Queremos tanto a Ray: reseña de Tokio ya no nos quiere
Cuando yo era un crío, pero literalmente un crío, había un escritor que salía en la tele (quizá no mucho, quizá no continuamente, quizá no con la frecuencia con la que uno puede ver a Francisco Marhuenda si pone La sexta o con la que se encontraba a Pablo Iglesias Turrión en las tertulias del año 2015, pero sí en la tele) que se llamaba Ray Loriga. Posaba de chulo, aunque lo haya querido negar con los años, y hay que reconocerle que molaba. No se llamaba realmente Ray, aunque los niños aún no sabíamos que se llamaba Jorge. Suponíamos, niños como éramos, que lo de Ray era un homenaje poco disimulado a Raymond Carver. Había escrito un par de libros y parecía que había traído, él solo, la modernidad a la prosa española. La posmodernidad, en realidad. El individualismo, las referencias pop, el realismo sucio. Y claro, como todas las cosas que se puedan decir sobre un tipo, por guay que fuera, trayendo algo a su país, es una exageración. Pero dentro de toda exageración hay algo de verdad, como él mismo escribió en cualquiera de aquellos libros llenos de frases redondas, rotundas, inadaptados, cerveza y música rock.
Cuando yo era un crío, pero literalmente un
crío, los libros de Ray Loriga estaban expuestos en la biblioteca pública de mi
pueblo y Loriga era un tío que salía en la portada de sus libros, algo que
luego dijo que había sido idea de Constantino Bértolo y que no era para tanto, porque
a ver si Leonard Cohen o Bob Dylan se habían podido pasar la vida saliendo en
las portadas de sus discos y él no iba a poder salir en la de sus libros, con
el pelo largo, las manos llenas de anillos y un tercio en la mano.
Cuando se murió Kurt Cobain yo no había
cumplido los diez años, pero me enteré, a saber cómo, de qué iba aquella
historia. Cuando se murió Kurt Cobain yo no había leído a Ray Loriga pero
conocía su nombre y seguía, desde la lejanía, su naciente carrera. Y me
disculparéis si la frase se parece demasiado a la de aquella Miss (o algo así)
que dijo que no había leído ni una página del famoso Nobel hispano – peruano,
pero que hacía años que lo seguía. Loriga se casó, como en los cuentos, con una
princesa que cantaba canciones en lo – fi
y todo se parecía demasiado a una historia de las que la prensa rosa devora y
por eso se fueron a vivir a Nueva York. Locos años noventa en los que la fama
era excesiva para un escritor joven y su mujer cantautora.
El caso es que aunque todo eso pudiera llevar a
pensar, al lector de 2022 de este blog, que Loriga era un personaje ideal para
que nos quisieran engatusar con él, y para revelar, más antes que después, que
era mucho más personaje que escritor, el tío era un escritor de verdad, con un
mundo propio, un estilo propio, un fraseo y referencias que iban más allá de
esos Carver y Bukowski a los que se confesaba adicto y de los que se declaraba,
en un texto de Días extraños, quizá
el primero de sus libros que leí, deudor. El lector de Loriga se encontraba
(aunque por supuesto yo no lo supiera entonces, eso solo lo haya sabido el
relector de Loriga) también con un fondo de lectura y escritura por el que
habían pasado, casi seguro, J. D. Salinger, William Saroyan, Hubert Selby Jr., Barry
Gifford, Hanif Kureishi, Nick Hornby y a su manera Scott Fitzgerald, Nabokov y
Martin Amis. Aquel Loriga personaje escondía a un escritor de los de verdad.
Algo que tampoco se debe olvidar, y me perdonaréis el desvío, cuando pensemos
en el célebre Nobel hispano – peruano, quien por más que ahora ande convertido
en personaje de las revistas del corazón, es uno de los más grandes novelistas
del siglo XX (probablemente el más perfecto a la hora de estructurar sus
novelas al que yo haya leído, tal vez solo igualado por Thomas Mann; y repito,
de los que yo he leído).
Llegó el momento de leer a Loriga y el de
releerlo, y se fueron quedando sus libros por los estantes, hasta que se
convirtieron en esos viejos amigos a los que tienes mucho aprecio pero poco
tiempo para ver. Ya doy por sabidos sus libros, he entrado menos (en algunos
casos mucho menos) en sus historias de los últimos quince años, su voz
contamina la mía con demasiada facilidad cuando estoy escribiendo.
