Cementerio de
animales, de Stephen King (DeBolsillo)
Si
tuviera que elegir, creo que elegiría esta novela como mi preferida
en la (irregular) producción de King. Así como pienso que en
general es un cuentista de primer nivel, y sus ensayos son de lectura
más que interesante para cierta categoría de lectores y escritores,
su obra como novelista peca de repetitiva y demasiado abundante. No
digo nada demasiado original si digo que tal vez King podría haber
sido el autor de 8 o 10 excelentes novelas y decidió ser el autor de
5 o 6 muy buenas novelas y 40 que son más bien de relleno, de
lectura entretenida (eso prácticamente siempre) y poco poso.
Cementerio
de animales forma parte para mí de sus mejores novelas (junto
con El resplandor, Salem´s Lot y Misery, a
veces con La zona muerta, Apocalipsis o incluso Ojos
de fuego) y después de releerla este verano diría que la pongo
en el primer puesto. Recuerdo hace ya años un artículo de Rodrigo
Fresán en el que se preguntaba, como lector de King, cuánto tiempo
hacía que, estrictamente hablando, no daba miedo. Venía a
cuestionarse, Fresán, si no se le habría quedado para siempre la
etiqueta de rey del terror pero esta se había ido vaciando de
contenido. King ha aspirado, tal vez, a escribir la gran novela
americana desde la óptica de la narrativa de género. Y si bien la
etiqueta de Gran Novela Americana le queda grande a El Resplandor,
hay que admitir que resiste la comparación con las obras de otros
muchos eximios candidatos a los que sin embargo nadie cuestiona.
Aquella pregunta de Fresán tenía una gran parte de razón. King ha
ido derivando hacia un costumbrismo que cada vez ocupa más espacio
en sus novelas, en las que el terror, cuando aparece, parece llegar
con prisa, para resolver algo, como si él mismo acabara de darse
cuenta de que es el rey del terror y debe actuar como tal antes de
acabar de contar su historia. Le quedan a veces novelas que no dan
tanto miedo y sobre todo que quedan resueltas con prisa, con cierto
atropello y por lo tanto con un resultado menos redondo del que
podrían haber tenido (vuelvo a la idea inicial, la renuncia, honesta
quizá, pero renuncia, a redondear más sus libros y conseguir una
nota media de notable alto en vez de entregar con asombrosa
periodicidad novelas que se mueven entre el bien alto y el notable
bajo).
Este
verano saqué de la estantería Cementerio de animales y me
dispuse a su relectura. Las relecturas siempre dan un poco de miedo,
y creo que dan más miedo cuando son relecturas de libros que tocan,
al menos parcialmente, a aquel que fuimos en la adolescencia. Aquel
que fui en la adolescencia lo pasó bien leyendo Cementerio de
animales, sin duda. Peca de los excesos afectivo –
sentimentales de muchos textos de King (ese inicio con la llegada a
la nueva ciudad, la casa que nadie quería pero de la que todos se
enamoran, y sobre todo ese vecino del que de inmediato se puede
pensar, de puro encantador y cercano, que ojalá hubiera sido el
padre de uno), pero pronto (muy pronto) empieza a dar mal rollo. King
coge (en 1983) un tema tan manido (aunque no tanto en 1983 como hoy
en día) como el cementerio indio sobre (o junto al, en este caso) el
que el hombre blanco ha edificado imprudentemente. Un sitio del que
sería mejor mantenerse lejos pero al que todos en ese pueblo han
acudido en una u otra situación, porque quienes lo conocen bien, y
son conocedores de su secreto, saben que allí, los animales muertos,
resucitan.
La
novela que daba miedo y mal rollo cuando yo tenía 17 o 18 años es
de auténtico pavor a mi edad, y con 2 hijos pequeños. Porque King
se mete de lleno en uno de los mayores miedos de la sociedad, la
muerte de un niño pequeño. Y lo hace poco a poco, envolviéndonos
en espirales malsanas que nos van abrazando y guiando hacia donde
pretende.
Así
que la novela nos lleva a un primer acto en el que el gato de la
familia Creed, el gato adorado por la hija, es atropellado por un
camión en la carretera (una carretera de la que les advierte el
afable vecino desde el mismo momento en el que llegan) mientras la
mujer y los dos hijos están fuera. Louis Creed, médico, hombre
racional, no sabe qué hacer, y ese vecino adorable, Jud Crandall,
haciendo el papel de Mefistófeles, le ofrece ir al viejo cementerio
de animales y enterrar allí al gato. A la mañana siguiente un gato
parecido al que fue, pero ya siempre más tonto, más frío, más
desagradable y dado a mostrar un sadismo que antes no conocía,
aparece por la casa como si no hubiera pasado nada. Y en cierto modos
se ven más cómodos en el papel de fingir que no ha pasado nada, y
que ese gato que huele a tierra húmeda y removida, es el de siempre.
La
pregunta que cualquiera se haría, conociendo como ahora lo conoce
Louis Creed, el secreto del cementerio, es, ¿y las personas?
¿Funciona con las personas? ¿Alguien lo ha intentado? Cuando le
pregunta a su vecino, primero recibe evasivas, y finalmente este le
cuenta el caso de un vecino del pueblo que perdió a su hijo en la
guerra y que decidió volver a tenerlo a su lado. Lo que volvió,
aparte de torpe y frío, era malo, y conocía los secretos de todos.
Pero hay cosas en las que es mejor no pensar. De las que no se habla.
Y no se habla hasta que un día sucede algo horrible y Gage, el hijo
pequeño de la familia Creed, acaba muerto. Todos se quedan en shock.
Lo entierran. Lloran. No entienden nada. No entienden lo esencial de
la muerte y lo monstruosa que resulta en circunstancias así. Pasados
unos días, una idea empieza a rondar por la cabeza de Louis. El
vecino, que sabe lo que piensa hacer el padre, decide hacer guardia
para evitarlo, pero claro, como es viejo, se queda dormido en el
instante preciso. Su mujer, que estaba fuera, de visita en casa de
sus padres (con los que Louis no se lleva nada bien), nota algo
extraño en su voz por teléfono y decide volver a toda prisa, entre
tormentas de nieve, aviones y coches alquilados (una odisea contra el
reloj y contra el mal que recuerda llamativamente a aquel Dick
Hallorann cruzando el país para salvar al pequeño Danny Torrance y
acabar con un hachazo en la espalda nada más cruzar las puertas del
Overlook). Nada servirá. El pequeño Gage Creed ha vuelto y es un
pequeño demonio, un zombi (aunque quede claro que esa terminología
no se usa en la novela) insensible que busca lo peor de cada uno y lo
azuza, que agrede y está más que dispuesto a hacer daño e incluso
a matar. Louis Creed, que decidió resucitar (entre comillas) a su
hijo, que se atrevió a ser, si no Dios, algo parecido, lo hizo
pensando que sería mejor tener algo que no tener nada. Y ante ese
hijo que ha vuelto debe replantearse sus creencias y pensar
seriamente si no sería mejor estar con nada que con eso.
La
parte final de la novela es angustiosa. Y se la dejamos intacta al
lector que quiera que le revuelvan los sentimientos y le generen un
malestar del que cuesta olvidarse.
Seguiremos
leyendo. Y a veces, releyendo con temor.
Felices
lecturas
Sr. E
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