Érase
una vez el fin,
de Pablo Rivero (Ed. Anagrama)
Cuando
uno escribe una novela sobre un pianista nocturno con problemas con la bebida,
el juego y las drogas, que se mueve entre timbas, prostitutas, policías
dudosos, deudas, soplones y camellos, es muy fácil que le cuelguen la etiqueta
de Bukowski, y supongo que lo sabe. Escribir como Bukowski, igual que escribir
como Carver, es peligroso. Y casi igual de peligroso es que te cuelguen el
sanbenito de bukoswkiano o carveriano. Lo que en Bukowski o en Carver podría
ser una virtud sustentada en la aparente sencillez y en eso tan difícil (y
peligroso) de definir que es la autenticidad, resulta cansino en sus imitadores
más pertinaces, en los que no aportan nada más que el seguimiento de una
fórmula.
En
la contraportada de este libro también se habla de Boris Vian e Irvine Welsh. La
descripción de la solapa de Pablo Rivero es peligrosa, porque cae en todos los
tópicos de la literatura de los noventa: ha trabajado como albañil, en un
almacén, todo eso. Ha escrito un par de novelas antes, que han tenido una
difusión mínima, y una de ellas recibe el nombre de libro de culto. Un crítico
nombra a Casavella para definir su novela. Todo eso es muy peligroso y por eso
conviene no leer la solapa de esta novela hasta no haber leído el libro.
Porque
creo que al margen de los tópicos que lo envuelven desde su solapa y su
contraportada, el libro merece la pena por varios motivos, esencialmente
porque:
a)
Está bien escrito. Es una historia que el autor podría haber despachado, por
tono y tema, con frases cortas ligadas unas con otras por puntos y seguidos.
Pero no lo hace. Hay frases con enjundia, subordinadas, todo eso. Hay una
sintaxis bien trabajada. Queda feo que alguien destaque que un escritor domina
la sintaxis, pero creo que hay que destacarlo para saber de qué libro estamos
hablando.
b)
Va a la contra. En estos tiempos de nostalgia barata y siempre engañosa, entre
millones de cuarentones a los que se les humedecen los ojos al recordar que
fueron a EGB y echan de menos aquellas meriendas y aquellas series de
televisión, el narrador de Pablo Rivero nos cuenta que él también fue a EGB y
parecía que el país iba para arriba y quizá el país fue ascendiendo pero
algunos se quedaron inevitablemente atrás, y él es de los que se quedaron
atrás, y nos lo cuenta. Con sentimiento de clase, de eso que ya no se llama
clase obrera, como si por quitarle el nombre desapareciera, y casi con
resentimiento de clase.
Hubo
que dar la razón a los que vaticinaron la debacle de los tiempos y desconfiaron
de la raza humana. No había trabajo ni paz, y esto no era Madrid. A los jóvenes
de aquí no nos engañaban cuatro actores a la cabeza de una manifestación, con
una pegatina en la solapa de una prenda de marca, cuatro progres millonarios
que cuando se va la tele vuelven a la Moraleja a chuparse las pollas los unos a
los otros sobre butacas de cuero Connolly, aquí había que madrugar y había que
pasar frío para vivir desde la aurora de los tiempos.
c)
Algunos temas. He leído en los últimos años ciertas críticas hacia la
literatura contemporánea española en las que se hablaba, como conjunto (con lo
que tiene de injusto tomar la parte por el todo) de que no es representativa de
toda la sociedad, sino sólo de ciertos grupos sociales, y que en ella abundan,
y casi son exclusivos, los personajes urbanos de clase media, los funcionarios,
periodistas y profesores que hablan como funcionarios, periodistas y
profesores. Esto tiene una lectura clara e inmediata, que viene del hecho de
que muchos escritores son en su otra vida funcionarios, periodistas y
profesores, y es normal que esa realidad se vea en su obra. Dejando al margen
la pertinencia o no de esa crítica, sí es verdad que a veces el lenguaje de
todas las novelas contemporáneas españolas tiende a ser uniforme, neutro,
supongo que en la creencia de que así será más fácil de comprender por todos
los lectores. El libro de Pablo Rivero se mete en otros temas y en otras
realidades. Y eso es algo buscado y que destaca en el libro.
