viernes, 21 de septiembre de 2018

Cementerio de animales, de Stephen King


Cementerio de animales, de Stephen King (DeBolsillo)

Si tuviera que elegir, creo que elegiría esta novela como mi preferida en la (irregular) producción de King. Así como pienso que en general es un cuentista de primer nivel, y sus ensayos son de lectura más que interesante para cierta categoría de lectores y escritores, su obra como novelista peca de repetitiva y demasiado abundante. No digo nada demasiado original si digo que tal vez King podría haber sido el autor de 8 o 10 excelentes novelas y decidió ser el autor de 5 o 6 muy buenas novelas y 40 que son más bien de relleno, de lectura entretenida (eso prácticamente siempre) y poco poso.

Cementerio de animales forma parte para mí de sus mejores novelas (junto con El resplandor, Salem´s Lot y Misery, a veces con La zona muerta, Apocalipsis o incluso Ojos de fuego) y después de releerla este verano diría que la pongo en el primer puesto. Recuerdo hace ya años un artículo de Rodrigo Fresán en el que se preguntaba, como lector de King, cuánto tiempo hacía que, estrictamente hablando, no daba miedo. Venía a cuestionarse, Fresán, si no se le habría quedado para siempre la etiqueta de rey del terror pero esta se había ido vaciando de contenido. King ha aspirado, tal vez, a escribir la gran novela americana desde la óptica de la narrativa de género. Y si bien la etiqueta de Gran Novela Americana le queda grande a El Resplandor, hay que admitir que resiste la comparación con las obras de otros muchos eximios candidatos a los que sin embargo nadie cuestiona. Aquella pregunta de Fresán tenía una gran parte de razón. King ha ido derivando hacia un costumbrismo que cada vez ocupa más espacio en sus novelas, en las que el terror, cuando aparece, parece llegar con prisa, para resolver algo, como si él mismo acabara de darse cuenta de que es el rey del terror y debe actuar como tal antes de acabar de contar su historia. Le quedan a veces novelas que no dan tanto miedo y sobre todo que quedan resueltas con prisa, con cierto atropello y por lo tanto con un resultado menos redondo del que podrían haber tenido (vuelvo a la idea inicial, la renuncia, honesta quizá, pero renuncia, a redondear más sus libros y conseguir una nota media de notable alto en vez de entregar con asombrosa periodicidad novelas que se mueven entre el bien alto y el notable bajo).

Este verano saqué de la estantería Cementerio de animales y me dispuse a su relectura. Las relecturas siempre dan un poco de miedo, y creo que dan más miedo cuando son relecturas de libros que tocan, al menos parcialmente, a aquel que fuimos en la adolescencia. Aquel que fui en la adolescencia lo pasó bien leyendo Cementerio de animales, sin duda. Peca de los excesos afectivo – sentimentales de muchos textos de King (ese inicio con la llegada a la nueva ciudad, la casa que nadie quería pero de la que todos se enamoran, y sobre todo ese vecino del que de inmediato se puede pensar, de puro encantador y cercano, que ojalá hubiera sido el padre de uno), pero pronto (muy pronto) empieza a dar mal rollo. King coge (en 1983) un tema tan manido (aunque no tanto en 1983 como hoy en día) como el cementerio indio sobre (o junto al, en este caso) el que el hombre blanco ha edificado imprudentemente. Un sitio del que sería mejor mantenerse lejos pero al que todos en ese pueblo han acudido en una u otra situación, porque quienes lo conocen bien, y son conocedores de su secreto, saben que allí, los animales muertos, resucitan.

La novela que daba miedo y mal rollo cuando yo tenía 17 o 18 años es de auténtico pavor a mi edad, y con 2 hijos pequeños. Porque King se mete de lleno en uno de los mayores miedos de la sociedad, la muerte de un niño pequeño. Y lo hace poco a poco, envolviéndonos en espirales malsanas que nos van abrazando y guiando hacia donde pretende.

Así que la novela nos lleva a un primer acto en el que el gato de la familia Creed, el gato adorado por la hija, es atropellado por un camión en la carretera (una carretera de la que les advierte el afable vecino desde el mismo momento en el que llegan) mientras la mujer y los dos hijos están fuera. Louis Creed, médico, hombre racional, no sabe qué hacer, y ese vecino adorable, Jud Crandall, haciendo el papel de Mefistófeles, le ofrece ir al viejo cementerio de animales y enterrar allí al gato. A la mañana siguiente un gato parecido al que fue, pero ya siempre más tonto, más frío, más desagradable y dado a mostrar un sadismo que antes no conocía, aparece por la casa como si no hubiera pasado nada. Y en cierto modos se ven más cómodos en el papel de fingir que no ha pasado nada, y que ese gato que huele a tierra húmeda y removida, es el de siempre.

La pregunta que cualquiera se haría, conociendo como ahora lo conoce Louis Creed, el secreto del cementerio, es, ¿y las personas? ¿Funciona con las personas? ¿Alguien lo ha intentado? Cuando le pregunta a su vecino, primero recibe evasivas, y finalmente este le cuenta el caso de un vecino del pueblo que perdió a su hijo en la guerra y que decidió volver a tenerlo a su lado. Lo que volvió, aparte de torpe y frío, era malo, y conocía los secretos de todos. Pero hay cosas en las que es mejor no pensar. De las que no se habla. Y no se habla hasta que un día sucede algo horrible y Gage, el hijo pequeño de la familia Creed, acaba muerto. Todos se quedan en shock. Lo entierran. Lloran. No entienden nada. No entienden lo esencial de la muerte y lo monstruosa que resulta en circunstancias así. Pasados unos días, una idea empieza a rondar por la cabeza de Louis. El vecino, que sabe lo que piensa hacer el padre, decide hacer guardia para evitarlo, pero claro, como es viejo, se queda dormido en el instante preciso. Su mujer, que estaba fuera, de visita en casa de sus padres (con los que Louis no se lleva nada bien), nota algo extraño en su voz por teléfono y decide volver a toda prisa, entre tormentas de nieve, aviones y coches alquilados (una odisea contra el reloj y contra el mal que recuerda llamativamente a aquel Dick Hallorann cruzando el país para salvar al pequeño Danny Torrance y acabar con un hachazo en la espalda nada más cruzar las puertas del Overlook). Nada servirá. El pequeño Gage Creed ha vuelto y es un pequeño demonio, un zombi (aunque quede claro que esa terminología no se usa en la novela) insensible que busca lo peor de cada uno y lo azuza, que agrede y está más que dispuesto a hacer daño e incluso a matar. Louis Creed, que decidió resucitar (entre comillas) a su hijo, que se atrevió a ser, si no Dios, algo parecido, lo hizo pensando que sería mejor tener algo que no tener nada. Y ante ese hijo que ha vuelto debe replantearse sus creencias y pensar seriamente si no sería mejor estar con nada que con eso.

La parte final de la novela es angustiosa. Y se la dejamos intacta al lector que quiera que le revuelvan los sentimientos y le generen un malestar del que cuesta olvidarse.

Seguiremos leyendo. Y a veces, releyendo con temor.

Felices lecturas

Sr. E

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