El caso es que hace cosa de una semana saqué de
una estantería una edición de Tokio ya no
nos quiere que compré pensando en
releerla en algún momento. Era un libro al que no había vuelto nunca, desde la
única lectura que hice, hará dieciséis o diecisiete años. Un libro que me
parece que ha circulado menos por librerías y bibliotecas que otro, que se ha
reeditado en voz baja cuando Loriga cambió de editorial (claro que pueden ser
sesgos de espectador). Cogí la edición del Círculo de Lectores que compré por
un precio ridículo hace cosa de un año y empecé a leerla y me encontré con una
novela magnífica, que recordaba con bastante detalle pero que me iba recordando
a cada página lo que había olvidado.
Loriga es seguramente mejor prosista que
narrador. No es particularmente hábil a la hora de crear tramas y estructurar
sus libros, y sí lo es al escribir con la gracia de un bailarín de rock and
roll de los años cincuenta. Hay algo de Elvis y algo de Bowie en la manera en
la que sus palabras van formando las frases. Tiene facilidad para la frase
redonda, y eso le juega muchas veces en contra, pero tal vez sea en Tokio ya no nos quiere donde menos
sucede entre sus libros. Hay una historia que lo articula todo y que como en
casi toda su obra es la de alguien solo en un mundo hostil que no lo comprende
ni ayuda. Aquí se trata de un comercial (o camello que trabaja para una
organización legal y reconocida) que vende una droga que destruye la memoria de
quien decide consumirla, precisamente porque este quiere olvidar algo con lo
que ya no puede seguir viviendo. La novela es de 1999 y el fin de milenio
estaba a la vuelta de la esquina y Loriga aprovecha esa circunstancia para
colarnos en un mundo que suena a un futuro lejano, que lleva a pensar en
Ballard aunque (habiendo violencia y mal rollo, que los hay) con menos
violencia y oscuridad.
La novela parece estar, de hecho, cocinada
entre la escritura del primer Loriga y la escritura de un Ballard que se estaba
volviendo por entonces adicto a la memoria. Unos mundos, los de la memoria y
los peligros de manipularla, que tampoco le quedarían lejanos a Rodrigo Fresán
(con quien me imagino que Loriga habrá hablado alguna vez de libros). Y la
novela, leída ahora, con tantos años más (a mi espalda) y un mundo tan extraño
como el que habitamos, se ha tornado, como los libros de Ballard, otro mito del
futuro pasado.
No han parado de venirme a la cabeza, durante
la lectura, paralelismos con los cerebros que tenemos destrozados y desmemoriados
por el abuso del móvil. He pensado en esa droga (tan triste) que promete a
quienes la consumen que potenciará su empatía y podrán regalar abrazos y
comunión a su grupo de amigos. He pensado, al leer las memorias a contrarreloj
de ese agente que va olvidando, en todas las drogas que nos recetan para llevar
mejor el día a día sin dejar de ser productivos.
He pensado en todo eso, pero lo he pensado
porque estaba en mí. La novela es de las buenas, de las que sugieren lo que
necesitas que sugieran, de las que sintonizan con el mundo, da igual cuándo la
leas. Y me ha alegrado reencontrarme con Loriga y redescubrir sus libros.
Porque pasan los años, pasamos con ellos, y quedan agarres a los que ir
volviendo y en los que ver cómo cambiamos nosotros, cómo cambian ellos y cómo
cambia todo, pero queda algo. Hace un par de semanas fui al cine a ver esa
versión depresiva (no lo digo como algo malo, solo descriptivo) de Batman, y
escuché (el cine comercial es quizá la más obvia de las perversiones del arte,
y algunas bandas sonoras valen como prueba) Something
in the way, de Nirvana. Y sentí ese cosquilleo del reconocimiento, pero ese
cosquilleo que solo se produce cuando el reconocimiento nos conecta con nuestro
pasado, pero con algo que sigue sirviendo en nuestro presente. Y pensé en
cuánto hacía que no me ponía un disco de Nirvana. Y empecé a tirar del hilo y a
recordar que cuando Kurt Cobain se suicidó yo era un niño que aún no había
leído ni una línea de Ray Loriga.
Animaos a pasar a por vuestros propios
recuerdos por las páginas de Tokio ya no
nos quiere. Valdrá la pena.
Seguiremos leyendo
Felices lecturas
Sr. E
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