como El Reino
(con el que digamos que comparte ventana temporal). He leído en las
últimas semanas (releído realmente, repasado para pensarlas mejor)
dos novelas de su primera etapa en la narrativa, como autor puro de
ficción: El bigote, de la que hablaré poco, y Una semana
en la nieve, de la que hablaré un poco más.
El
bigote es una novela que nace con aspecto de relato kafkiano y
evoluciona como lo haría un relato kafkiano, es por lo tanto una
novela (casi novela corta) de tono y corte kafkiano pero es una muy
buena novela kafkiana, y no todos esos ejercicios de imitación de
Kafka sacan tan buen resultado. Imaginemos a un hombre gris,
aburrido, ese marido insulso y ese compañero de oficina al que
conocemos desde hace diez años y que no nos ha dado ni una sorpresa
ni esperamos que vaya a hacerlo en los próximos treinta. El
protagonista, uno de esos, lleva toda la vida con bigote, y decide,
para sorprender a todos en su entorno, quitárselo. Lo hace como un
niño travieso que piensa: ¡ya verás qué sorpresa se llevan todos!
Y parece que nadie se da ni cuenta. Esa es la primera impresión, y
nos enfrenta a la deshumanización, esas historias de gente que no
mira al vecino, incluso matrimonios que llevan años durmiendo de
espaldas. Pero luego irá derivando hacia una de las opciones
narrativas más atractivas, el entorno enrarecido que empieza a
decirle: ¿qué bigote? Nunca has llevado bigote. ¿Será que se ha
vuelto loco? Vale la pena leerla.
Una
semana en la nieve es una novela en tiempo cerrado (esa semana)
que se mueve entre el relato de formación, el horror y el
costumbrismo. Me ha gustado mucho en esta relectura, más que El
bigote, que me parece un buen libro que se lee bien pero sin más
(ni menos). Una semana en la nieve es lo que va a pasar Nicolás con
sus compañeros de clase. Nicolás es un niño todavía, apenas
empieza a vislumbrar de qué irá la adolescencia, como sus
compañeros, y no es el chico más popular de la clase. Llegó a su
nueva ciudad hace poco más de un año sin que nadie le explicara por
qué exactamente tuvieron que mudarse de repente. No tiene grandes
amigos, casi no tiene amigos, de hecho, ni destacados enemigos. Quizá
la etiqueta más adecuada para Nicolás sea la de pringado. Y se mea
encima muchas noches. Tantas que cuando su madre habló con la
maestra antes de la excursión a la nieve, esta le recomendó que le
pusiera en la bolsa del equipaje sábanas de recambio y una funda
plástica para el colchón.
El
último día, una vez embalado todo en las cajas que tenían que
venir a buscar los de la mudanza cuando ellos se hubieran marchado,
Nicolas se sentó en medio de su cuarto vacío y lloró como se llora
cuando se tienen siete años y ocurre algo horrible que uno no
comprende. Su madre quiso abrazarlo para consolarlo, no cesaba de
repetir: <<Nicolas, Nicolas>>, y él sabía que le
ocultaba algo, que no podía fiarse de ella. Su madre también se
echó a llorar, pero como no le decía la verdad, ni siquiera podían
llorar juntos.
La
novela nace en uno de esos momentos que son los que más temen los
niños inadaptados, esas decisiones se diría que caprichosas de sus
padres que no hacen más que ponerles el foco encima para que los
demás vuelvan a reparar en él y en su falta de integración.
Después de un reciente accidente de autobús, su padre no quiere que
viaje en bus y decide llevarlo en su propio coche. El niño se
resigna, y llega a la nieve un día después que los demás. Para
colmo, su padre se va con su bolsa de viaje en el maletero, y estamos
a mediados de los 90, no hay móviles y el padre, viajante, no vuelve
para casa, y no saben dónde localizarlo. Pronto los monitores y la
maestra deciden comprarle lo necesario y que la semana arranque.
La
semana arranca extraña y se irá volviendo peor. Pero, a modo de
consuelo, el chico malo del grupo, aquel al que temía, decide
tomarlo bajo su protección, o algo así, porque nunca se sabe con
él. También le cae en gracia al monitor de esquí. Con un malestar
ilocalizado, pierde días de nieve y piensa. Va mostrando rastros de
su vida pasada, de su familia, de su padre, de la relación entre
ambos y con su hermano, de su caja de los secretos, de su madre y
cómo se mueve por casa y por la vida. Fantasea Nicolás, que se ve
como un personaje de Los cinco cuando la policía empieza a
buscar por la zona a un chico de aproximadamente su edad que ha
desaparecido.
Nicolas,
sin despegar los ojos del plato, se comió las patatas gratinadas que
había preparado el cocinero para que repusieran fuerzas los
excursionistas. Al final, Patrick propuso que para darle las gracias
gritaran:<<¡Hip, hip, hurra!>>, tres veces, y Nicolas
gritó tres veces con los demás:<<¡Hip, hip, hurra!>>
¿Quién
puede hacer algo así? ¿Quién puede ser ese monstruo? ¿Qué
entienden realmente los niños de la monstruosidad? ¿Y los adultos,
acaso entienden más profundamente el horror? ¿Quién es capaz de
reconocer en el vecino a un verdadero ogro? ¿Y en la convivencia
diaria? ¿Qué hay al día siguiente de descubrir lo peor? ¿Empieza
la vida después del fin? Sin querer entrar en los detalles más
concretos y escabrosos de la trama, en ese desenlace de los de helar
la sonrisa, diré solamente que no me extraña que esta novela la
escribiera Carrère durante los años en los que estaba pensando en
Jean Claude Romand y se documentaba y trataba de entenderlo. El peor
de los monstruos es el que se toma el café en la barra de nuestro
bar, no hay duda. Ese.
Cambiarían
otra vez de ciudad, cambiarían quizá de apellido, con la esperanza
de burlar el silencio y la vergüenza que los acompañarían a partir
de ahora, pero eso ya no tendría nada que ver con él; él se
callaría, se callaría siempre.
Seguiremos
leyendo
Felices
lecturas
Sr. E
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