Mi
verano con Eduardo Halfon: El boxeador polaco (Pre – Textos)
y Clases de chapin (Fulgencio Pimentel)
Hace
un par de años me encontré con Eduardo Halfon, fue con el libro
Signor Hoffmann (Libros del Asteroide), una colección de
relatos (por ponerle un nombre convencional) de la que hablé en el
blog.
Algunos
meses después leí Monasterio (Libros del Asteroide), un
libro en el que el autor hacía un ejercicio de memoria literaria,
entre la familia y el mundo. Fueron dos libros que me resultaron muy
sugerentes.
A la
espera de leer la nueva obra de Halfon en Libros del Asteroide
(Duelo, que acaba de salir o estará a punto de hacerlo), este
verano he aprovechado para leer antiguas publicaciones suyas. Se ha
tratado, concretamente, de El boxeador polaco, editado en 2008
en Pre – Textos, y Clases de chapin, un libro editado este
2017 en Fulgencio Pimentel pero que recoge viejos libros a los que se
han añadido otros textos.
Consultando
la información que sobre Halfon está en Wikipedia vemos que ha ido
saltando de editoriales a lo largo de su trayectoria. Casi al
principio de la misma tuvo un libro en Anagrama (fue uno de los
finalistas del Premio Herralde de aquel año), lo que debería ser un
buen trampolín. Sus siguientes obras fueron sin embargo apareciendo
en sellos casi mínimos, y me imagino que es uno de los motivos por
los que ha querido reeditar algunos de ellos en Clases de chapin.
Luego saltó a Pre – Textos, y ha acabado, de momento, en Libros
del Asteroide. Estos dos últimos sellos me hablan, como lector
conocedor (más o menos, claro) de sus catálogos, de un autor
literario, minoritario pero con algo importante que decir. Y Eduardo
Halfon es un escritor quizá para minorías pero para minorías que
lo disfrutarán mucho. El ejército de los Halfonianos, al que me
sumo, quizá no sea numeroso, pero sin duda será de fieles. Benditas
minorías gozosas.
Eduardo
Halfon es guatemalteco y estudió y vivió durante años en Estados
Unidos. Su formación universitaria fue en ingeniería. Es
descendiente de árabes y de judíos y ahí juega gran parte de su
territorio literario, entre la memoria y la identidad. ¿Quién soy?,
¿quiénes son todos ellos?, como preguntas desde las que ir
repartiendo las ideas y las páginas a su alrededor.
Signor
Hoffman era un libro con cinco relatos sobre alguien tan parecido
a Eduardo Halfon que perfectamente podría ser él y que en cierto
modo se iba desdibujando ante la vida y viajaba para reordenarse.
Monasterio (que es un libro previo) era aún más esencial. El
viaje era aquí el motivo principal de la trama. Su hermana se casa
en Israel y él asiste a esa boda. Pero no hablamos de esos libros,
sino de El boxeador polaco y
Clases de chapin.
Halfon
explica al principio de El boxeador polaco (o quizá es en la
contraportada), que Andrés Trapiello, oída la historia que da
título al libro, le dijo que si no la escribía el propio Halfon, la
escribiría él, pero que esa historia había que contarla. Dice
Halfon, que leído siempre resulta inteligente y un tanto distante,
bordeando la ironía, que ojalá la hubiera escrito Trapiello. ¿Por
qué dice eso? ¿Le duelen a Eduardo Halfon los textos que escribe?
Es posible que en gran medida. Los escritores escriben sobre lo que
les duele con mucha frecuencia, y casi nunca con afán curativo, sino
más bien con el ansia de quien escarba en una herida y no suele
encontrar más que nuevo dolor.
La
historia de El boxeador polaco, ese relato concreto, es de
esas que se deberían leer en cualquier clase de Literatura de
instituto y en cualquier clase de Ética, si la asignatura sigue
existiendo después de la Lomce. El abuelo de Halfon (y eso es
historia), estuvo preso en el campo de concentración de Auschwitz. Y
fue uno de aquellos que milagrosamente salió vivo para contarlo. Y
lo hizo, entre otras cosas, gracias a la ayuda de otro preso, este
boxeador polaco, que desde su experiencia de preso más antiguo, lo
preparó para conseguir que los nazis le perdonaran la vida un día
más. El relato, sobra decirlo, estremece. Y no es solo por lo
tremendo del tema, que lógicamente pesa, sino por la escritura de
Halfon, que siempre toca algo. Se trata de un autor que siempre
consigue conectar con las emociones del lector y lo logra sin
recurrir a los sentimentalismos, sin cargar la prosa con excesos que
nos obliguen a sentir lástima.
