Un día en el
atardecer del mundo, de William Saroyan (Acantilado)
He
leído muchas veces los libros de cuentos El joven audaz sobre el
trapecio volante y Me llamo Aram, de William Saroyan. Sus
relatos me parecen bonitos, aunque esa sea una palabra ajena a lo que
suelo buscar en mis lecturas. Entrañables, quizá, por buscar una
palabra algo más válida en lo literario. Recomiendo por ejemplo,
para conocerlo y entender a lo que me refiero, sus cuentos: Sesenta
mil asirios, incluido en El joven audaz sobre el trapecio
volante y Uno de nuestros futuros poetas, me atrevería a
decir, incluido en Me llamo Aram.
William
Saroyan fue un escritor descendiente de armenios que se crió en
ciudades llenas de inmigrantes, en la provisionalidad, que abandonó
pronto sus estudios y tuvo trabajos de esos que las editoriales
suelen calificar de precarios pero que quizá podríamos limitarnos a
llamar alimenticios. Cuenta la leyenda que William Saroyan recibió
7.000 cartas de rechazo antes de que le publicaran su primer relato.
Quizá no fueran tantas, pero algo debió haber. Tuvo un momento de
popularidad como autor de relatos especialmente en la década de los
30, y como dramaturgo en los 40, una década en la que ganó el
Premio Pullitzer (por El momento de tu vida) y el Óscar por
la adaptación de su propia novela La comedia humana. En los
años 50 su éxito se esfumó, se refugió en el juego y la bebida,
siguió escribiendo sin tanta fortuna y murió a principios de los
años 80.
Creo
que aparte de otras consideraciones, quizá su narrativa tuvo éxito
en los años 30, durante la Gran Depresión, porque hablaba de gente
pobre, precaria, de la necesidad, de problemas, de personas
sencillas, y era la voz de esos tiempos. Y cuando la economía
americana empezó a remontar tras la Segunda Guerra Mundial y Saroyan
siguió contando las mismas historias, los lectores no querían que
les recordaran por dónde habían pasado. Saroyan, como muchos
escritores (y busco en internet información sobre si Salinger lo
había leído, y no encuentro nada claro, aunque encuentro que sí
era un autor al que había leído mucho y con admiración, sobre todo
sus primeros trabajos, Charles Bukowski) vive en un punto infinito al
final de la infancia y al principio de la adolescencia desde donde
parecen nacer sus historias una y otra vez.
¿Qué tiene Saroyan? Sabe ser emotivo sin ser sentimental, con lo
difícil que es moverse en la frontera entre ambos conceptos.
Narrativamente es sencillo y directo, y se nota su experiencia como
dramaturgo en el modo de plantear los diálogos, que siempre hacen
avanzar la trama, e incluso cuando incurren en alguna perogrullada lo
hacen con perogrulladas bien planteadas (un poco al revés que los
diálogos epifánicos – un poco bobos de Haruki Murakami). Domina
la famosa idea de que el relato debe hablar en primer plano de un
tema e ir dibujando una historia oculta por detrás, siendo esa la
realmente importante. Y habla de gente modesta, hasta pobre, desde un
nivel real, sin la idealización que algunos autores de otras clases
sociales más altas dedican a lo que no conocen en realidad, y sin
caer en la sordidez (tipo Bukowski). Los mira de frente y los
retrata, pobres o no, pero tan personas y personajes como
cualesquiera otros.
Toda
la narrativa de William Saroyan tuvo siempre una base autobiográfica
importante, y Un día en el atardecer del mundo,
también. En ella, Yep Muscat, un escritor de origen armenio que tuvo
éxito y ya no lo tiene, dominado por sus adicciones y deudas, vuelve
a Nueva York para intentar colocar algunas de sus nuevas obras de
teatro. Llega desde un vacío de 20 años de ausencia. Se encuentra
con el pasado, y todo el mundo le habla como si él mismo fuera un
extraño fantasma llegado desde ese pasado. La novela, de 1964, tiene
un claro paralelismo con la situación de Saroyan, y se mueve entre
la melancolía y la fascinación por una ciudad, Nueva York y una
pasión, la creadora. Tiene, en este tema, momentos muy interesantes
sobre la negociación de derechos, productores que quieren que Muscat
escriba poco menos que gratis para ellos (a cambio de visibilidad,
como si fuera 2018) y a los que Muscat convence con argumentos tan
obvios como que él escribe porque es su vida, va a escribir
igualmente aunque no le paguen, pero no va a dar su trabajo a cambio
de nada. La vida misma del creador, ayer, hoy y me temo que siempre.
En un pasaje de la novela, Yep Muscat se encuentra en un bar con la
hija de un autor muerto al que leyó de modo discontinuo pero siempre
con atención y admiración. Y le dice:
Tenía
trece o catorce años cuando leí por primera vez un cuento de su
padre. Desde entonces, de vez en cuando me encuentro alguno de sus
cuentos, por lo general en una antología, y lo leo con avidez, y
siempre tengo la sensación de que podría haberlo escrito yo.
Y
algo así le pasará al lector con la manera natural de narrar de
Saroyan. Como decía Holden Caulfield (y vuelvo a insistir en que
creo que Salinger habría leído a Saroyan en algún momento de su
formación): Los libros que de verdad me gustan son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras, y aquí se establece esa clase de complicidad que hace que te gustara poder compartir un café con él.
Creo que William Saroyan escribía con gusto, con sentido narrativo, consciente quizá de no estar inventando nada, como un buen artesano que renunciaba a ser un artista de primera, pero creo que como con muchos buenos artesanos, su trabajo merece la pena, se puede disfrutar de él, aprender algo, y es una lectura muy recomendable para el verano.
Seguiremos leyendo
Felices lecturas
Sr. E
Creo que William Saroyan escribía con gusto, con sentido narrativo, consciente quizá de no estar inventando nada, como un buen artesano que renunciaba a ser un artista de primera, pero creo que como con muchos buenos artesanos, su trabajo merece la pena, se puede disfrutar de él, aprender algo, y es una lectura muy recomendable para el verano.
Seguiremos leyendo
Felices lecturas
Sr. E
Gracias por la reseña; muy interesante.
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