jueves, 5 de julio de 2018

Un día en el atardecer del mundo, de William Saroyan


Un día en el atardecer del mundo, de William Saroyan (Acantilado)

He leído muchas veces los libros de cuentos El joven audaz sobre el trapecio volante y Me llamo Aram, de William Saroyan. Sus relatos me parecen bonitos, aunque esa sea una palabra ajena a lo que suelo buscar en mis lecturas. Entrañables, quizá, por buscar una palabra algo más válida en lo literario. Recomiendo por ejemplo, para conocerlo y entender a lo que me refiero, sus cuentos: Sesenta mil asirios, incluido en El joven audaz sobre el trapecio volante y Uno de nuestros futuros poetas, me atrevería a decir, incluido en Me llamo Aram.

William Saroyan fue un escritor descendiente de armenios que se crió en ciudades llenas de inmigrantes, en la provisionalidad, que abandonó pronto sus estudios y tuvo trabajos de esos que las editoriales suelen calificar de precarios pero que quizá podríamos limitarnos a llamar alimenticios. Cuenta la leyenda que William Saroyan recibió 7.000 cartas de rechazo antes de que le publicaran su primer relato. Quizá no fueran tantas, pero algo debió haber. Tuvo un momento de popularidad como autor de relatos especialmente en la década de los 30, y como dramaturgo en los 40, una década en la que ganó el Premio Pullitzer (por El momento de tu vida) y el Óscar por la adaptación de su propia novela La comedia humana. En los años 50 su éxito se esfumó, se refugió en el juego y la bebida, siguió escribiendo sin tanta fortuna y murió a principios de los años 80.

Creo que aparte de otras consideraciones, quizá su narrativa tuvo éxito en los años 30, durante la Gran Depresión, porque hablaba de gente pobre, precaria, de la necesidad, de problemas, de personas sencillas, y era la voz de esos tiempos. Y cuando la economía americana empezó a remontar tras la Segunda Guerra Mundial y Saroyan siguió contando las mismas historias, los lectores no querían que les recordaran por dónde habían pasado. Saroyan, como muchos escritores (y busco en internet información sobre si Salinger lo había leído, y no encuentro nada claro, aunque encuentro que sí era un autor al que había leído mucho y con admiración, sobre todo sus primeros trabajos, Charles Bukowski) vive en un punto infinito al final de la infancia y al principio de la adolescencia desde donde parecen nacer sus historias una y otra vez.

¿Qué tiene Saroyan? Sabe ser emotivo sin ser sentimental, con lo difícil que es moverse en la frontera entre ambos conceptos. Narrativamente es sencillo y directo, y se nota su experiencia como dramaturgo en el modo de plantear los diálogos, que siempre hacen avanzar la trama, e incluso cuando incurren en alguna perogrullada lo hacen con perogrulladas bien planteadas (un poco al revés que los diálogos epifánicos – un poco bobos de Haruki Murakami). Domina la famosa idea de que el relato debe hablar en primer plano de un tema e ir dibujando una historia oculta por detrás, siendo esa la realmente importante. Y habla de gente modesta, hasta pobre, desde un nivel real, sin la idealización que algunos autores de otras clases sociales más altas dedican a lo que no conocen en realidad, y sin caer en la sordidez (tipo Bukowski). Los mira de frente y los retrata, pobres o no, pero tan personas y personajes como cualesquiera otros.

Toda la narrativa de William Saroyan tuvo siempre una base autobiográfica importante, y Un día en el atardecer del mundo, también. En ella, Yep Muscat, un escritor de origen armenio que tuvo éxito y ya no lo tiene, dominado por sus adicciones y deudas, vuelve a Nueva York para intentar colocar algunas de sus nuevas obras de teatro. Llega desde un vacío de 20 años de ausencia. Se encuentra con el pasado, y todo el mundo le habla como si él mismo fuera un extraño fantasma llegado desde ese pasado. La novela, de 1964, tiene un claro paralelismo con la situación de Saroyan, y se mueve entre la melancolía y la fascinación por una ciudad, Nueva York y una pasión, la creadora. Tiene, en este tema, momentos muy interesantes sobre la negociación de derechos, productores que quieren que Muscat escriba poco menos que gratis para ellos (a cambio de visibilidad, como si fuera 2018) y a los que Muscat convence con argumentos tan obvios como que él escribe porque es su vida, va a escribir igualmente aunque no le paguen, pero no va a dar su trabajo a cambio de nada. La vida misma del creador, ayer, hoy y me temo que siempre.

En un pasaje de la novela, Yep Muscat se encuentra en un bar con la hija de un autor muerto al que leyó de modo discontinuo pero siempre con atención y admiración. Y le dice:

Tenía trece o catorce años cuando leí por primera vez un cuento de su padre. Desde entonces, de vez en cuando me encuentro alguno de sus cuentos, por lo general en una antología, y lo leo con avidez, y siempre tengo la sensación de que podría haberlo escrito yo.

Y algo así le pasará al lector con la manera natural de narrar de Saroyan. Como decía Holden Caulfield (y vuelvo a insistir en que creo que Salinger habría leído a Saroyan en algún momento de su formación): Los libros que de verdad me gustan son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras, y aquí se establece esa clase de complicidad que hace que te gustara poder compartir un café con él. 

Creo que William Saroyan escribía con gusto, con sentido narrativo, consciente quizá de no estar inventando nada, como un buen artesano que renunciaba a ser un artista de primera, pero creo que como con muchos buenos artesanos, su trabajo merece la pena, se puede disfrutar de él, aprender algo, y es una lectura muy recomendable para el verano.

Seguiremos leyendo

Felices lecturas

Sr. E

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