Los
relatos incluidos en El boxeador polaco me han llevado a
pensar casi siempre en los de Signor Hoffman. No hay una
evolución aparente en la escritura de Eduardo Halfon, sus relatos
son igual de sólidos y navegables en un libro de 2008 que en uno de
2015. Si algo transmite Halfon es la sensación de haber tenido
siempre muy claro, como autor, qué quería ser y qué era. Y se ha
agarrado a ello. Hay mucha extrañeza. Es extraño estar vivos, para
empezar, y son extrañas las circunstancias vitales de cada uno de
nosotros, siempre. Pero por mucho que digamos que siempre son
extrañas, las hay más extrañas de vivir. No sabía que había
judíos en Guatemala, le dice una israelí embarcada en una vuelta al
mundo con la que se encuentra en un bar. No era la única que no lo
sabía. La trayectoria vital de Eduardo Halfon está rodeada por la
desubicación: judío en Guatemala, centroamericano en Estados
Unidos, luego estadounidense en España, un autor que dice sentir
como lengua más propia el inglés que el español pero que escribe
en castellano, probablemente buscando sus propios límites, algo que
hicieron como elección muchos autores antes (Beckett, por ejemplo,
que se forzaba a escribir en francés). Eso son sus relatos, retratos
desubicados.
No
tiene demasiado sentido, por su naturaleza, dar demasiados detalles
sobre las tramas concretas de los relatos de Eduardo Halfon. O tiene,
por decirlo de otra manera, tanto sentido como desentrañar la trama
de un documental de animales marinos. ¿De qué tratan esos
documentales? De la vida de los peces. Hay equipos de vídeo y sonido
localizándolos y grabándolos, y una voz en off monótona y que
nunca parece encontrar nada de encanto en los animales marinos a los
que describe que relata la escena. Eduardo Halfon retrata la vida de
los seres humanos con los que se cruza con una mezcla de ironía,
compasión y desapego de la que muchas veces se hace la mejor
literatura. Uno se imagina a Halfon con los ojos muy abiertos en
cualquier rincón del mundo por el que esté en este instante. Esa es
su cámara. Y su mirada inquieta irá convirtiéndose en su escritura
aplicada y afilada a modo de voz en off que narra con cierto hastío
las mediocres aventuras vitales de la mayoría.
Clases
de chapin recoge dos libritos editados en 2007 y 2009 con escasa
distribución: Clases de hebreo y Clases de dibujo,
aquí completados a modo de trilogía con Clases de machete,
hasta ahora inédito. Chapin es como se llama a los guatemaltecos en
muchos lugares de Hispanoamérica, un nombre empleado a veces como
meramente descriptivo, otras casi como un insulto. Y desde esa doble
vertiente entiendo que lo recoge el libro, que se complace otra vez
más en viajar de la infancia al futuro, retratando lo íntimo de un
modo modesto y fragmentario, sin darse aires de verdad y solemnidad,
que son dos tentaciones del relato autobiográfico. La memoria, la
identidad, el yo y el otro y los inevitables conflictos. La editorial
(Fulgencio Pimentel) habla de Eduardo Halfon, al respecto de este
libro, como de un maestro de la omisión. No debería uno nunca
fiarse de las editoriales y sus llamadas de atención sobre la
maestría de sus autores, esos de los que esperan vender libros, pero
en este caso compro totalmente la descripción y la hago mía.
Eduardo Halfon es uno de esos que relata perfectamente en dos
realidades complementarias, la de lo que está presente y la de lo
que está ausente, que es algo muy diferente a lo no – presente,
pues pesa en su ausencia.
Desde
ese uso de la elipsis tan bien administrada Eduardo Halfon se acerca
a los canones del cuento contemporáneo. Es un narrador realista con
mirada obtusa, al modo de Kafka o el propio Beckett. He leído una
referencia bastante continua a Bolaño entre los reseñistas de
Halfon. Y bueno, hay Bolaño, como en mayor o menor medida lo hay en
cualquier escritor en español menor de 50 años, pero más que en la
escritura creo que hay Bolaño en el sentido de que Eduardo Halfon
parece haber convertido su proyecto de escritura en un proyecto
vital, y viceversa, y eso es algo que nos lleva a pensar en los
relatos del chileno.
Hay
autoficción en la literatura de Halfon, como creo que ha quedado
claro en lo comentado hasta ahora, pues ni siquiera se esconde tras
alter egos más o menos reconocibles. Es Eduardo Halfon quien viaja,
narra y escribe y al final firma la obra. Quien muestra y juzga
cuando considera que debe, aunque es poco. Si queremos entrar en el
delicado y algo aburrido tema de las etiquetas, la de autoficción
estará presente. Y la de relato habrá puristas que la discutan.
Pero yo he leído estos dos libros como relatos, igual que hice con
Signor Hoffman, y me alegro de que el cuento vaya ampliando
sus fronteras y dé cabida a estos proyectos de biografía literaria
que recoge fragmentos por todas partes, los procesa y los sirve en
fragmentos que a veces tienen continuidad en otros y a veces no, a
veces nos deja en suspenso a los lectores, quizá hasta otro libro.
Me gusta ese relato que es mutante y se escapa de sus formas
acartonadas. Me gusta en definitiva la escritura de Halfon: precisa,
certera, sugerente (esto es mucho decir, pero creo que es verdad, en
las 400 – 500 páginas que debo sumar leídas de Halfon en los 4
libros que hasta ahora llevo, no he encontrado una mala línea) y
seguiré cayendo en sus redes siempre que un libro se me ponga a
mano. Supongo que Duelo será el siguiente.
Seguiremos
hablando de libros.
Felices
lecturas
Sr. E
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