Durante
la publicidad, antes de que comience la película, recuerdo a Falo, el amigo de
la infancia de mi hermano, y a su prohibida, inacabada y censurada tesis
doctoral: “La endogamia cultural en España durante los siglos XIX y XX”. Una
bestia de dos mil quinientas páginas con efectos secundarios instantáneos. Una
obra total. La verdad. La luz, que triunfa al final entre los muros de hormigón
construidos por caciques.
Érase una vez el fin
es una novela en la que la trama es mínima. Un pianista que trabaja en locales
de noche adquiere una deuda de juego y apenas tiene unos días para cubrirla. En
una ciudad, Gijón, que se acerca a la Navidad, repasa la trayectoria vital de
su familia, de los amigos de su barrio, de su generación, de los que ganaron y
de los que perdieron, dándose cuenta de que muy probablemente los que ganan son
los mismos que ya ganaban hace décadas y algo parecido sucede con los
perdedores, hijos y nietos de perdedores.
Hay
también hombres jóvenes encerrados en su casa con los ojos en blanco. Personas
partidas por la mitad, nacidas a finales de los sesenta y primeros años de la
década siguiente. Anulados sociales que fueron, durante unos breves instantes,
las mentes más brillantes de su generación. Y yo, que me incluyo sin dudar entre
esta decrépita compaña, me pregunto, en los escasos momentos de lucidez de los
que dispongo, ¿quién nos engañó?, ¿quién nos convirtió en esto, siendo como
éramos simplemente lo mejor? Drogadictos, enfermos, fracasados, cadáveres en
descomposición ahora.
Este
narrador verborreico mira los valores en los que lo educaron, todo eso del
esfuerzo y de ser los mejores, la humanidad y la cultura. Mira todo lo que su
madre le decía y se pregunta qué ha pasado. Y a dónde hemos llegado. Es la voz
del desesperado al que han engañado. Llegó a ser un músico que viajaba por
Europa y acabó tocando el piano en un local de mala muerte, y tiene la
sensación de que algo muy parecido le ha pasado a todos los que ha ido
conociendo.
Me
han grabado a fuego desde pequeño que la educación permanece siempre por encima
de la sinceridad. Hoy en día no es así. No paro de escuchar frases como “Soy
una persona muy legal, te digo las cosas a la cara”, morid, hijos de puta,
nadie debería restregar por la cara a nadie su maldita sinceridad.
Por
la historia circulan putas y yonkis, y mala vida. La gente se muere sin dejar
huella porque seguramente vive sin dejarla. Es un libro bello y amargo. Supongo
que se podrá acusar a la novela, y a Pablo Rivero, que es quien la escribe, de
provocar en ciertos temas. Supongo que esas provocaciones provocan que algunos
hablen más de la novela (como yo mismo hago ahora al fijarme en esas
provocaciones), pero en esos estallidos de rabia, en esos ladridos contra la
cultura española oficial y contra la supuesta sociedad del bienestar es donde
creo que la novela se hace más fuerte.
Ya
no éramos nadie, corría el rumor, y aquella Navidad fue la más triste. Nacía el
niño Dios y morían los niños hombres.
La
trama avanza de manera lineal a lomos de la rabia y la violencia, sobre la
contrarreloj de la deuda, viendo cómo busca consuelo en la barra de los bares
más oscuros y en las drogas que le caen en las manos, y escondido de quienes le
persiguen acaba compartiendo la vida, o lo que sea, con una prostituta que
parece mirar al futuro de frente, no como él. La novela se debate entonces
entre los dos finales previsibles, y no digo previsible como una crítica,
porque la vida, en ciertos momentos, es previsible, y pasa lo que tiene que
pasar, e imaginar lo contrario es engañarse. La novela juega a hacernos dudar
entre creer que hay redención o que hay historias que no tienen remedio.
El
final, claro, no es feliz. Pero eso es un spoiler.
Y para terminar me imagino al narrador de esta novela dándome un puñetazo por
haber usado esa palabra.
Miro
a las personas bailar tras los cristales. Odio a la gente que es capaz de
disfrutar de la vida.
Seguiremos
leyendo
Sr.
E
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